Hitler permaneció dos días refugiado en casa de los Hanfstaengl sufriendo fuertes dolores en su hombro. Pero, sin duda, lo que más dolor debía causarle era el fracaso de la revolución de opereta que acababa de protagonizar y que en ese momento parecía haber puesto fin a su carrera política. Desesperado, Hitler hablaba de pegarse un tiro. Al final le convencieron de que lo mejor era huir a Austria, pero en la noche del 11 de noviembre, cuando esperaba el automóvil que debía llevarle a la frontera, se presentó la policía para detenerle; con el brazo en cabestrillo, se entregó sin oponer resistencia. El juego había terminado.
Hitler fue conducido por la policía a Landsberg, un pueblo pintoresco, situado a unos setenta kilómetros al oeste de Múnich. Sobre una colina se levantaba una fortaleza de la Edad Media, consistente en un complejo de edificios de color blanco grisáceo rodeado por altas murallas de piedra, que era utilizado como prisión. Hitler ocuparía la celda número siete.
La «revolución alemana» se había desmoronado como un castillo de naipes. Hitler estaba detenido; Röhm y otros dirigentes nazis habían sido igualmente encarcelados; Göring había resultado herido, poniéndose a salvo cruzando la frontera austriaca; tan sólo Ludendorff había sido puesto en libertad, bajo su palabra de oficial. Las oficinas del NSDAP serían clausuradas y su periódico, el Völkischer Beobachter, secuestrado y prohibido.
Para todos, Hitler era ya historia. Su fugaz carrera política y la de su heterogéneo grupo de partidarios parecía que apenas iba a merecer una breve referencia en los libros de historia de Baviera. Los periódicos alemanes ridiculizaron el intento de golpe calificándolo de «minirrevolución de cervecería» e incluso de «travesura de escolares que jugaban a los pieles rojas». Por su parte, el corresponsal en Berlín del New York Times se refirió a esos hechos asegurando que «el Putsch de Múnich elimina definitivamente a Hitler y sus seguidores nacionalsocialistas».
En la misma línea, el escritor Stefan Zweig comentaría: «En este año de 1923 desaparecieron las cruces gamadas y los guardias de asalto y el nombre de Adolf Hitler casi se hundió en el olvido. Nadie pensaba en él ya como un candidato posible en términos de poder». Así debía de haber ocurrido, pero Zweig, al igual que otros muchos alemanes, no podía estar más equivocado.