Durante esa primera época del partido, Hitler y sus correligionarios tropezaron con muchos inconvenientes, debido a que eran totalmente desconocidos para el público. De hecho, en Múnich nadie conocía al partido ni de nombre. Era indispensable, por tanto, extender el pequeño círculo y ganar nuevos partidarios para lograr que el partido comenzara a adquirir una identidad diferenciada entre el magma de formaciones que se estaban creando en la capital bávara.
Con esos propósitos, procuraron celebrar, primero mensualmente y después cada quince días, una reunión. Las invitaciones se escribían en parte a máquina y en parte a mano. El propio Hitler se encargaba de distribuir esas tarjetas. Por la noche esperaban a la multitud que supuestamente había de acudir, pero después de aplazar el comienzo de la asamblea durante una hora, el presidente se veía obligado a señalar la iniciación de la misma con la presencia de los siete miembros originales y algún que otro curioso. Pero Hitler no se desmoralizó ante esos primeros reveses. Las siguientes invitaciones se ciclostilaron y acudieron once personas, trece en la siguiente y, al final, treinta y cuatro.
Aunque la respuesta era esperanzadora, era necesario realizar un esfuerzo de convocatoria superior. Así, decidieron invertir todos los fondos recaudados en las reuniones anteriores en el alquiler de una sala de la Hofbräuhaus y un anuncio en el periódico Münchener Beobachter, un diario nacionalista alemán y antisemita. El mitin tendría lugar el 16 de octubre. El partido se jugaba esa noche su ser o no ser; si la asistencia era similar a la de las reuniones anteriores, los gastos del alquiler y la promoción del acto lo llevarían a la bancarrota.
Pero esa noche el público respondería a la llamada del partido; un total de 111 personas acudieron a la sala, lo cual fue considerado un éxito. Un profesor de Múnich debía pronunciar el discurso principal y Hitler hablaría en segundo lugar. El primer orador obtuvo una acogida tibia, pero la reacción del auditorio con Hitler iba a ser muy diferente. Estaba previsto que su discurso durase veinte minutos, pero habló media hora, lanzando continuas acusaciones y amenazas, dejándose dominar por la emoción. El auditorio de la reducida sala se sintió electrizado y el entusiasmo fue tal que, a instancias de Hitler, los asistentes contribuyeron en la colecta con trescientos marcos para sufragar los gastos. Fue entonces cuando Hitler tuvo una especie de revelación. En Mein Kampf explicaría: «Comprobé entonces una cosa que había sentido en lo más profundo de mi corazón, pero que jamás había podido conocer con certeza: ¡Yo sabía hablar!».
Ese momento fue crucial para el Partido Obrero Alemán. Si la convocatoria hubiera fracasado como en las anteriores ocasiones, probablemente el partido se hubiera disuelto y tal vez la historia hubiera cambiado. Pero la energía de Hitler había logrado que el partido iniciara por fin su despegue, abriéndose camino en el duro y competido ambiente político de Múnich.
La siguiente cita sería el 13 de noviembre, en la Ederlbräu. En esa ocasión, se cobró una entrada, pero aun así acudieron unas 130 personas, atraídas por el nombre de Hitler debido al éxito del mitin anterior. En mitad del discurso de Hitler se produciría un hecho que sería una constante en los siguientes actos del partido; algunos provocadores comenzaron a interrumpirlo a gritos, pero al cabo de unos minutos acudieron sus amigos militares y los agitadores «salieron volando escaleras abajo con la cabeza abierta». El incidente, lejos de asustar al público asistente, hizo que la figura de Hitler y del pequeño partido se agrandasen.
Dos semanas después se celebró un mitin al que acudieron 170 personas y el 10 de diciembre otro en un salón más grande. Sin embargo, la asistencia a esta última reunión fue menor de la esperada, lo que hizo pensar al comité del partido que las reuniones estaban siendo demasiado frecuentes. Hitler se negó a disminuir la frecuencia y consiguió que se celebrase una nueva, en el mismo salón, que en esta ocasión sí respondió a las expectativas gracias a la asistencia masiva de miembros del ejército.
La influencia creciente de Hitler preocupaba a algunos miembros del partido, que no compartían su estilo incendiario. Pero Anton Drexler estaba convencido de que él era el hombre que el partido necesitaba para crecer, por lo que se mostró partidario de que fuera nombrado jefe de propaganda. Hitler, aupado a ese cargo, comenzó a tomar decisiones que excedían de esa responsabilidad, encaminadas a mejorar la gestión del partido, hasta entonces deficiente. Así, encontró un local en la Steneckerbräu, por un alquiler de cincuenta marcos mensuales, una cantidad moderada. Gracias a sus contactos en el ejército consiguió que le prestasen sillas, mesas y armarios. Hitler reparó también en la necesidad de contratar un administrador, para lo que recurrió a un sargento que trajo con él su máquina de escribir.