Hitler había llegado al poder gracias a una combinación de fuerza de voluntad, astucia, habilidad y suerte. Algunos consideran que su nombramiento como canciller fue inevitable, cuando la realidad es que se produjo, en buena parte, por la torpeza de sus rivales y adversarios políticos. Por un lado, los comunistas, siguiendo una política aprobada por Moscú, habían dado prioridad a la eliminación de los socialdemócratas, con quienes competían por ganarse a la clase trabajadora; de hecho, anunciaron abiertamente que preferían ver a los nazis en el poder antes que los que ellos consideraban el principal obstáculo para establecer en el futuro la dictadura del proletariado. Por su parte, los socialdemócratas sí que advirtieron el peligro que representaba Hitler, pero no lograron articular una oposición eficaz al nazismo. En cuanto a los partidos de la derecha, preocupados en proteger sus intereses de clase ante la amenaza que representaban socialistas y comunistas, creyeron ser capaces de domesticar a Hitler aceptándole como socio, en una decisión que se revelaría como un error letal.
Nada más llegar al poder, Hitler puso en marcha su plan para crear un Estado totalitario. Sería difícil encontrar en la historia otro ejemplo de un país avanzado que en tan poco tiempo haya experimentado cambios tan profundos como los que sufrió Alemania en los primeros meses de 1933. Hitler sabía que, pese a haber sido nombrado canciller, su poder era todavía circunstancial y que podía perder en cualquier momento la confianza de sus compañeros de coalición o del presidente Hindenburg. Pero él no estaba dispuesto a jugar con las reglas recogidas en la Constitución, por lo que lanzó una serie de medidas destinadas a destruir el sistema democrático vigente y asegurarse su permanencia en el poder.
Los nazis contaban únicamente con tres de los once puestos del Gabinete y, además, carteras de segundo orden, pero para Hitler fue más que suficiente para iniciar su ofensiva. La clave estaba fuera del Gabinete; Göring había sido nombrado, además de ministro sin cartera, ministro del Interior de Prusia, un puesto desde el que controlaba a la burocracia y a la policía de la región más grande de Alemania y que incluía la capital. Göring procedió a despedir a cientos de funcionarios y a sustituirlos por nazis, colocando a miembros de la SA y las SS al frente de la policía. El 22 de febrero, Göring ordenó establecer una policía auxiliar, formada por cincuenta mil hombres procedentes de las SA y las SS. Tan sólo debían colocarse un brazalete blanco sobre sus camisas pardas o negras para pasar a representar a la autoridad del Estado. De este modo, la autoridad policial pasó a ser desempeñada por bandas de matones.
Retrato de Hermann Göring en 1932. Como presidente del Reichstag, utilizaría el cargo de forma partidista para destruir a la oposición.
A partir de ese momento, los abusos cometidos contra los adversarios de los nazis serían continuos. Los nuevos policías se dedicarían a imponer su ley en las calles y a asaltar impunemente sedes de partidos, sindicatos y periódicos.
A la par que los derechos fundamentales comenzaban a verse conculcados impunemente, Hitler aceleraba las reformas legales destinadas a acrecentar su poder. Actuando con rapidez, decisión y mucha audacia, los decretos que el nuevo canciller colocaba en la mesa del presidente Hindenburg para su aprobación iban eliminando todos los contrapesos que la Constitución había establecido para evitar la irrupción de un poder dictatorial. Con los nazis al frente del aparato policial y con los medios de comunicación amedrentados, Hitler disolvió el Reichstag y convocó elecciones para el 5 de marzo de 1933. La intensidad de la campaña electoral nazi en esos comicios sería avasalladora, mientras sus adversarios apenas podían transmitir su mensaje de alarma a la sociedad sobre lo que estaba ocurriendo.