A principios de enero de 1915, un pequeño terrier inglés blanco, aparentemente la mascota de algún soldado inglés, bajó de un salto a la trinchera de Hitler y se lanzó en persecución de una rata. Hitler se apoderó del perrito, que al principio trató de escapar: «Con suma paciencia, ya que el animal no entendía una palabra de alemán, conseguí que poco a poco se acostumbrara a mí». Lo bautizó como Fuchsl (Zorrito) y le enseñó unos cuantos trucos de circo, como subir y bajar una escalera de mano. Durante el día, Fuchsl no se apartaba de su nuevo amo y, de noche, dormía junto a él.
En el verano de 1915, Hitler se había vuelto indispensable para su regimiento. Cuando la artillería enemiga cortaba las líneas telefónicas, él era el mensajero en que los oficiales confiaban más para restablecer la comunicación entre los puestos de mando.
A pesar de su disposición a soportar de buen ánimo la vida en el frente, esta comenzó a hacer mella en Hitler. Su rostro ya no era el de aquella foto de un año antes, en la Odeonsplatz de Múnich; ahora estaba pálido y demacrado. Además, su carácter se había vuelto más irascible, acusando la tensión constante a la que tanto él como sus compañeros se encontraban sometidos noche y día.
Durante el otoño, los ingleses aumentaron su presión sobre la posición que ocupaba el regimiento. En Navidad, Hitler se mostró especialmente apático; al agotamiento físico y mental se unió el hecho de que fue el único que no recibió paquetes y cartas de su familia. Tal como se ha apuntado, aunque sus compañeros le ofrecían parte del contenido de sus paquetes, él lo rechazaba con brusquedad. Es posible que el ambiente navideño le recordase el episodio del fallecimiento de su madre, ocurrido en esas fechas. Una vez que pasaron esas segundas navidades en el frente, Hitler pareció recuperar el ánimo.
A principios del verano de 1916, el regimiento fue trasladado hacia el sur, para frenar la ofensiva del Somme, lanzada por los Aliados para aliviar la presión germana sobre Verdún. Durante la batalla de Fromelles, el fuego artillero cortó todas las líneas telefónicas del regimiento; Hitler y un compañero fueron enviados, según un testigo, «a una muerte casi segura, en un camino sobre el que llovían los disparos y obuses». Hitler no sólo sobrevivió, sino que además ayudó a su camarada, que se había desplomado exhausto, a llevarle de regreso a su trinchera.
Los tres meses siguientes siguieron bajo la tónica de la embrutecedora guerra de trincheras. Las líneas alemanas habían resistido el empuje aliado, pero estos persistían en sus ataques, desarrollándose una carnicería inútil en la que los avances y retrocesos se medían en metros. Mientras, el cabo Hitler salía a cumplir su misión cuando las líneas quedaban cortadas por el fuego de artillería.
Como se ha apuntado, a pesar de que se dedicaba a atravesar campos de batalla en los que las balas silbaban en todas direcciones y los obuses batían el terreno con sus continuas explosiones, Hitler parecía un ser invulnerable. Sin embargo, su buena suerte se acabaría el 7 de octubre de 1916, cuando nada hacía temer que eso pudiera suceder. Mientras se encontraba durmiendo con otros mensajeros en el interior de un estrecho túnel, un obús estalló cerca de la entrada. Hitler sufrió una herida en el muslo; no era grave, pero requirió su traslado a un hospital de campaña. De todos modos, ese era el tipo de herida que muchos hombres anhelaban, al suponer el billete para la retaguardia. Aunque Hitler suplicó al teniente Wiedemann que le permitiera quedarse con el regimiento, alegando que la herida no tenía importancia, fue enviado de regreso a Alemania en un tren hospital.
Hitler fue ingresado en un hospital militar cercano a Berlín. En cuanto pudo caminar, consiguió permiso para pasar el fin de semana en la capital. Allí sufriría un auténtico shock. Según explicaría en Mein Kampf, «por todas partes reinaba la más cruel de las miserias. La capital estaba transformada en una ciudad con millones de habitantes famélicos. El descontento era grande». Pero lo que le irritó fue encontrar «bribones» que hacían campaña en favor de la paz, «haciendo ostentación de la propia cobardía».
Dos meses después, fue enviado a un batallón de reserva en Múnich. En la capital bávara advirtió con estupor que la situación «era mucho, pero muchísimo peor que en Berlín». Tuvo la sensación de que le costaba reconocer la ciudad: «Donde quiera que iba presenciaba irritación y descontento y no oía sino maldiciones».
En Múnich halló el chivo expiatorio del hundimiento de la moral alemana: los judíos. En su libro aseguraría: «Casi todos los oficinistas eran judíos y casi todos los judíos eran oficinistas. Me sorprendió topar con aquella muchedumbre de combatientes del pueblo elegido y no pude por menos que compararla con sus escasos representantes en los campos de batalla».
El ambiente de Múnich se tornó muy desagradable para Hitler. Debía compartir cuartel con los nuevos reclutas que, según él, no respetaban a los soldados venidos del frente. Echaba de menos a sus camaradas, por lo que en enero de 1917 escribió al teniente Wiedemann pidiéndole volver al frente. El 1 de marzo, Hitler pudo regresar por fin junto a sus compañeros, quienes le brindaron una cálida acogida, especialmente el pequeño Fuschsl, quien no se había olvidado de su amo. El cocinero de la compañía preparó una cena especial en su honor.
Un hecho que, sin duda, influyó decisivamente en sus principios políticos sería el gran contraste que advirtió entre la vida en el frente y en la retaguardia. Durante el tiempo que estuvo en Alemania y conforme fue avanzando la guerra, fue palpando la progresiva disolución de la hasta entonces rígida sociedad germana, cansada de las penalidades impuestas por la contienda, y que culminaría tras la derrota con estallidos revolucionarios que pretendían acabar con el orden social burgués. En cambio, en el frente, la autoridad no era discutida y la vida discurría por unos cauces bien delimitados. Mientras en la retaguardia la desunión y las desavenencias estaban a la orden del día, en el frente se respiraba camaradería y la solidaridad. Hitler intentaría años después trasladar esa unión a su proyecto de sociedad, reprimiendo cualquier tipo de disidencia.
Unos días después de su llegada al frente, el regimiento fue enviado en tren a Arras, para preparar la ofensiva de la primavera. Allí dispusieron de bastante tiempo libre, que Hitler aprovechó para pintar acuarelas de escenas de batallas en las que había participado. Con ocasión de la Pascua, Hitler pintó de blanco unos objetos con forma de huevo y los colocó en el jardín del jefe del regimiento formando la frase «Feliz Pascua de 1917». Unos meses después, el mayor Anton von Tubeuf tomó el mando del regimiento, aplicándose en la tarea de devolverle la disciplina que, según él, había perdido.