La rapidez de la mano
En la mesa se produjo un momento de silencio. Fue roto por la agitada voz de Meyer.
—Y yo digo —comenzó con ansiedad— que no me incluyas en esto, Hugger.
Sabía que era una apuesta privada con Bond, pero quería demostrarle a Drax que estaba muy nervioso por todo aquel asunto. Se veía a sí mismo cometiendo algún terrible error que le costaría muchísimo dinero a su compañero de juego.
—No seas ridículo, Max —respondió Drax con aspereza—. Tú juega tu mano. Esto no tiene nada que ver contigo. No es más que una agradable apuestita con nuestro temerario amigo. Vamos, vamos. Me toca dar a mí, almirante.
M cortó y el juego comenzó.
Bond encendió un cigarrillo con unas manos de pronto muy firmes. Tenía la mente despejada. Sabía con total exactitud lo que debía hacer y cuándo, y se alegraba de que hubiese llegado el momento de la decisión.
Se retrepó en la silla, y durante un momento tuvo la sensación de que tenía una multitud detrás de sí, pegada a su espalda, y que muchos rostros se asomaban por encima de él, esperando para ver sus cartas. De alguna forma, sintió que los fantasmas eran amistosos, que aprobaban el brutal acto de justicia que estaba a punto de ejecutar.
Sonrió al sorprenderse enviándole un mensaje a su compañía de jugadores muertos, para decirles que debían encargarse de que todo saliera bien.
El ruido de fondo de la famosa sala de juego interrumpió sus pensamientos. Miró en torno. En el centro de la sala alargada, debajo de la araña de luces central, había varios mirones en torno a la partida de poker. «Subo cien». «Y cien». «Y cien». «Maldito sea. Las veo», y un grito de triunfo seguido de un alboroto de comentarios. A lo lejos podía oír el golpeteo del rastrillo del crupier contra las fichas en la mesa de Shemmy. Más cerca de él, en su lado de la sala, había otras tres mesas de bridge desde las que se alzaba el humo de cigarros y cigarrillos hacia el techo abovedado.
Casi cada noche durante más de ciento cincuenta años, se había representado la misma escena, reflexionó, en esta sala famosa. Los mismos gritos de victoria y derrota, las mismas caras de concentración, el mismo aroma a tabaco y dramatismo. Para Bond, que adoraba el juego, aquel era el espectáculo más emocionante del mundo. Echó una última ojeada para fijarlo todo en la memoria y luego dedicó su atención a su mesa.
Recogió las cartas y le brillaron los ojos. Por primera vez, cuando repartía Drax, le había tocado una mano excelente: siete picas con los cuatro honores más altos, el as de corazones, y el as y el rey de diamantes. Miró a Drax. ¿Tendrían él y Meyer los tréboles? A pesar de ello, Bond sobreanunciaría. ¿Intentaría Drax forzar demasiado alto y arriesgarse a un doblo? Bond aguardó.
—Paso —declaró Drax, incapaz de no denotar en su voz la amargura que sentía al conocer las cartas que tenía Bond.
—Cuatro picas —dijo Bond.
Meyer pasó; M también; Drax volvió a pasar, de mala gana.
M le prestó alguna ayuda e hicieron cinco.
Ciento cincuenta puntos anotados debajo de la línea. Cien anotados sobre la línea por los honores.
Alguien carraspeó junto a Bond. Este alzó la mirada. Era Basildon. Su partida había concluido y se había acercado para ver qué estaba sucediendo en aquel particular campo de batalla.
Cogió la hoja de puntuación de Bond y la miró.
—Esta mano ha sido arrolladora —comentó con prudencia—. Parece que de momento son ustedes los campeones. ¿En cuánto están las apuestas?
Bond dejó que respondiera Drax. Se alegraba por aquella distracción. No podía haber sido más oportuna. Drax había cortado la baraja azul para que él repartiera. Reunió las dos mitades y colocó el mazo ante sí, cerca del borde de la mesa.
—Quince y quince. La hizo el de mi izquierda —informó Drax.
Bond oyó que Basildon inspiraba bruscamente.
