Grandes proyectos

El impulso creativo de Adolf se había trasladado de la pintura a la arquitectura. Todavía pintaba acuarelas, pero esas obras sencillas no conseguían extraer todas las ideas que bullían en su mente. Según comentó Kubizek, su amigo «nunca se tomó en serio la pintura, que para él era más bien una afición al margen de aspiraciones más serias».

En cambio, sus diseños arquitectónicos sí que daban salida a su hambre creativa. Su obsesión era cambiar la fisonomía de Linz, remodelando los edificios existentes y diseñando nuevos: «Se entregaba por entero a sus construcciones imaginarias, que lo absorbían completamente». Mientras recorría las calles con Gustl, señalaba los elementos que debían modificarse y después explicaba en detalle el nuevo proyecto que debía sustituirlos. Hitler daba ya entonces rienda suelta a su megalomanía; por ejemplo, consideraba que el nuevo museo debía duplicar su longitud para convertirse así en el museo más largo de Europa. Su obsesión por lo monumental, lo grandioso, lo espectacular, ya estaba presente; posteriormente idearía planes para remodelar Berlín en base a esos mismos criterios.

Hitler empleó su tiempo en diseñar una nueva estación de trenes para Linz en las afueras, proyectando convertir en parque el solar de la vieja estación. Entre otros muchos elementos, ideó construir una torre de acero de cien metros de altura que dominaría un nuevo puente sobre el Danubio[8].

Otros planes utópicos incluían proyectos destinados a resolver el problema de la vivienda en Viena y nuevas casas para los obreros, la creación de una nueva bebida popular que sustituyera a las bebidas alcohólicas o una orquesta itinerante que llevase la cultura hasta el último rincón del país. Se entiende que Kubizek se mostrase fascinado ante los ambiciosos proyectos de su amigo. Aunque esas ideas provocaban en Hitler entusiasmos súbitos y temporales que habitualmente se esfumaban poco después de formularlos, no dejan de resultar sorprendentes en un muchacho de apenas diecisiete años.

El ejemplo más significativo de esas ambiciones disparatadas fue su intento de componer una ópera. Un comentario casual de Kubizek sobre un esbozo de Wagner para un drama musical de Wieland el herrero provocó el entusiasmo de Hitler, que decidió esa misma noche escribir una ópera basada en esa saga. Él compondría la música y August la trasladaría a la partitura. Durante unos días Hitler se aplicó a esa tarea, sin apenas comer ni dormir, y provocando las consiguientes molestias a August, quien debía ser consciente de que la ambiciosa empresa sobrepasaba las capacidades de su amigo. Pero, poco después, según Kubizek, «fue dejando de hablar de ello y, al final, dejó completamente de mencionarlo».

Tales proyectos surgían en la fecunda mente de Hitler, pero luego no hacía nada concreto para ser un día capaz de impulsarlos. Seguía levantándose tarde y era incapaz de afrontar ninguna tarea de un modo sistemático y regular. Siguiendo esta tónica, abandonó sus clases particulares de piano cuatro meses después de haberlas iniciado: «Esos tediosos y monótonos ejercicios de digitación no se adecuaban de ningún modo a la forma de ser de Adolf», explicaría Kubizek tratando de justificarlo.

En una ocasión, un vecino sugirió a Hitler que pidiera trabajo en el servicio postal, pero él desechó esa idea, asegurando que un día sería un gran pintor. Los familiares de Klara coincidían con la apreciación del vecino, al considerar que la situación de su hijo no podía prolongarse durante más tiempo; era preciso que abandonara su vida ociosa y eligiera un oficio. Por recomendación de la familia, un panadero se mostró dispuesto a tomar a Adolf como aprendiz. Hitler, ofendido, despreció esa propuesta que él consideró humillante.

Pero Hitler coincidía con ellos en que su vida de rentista en Linz debía tocar a su fin. Hitler decidió ingresar en la Academia de Bellas Artes de Viena, una decisión que no tuvo que ser fácil teniendo en cuenta el delicado estado de salud de su madre. De todos modos, si no partía ahora a Viena para realizar el examen de ingreso, no podría volver a intentarlo hasta un año después, lo que le obligaría a estirar esa situación que ya estaba resultando insostenible. Los familiares creían que no era más que un truco para trasplantar su vida ociosa a la capital, pero Klara le dio todo su apoyo, retirando del banco la parte que le correspondía de la herencia paterna, setecientas coronas, una cantidad que le permitiría costearse la matrícula en la Academia y la estancia en Viena.

En septiembre de 1907, con dieciocho años y sin haber trabajado todavía un solo día, Hitler partió hacia Viena cargado con un baúl repleto de dibujos, tan pesado que Gustl tuvo que ayudarle a bajarlo por la escalera y subirlo al tranvía. La despedida fue muy emotiva; Klara y su hermana Paula lloraban y hasta a él se le humedecieron los ojos. Pero en ese momento su único pensamiento era triunfar como pintor en la capital imperial y no le cabía ninguna duda de que lo iba a conseguir.