Al frente occidental

El 3 de agosto, Hitler envió una petición personal a Luis III para que le permitiese alistarse en su ejército. Al día siguiente le llegó la respuesta, por la que se aceptaba su incorporación como voluntario: «Abrí el documento con manos temblorosas. Las palabras son inadecuadas para describir la satisfacción que sentí. A los pocos días usaba el uniforme que no me había de quitar en casi seis años».

Hitler intentó alistarse en el Regimiento del Rey de Baviera pero, al estar ya completo, se unió al Primer Regimiento de Infantería de Baviera. Unos días después fue trasladado al Segundo Regimiento y comenzó la instrucción militar básica. En esta ocasión, Hitler sí superó el examen médico; la supuesta debilidad que le había librado de servir en el ejército austriaco no sería ningún obstáculo para poder servir ahora a la causa germana.

El estallido de la guerra, que él consideró una «tempestad depuradora», y el hecho de poder incorporarse al Ejército alemán en lugar de al odiado ejército de los Habsburgo, Hitler lo tomó como una nueva manifestación de la Providencia. Feliz de poder vestir el uniforme germano, el breve pero intenso período de instrucción al que fue sometido no le tuvo que suponer un gran sacrificio. Finalmente, Hitler quedó adscrito al 16.º Regimiento de Infantería de Reserva de Baviera, comúnmente conocido como el regimiento de List, por apellidarse así su primer comandante. Otro de los voluntarios en el mismo regimiento fue el que sería años después su lugarteniente, Rudolf Hess, mientras que el escribiente de la unidad era un sargento llamado Max Amann, quien se convertiría con el tiempo en el gerente del periódico oficial del partido nazi, así como de la editorial del partido.

El 7 de octubre, Hitler se despidió del matrimonio Popp, para quienes era casi de la familia. Su unidad debía partir de Múnich dos días después. Les dijo que si moría en el frente escribiesen a su hermana y le entregasen a ella sus escasas posesiones; lo que ella no recogiese, ellos podrían quedárselo. La señora Popp, que sentía un gran aprecio por él, acabó llorando.

Al día siguiente, en una ceremonia solemne, el regimiento juró lealtad al rey de Baviera y al káiser Guillermo. En su caso y en el de los demás austriacos, tuvo que jurar también fidelidad al emperador Francisco José. A pesar de la relevancia del acto, este no debió impresionar mucho a Hitler, ya que años después sus recuerdos se centraban en la comida especial de ese día, consistente en carne de cerdo asada y ensalada de patata.

De todos modos, no es extraño que Hitler recordase esa comida, ya que a partir del día siguiente se acabarían para él y sus compañeros las comodidades de que habían disfrutado en el cuartel de Múnich. Al día siguiente iniciaron una marcha a pie, bajo la lluvia, hacia un campamento situado a unos cien kilómetros de la capital bávara. Las dos noches siguientes pernoctaron en establos, ateridos de frío y sin poder pegar ojo. En el campamento, la instrucción y los ejercicios, incluyendo caminatas nocturnas, resultarían agotadores. Pero todo ello no sería más que un pequeño aperitivo de lo que les esperaba más adelante.

El 20 de octubre de 1914, su regimiento, que había sido fusionado con otro para formar la 12.ª Brigada, fue por fin enviado al frente. Los hombres subieron al tren ilusionados y cargados de entusiasmo, ya que hasta ese momento lo que más temían era no llegar a tiempo de desfilar victoriosos por las calles de París. Hitler no era una excepción; el día antes de partir, escribió una carta a los Popp en la que les aseguraba que se sentía «terriblemente feliz».

Una semana después, Hitler ya estaba por fin en el frente. Su compañía entró en combate cerca de la localidad belga de Ypres el 29 de octubre. En una carta que envió a los Popp en 1915, Hitler relataba su bautismo de fuego:

«Pronto llegaron las primeras andanadas, que explotaron en el bosque y arrancaron árboles como si fueran arbustos. Nosotros mirábamos muy interesados, sin una idea real de peligro. Nadie estaba asustado. Todo esperábamos con impaciencia la orden de avanzar. La situación era cada vez más tensa. Oíamos decir que alguno de los nuestros había caído herido. Apenas podíamos ver nada entre el humo infernal que teníamos enfrente. Por fin llegó la esperada orden: “¡Adelante!”.

»Saltamos en tropel de nuestras posiciones y corrimos por el campo hasta una pequeña granja. Las granadas estallaban a derecha e izquierda, pero nosotros no les hacíamos ningún caso. Permanecimos tendidos allí durante diez minutos y entonces nos ordenaron de nuevo que avanzásemos. Yo iba al frente, delante de mi pelotón. El jefe del pelotón, Stoever, cayó herido. ¡Dios mío, la lucha empezaba en serio!».

A partir de ese día, los combates en Ypres serían continuos; la orden era atacar una y otra vez. El regimiento de Hitler sufrió muchas bajas. En dos semanas, apenas quedaba un recluta de cada cinco. A Hitler se le encomendó la labor de mensajero, distinguiéndose desde el primer momento por su desprecio del peligro.

Finalmente, la ofensiva sobre Ypres se detuvo y se pasó a una estática guerra de trincheras. Hitler, destinado al cuartel general del regimiento en Messines, pudo disfrutar de un período de tranquilidad, que aprovechó para pintar acuarelas gracias al material que había traído consigo. Sus dotes artísticas llegaron a oídos de sus superiores. Uno de ellos le hizo un encargo, pero algo diferente a lo que Hitler estaba acostumbrado; darle una mano de pintura al comedor de oficiales del cuartel. Hitler aceptó con gusto la tarea, incluso sugirió el color teniendo en cuenta el tipo de luz que entraba en la estancia.

El extraordinario valor demostrado como mensajero en primera línea de fuego le llevó a ser propuesto por sus superiores para la Cruz de Hierro de primera clase. Sin embargo, parece ser que el hecho de que apuntasen su nombre al final de la lista de condecoraciones le hizo quedar fuera de las distinciones entregadas, por lo que Hitler acabó recibiendo el diciembre la Cruz de Hierro de segunda clase. Además de ese reconocimiento, un mes antes había sido ascendido a cabo. Estos honores hicieron que se ganase el respeto de oficiales y compañeros. En una carta al matrimonio Popp, les pidió que le guardasen los periódicos que describían las acciones en las que había participado, para conservarlos como recuerdo.


Hitler, a la izquierda, durante un descanso, en una imagen del principio de la guerra. Su mirada perdida denota que el entusiasmo del primer día ya había pasado.