—El amigo parece querer apostar fuerte, así que me he acomodado a sus deseos. Y ahora va y le entran todas las cartas…
Drax continuó refunfuñando.
Desde el otro lado de la mesa, M vio que en la mano derecha de Bond se materializaba un pañuelo blanco. Los ojos de M se entrecerraron. Bond pareció enjugarse el rostro con él. M vio que dirigía una mirada vigilante a Drax y Meyer, y luego el pañuelo volvió a desaparecer en su bolsillo.
En las manos de Bond había un mazo azul. Comenzó a dar cartas.
—Esa apuesta es extraordinaria —comentó Basildon—. En una ocasión tuvimos una apuesta adicional de mil libras por una manga de bridge. Pero eso sucedió en la sala de juego antes de la guerra del catorce al dieciocho. Espero que nadie resulte herido.
Lo decía en serio. Las apuestas muy altas en las partidas privadas generalmente originaban problemas. Rodeó la mesa y se detuvo detrás de M y Drax.
Bond acabó de repartir. Con un toque de ansiedad, cogió sus cartas.
No tenía nada más que cinco tréboles incluidos el as, la reina y el diez, y ocho diamantes pequeños incluida la reina.
Estaba bien. La trampa estaba preparada.
Casi pudo sentir cómo Drax se tensaba al pasar las cartas con el pulgar y luego, incrédulo, volvía a pasarlas. Bond sabía que Drax tenía una mano increíblemente buena. Diez bazas seguras con el as y el rey de diamantes, los cuatro honores más altos de picas, los cuatro honores más altos de corazones, y el rey, el valet y el nueve de tréboles.
Bond se lo había asignado… en la oficina del secretario, antes de la cena.
Bond esperó, preguntándose cómo reaccionaría Drax ante aquella mano formidable. Dedicó un interés casi cruel a observar cómo el codicioso pececillo iba hacia la carnada.
Drax superó sus expectativas.
Con gesto casual, reunió las cartas y las dejó sobre la mesa. Indiferente, sacó la caja de cigarrillos del bolsillo, cogió uno y lo encendió. No miró a Bond. Alzó la vista hacia Basildon.
—Sí —dijo, continuando la conversación acerca de las apuestas—. Es una apuesta alta, pero no la más alta de mi vida. Una vez aposté dos mil por la partida en El Cairo. En el Mahomet Ali, concretamente. Allí tienen auténticas agallas. A menudo apuestan por cada baza, además de por el juego y la partida. Veamos —cogió las cartas y le echó una mirada furtiva a Bond—, tengo buenas cartas, lo admito. Pero también puede tenerlas usted, por lo que yo sé. —«Improbable, viejo tiburón», pensó Bond, «cuando tienes tres de las parejas as-rey reyes en la mano.»— ¿Le apetece apostar algo más sólo esta mano?
Bond hizo como si estudiara sus cartas con el detenimiento de alguien que empieza a estar muy borracho.
—También yo tengo una mano prometedora —declaró con voz pastosa—. Si las de mi compañero de juego ligan y las cartas están en buen lugar, podría hacer muchas bazas. ¿Qué sugiere?
—Da la impresión de que estamos bastante igualados —mintió Drax—. ¿Qué le parece a cien la baza? Por lo que dice de sus cartas, no debería resultarle muy gravoso.
Bond asumió un aspecto muy pensativo y bastante confuso. Echó otra cuidadosa mirada a sus cartas, pasándolas una a una.
—De acuerdo —dijo—. Acepto. Y, francamente, usted me ha hecho apostar. Es obvio que tiene una mano muy buena, así que debo hacerlo enmudecer y arriesgarme. —Dirigió a M una mirada turbia—. Pagaré sus pérdidas por esta, compañero —declaró—. Allá vamos. Eh…, siete tréboles.
En el silencio mortal que siguió, Basildon, que había visto las cartas de Drax, se sobresaltó de tal forma que se le cayó el whisky con soda al suelo. Miró con aturdimiento el vaso roto y lo dejó donde estaba.
