Hitler había podido escapar del infierno del dormitorio público. Ahora disponía de una sala en la que podía trabajar tranquilamente, pintando las escenas que luego Hanisch se encargaba de vender. El lugar en el que se sentaba a pintar en la sala común era respetado por todos; si llegaba un nuevo huésped y se sentaba allí, los demás le advertían de inmediato de que ese era el sitio de «Herr Hitler».
Sin embargo, a las pocas semanas de alojarse en la residencia, Hitler y su socio tuvieron diferencias sobre la gestión de la sociedad. Hitler se convenció de que Hanisch vendía sus trabajos por una cantidad superior a la que él declaraba, por lo que se sintió estafado. Al parecer, el detonante fue un dibujo del edificio del Parlamento de Viena que Hanisch había vendido por diez coronas y que Hitler consideraba que valía mucho más. La disputa acabó dirimiéndose en la comisaría de policía. Ya fuera porque la policía creyese la versión de Hitler, porque comprobase que Hanisch se había registrado en la residencia con nombre falso o porque este tuviera alguna cuenta pendiente con la justicia, Hanisch pasó una semana en la cárcel y ya no volvió a la residencia, desapareciendo también de la vida de Hitler.
Años después, Hanisch podía describir a su antiguo amigo con toda claridad. Contó que Hitler «usaba un abrigo negro, muy viejo, que le llegaba más abajo de las rodillas. Por debajo de un sombrero negro y grasiento le colgaba el pelo, que le tapaba el cuello del abrigo. Cubría su cara, huesuda y hambrienta, una barba negra sobre la que destacaban los ojos, grandes y saltones». «En suma —concluía Hanisch—, una aparición que se ve muy de vez en cuando entre cristianos».
Hanisch afirmó que Hitler era perezoso y taciturno. Le seguía disgustando el trabajo constante. Si ganaba unas cuantas coronas dejaba de dibujar días enteros y se pasaba las horas en los cafés comiendo pasteles de crema y leyendo los periódicos. No tenía ninguno de los vicios comunes, ni fumaba ni bebía y, según Hanisch, era demasiado huraño y torpe para relacionarse con las mujeres. Sus pasiones eran leer periódicos y hablar de política. «Frecuentemente —recuerda Hanisch— había días en que, sin más, rehuía todo trabajo. Vagaba por los dormitorios públicos comiendo el pan y la sopa que en semejantes lugares se repartían, discutiendo temas políticos y enfrascándose a menudo en disputas acaloradas». Cuando en la réplica se excitaba, Hitler gritaba y manoteaba de tal modo que o bien los otros huéspedes le maldecían por las molestias que les causaba o el conserje se veía obligado a callarlo. Las personas que constituían su auditorio o se reían de él o se mostraban extrañamente impresionadas por su impetuosidad.
Según relataría Hanisch, «una tarde Hitler fue a un cine donde se proyectaba la película El túnel[10]. En ella aparecía un agitador que, mediante sus discursos, lograba levantar en rebelión a las masas obreras. El espectáculo casi enloqueció a Hitler. Le hizo tal impresión que durante días enteros no habló de otra cosa que no fuera del poder y de la palabra».
A todos los que conocieron a Hitler les chocaba la rara mezcla que había en su carácter de ambición, energía e indolencia. No sólo se desesperaba por querer causar una impresión favorable en las personas que le rodeaban, sino que hacía gala de su acopio de ideas ingeniosas para lograr fortuna o fama, por estrambóticas que estas fueran, desde componer una ópera a diseñar un aeroplano. Cuando se encontraba animado, hablaba por los codos y, dejándose llevar por su imaginación, explicaba cómo pensaba gastarse la fortuna que estaba aún por lograr. Pero, cuando se enfriaba su entusiasmo, le embargaba la tristeza y se apartaba por días enteros del trato de sus amigos, hasta que cualquier nueva ocurrencia o alguna supuesta panacea para alcanzar el éxito volvía a inflamar su ánimo.
En sus intereses intelectuales seguía el mismo patrón; la antigua Roma, las religiones orientales, el yoga, el ocultismo, el hipnotismo o la astrología fueron temas que excitaron su interés momentáneamente. Era capaz de comenzar una veintena de labores diferentes sin llegar a terminar ninguna y volviendo siempre a su habitual método de vida, que consistía en ganar unas monedas producto de brotes esporádicos de actividad, sin dedicarse a un solo empeño con perseverancia.
