Durante los meses siguientes a la operación por la que se le había extirpado un pecho, su madre pareció resistir los embates de la enfermedad, pero en octubre se hizo evidente que su vida se estaba apagando. Olvidándose momentáneamente de sus sueños de ser pintor, Hitler regresó a casa. Allí, el doctor Bloch no le ocultó la gravedad de su enfermedad, pero le expuso que si existía una mínima posibilidad de salvarla era aplicando un remedio que iba a resultar muy doloroso, consistente en administrar yodoformo en la herida abierta, una sustancia que quema los tejidos. Bloch advirtió también de que el tratamiento iba a ser sumamente costoso y que, en todo caso, el resultado era incierto. Pese a todo, Hitler no dudó en recurrir a esa última esperanza de salvar la vida de su madre.
Ante los días fríos que se avecinaban, se decidió instalar la cama de Klara en la cocina, al ser la única habitación caldeada a todas horas. Allí, Hitler cuidaba de ella día y noche y era el encargado de cocinar. Durante ese período, Hitler abandonó su conducta habitual, convirtiéndose en el hombre de la casa y asumiendo todas las responsabilidades, un cambio que impresionó a su amigo Kubizek.
El doctor Eduard Bloch, quien hizo todo lo posible para salvar la vida a la madre de Hitler, en una foto de 1938. Hitler le estaría siempre agradecido.
El tratamiento diario con yodoformo supuso una auténtica tortura para Klara. Además de la quemazón en la propia herida, la paciente sentía la garganta abrasada, por lo que no podía tragar, sufriendo así una sed espantosa. Según aseguraría años después el doctor Bloch, «ella sobrellevaba bien su carga, con entereza y sin quejarse, pero sus sufrimientos parecían insoportables para su hijo». Según el médico, «una expresión de angustia asomaba a su rostro cuando veía que el dolor contraía las facciones de ella».
Tal como temía el doctor Bloch, el yodoformo no sirvió para derrotar a la enfermedad. En la noche del 20 de diciembre, ya fue evidente que la vida de Klara se acercaba a su inexorable final; la familia decidió no molestar al doctor Bloch ante la inminencia del fatal desenlace. En la madrugada del 21 de diciembre de 1907, Klara expiró. Según diría después Hitler, murió serenamente. Cuando el médico llegó por la mañana para certificar su muerte, encontró a un hijo inconsolable; Bloch aseguraría años después no haber encontrado en su larga carrera profesional un joven tan abrumado y destruido por el dolor.
La tumba de los padres de Hitler en Leonding. Adolf acusó mucho la muerte de su madre.
Tras el entierro de su madre, la familia acudió al doctor Bloch para pagar sus honorarios. Aunque ascendían a una cantidad respetable, 359 coronas, era inferior a lo que debían haber pagado si el médico no hubiera sido amigo de la familia. Consciente de que Bloch había hecho todo lo posible para salvar la vida de su madre, Hitler le tomó la mano y le dijo: «Le estaré agradecido eternamente»[9].