—¿Qué? —preguntó Drax con voz sobresaltada, y volvió a mirar sus cartas rápidamente, para asegurarse—. ¿Ha dicho gran slam en tréboles? —quiso asegurarse, mirando con curiosidad a su obviamente borracho contrincante—. Bueno, es su funeral. ¿Qué dices tú, Max?
—Paso —respondió Meyer.
El compañero de Drax sentía en el aire la electricidad de esa crisis que precisamente había deseado evitar. ¿Por qué diablos no se había ido a casa antes de la última partida? Gimió para sus adentros.
—Paso —declaró M, al parecer imperturbable.
—Doblo.
La palabra había salido con malevolencia de los labios de Drax. Puso las cartas sobre la mesa y miró con crueldad y desprecio a aquel zoquete achispado que al final, inexplicablemente, había caído en sus manos.
—¿Eso significa que dobla también las apuestas adicionales?
—Sí —respondió Drax, codicioso—. Sí, eso he querido decir.
—Muy bien —respondió Bond. Hizo una pausa. Miró a Drax y no las cartas que tenía en la mano—. Redoblo. El contrato y las apuestas adicionales. Cuatrocientas la baza en la apuesta adicional.
Fue en ese momento cuando el primer atisbo de una terrible, increíble duda se abrió paso en la mente de Drax. Pero volvió a mirar sus cartas y una vez más se tranquilizó. En el peor de los casos, era imposible que no hiciera dos bazas.
—Paso —murmuró Meyer.
—Paso —dijo M con la voz algo ahogada.
Drax respondió moviendo la cabeza con impaciencia.
Basildon permanecía de pie, con el semblante muy pálido, mirando a Bond con atención concentrada.
Luego caminó lentamente en torno a la mesa, examinando todas las manos. Lo que vio fue esto:
Bond Picas: - Corazones: - Diamantes: Q, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, Tréboles: A, Q, 10, 8, 4 |
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Drax Picas: 6, 5, 4, 3, 2, Corazones: 10, 9, 8, 7, 2, Diamantes: J, 10, 9, Tréboles: - |
Meyer Picas: A, K, Q, J Corazones: A, K, Q, J Diamantes: A, K Tréboles: K, J, |
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M Picas: 10, 9, 8, 7 Corazones: 6, 5, 4, 3 Diamantes: - Tréboles: 7, 6, 5, 3, 2 |
Y de pronto Basildon lo comprendió. Era un gran slam preparado por Bond contra toda defensa. Con independencia de la carta con que abriera Meyer, Bond tendría que llevárselo con un triunfo de su propia mano o de las cartas del muerto. Luego, entre arrastres de triunfos, haciendo finess contra Drax, por supuesto, jugaría dos rondas de diamantes, triunfándolos con las cartas del muerto y llevándose el as y el rey de Drax en el proceso. Después de cinco bazas, quedaría con los triunfos restantes en la mano y seis diamantes ganadores. Los ases y reyes de Drax carecerían por completo de valor.
Era un auténtico asesinato.
Basildon, casi en trance, siguió contorneando la mesa y se detuvo entre M y Meyer para poder observar los rostros de Drax y Bond. Su semblante estaba impasible, pero las manos, que se había metido en los bolsillos del pantalón para que no lo delataran, le sudaban. Aguardó, casi atemorizado, el terrible castigo que Drax estaba a punto de recibir: trece latigazos diferentes cuyas cicatrices jamás se borrarían en un jugador de cartas.
—Vamos, vamos —dijo Drax con impaciencia—. Abre con algo, Max. No podemos estar aquí toda la noche.
«Pobre estúpido —pensó Basildon—. Dentro de diez minutos desearás que Meyer se hubiera muerto en la silla antes de poder jugar su carta de apertura».
De hecho, parecía que Meyer podría sufrir un infarto en cualquier momento. Estaba pálido como un cadáver, y el sudor le goteaba desde el mentón sobre la pechera de la camisa. Por lo que sabía, su primera carta podría ser un desastre.
Al fin, razonando que Bond podría tener un fallo en sus propios palos largos, picas y corazones, abrió con un valet de diamantes.
