A mediados de septiembre de 1907, Hitler fue convocado a efectuar la prueba de suficiencia necesaria para ingresar en la Academia de Bellas Artes de Viena. Pero Hitler sufrió la primera contrariedad en su proyectada carrera artística; la Academia rechazó su petición de ingreso. Al duro golpe familiar que suponía la grave enfermedad de su madre, se unió esa amarga caída desde el reino de los sueños y las fantasías a la cruda realidad. El director de la academia, después de calificar su examen de ingreso con un «insuficiente», aseguró al fracasado candidato que no poseía talento suficiente para ser pintor, aconsejándole que estudiase arquitectura. La puerta de la pintura se había cerrado, pero ante él se abría un nuevo destino: convertirse en un gran arquitecto.
Sin embargo, para estudiar arquitectura era necesario el título de bachillerato, del que carecía por no haberse presentado al examen correspondiente, el Abitur, aduciendo su enfermedad pulmonar. Aspirar a convertirse en arquitecto implicaba, además de la titulación necesaria, intensos estudios preliminares, compuestos de materias que no le interesaban, como las matemáticas. Estaba claro que la carrera de arquitectura no estaba hecha para un joven vago y soñador como él. La imposibilidad de acceder a esos estudios le llevó a exacerbar su inquina por «la Escuela», como él decía, ya que esta se negaba a reconocer su talento.
No tardó en encontrar una justificación para proseguir su existencia libre de obligaciones e instalada en la molicie; él mismo, «estudiando por su cuenta», se procuraría la instrucción necesaria para convertirse en arquitecto, tal como había hecho con sus estudios de arte. A partir de entonces, Hitler viviría instalado en el autoengaño. A pesar de su determinación en demostrar al mundo de un modo u otro su talento, esa conjunción de frustraciones tuvo que minar, sin duda, el ánimo del joven Hitler. El sueño de triunfar en Viena se esfumaba. Pero lo peor estaba por llegar.