CAPÍTULO 25

Pasada la hora cero

—… y hasta ahora hay doscientos muertos y el mismo número de desaparecidos —dijo M—. Los informes continúan llegando desde la costa oriental, y hay malas noticias de Holanda. Ha destrozado varios kilómetros de sus defensas marítimas. La mayoría de nuestras bajas se produjeron entre los tripulantes de los barcos patrulla. Dos de ellos zozobraron, incluido el Merganzer. El oficial al mando sigue desaparecido, lo mismo que ese locutor de la BBC. Los barcos-faro Goodwin rompieron amarras. Aún no hemos tenido noticias de Bélgica ni de Francia. Habrá algunas cuentas bastante costosas que pagar cuando se haya aclarado todo.

Era la tarde siguiente y Bond, con un bastón rematado en una contera de goma y recostado contra su silla, se encontraba de regreso donde había empezado: al otro lado del escritorio, frente al hombre de voz queda y fríos ojos grises que un centenar de años antes lo había invitado a cenar y a participar en una partida de cartas.

Debajo de la ropa, estaba cuadriculado con esparadrapo. El lacerante dolor le remontaba por las piernas cada vez que movía los pies. Tenía una raya de color rojo vivo que le cruzaba la mejilla izquierda y el puente de la nariz, y las gasas impregnadas de ungüento tánico brillaban a la luz que entraba por la ventana. Sujetaba con torpeza un cigarrillo con una mano vendada. Increíblemente, M le había dicho que podía fumar.

—¿Hay noticias del submarino, señor? —preguntó.

—Lo han localizado —respondió M con satisfacción—. Tumbado de costado a unas treinta brazas. El barco de rescate que debía vigilar los restos del cohete está ahora mismo encima de él. Han bajado buzos y no han recibido respuesta a los golpes que han dado en el casco. El embajador soviético ha pasado por el Foreign Office esta mañana. Tengo entendido que ha dicho que un barco de rescate navegaba en estos momentos por el Báltico hacia aquí, pero le hemos contestado que no podíamos esperar porque el submarino hundido supone un peligro para la navegación. —M rio entre dientes—. Lo sería, diría yo, si alguien estuviese navegando a treinta brazas de profundidad por el canal. Pero me alegro de no ser miembro del gabinete —añadió con sequedad—. Han celebrado una y otra sesión desde que la BBC acabó de transmitir. Vallance consiguió ponerse en contacto con esos abogados de Edimburgo antes de que abrieran el sobre del mensaje de Drax para el mundo. Tengo entendido que es un documento terrible. Al leerlo, parece que haya sido escrito por Jehová. Vallance lo llevó anoche al gabinete y ha pernoctado en el diez de Downing Street para aportar los datos que falten.

—Ya lo sé —asintió Bond—. Ha estado telefoneándome continuamente al hospital hasta pasada la medianoche, para pedirme detalles. Yo apenas podía pensar con claridad por todas las drogas que me metieron en el cuerpo. ¿Qué va a suceder ahora?

—Van a intentar la tapadera más grande de la historia —respondió M—. Un montón de científicos diciendo tonterías acerca de que se consumió sólo la mitad del combustible. Que se produjo una explosión inesperadamente potente cuando tuvo lugar el impacto. Que se pagarán compensaciones a todos los afectados. Que hemos sufrido la trágica pérdida de sir Hugo Drax y su equipo. Gran patriota. La trágica pérdida de uno de nuestros submarinos. El último modelo experimental. Interpretaron mal las órdenes. Todo muy triste. Por suerte, a bordo sólo se encontraba la tripulación mínima. Se informará a los parientes más próximos. Trágica, la pérdida del locutor de la BBC, que incurrió en un error inexplicable al confundir la bandera de la Armada Real con la soviética. Tienen un diseño muy similar. La bandera de la Armada ha sido recuperada del submarino hundido.

—Pero ¿y qué hay de la explosión atómica? —preguntó Bond—. ¿De la radiación, el polvo atómico y todo eso? La famosa nube en forma de hongo. Sin duda eso va a presentar algunos problemas.

—Al parecer, eso no les preocupa demasiado —respondió M—. La nube la van a explicar como una formación normal después de una explosión de esa magnitud. El Ministerio de Suministros conoce toda la historia. Había que contársela. Sus hombres se han pasado toda la noche en la costa oriental con detectores Geiger, y hasta el momento no ha habido informes positivos. —En el rostro de M apareció una sonrisa fría—. La nube tiene que bajar en alguna parte, por supuesto, pero, por una feliz coincidencia, el viento que sopla ahora en esa zona la está llevando hacia el norte. De vuelta a casa, podría decirse.

