Los cinco años que Hitler pasó en Viena, entre 1908 y 1913, es decir, entre los 20 y los 25 años de su vida, marcaron a fuego su pensamiento, fijando el rígido esquema en el que este se desarrollaría después. Sus convicciones, inalterables al paso del tiempo, tuvieron su origen en la capital austriaca.
Hitler dejaría escrito en Mein Kampf que esa ciudad le enseñó todo lo que tenía que saber en la vida. Aunque Hitler se sintió atraído por el ambiente artístico de la capital, frecuentando los teatros y la ópera y despertándose en él la fascinación por Wagner, lo que más llamó su atención fueron las corrientes sociales y políticas, especialmente el antisemitismo y la ideología nacionalista. No obstante, su pangermanismo había surgido ya con fuerza en Linz, en donde Hitler se dedicaba a leer con asiduidad los diarios que defendían la integración de Austria en una Gran Alemania y que hablaban de los «compatriotas alemanes».
Uno de los productos más confusos de la literatura panfletaria racista era el folleto Ostara, editado por un antiguo monje cisterciense que, en 1899, abandonó su monasterio y cambió su nombre, Adolf Josef Lanz por el de Jörg Lanz von Liebenfels. Instalado en un castillo, desplegó una bandera con la cruz gamada y se dedicó a predicar una nueva ideología basada en la pureza racial. Su mefítico vocabulario incluía descripciones de lo que él entendía como esterilización, deportación y exterminio de los individuos de «razas inferiores». Esa publicación quincenal, que mostraba atrayentes portadas, cayó en manos de Hitler, quien absorbería su contenido con la avidez de una esponja.
Por entonces, los judíos eran quienes, a ojos de Hitler, representaban ese papel de «raza inferior». La capital austriaca contaba con una amplia colonia judía, tanto en las capas altas de la sociedad como en las más humildes. Estos últimos, carentes de medios, habían llegado desde la región de Galitzia y eran visibles en las calles de Viena al ir vestidos con el típico caftán y mostrar largas barbas y tirabuzones en las sienes. Por su parte, los judíos mejor situados jugaban un papel preponderante en el ámbito de la prensa, la ciencia, la economía y la cultura.
En la mente de Hitler, esa combinación situaría a los judíos en el epicentro de sus miedos y sus frustraciones, convenciéndose a sí mismo de que, detrás de la inquietud social que él intuía, existía una conspiración mundial de los judíos para destruir y subyugar a los pueblos arios, como un acto de venganza ante la propia inferioridad. Para él, el judío era responsable de todo, desde el modernismo que tanto le disgustaba en la música y en las artes plásticas, hasta la pornografía y la prostitución. Según Hitler, el judío era el responsable tanto de la explotación de las masas por el capitalismo como de su opuesto, la explotación de las masas mediante el socialismo.
El lenguaje procaz que emplearía más tarde en Mein Kampf para referirse a los judíos es apenas reproducible: «¿Existe algún negocio sucio, alguna inmundicia, en la que no participe cuando menos un judío? Al explorar esta clase de abcesos con el bisturí se descubre enseguida, cual ávido gusano en un cuerpo putrefacto, a un pequeño judío que a menudo se siente cegado por la luz repentina».
Hitler sentiría una obsesión especial por la imagen de la inocente muchacha alemana que es seducida por el pérfido judío: «El judío joven, de negra cabellera, permanece en acecho hora tras hora, contemplando con mirada satánica y espiando de continuo a la confiada muchacha a quien piensa seducir, adulterarle la sangre y arrancarla del seno de su familia». Hitler alude también a la «visión de pesadilla que constituyó la seducción de cientos y de miles de jovencitas a manos de judíos bastardos, repulsivos y contrahechos». Esa imagen tan ponzoñosa sería ampliamente explotada durante el Tercer Reich por la prensa antisemita.
No hay que olvidar que el antisemitismo estaba muy extendido en la Europa liberal de antes de la guerra y Viena no era una excepción. En el parlamento austriaco se escuchó en cierta ocasión: «Los judíos son una chusma maldita de Dios que debe ser exterminada». Del mismo modo, el alcalde de Viena también manifestó una vez que «sólo queda por decidir si a los judíos se les cuelga o se les decapita».
La literatura antisemita y nacionalista que devoró en su juventud mantuvo así su influencia en la vida de Hitler hasta el final. Cuando se trasladó a Munich, en 1913, se veía a sí mismo como un «antisemita absoluto, enemigo mortal de toda la ideología marxista y panalemán de sentimientos».
Por último, otro de los rasgos que definen su pensamiento, el darwinismo social, también se forjó durante su estancia en Viena. Para Hitler, «el concepto de la lucha es tan antiguo como la vida misma, porque la vida se conserva sólo porque otros seres vivos perecen en la lucha. En esta pugna, el más fuerte, el más hábil resulta victorioso, mientras que el menos hábil, el débil, pierde». Esa era la filosofía natural reinante en el dormitorio público; en ese ambiente son válidos cualquier truco y cualquier artimaña, por faltos de escrúpulos que parezcan, y se permite el uso de todas las armas y todas las oportunidades, un ambiente en el que Hitler había aprendido a moverse para sobrevivir. Durante toda su carrera política, Hitler contaría con esa ventaja sobre sus competidores y oponentes, acostumbrados a seguir las reglas del juego.
Para Hitler, el fin justificaba los medios: «Sea cual sea la meta que el hombre ha logrado, lo debe a su originalidad unida a su brutalidad». Para él, las cualidades que permitían al hombre conseguir sus objetivos eran la astucia, la habilidad para falsear la realidad y la eliminación de todo sentimentalismo y, por encima de todo, la fuerza de voluntad. Hitler aprendió a mentir tranquilamente y a mantenerse leal mientras eso le procurase un beneficio. Su falta de escrúpulos llegó a sorprender incluso a aquellos de sus seguidores que ya andaban escasos de ellos. Hitler desconfiaba de los hombres, a la vez que sentía menosprecio por ellos; según él, les movía el miedo, la ambición, el afán de poder, la envidia y otros motivos ruines. Él sería un maestro en el arte de saber utilizar todas esas debilidades para alcanzar sus propios fines.