El año 1923 comenzó con la ocupación el 11 de enero de la región alemana del Ruhr por los ejércitos francés y belga, con la excusa de que Alemania había dejado de pagar las reparaciones de guerra. La acción tuvo dos consecuencias; la inflamación del espíritu nacionalista en toda Alemania y la caída del marco a un tipo de cambio de 50.000 marcos por dólar. Eso, unido al fuerte desempleo, hizo aumentar el número de partidarios de Hitler, quien aprovechó esas circunstancias favorables para convocar nuevos mítines.
Por esa época ya se estaba conformando el núcleo duro del partido, con personajes que tendrían una gran relevancia una vez en el poder, como Hermann Göring, Rudolf Hess o Julius Streicher. Pero en esos primeros tiempos un nombre a destacar sería el de Ernst Hanfstaengl, un norteamericano de origen alemán de dos metros de altura, que era apodado irónicamente Putzi (Pequeño).
Hanfstaengl supo ganarse de inmediato la confianza de Hitler, quien visitaba con frecuencia su casa. En una ocasión comenzó a tocar al piano marchas de fútbol americano de Harvard, asegurando que las animadoras y las bandas de música lograban llevar al público al borde la histeria. Eso despertó el interés de Hitler y Hanfstaengl demostró que los himnos alemanes podían adaptarse a ese animado ritmo. Así, Hanfstaengl compuso varias marchas para la banda de las SA, aunque su aportación más destacable, sorprendente a la vez, sería la conversión de un grito acompasado de las animadoras de Harvard en una consigna que atronaría años después en las grandes concentraciones nazis: «Sieg Heil! Sieg Heil!».
Con el paso de los meses, la situación de Alemania iba empeorando cada vez más. A primeros de octubre de 1923, el marco estaba tan devaluado que apenas valía lo que el papel en el que estaba impreso. Tomarse una jarra de cerveza costaba mil millones de marcos. Ahorros de toda una vida se habían esfumado. Se contaba la historia, apócrifa pero significativa, de una mujer que se dejó un cesto de dinero en la calle y que, al volver un momento después, vio que le habían robado el canasto y que habían dejado el dinero.
Mientras, el partido nazi seguía aprovechándose del descontento popular; ya contaba con más de 35.000 afiliados. Hitler creía que había llegado su momento y así lo hacía ver en sus mítines, en los que aseguraba que había que pasar a la acción. El 30 de octubre pronunció estas palabras en el circo Krone, ante un público enfervorizado: «¡Para mí, el problema alemán sólo estará resuelto cuando los estandartes negros, rojos y blancos con la esvástica flameen en el palacio de Berlín!».
Un circunspecto Hitler, junto a sus camaradas de partido, en una instantánea tomada en 1923. A su lado, su fiel chófer Emil Maurice.
La oportunidad iba a llegar el 8 de noviembre de 1923. Esa noche estaba previsto que se celebrase en la Bürgerbräukeller de Múnich un acto al que asistiría el ministro presidente de Baviera, Gustav von Kahr, el hombre que estaba al mando del Reichwehr en Baviera, el general Otto von Lossow, y el jefe de la policía bávara, el coronel Hans Ritter von Seisser. La idea de Hitler era irrumpir en el salón y convencerlos de que se adhiriesen a la sublevación que tendría lugar en ese momento, en la que se conseguiría el control de las estaciones de tren, oficinas de telégrafos y teléfonos, emisoras de radio y cuarteles de policía.
A la misma hora, en otra cervecería, la Löwenbräukeller, se reunirían todos los hombres del partido para tomar parte también en el golpe. El plan pecaba de improvisación, lo que despertó reticencias entre sus compañeros de conspiración, pero Hitler no vaciló ni un momento. Al final, Hitler logró convencerles en la misma madrugada del 8 de noviembre; el Putsch tendría lugar esa noche.
La jornada que Hitler esperaba que fuera el día más importante de su vida no comenzó con los mejores augurios, al despertarse con jaqueca y un fuerte dolor de muelas. Aun así, comenzó los preparativos para el golpe; muchos de los más próximos a Hitler ni siquiera sabían todavía que iba a tener lugar esa misma noche. A lo largo del día se fueron sucediendo las consignas. Los líderes de las SA recibieron la orden de que sus hombres estuvieran preparados para la acción, pero nadie sabía con exactitud lo que había que hacer. Hitler confiaba ciegamente en la suerte y el destino.
La engalanada sala de la Bürgerbräukeller aparece a rebosar y expectante antes de dar comienzo un mitin de Hitler en 1923.
