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Luchando por Alemania,
julio 1914-noviembre 1918

Al mediodía de un soleado domingo de verano de 1914, Hitler se encontraba en su buhardilla pintando postales, cuando fue interrumpido por su casera, la señora Popp. Al ser Hitler austriaco, ella pensó que querría saber que su futuro emperador, el archiduque Francisco Fernando, acababa de ser asesinado esa misma mañana en Sarajevo.

Hitler salió inmediatamente a la calle en busca de noticias. Allí, la gente se arremolinaba alrededor de una proclama, en la que pudo leer que el asesino del archiduque era un estudiante nacionalista serbio. El que el magnicida fuera un serbio le sorprendió, teniendo en cuenta la inclinación del archiduque hacia los eslavos, una actitud que a Hitler le parecía odiosa. En ese momento, a pesar del gran alcance de la noticia, nadie era consciente de la trascendental importancia de lo que acababa de ocurrir en Sarajevo. Aquel 28 de junio de 1914 se convertiría en una fecha crucial en la historia del siglo XX.

La cadena de acontecimientos que se desataron tras el asesinato del heredero del Imperio austrohúngaro podrían llenar una antología de despropósitos. Lo que comenzó con un ultimátum de Austria a Serbia desembocaría, en virtud de los pactos firmados entre las potencias europeas, en una conflagración mundial. La movilización general de Rusia, decretada en respuesta a la declaración de guerra de Austria a Serbia del 28 de julio, alarmó a Alemania, que exigió a los rusos que la desconvocara. Como Rusia la mantuvo, Alemania le declaró la guerra el 1 de agosto.

Al día siguiente, en la Odeonsplatz de Múnich, una multitud vitoreaba al anciano rey Luis III de Baviera ante el Feldhernhalle, celebrando la declaración de guerra de la víspera. Un fotógrafo entonces anónimo, Heinrich Hoffmann, tomaba instantáneas de la enfebrecida multitud que se agolpaba en la plaza. Años después, Hoffmann, promovido al cargo de reportero gráfico exclusivo de Hitler, localizó, entre los incontables rostros que llenaban las fotografías de aquella histórica jornada, el de aquel pintor fracasado que luego llegaría a ser dueño de Alemania.

Su aspecto en la instantánea tomada por Hoffmann ya no es el que tuvo que ofrecer cuando era un indigente en las calles de Viena. Está pulcramente vestido, bien peinado, no parece que le falte de comer y luce bigote. La expresión de su cara, con la boca abierta por la emoción, y su mirada ilusionada demuestra que es verdad lo que luego afirmaría, que cuando supo de la declaración de guerra agradeció al cielo, de todo corazón, el haberle concedido el privilegio de vivir un día como ese.

En la imagen, Hitler aparece casi transfigurado, feliz; para él, el estallido de la guerra no sólo tuvo que significar una exaltación de su patriotismo germánico, sino sobre todo una oportunidad de romper con un pasado de fracasos y decepciones. La convulsión provocada por la guerra iba a suponer un nuevo reparto de cartas en la partida de la vida; hasta entonces, sus sueños e ilusiones se habían visto siempre fatalmente truncados, viéndose obligado a malvivir vendiendo postales, pero ahora se le abría la posibilidad de empezar de nuevo. El campo de batalla le daría la oportunidad de regresar convertido en un héroe y obtener el reconocimiento que hasta ese momento se le había negado.


Hitler, en medio de la multitud, celebrando la declaración de guerra a Rusia en la Odeonsplatz de Múnich. Había comenzado la Primera Guerra Mundial.