Unos meses después del estrepitoso fracaso del Putsch del 8 de noviembre de 1923, Hitler y su partido parecían totalmente acabados. El movimiento nacionalsocialista había quedado desintegrado y, además, las circunstancias que habían favorecido su crecimiento habían cambiado radicalmente. El punto álgido de la crisis había pasado; el marco se había estabilizado, al igual que la situación política, que había recuperado una relativa calma. A las organizaciones paramilitares se les confiscó el armamento. Un nuevo presidente de Baviera, Heinrich Held, devolvió la tranquilidad a Múnich.
Todo apuntaba a que el momento de Hitler y el NSDAP había pasado. Así lo había entendido el propio Hitler, quien, según el psicólogo de la prisión de Landsberg, dijo: «Ya está bien. Estoy acabado. Si tuviese un revólver lo usaría». El espantoso aspecto que Hitler ofrecía a los visitantes, pálido, demacrado e indiferente, denotaba sus escasos deseos de seguir viviendo. De hecho, estuvo dos semanas sin probar bocado y el médico advirtió que el preso moriría si el ayuno se prolongaba. Los insistentes ruegos de sus partidarios lograron que volviera a ingerir alimentos, aunque más tarde aseguraría a Hanfstaengl que abandonó la huelga de hambre para desbaratar un supuesto plan de las autoridades cuyo fin era declararle demente y trasladarle a un manicomio.