Bond le respondió con una sonrisa dolorida.

—Ya veo —dijo—. ¡Qué apropiado!

—Claro que —prosiguió M, mientras cogía su pipa y comenzaba a llenarla— habrá rumores desagradables. Mucha gente vio cómo los sacaban a usted y a la señorita Brand en camilla del pozo de lanzamiento. Luego está el pleito de Bowater contra Drax por la pérdida de todas esas bobinas de papel. Tendremos la investigación por el muchacho que se mató en el Alfa Romeo. Y alguien tendrá que explicar el origen de los restos del coche de usted, entre los cuales —miró a Bond con ojos acusadores— se encontró un Colt cuarenta y cinco de cañón largo. Y luego tenemos al Ministerio de Suministros. Ayer, Vallance tuvo que llamar a algunos de sus hombres para que limpiaran esa casa de Ebury Street. Aunque esa gente está entrenada para guardar secretos. Por ese lado no habrá filtraciones. Como es natural, será un asunto arriesgado. Las grandes mentiras siempre lo son. Pero ¿qué alternativa tenemos? ¿Problemas con Alemania? ¿Guerra con Rusia? Hay mucha gente a ambos lados del Atlántico que se sentiría muy contenta de tener una excusa.

M hizo una pausa y acercó una cerilla a la cazoleta de su pipa.

—Si la historia se sostiene —continuó con tono reflexivo—, no saldremos demasiado malparados de esta. Queríamos conseguir uno de sus submarinos de alta velocidad, y podremos saber algo acerca de sus bombas atómicas. Los rusos no ignoran que nosotros sabemos que su arriesgada empresa ha fracasado. Malenkov no está muy firme en su silla, y esto podría significar otra revuelta en el Kremlin. En cuanto a los alemanes… bueno, todos sabíamos que ahí dentro quedaba mucho nazismo, y eso hará que el gabinete ande con algo más de tiento en lo que respecta al rearme de Alemania. Y como consecuencia insignificante —le dedicó a Bond una sonrisa aviesa—, gracias a todo eso, el trabajo de seguridad de Vallance, y el mío, por añadidura, será un poco más fácil en el futuro. Estos políticos no se dan cuenta de que la era atómica ha creado al saboteador más mortal de la historia: el hombrecillo de la maleta pesada.

—¿La prensa publicará esa historia? —preguntó Bond, dubitativo.

M se encogió de hombros.

—El primer ministro habló esta mañana con los redactores —respondió al tiempo que acercaba otra cerilla a su pipa—, y creo que hasta ahora ha conseguido que le crean. Si los rumores tienen mal cariz más adelante, es probable que tenga que volver a reunirse con ellos y contarles una parte de la verdad. Y entonces seguirán el juego. Siempre lo hacen cuando se trata de algo lo suficientemente importante. Lo principal es ganar tiempo y evitar actuaciones por parte de los exaltados. De momento, todo el mundo está tan orgulloso del Moonraker, que no investigan demasiado acerca de qué salió mal.

El intercomunicador de M, sobre el escritorio, emitió un suave ronroneo, y una luz intermitente de color rubí comenzó a parpadear sobre el mismo. M empuñó un auricular sencillo y se inclinó sobre el micrófono.

—¿Sí? —preguntó. Hizo una pausa—. Contestaré por la línea del gabinete. —Cogió el receptor blanco de la hilera de cuatro teléfonos—. Sí —repitió—. Al aparato. —Escuchó por un momento—. ¿Sí, señor? Cambio.

Pulsó el botón de su codificador. Sujetó el receptor bien pegado al oído y ni un solo sonido llegó hasta Bond. Se produjo una larga pausa durante la cual M daba de vez en cuando una chupada a la pipa que sujetaba en la mano izquierda. Se la quitó de la boca.

—Estoy de acuerdo, señor. —Otra pausa—. Sé que mi agente se habría sentido muy orgulloso, señor, pero aquí es una norma. —Frunció el entrecejo—. Si me permite que se lo diga, señor, creo que sería muy imprudente. —Otra pausa, y por fin el rostro de M se distendió—. Gracias, señor. Por supuesto que Vallance no tiene el mismo problema. Y eso es lo mínimo que merece la muchacha. —Nueva pausa—. Lo entiendo. Así se hará. —Otra pausa—. Es muy amable por su parte, señor.