Con el tiempo se acentuarían estas manías, se volvió más excéntrico y más introvertido. La gente lo encontraba raro y un tanto desequilibrado. Las pocas personas con quienes había tratado amistad se cansaron de él, de su extraña conducta y de su hablar disparatado. El administrador de la residencia, un tal Kanya, lo tenía por uno de los clientes más estrafalarios que había tenido nunca.
Tras la abrupta liquidación de su sociedad con el ahora encarcelado Hanisch, Hitler prosiguió con su producción artística. Es posible que durante un tiempo él intentase vender sus obras y comprobase la dificultad que eso entrañaba, ya que acabó recurriendo a otro huésped de la residencia, un judío húngaro apellidado Neumann. No obstante, su relación con Neumann también se vio envuelta en desavenencias por el reparto de las ganancias. El hecho de que su socio fuera judío y que él se sintiese estafado también por él seguramente alimentó sus prejuicios antisemitas.
Hitler durante su primera época en Viena. Existen dudas sobre si se trata de un autorretrato o del dibujo de un amigo.
En esa época, Hitler no se limitó a dibujar las típicas vistas vienesas que tenían salida en la venta callejera, sino que también trabajó en diversos esbozos publicitarios, como anuncios de jabones, cremas para el calzado y otros artículos similares. Por ejemplo, diseñó el cartel de un Santa Claus vendiendo velitas de colores o la torre de San Esteban emergiendo de una montaña de jabones, todos ellos con la firma «A. Hitler» en uno de sus ángulos. Esos ingresos, unidos a la pensión de orfandad, le permitían seguir malviviendo, hasta que a principios de 1911 su situación económica cambió.
Hitler tuvo unas desavenencias con su tutor y el resto de la familia a cuenta de dicha pensión, pero finalmente renunció a ella. En esa decisión probablemente tuvo que ver el hecho de que su tía falleciese, sabiéndose que retiró sus ahorros del banco unos días antes. Se cree que buena parte de esa cantidad, casi cuatro mil coronas, pudo ir a manos de su sobrino. Pese a esa buena inyección económica, que le hubiera permitido abandonar la residencia, Hitler siguió viviendo en ese establecimiento; es posible que para él ese ambiente de camaradería fuera el sustituto del hogar.
En 1909, cuando cumplió los veinte, su reemplazo fue llamado a filas, pero Hitler, al no recibir ninguna notificación oficial, no acudió al llamamiento. Aunque Hitler se cuidó siempre de evitar cualquier roce con los agentes de la autoridad, decidió afrontar el riesgo de no presentarse, debido a su rechazo a formar parte del Ejército de los Habsburgo. Inexplicablemente, la eficiente máquina burocrática austriaca no le consiguió localizar. Teniendo en cuenta que al cumplir los veinticuatro años caducaba el deber de incorporarse a filas, optó por especular con el paso del tiempo, esperando que todo se saldase después con una simple multa. La actitud de Hitler en este caso sería una constante en su vida, prolongándose hasta sus últimos días; cuando se enfrentaba a una situación delicada, tenía el convencimiento de que se solucionaría en el último momento, de forma casi milagrosa. Así, él confiaba en que, de un modo u otro, se vería finalmente liberado de cumplir el servicio militar.
Aun así, sobre su cabeza pendía la amenaza continua de ser detenido, multado y encarcelado, para tener que incorporarse después a filas. Quizás, por esta razón, la pista de Hitler se pierde durante un tiempo. De esta nueva época oscura en su vida no se sabe nada, lo que ha dado pie a algunas curiosas conjeturas, como la que le sitúa en Liverpool, en casa de su hermanastro Alois. Aunque esta posibilidad hay que situarla entre los mitos y leyendas que rodean la figura de Hitler, el solo hecho de que se plantee esa posibilidad da idea de la carencia de información relativa a su persona durante esa época. La única fuente de su supuesta estancia en Liverpool es el dudoso testimonio de la esposa de Alois, la irlandesa Bridget Dowling, una actriz de la que se separó en 1914. Según Bridget, Hitler acudió a su casa, sin equipaje y sin dinero, a finales de 1912 y vivió allí hasta abril de 1913. La actriz afirmaría que Hitler llevó también una vida ociosa, dedicándose a pasear por la ciudad y mostrando únicamente interés en la flota mercante inglesa, que gustaba de contemplar desde los muelles del río Mersey.
Tras ese paréntesis, en la primavera de 1913 se vuelve a recuperar su pista, en la residencia de Mannerheim. Pero aun así faltan testimonios de lo que sucedió en los meses posteriores, hasta que decidió marchar a Múnich.