Recurso a la violencia

Pese a esos innegables éxitos, seguía habiendo un sector del partido que consideraba que Hitler se había apartado de los propósitos originales de la formación y que, además, la estaba convirtiendo en una simple plataforma de sus aspiraciones personales. Aprovechando un viaje de Hitler a Berlín, sus adversarios intentaron cerrar una alianza con un grupo de socialistas de otra ciudad; con ese gesto, querían demostrar a Hitler que el partido estaba plenamente capacitado para tomar decisiones sin su concurso. Pero Hitler se sintió ahora lo suficientemente fuerte para aceptar el desafío. Regresó rápidamente a Múnich y el 11 de julio, para sorpresa de todos, anunció que abandonaba el partido; no volvería a menos que antes de ocho días lo nombraran primer presidente y le confirieran poderes dictatoriales.

El farol de Hitler parecía haber sido un error, ya que los días fueron pasando sin recibir una respuesta a su exigencia, entablándose una tensa guerra de nervios. Pero, cuando el plazo de ocho días estaba a punto de expirar, el comité ejecutivo celebró una sesión secreta de última hora en la que aceptó los términos del ultimátum. Hitler obtuvo los poderes que exigía, lo que quedó certificado en un congreso extraordinario celebrado el 29 de julio. La votación favorable a Hitler se saldó con 543 votos a favor y tan sólo uno en contra.


Retrato de Hitler en esa época, en la que ya lucía su bigote característico.

Con las riendas del partido en su mano, Hitler aceleró su transformación. A primeros de agosto convirtió el grupo de acción encargado de mantener el orden en los mítines en una unidad paramilitar uniformada, cuyo líder sería Ernst Röhm, a cuyas órdenes había servido como informador en el ejército. Esa unidad de nuevo cuño fue designada al principio con el inocente nombre de División de Gimnasia y Deportes, pero dos meses después se la conocería como Sturmabteilung (SA), Grupos de Asalto. Para Hitler, las SA eran sólo un arma política, pero el capitán Röhm las consideraba un ejército privado. Esa diferencia de criterio acabaría resolviéndose años después de una manera trágica.

La nueva etapa del NSDAP se distinguiría por el uso de la violencia política, tal como venían haciendo los Camisas Negras italianos. El 14 de septiembre de 1921, las SA irrumpieron en un mitin de la Liga Bávara, en el que ya había miembros de las SA de paisano, arrojando al orador desde la tribuna hacia el público y provocando una riña multitudinaria. Los incidentes supusieron una advertencia a Hitler de que sería juzgado por alterar el orden, pero la amenaza no surtió efecto y los altercados continuaron.

La creciente tensión acabaría estallando el 4 de noviembre, con ocasión de un mitin de Hitler en la Hofbräuhaus. La mitad del público estaba compuesto por socialistas, que habían acudido decididos a reventar el acto. Hitler comprendió que allí se iba a dilucidar una dura batalla que iba a marcar el futuro de su partido. Así, arengó a su medio centenar de matones de las SA para tomar la ofensiva ante el primer amago de violencia. A nadie se le escapaba el carácter de la lucha que iba a tener lugar allí: «Ni uno de los nuestros debe abandonar el salón, salvo con los pies por delante», les dijo.

Hitler avanzó hacia la tribuna, entre algunos abucheos procedentes de las mesas ocupadas por los socialistas. Cuando comenzó su discurso, estos cesaron en sus protestas y, aparentemente, le escucharon con atención durante una hora. En realidad, sus oponentes ganaban tiempo mientras acumulaban bajo las meses las jarras de cerveza vacías para usarlas después como proyectiles.

De repente, en medio del discurso, uno de los asistentes se subió a su silla y gritó: «¡Libertad!». Era la señal convenida para el comienzo del ataque. Una jarra voló hacia la cabeza de Hitler, seguida de media docena más. Inmediatamente, la sala se convirtió en el escenario de una batalla campal. Las mesas de roble eran volcadas y las sillas de madera se hacían astillas. Los testimonios aseguran que Hitler seguía de pie, desafiante, mientras la lluvia de pesadas jarras pasaba volando junto a su cabeza. Los miembros de las SA se emplearon a fondo; al cabo de una media hora, los alborotadores habían sido expulsados escaleras abajo. Como si no hubiera pasado nada, a pesar de que el salón se hallaba totalmente destrozado, Hitler reanudó su discurso, que finalizó en medio de una tormenta de aplausos.

Hitler había vuelto a jugársela aceptando el desafío violento planteado por sus adversarios y había ganado de nuevo. La victoria de esa noche le supuso una publicidad enorme para él y su partido y las solicitudes de afiliación crecieron como la espuma. Pero el aura de violencia que rodeaba a su partido le puso en el punto de mira de las autoridades.