M devolvió el receptor blanco a su lugar, y el botón del codificador volvió con un chasquido a la posición en clair.

Durante un momento, M continuó mirando el teléfono como si tuviera dudas acerca de lo que se acababa de decir. Luego hizo girar la silla de espaldas al escritorio y se quedó mirando pensativo por la ventana.

En la habitación reinaba el silencio, y Bond cambió de posición en la silla para aliviar el dolor que le progresaba por la espalda y se propagaba por su cuerpo.

La misma paloma del lunes, o tal vez otra, fue a posarse en el alféizar de la ventana con el mismo batir de alas. Caminó arriba y abajo, mientras asentía con la cabeza y arrullaba, y luego se alejó planeando hacia los árboles del parque. El tráfico murmuraba, soñoliento, a lo lejos.

¡Qué cerca había estado, pensó Bond, de acabar muerto! ¡Qué a punto había estado Londres de que ahora no hubiera nada, excepto el lejano tañido de las campanillas de las ambulancias bajo un espeluznante cielo negro y anaranjado, el hedor a quemado, los gritos de la gente atrapada entre las ruinas de los edificios! El suave latido del corazón de Londres acallado durante una generación. Y toda una generación de su pueblo muerta en las calles entre los restos de una civilización que podría no volver a recobrarse durante siglos.

Todo eso habría tenido lugar de no haber sido por un hombre que hacía trampas cuando jugaba a las cartas, con el fin de alimentar los fuegos de su maníaco ego; de no haber sido por el picajoso presidente del Blades, que se había dado cuenta; de no haber sido porque M accedió a ayudar a un viejo amigo; de no haber sido porque Bond recordaba a medias las lecciones que le había dado un fullero; de no haber sido por las precauciones de Vallance; de no haber sido por las excepcionales dotes que tenía Gala para los números; de no haber sido por toda la trama de diminutas circunstancias, toda la trama de casualidades.

¿La trama de quién?

Se oyó un rechinar agudo cuando la silla de M volvió a girar. Bond fijó otra vez los ojos con atención en el hombre que estaba al otro lado del escritorio.

—El que ha llamado era el primer ministro —explicó M con tono malhumorado—. Dice que quiere que usted y la señorita Brand salgan del país. —Bajó los ojos y dirigió una mirada imperturbable al interior de la cazoleta de la pipa—. Deben estar los dos fuera mañana por la tarde. En este caso hay demasiadas personas que conocen sus caras. Podrían sumar dos y dos cuando vean el estado en que ambos se encuentran. Vayan adonde les apetezca. Sin límite de gastos para ambos. Puede pedir la moneda que quiera. Hablaré con el oficial pagador. Permanezcan en el extranjero durante un mes. Pero manténganse fuera de la circulación. Saldrían esta misma tarde, de no ser porque la chica tiene una cita mañana por la mañana. En palacio. Concesión inmediata de la Cruz de San Jorge[69]. No se publicará en la gaceta oficial hasta Año Nuevo, por supuesto. Me gustaría conocerla, algún día. Tiene que ser una buena muchacha. De hecho —la expresión de M cuando alzó los ojos era enigmática—, el primer ministro tenía algo pensado para usted. Había olvidado que nosotros no vamos tras ese tipo de cosas. Así que me ha pedido que le diera las gracias en su nombre. Ha dicho cosas muy agradables acerca del Servicio Secreto. Ha sido muy amable.

En los labios de M apareció una de las raras sonrisas que le iluminaban el rostro con rápido brillo y calidez. Bond se la devolvió. Ambos entendían que había cosas que no debían mencionarse.

Bond supo que había llegado la hora de marcharse. Se levantó.

—Muchísimas gracias, señor —dijo—. Y me alegro por la muchacha.

—Muy bien, pues —concluyó M—. Esto es todo. Nos veremos dentro de un mes. Ah, por cierto —añadió como al azar—, pase por su oficina. Allí encontrará algo de mi parte. Un pequeño recuerdo.

James Bond bajó en el ascensor y avanzó cojeando por el pasillo que le era familiar, hasta su oficina. Al atravesar la puerta interior, encontró a su secretaria ordenando algunos papeles sobre el escritorio contiguo al de él.

—¿Regresa 008? —le preguntó.

—Sí. —La joven sonrió, feliz—. Lo traerán en avión esta noche.