No cambiaba nada lo que echara, pero cuando la mano de M quedó a la vista sobre la mesa mostrando fallo en diamantes, Drax le gruñó a su pareja de juego.
—¿No tienes nada más, condenado estúpido? ¿Quieres entregársela en bandeja? ¿Del lado de quién estás?
Meyer se empequeñeció.
—Era lo mejor que podía echar, Hugger —replicó con desaliento mientras se enjugaba la cara con un pañuelo.
Pero, a esas alturas, Drax tenía sus propias preocupaciones.
Bond jugó un triunfo del muerto, llevándose el rey de diamantes de Drax, y de inmediato abrió con un trébol. Drax jugó su nueve y Bond se lo llevó con su diez, y abrió con diamantes, echó luego un triunfo del muerto y se llevó el as de Drax. Otro trébol del muerto se llevó el valet de su contrincante.
Luego jugó el as de trébol.
Cuando Drax entregaba su rey, empezó a intuir lo que podría estar sucediendo. Entrecerró los ojos y miró a Bond con ansiedad, en temerosa espera de la carta siguiente. ¿Tenía Bond los diamantes? ¿No los tendría retenidos Meyer? A fin de cuentas, había abierto con ellos. Drax esperó; sus cartas estaban resbaladizas de sudor.
Morphy, el jugador de ajedrez, tenía un hábito terrible. Sólo alzaba la vista del tablero cuando sabía que su adversario no podría evitar la derrota. Entonces levantaba con lentitud su gran cabeza y observaba con curiosidad al hombre que tenía frente a sí. El adversario percibía la mirada y, con lentitud, humildemente, alzaba los ojos para mirar los de Morphy. En ese momento sabía que no tenía sentido continuar la partida. Los ojos de Morphy así lo decían. No quedaba otra alternativa que el abandono.
Ahora, al igual que Morphy, Bond alzó la cabeza y miró a Drax directamente a los ojos. Luego sacó con lentitud la reina de diamantes y la colocó sobre la mesa. Sin esperar a que Meyer jugara, echó detrás, con movimientos deliberadamente lentos, el 8, el 7, el 6, el 5, el 4 de diamantes y los dos tréboles ganadores.
Luego habló:
—Eso es todo, Drax.
Lo dijo en voz baja, y a continuación se retrepó lentamente en la silla.
La reacción de Drax fue lanzarse adelante y arrancarle a Meyer las cartas de las manos. Las dejó boca arriba sobre la mesa y revolvió entre ellas en busca de una posible ganadora.
Luego se las arrojó de vuelta a su compañero por encima del tapete.
Tenía el semblante blanco como el de un muerto, pero sus ojos miraban con roja ferocidad a Bond. De pronto, alzó un puño cerrado y lo estrelló contra la mesa entre la pila de ases, reyes y reinas impotentes que tenía ante sí.
Con voz muy baja, le escupió las palabras a Bond:
—Es usted un tram…
—Ya basta, Drax. —La voz de Basildon atravesó la mesa como un latigazo—. Nada de hablar así en esta sala. He estado observando todo el juego. Pague. Si tiene alguna queja, preséntela por escrito ante la junta.
Drax se puso lentamente de pie. Se apartó de la mesa y se pasó una mano por los rojos cabellos húmedos. El color volvió a su cara, y con él una expresión de astucia. Cuando bajó la mirada hacia Bond, en su ojo sano había un triunfo desdeñoso que a Bond le resultó curiosamente inquietante.
Se volvió a mirar a los que rodeaban la mesa.
—Buenas noches, caballeros —dijo, mirando a cada uno con la misma expresión extrañamente despreciativa—. Debo unas quince mil libras. Aceptaré la suma que calcule Meyer.
Se inclinó y recogió su pitillera y su encendedor.
Luego volvió a mirar a Bond y habló en voz muy baja, mientras el bigote se elevaba con lentitud sobre los dientes superiores desviados.
—Si fuera usted, me gastaría ese dinero con rapidez, capitán de fragata Bond —dijo.
Luego le volvió la espalda a la mesa y abandonó muy erguido la sala.