A las ocho de la tarde, Hitler y sus acompañantes, en dos automóviles, acudieron a la Bürgerbräukeller, situada a un kilómetro y medio del centro de Múnich. El salón estaba lleno, por lo que tuvieron que quedarse en la antesala. Allí, tomando una cerveza, esperaron la llegada de los miembros de las SA que iban a participar en el golpe. Estos llegaron a las ocho y media en varios camiones; los hombres bajaron de ellos y rodearon el edificio. Göring y un grupo de escolta irrumpió en la cervecería, sin que los policías municipales pudieran hacer nada por impedirlo. En ese momento, Hitler desenfundó su pistola Browning y, cuando las tropas de asalto gritaron «Heil Hitler!», entró en el salón.
Hitler, acompañado de Hanfstaengl, Hess y cinco hombres más, empezó a abrirse paso a través del atestado recinto hacia la tribuna, interrumpiendo a Von Kahr, que estaba en ese momento pronunciando un discurso. Un grupo de SA había bloqueado las salidas, mientras que otro instalaba una ametralladora que apuntaba al público, pero eso no atemorizó a la gente, que volcó varias mesas en medio de una gran confusión. Emergiendo del tumulto, Hitler se subió a una silla y gritó: «¡Silencio!». Como el desorden continuaba, disparó al techo. De repente, la sala quedó en silencio y Hitler exclamó, con el rostro empapado en sudor: «¡La revolución nacional ha estallado!, ¡el local está rodeado!».
El público quedó desconcertado ante el aspecto cómico de Hitler, por lo que muchos creyeron que se trataba de un loco o un borracho. Pero Hitler hablaba en serio; ordenó a Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser que le siguieran a un pequeño salón contiguo y les garantizó que allí estarían a salvo. Los tres hombres dudaron, pero temiendo que hiciese uso de su pistola, accedieron a acompañarle a la sala privada. «Sigamos la comedia», parece que dijo en voz baja a sus compañeros Von Lossow. Allí Hitler les pidió su colaboración, ofreciéndoles cargos de responsabilidad en el nuevo gobierno del Reich.
Como los tres hombres dudaban, Hitler regresó a la sala, en donde los ánimos estaban muy exaltados, lo que había obligado a Göring a disparar otra vez al techo. Hitler tomó la palabra para exponer sus propuestas para los nuevos gobiernos de Berlín y Múnich. Aseguró que pronto llegaría el mariscal Ludendorff para asumir el mando del ejército, insistiendo en que el golpe no estaba dirigido contra los militares ni la policía, sino «sólo contra el gobierno judío de Berlín y los criminales de noviembre de 1918». Hitler mintió asegurando que el triunvirato ya le había mostrado su disposición a sumarse al golpe, lo que fue recibido con entusiastas gritos de aprobación. Hitler, con su intenso sentido de lo teatral, proclamó: «Puedo deciros esto: ¡o la revolución alemana comienza esta noche o estaremos todos muertos al amanecer!». Ese corto discurso le sirvió para ganarse el favor de todos los asistentes. Hitler regresó entonces al salón privado para seguir presionando al triunvirato.
Unos minutos después, el general Ludendorff llegó a la Bürgerbräukeller vestido con uniforme completo del ejército imperial. El veterano militar no pudo ocultar su desagradable sorpresa al ver cómo se habían desarrollado los acontecimientos. Aun así, se presentó en la habitación para hablar con los tres políticos que permanecían retenidos por Hitler y tratar de que se unieran al golpe de mano. Aparentemente, todos quedaron convencidos por las palabras del general y regresaron a la tribuna, asegurando sin mucho entusiasmo que aceptaban formar parte del nuevo gobierno. El público interrumpió ese anuncio con un aplauso frenético. La revolución alemana estaba en marcha.
Mientras tanto, en la Löwenbräukeller, dos mil miembros del partido nazi habían estado participando de un acto del NSDAP sin saber lo que estaba ocurriendo en la otra cervecería. Cuando faltaban veinte minutos para las nueve, había llegado un lacónico mensaje de la Bürgerbräukeller: «¡Entregado felizmente!». El líder de las SA, Röhm, se dirigió entonces a la tribuna e informó que el gobierno bávaro había sido depuesto y que Hitler había proclamado la revolución nacional. La multitud, enfervorizada, recibió con entusiasmo la consigna de acudir en tropel a la otra cervecería, pero una vez iniciada la marcha llegó una contraorden de Hitler, por la que debían proceder a ocupar varios puntos clave de la ciudad.
Al mando de una columna, en la que se encontraba un joven Heinrich Himmler, Röhm avanzó hacia el cuartel de la Schönfeldstrasse, la sede del ministerio de Defensa bávaro. Aunque los centinelas amenazaron con abrir fuego, Röhm se mostró firme en su propósito de entrar en el cuartel y al final el oficial de servicio cedió. Los nazis pudieron entrar así en el cuartel pero, de forma incomprensible, no se apoderaron de la centralita de teléfonos del ministerio, dejándola a cargo del oficial de guardia, que no simpatizaba con los nazis, por lo que no tardó en pedir ayuda.