—Bueno, me alegro de que vayas a tener compañía —dijo Bond—. Yo vuelvo a marcharme.

—Ah —respondió ella. Dirigió una rápida mirada al rostro de Bond, y luego apartó los ojos—. Tienes aspecto de necesitar un poco de descanso.

—Eso es precisamente lo que voy a hacer —respondió él—. Un mes de exilio. —Pensó en Gala—. Van a ser unas vacaciones absolutas. ¿Hay algo para mí?

—Tu nuevo coche está abajo. Ya lo he inspeccionado. El hombre dijo que esta mañana lo habías pedido para probarlo. Es precioso. Ah, y hay un paquete de la oficina para ti, de M. ¿Quieres que lo abra?

—Sí, hazlo —respondió Bond.

Se sentó ante su escritorio y consultó el reloj. Las cinco. Se sentía cansado. Sabía que iba a sentirse cansado durante varios días. Siempre tenía esa reacción al final de una misión peligrosa, como consecuencia de días de nervios tirantes, tensión, miedo.

Su secretaria regresó con dos cajas de cartón de aspecto pesado. Las dejó sobre el escritorio de Bond y él abrió la superior. Cuando vio el papel engrasado, supo qué debía esperar.

Dentro de la caja había una tarjeta. La leyó. Escritas con la tinta verde de M, había las siguientes palabras: «Puede que las necesite». No había firma.

Quitó el envoltorio engrasado y sacó al exterior la brillante Beretta nueva. Un recuerdo. Sí. Algo para que recordara. Se encogió de hombros y se metió la pistola debajo de la chaqueta, en la funda vacía. Se levantó torpemente.

—En la otra caja habrá un Colt de cañón largo —le dijo a su secretaria—. Guárdalo hasta que regrese. Luego lo llevaré a la galería de tiro y lo probaré.

Avanzó hacia la puerta.

—Hasta pronto, Lil —se despidió—. Dale recuerdos a 008 y dile que cuide de ti. Estaré en Francia. El puesto F tendrá mi dirección. Pero sólo para caso de emergencia.

Ella le sonrió.

—¿Qué tipo de emergencia? —preguntó.

Bond profirió una corta carcajada.

—Cualquier invitación a una tranquila partida de bridge —respondió.

Salió cojeando y cerró la puerta tras de sí.

El Mark VI de 1939 tenía una carrocería de turismo abierta. Era de color gris acorazado, como el viejo de 4 ½ litros que había ido a la tumba en el garage de Maidstone, y el tapizado de cuero azul oscuro emitió un lujoso siseo cuando Bond se sentó torpemente junto al conductor de pruebas.

Media hora después, el conductor lo ayudaba a bajar en la esquina de Birdcage Walk y Queen Anne’s Gate.

—Podemos conseguir que corra más si quiere, señor —dijo—. Si podemos quedárnoslo durante dos semanas, podríamos ajustarlo para que corriera a bastante más de ciento sesenta.

—Más adelante —respondió Bond—. Me lo quedo. Con una condición. Que me lo hagan llegar a la terminal del transbordador de Calais mañana a última hora de la tarde.

El conductor le sonrió.

—Por supuesto —dijo—. Lo llevaré yo mismo. Nos veremos en el muelle, señor.

—De acuerdo —asintió Bond—. Conduzca con cuidado por la A20. La carretera de Dover es bastante peligrosa, últimamente.

—No se preocupe, señor —respondió el conductor de pruebas, pensando que aquel hombre debía de ser un poco afeminado, a pesar de que parecía saber muchísimo de coches—. Es pan comido.

—No siempre —le aseguró Bond con una sonrisa—. Nos vemos en Calais.

Sin esperar a que el otro respondiera, se alejó cojeando con su bastón a través de los rayos polvorientos del sol de la tarde que se filtraban entre los árboles del parque.

Se sentó en uno de los bancos que se hallaban encarados con el islote del lago y sacó la pitillera y el encendedor. Miró su reloj. Las seis menos cinco. Se recordó a sí mismo que ella era el tipo de muchacha que acudiría con puntualidad. Había reservado la mesa del rincón para la cena. ¿Y luego? Pero primero vendría la larga, lujosa planificación. ¿Qué le gustaría a ella? ¿Adónde le gustaría ir? ¿Dónde había estado ya? En Alemania, por supuesto. ¿Francia? Salvo París, claro. Podrían pasar por allí en el camino de regreso. Llegarían tan lejos como pudieran la primera noche, lejos del Pas de Calais. Había una granja con una comida maravillosa entre Montreuil y Etaples. Luego, la etapa rápida hasta el Loira. Las pequeñas aldeas de la orilla del Loira durante algunos días. No las poblaciones de los castillos. Irían a lugares como Beaugency, por ejemplo. Luego bajarían lentamente hacia el sur, siempre por las carreteras del oeste, evitando la lujosa vida de cinco estrellas. Explorando lentamente. Bond se detuvo. ¿Explorando qué? ¿El uno al otro? ¿Acaso se estaba tomando las cosas en serio, con aquella muchacha?

