En el verano de 1917, el regimiento regresó a Ypres, en donde Hitler había tenido su bautismo de fuego. Allí les esperaba una nueva batalla. Los padecimientos de la tropa serían todavía peores que en octubre de 1914, ya que a las balas y los proyectiles de la artillería se sumó el gas. Los soldados debían dejarse puestas durante días las sofocantes máscaras de gas, a veces mientras soportaban bombardeos día y noche. En julio, las lluvias convirtieron el campo de batalla en un barrizal.
El regimiento de Hitler, tras sufrir muchas bajas, fue relevado, siendo enviado a Alsacia a descansar. Allí, Hitler perdería sus dos posesiones más valiosas: su mascota y su estuche con el material de pintura. Hitler acusó especialmente el robo de su perrito: «Me sentía desesperado. El cerdo que me robó a mi perro no sabe lo que me hizo».
Sería en octubre de 1917 cuando Hitler pidió su primer permiso durante la guerra. Su amigo Schmidt le convenció para que le acompañase a Alemania. Después de visitar brevemente Bruselas, Colonia y Leipzig, llegaron a Dresde, donde vivía la hermana de Schmidt. Tras pasar unos días en la «Florencia del Elba», dejándole una gran impresión, Hitler marchó solo a Berlín, alojándose en la casa de un camarada.
A su regreso al frente, Hitler encontró la situación mucho más tranquila, por lo que durante ese invierno dispondría de mucho tiempo para leer. No obstante, la falta de aprovisionamientos debido al bloqueo británico hacía que las raciones de comida fueran insuficientes. Los hombres se veían obligados a comer gatos y perros para completar la exigua dieta; Hitler sólo comía de los primeros. A veces Hitler lograba hacerse con mermelada, con la que untaba generosamente su pan.
Las penurias en el frente tenían también su reflejo en la retaguardia. El hambre se extendía y los trabajadores, cansados de la guerra, se declararon en huelga en enero de 1918. Aunque acabaron regresando al trabajo, el espíritu de la rebelión no quedaría apagado. En el frente, muchos soldados, pese a estar tan cansados de la guerra como los civiles, encajaron las noticias de la huelga general como una traición al esfuerzo que ellos estaban haciendo; Hitler era uno de ellos. Estaba naciendo el mito de la «puñalada por la espalda».