El que Hitler sobreviviera a la Primera Guerra Mundial sólo se puede calificar de milagro. Nada más entrar en combate, su regimiento pasó de 3.500 integrantes a sólo 600; el resto perdieron la vida o sufrieron heridas. Conforme fue avanzando la guerra, Hitler figuraría siempre en la lista de supervivientes de su unidad.
Fueron innumerables las ocasiones en las que estuvo en serio peligro de muerte. Los mensajeros o enlaces, también llamados «corredores», gozaban de unas comodidades de las que no disponía el grueso de la tropa; pasaban mucho tiempo en la retaguardia, dormían en lugares secos y abrigados y tenían la suerte de poder comer caliente cada día. Accedían a un estatus superior; se les tenía por más inteligentes que el resto de la tropa, se veían libres de la disciplina común y participaban en cierta medida del secreto del Mando. Pero, a cambio, corrían más riesgos cuando entraban en acción; operaban por parejas para que al menos uno de ellos llegase a destino con el mensaje, aunque no era raro que ambos cayesen bajo el fuego enemigo. De hecho, tampoco era infrecuente que una unidad se quedase sin ningún mensajero y los oficiales tuvieran que pedir voluntarios para suplirlos.
Pero no todos podían hacer de enlaces. Era necesario poseer una gran rapidez y agilidad. Los «corredores», una vez fuera de la trinchera y normalmente escuchando silbar las balas a su alrededor, hacían honor a su nombre corriendo doblados por la cintura, con el tronco paralelo al suelo y con las rodillas también dobladas. Corrían unos cuantos metros y se dejaban caer; al cabo de un rato, volvían a despegarse del suelo y reemprendían su singular carrera. Mientras, sus compañeros, agazapados en la trinchera, les observaban con el corazón en un puño hasta que desaparecían fundiéndose con el humo del campo de batalla o, en el peor de los casos, caían al suelo para no levantarse más.
En los primeros tres años de guerra, de un total de catorce enlaces con que contaba el batallón de Hitler, tan sólo sobrevivían él y otro compañero. Increíblemente, pese a participar en centenares de misiones, Hitler resultaría herido una sola vez. Se comprende que Hitler adquiriese un aura de invulnerabilidad entre sus compañeros; parecía que contaba con alguna protección superior. Dos días después de recibir la Cruz de Hierro de segunda clase, había escrito al señor Popp: «Fue el día más feliz de mi vida. Desgraciadamente, mis camaradas, que también se ganaron la condecoración, están todos muertos». Unos años, después, Hitler explicaba a un corresponsal inglés uno de estos episodios en los que parecía que la Providencia estaba de su parte:
«Estaba cenando en una trinchera con varios camaradas. De repente me pareció que una voz me decía: “Levántate y márchate de aquí”. Era tan clara e insistente que la obedecí mecánicamente, como si de una orden militar se tratara. Me puse enseguida de pie y caminé unos veinte metros por la trinchera, llevando conmigo mi cena en una lata. Entonces me senté para seguir comiendo, con la mente de nuevo tranquila. Unos instantes después, llegaron hasta mí un destello y un estallido ensordecedor procedentes de la parte de la trinchera que yo acababa de dejar. Un obús perdido había estallado encima del grupo con el que yo había estado sentado y todos sus miembros murieron».