—James.

Era una voz nítida, alta, algo nerviosa. No la voz que había esperado.

Levantó la mirada. Ella se encontraba de pie a una cierta distancia de él. Advirtió que llevaba una boina ladeada y que tenía un aspecto excitante y misterioso, como alguien a quien uno ve pasar por la calle en el extranjero, a solas en un coche descapotado, alguien inalcanzable y más deseable que cualquiera a quien haya conocido en toda su vida. Alguien que va camino de hacerle el amor a otra persona. Alguien que no es para uno.

Bond se levantó y se cogieron de las manos.

Fue ella quien se soltó. No se sentó a su lado.

—Ojalá pudieras estar conmigo mañana, James.

Sus ojos lo miraban con ternura. «Tiernos, pero algo evasivos», se dijo.

Él le sonrió.

—¿Mañana por la mañana, o mañana por la noche?

—No seas ridículo —rio ella, sonrojándose—. Me refiero a palacio.

—¿Qué vas a hacer después? —preguntó Bond.

Ella lo miró con cautela. ¿A qué le recordaba esa mirada? ¿A la mirada de Morphy? ¿La mirada que él le había dirigido a Drax cuando habían jugado aquella última mano en el Blades? No. No del todo. En la de ella había algo más. ¿Ternura? ¿Pesar?

Gala miró por encima del hombro de Bond.

Él miró hacia atrás. A unos cien metros de distancia vio la alta silueta de un hombre joven con cabello rubio muy corto. Estaba de espaldas a ellos y paseaba con actitud ociosa, matando el tiempo.

Bond se volvió, y los ojos de Gala miraron directamente a los suyos.

—Voy a casarme con ese hombre —dijo en voz baja—. Mañana por la tarde. —Y luego, como si no fuera necesaria ninguna otra explicación, añadió—: Es el inspector detective Vivian.

—Ah —respondió Bond con una sonrisa tensa—. Ya veo.

Se produjo un momento de silencio, durante el cual los ojos de ambos se apartaron.

Y, a pesar de todo, ¿por qué había de esperar él alguna otra cosa? Un beso. El contacto de dos cuerpos asustados que se abrazaban en medio del peligro. No había habido nada más. Y ella lucía un anillo de compromiso que hablaba con claridad. ¿Por qué había supuesto automáticamente que lo llevaba sólo para mantener a Drax a distancia? ¿Por qué había imaginado que Gala compartía sus deseos, sus planes?

«¿Y ahora, qué?», se preguntó Bond. Se encogió de hombros para librarse del dolor del fracaso…, el dolor del fracaso que es muchísimo más intenso que el placer del éxito. La última frase. Tenía que hacer mutis de las vidas de aquellos dos jóvenes y llevarse su frío corazón a alguna otra parte. No debía haber pesares. Nada de falsos sentimientos. Tenía que representar el papel que ella esperaba. El hombre duro de mundo. El agente secreto. El hombre que era sólo una silueta.

Gala lo miraba nerviosa, aguardando a que la libraran de aquel desconocido que había intentado meter el pie en la puerta entreabierta de su corazón.

Bond le dedicó una cálida sonrisa.

—Estoy celoso —dijo—. Tenía otros planes para ti para mañana por la noche.

Ella le devolvió la sonrisa, agradecida porque se hubiera roto el silencio.

—¿Cuáles eran? —preguntó.

—Pensaba llevarte a una granja de Francia —respondió—. Y después de una cena maravillosa, iba a averiguar si es cierto lo que dicen sobre el grito de una rosa.

Ella se echó a reír.

—Lamento no poder complacerte. Pero hay muchas otras esperando a que las arranquen.

—Sí, supongo que sí —dijo él—. Bueno, adiós, Gala.

Le tendió la mano.

—Adiós, James.

La tocó por última vez y luego se dieron la espalda y se alejaron en direcciones opuestas.