Un personaje excéntrico

Hitler, al que llamaban Adi, era considerado por sus compañeros de armas como una especie de lobo solitario. No gustaba de participar en las conversaciones del grupo, prefiriendo leer o pintar. No fumaba ni bebía, ni se le conocían aventuras amorosas. Cuando sus compañeros vertían comentarios obscenos acerca de las muchachas francesas o belgas, Hitler les reprochaba agriamente su actitud. Hitler callaba cuando los demás protestaban por el tiempo prolongado que pasaban en las trincheras o por las penalidades que sufrían. Se tomaba la guerra muy en serio, sintiéndose en lo personal responsable de lo que estaba pasando e identificándose tanto con los fracasos como con los éxitos de las armas alemanas.

Uno de sus compañeros comentó: «Es un tipo un poco raro y vive en un mundo aparte, pero por lo demás es buena persona». En cambio, otro aseguraría que «renegábamos de él y no lo aguantábamos, no unía su voz a la nuestra para maldecir la guerra». No obstante, a pesar de esa irritante actitud ordenancista, era mayoritariamente apreciado por sus compañeros. Por un lado, el hecho de ser artista y gozar de reputación de intelectual por sus constantes lecturas, en contraste con la mentalidad más simple de sus camaradas, le hacía objeto de una cierta admiración. Por otro, todos sabían que se podía contar con él en los momentos difíciles; Adi no dudaba en ofrecerse voluntario para cualquier cometido, por muchos riesgos que entrañase, jamás abandonaba a un camarada herido ni se fingía enfermo para evitar participar en una misión peligrosa.

Aunque su sentido del deber era ejemplar, despertaba reticencias entre sus compañeros, que consideraban desmedido ese compromiso personal. Para él, transmitir un mensaje estaba por encima de cualquier circunstancia personal; en ocasiones, se ofrecía a entregar los mensajes de otros mensajeros sin que estos se lo pidieran. Igualmente, tenía una fe inquebrantable en la victoria final y no permitía que nadie dudara de ello. Si uno de sus compañeros quería encolerizarlo, sólo debía comentar en broma que nunca ganarían la guerra. Hitler tampoco perdía ocasión para exponer sus ideas políticas, despotricando contra el marxismo y los judíos.


Sentado, a la derecha, Hitler parece ausente. Aunque era considerado un personaje excéntrico, contaba con el afecto de sus camaradas.

Otro de sus camaradas en el regimiento se refería a Hitler en sus cartas diciendo que era «un individuo peculiar que se sentaba en un rincón del barracón con la cabeza entre las manos, sumido en profunda meditación. De pronto se levantaba de un salto y, corriendo de un lado para otro, declaraba que la victoria no sería nuestra a pesar de nuestros cañones de largo alcance, porque los enemigos invisibles del pueblo alemán constituían un peligro mayor aun que el más grande de los cañones que el enemigo pudiera utilizar». En otras ocasiones, recordaba este compañero, «se sentaba en un rincón con el casco en la cabeza, sumido en sus pensamientos, sin que pudiéramos sacarle de ese estado».

Las pocas fotografías suyas que existen de esa época muestran una cara solemne y pálida, prematuramente envejecida, con una mirada penetrante. Pese a su carácter retraído y adusto, en ocasiones mostraba un inesperado sentido del humor. En una ocasión, un soldado mató un conejo y lo metió en conserva para llevárselo a casa cuando estuviese de permiso, pero sus compañeros le dieron el cambiazo y partió con un ladrillo en el paquete. Para regocijo de sus compañeros, Hitler le enviaría una postal con dos dibujos; uno mostraba un soldado desenvolviendo un ladrillo en casa y otro a sus amigos del frente dando buena cuenta del conejo.

Hitler no recibía paquete alguno, ni apenas correspondencia. La única debilidad que Hitler se permitía era su pasión por la mermelada, lo que le llevaba a gastar parte de su soldada en comprar las raciones de sus compañeros. No aceptaba los alimentos que sus camaradas recibían y que insistían en que tomase, ya que, al no recibir nunca paquetes, consideraba que no podría devolver el favor. Ese orgullo le llevó también a rechazar diez marcos que su teniente quiso regalarle como aguinaldo navideño. Ese comportamiento digno pero excéntrico, unido al aspecto desaliñado y un tanto cómico que ofrecía, lleva a entender que Hitler fuera calificado por uno de sus compañeros de «cuervo blanco».

Aun así, a Hitler le tuvo que suponer todo un descubrimiento la camaradería del frente. Al contrario que la vida comunitaria en el albergue o en la residencia, en donde las relaciones que se establecían eran tan superficiales como volubles, cuando no hostiles, en las trincheras brotaba un sentimiento de solidaridad que por fuerza tuvo que atrapar a un hombre de carácter retraído como él y que además, en ese momento, apenas tenía familia. Su gran amigo durante esa época sería Ernst Schmidt, ocho meses más joven que él. Ambos serían inseparables desde el verano de 1914 al de 1919; ningún otro amigo estaría tanto tiempo unido a él. Sin embargo, se sabe muy poco de Schmidt; había aprendido el oficio de pintor y se cree que se conocieron en la casa del matrimonio Popp, en donde Schmidt debía ocupar otra habitación. Se alistaron el mismo día, siendo destinados a la misma unidad. Siempre se les veía en pareja, tanto en las misiones de correo en el campo de batalla como fuera del servicio, en la retaguardia. Schmidt era sensible al arte y la literatura y le gustaba la ópera; Hitler debía considerar terapéutico mantener con él conversaciones sobre esos temas en medio del embrutecimiento de la vida en el frente.

Hitler y Schmidt estaban muy unidos también a otro correo, Anton Bachmann, con el que formaban un trío de amigos al que ocasionalmente se sumaban otros mensajeros, formando una especie de hermandad. Hitler se sentía muy unido a todos ellos. Él sentía que su sitio estaba allí en el frente con sus compañeros, como lo demuestra el hecho de que forzase su reincorporación al servicio activo cuando se hallaba convaleciente o recibiese una gran alegría cuando fue enviado de nuevo a primera línea.

Lo que para muchos era una pesadilla, enfrentarse a la muerte cada día, para Hitler era una bendición. Mientras que la contienda supuso una terrible experiencia para la inmensa mayoría de los que participaron en ella, Hitler se referiría, muchos años después, a la «estupenda impresión que me causó la guerra, mi más grande experiencia, porque pudo subordinarse el interés particular, esto es, el interés del propio ego, al interés común, como lo demostró en forma contundente nuestro pueblo en esa lucha grande y heroica». Significativamente, los nazis reclutarían sus partidarios entre aquellos excombatientes que continuaban sintiéndose más a gusto llevando uniforme y viviendo en cuarteles, hombres que, como Hitler, nunca encajaron en la rutina monótona de la vida civil.