Cuando faltaban quince minutos para las cinco de la madrugada del viernes 1 de septiembre de 1939, las tropas alemanas cruzaron la frontera polaca. Si en el caso de la remilitarización de Renania o de las invasiones de Austria o Checoslovaquia, Hitler había logrado sus propósitos sin disparar un solo tiro, en esta ocasión sería diferente. Polonia no había dado su brazo a torcer ante las duras presiones de Berlín y había preferido plantar cara a las exigencias de Hitler, confiada en el apoyo que Gran Bretaña y Francia habían comprometido.
Pese a la determinación polaca, desde el primer momento se vio claramente la diferencia abismal que separaba a ambos ejércitos; mientras el polaco confiaba en la caballería y en un armamento obsoleto, el alemán presentaba una superioridad aplastante en medios y efectivos. Además, la Wehrmacht actuaba siguiendo una innovadora táctica basada en la combinación de las fuerzas blindadas y la aviación que proporcionaba una endiablada velocidad de avance: la Blitzkrieg o «guerra relámpago».
El 2 de septiembre, los británicos presentaron un ultimátum a Alemania para que se retirase de Polonia, mientras que Francia, temiendo un ataque germano, se limitó a solicitar una retirada y la apertura de negociaciones. Hitler estaba convencido de que las potencias occidentales no iban a entrar en guerra y que su reacción se iba a limitar a los aspavientos habituales. Pero el führer se equivocó en sus previsiones; ante la negativa germana a retirar sus tropas, Gran Bretaña presentó su declaración de guerra a las once de la mañana del domingo 3 de septiembre, siguiéndole Francia seis horas más tarde.
La noticia causó sorpresa y conmoción tanto en Hitler como en los otros jerarcas nazis. Hitler no contaba con provocar una conflagración europea tan pronto. Aún no había podido implantar una economía de guerra, el Ejército no había completado su rearme, la fuerza aérea requería de más aparatos y los planes para dotarse de una potente marina de guerra acababan de iniciarse. Sus cálculos señalaban a 1943 como el año en el que Alemania podría lanzarse a un conflicto generalizado. No obstante, Hitler, que había cumplido ya cincuenta años y tenía el convencimiento de que iba a vivir poco tiempo, se avino con buen ánimo a la nueva situación y se lanzó decidido a esa guerra con la que había soñado desde 1918, dispuesto a vengar la humillación sufrida en el anterior conflicto y expandir las fronteras del Reich en busca del espacio vital que siempre había preconizado. Había comenzado la Guerra de Hitler.
Hitler, en un retrato de 1939. A sus cincuenta años, gozaba de un buen estado físico. La tensión provocada por la guerra y el abuso de sustancias estimulantes deterioraría notablemente su salud.
Queda fuera del alcance de este trabajo la descripción de los episodios bélicos que tendrían lugar entre 1939 y 1945[16]. Pero sí es posible seguir el curso de los acontecimientos a través de las decisiones y estrategias de Hitler, que marcarían decisivamente el curso de la guerra. La concentración de poder en su persona llegaría a tal extremo que sería él el que forzaría esos cambios de rumbo, a menudo contra el parecer del estamento militar y la opinión popular. Los extraordinarios éxitos que habían jalonado su lucha por el poder y los réditos obtenidos por su agresiva política exterior le llevaron a convencerse de su infalibilidad. Los sucesivos e incontestables triunfos obtenidos en la primera fase de la contienda le reafirmarían en ese convencimiento.
Así, Polonia fue derrotada en apenas veintiocho días, sin que británicos ni franceses resolviesen acudir en su auxilio; los esfuerzos de los Aliados se centrarían en conseguir que Hitler aceptase un acuerdo de paz que implicase la retirada de sus tropas de suelo polaco. Pero Hitler no sólo no estaba dispuesto a soltar a su presa, sino que ya estaba pensando en su nuevo objetivo.