CAPÍTULO 22

La caja de Pandora[56]

—Mi verdadero nombre —dijo Drax dirigiéndose a Bond— es Graf Hugo von der Drache. Mi madre era inglesa, y por esa razón fui educado en Inglaterra hasta los doce años. Luego no pude soportar más este asqueroso país, y acabé mi estudios en Berlín y Leipzig.

A Bond no le cupo duda de que aquel cuerpo enorme con sus dientes de ogro no habría sido muy bien acogido en un colegio privado inglés. Y el hecho de ser un conde extranjero con un nombre interminable no lo habría ayudado mucho.

—Cuando cumplí los veinte años —los ojos de Drax relumbraron ante el recuerdo—, entré a trabajar en la empresa de la familia. Una subsidiaria del gran monopolio del acero Rheinmetall Borsig. Supongo que nunca habrá oído hablar de ella. Bueno, si durante la guerra lo hubiera alcanzado un proyectil de 88 milímetros, seguramente habría sido de los nuestros. Nuestra subsidiaria estaba especializada en aceros especiales, y yo aprendí mucho acerca de ellos y de la industria aeronáutica, nuestros clientes más exigentes. Fue entonces cuando oí hablar de la columbita por primera vez. En aquel tiempo valía su peso en diamantes. Luego me afilié al partido, y muy pronto entramos en guerra. Una época maravillosa. Yo tenía veintiocho años y era teniente del 140 Regimiento Panzer. Y abrimos una brecha en el ejército británico en Francia como un cuchillo corta mantequilla. Fue algo sublime.

Durante un momento, Drax chupó con deleite su cigarro, y Bond supuso que en el humo estaba viendo los pueblos en llamas de Bélgica.

—Aquellos fueron días grandes, mi querido Bond. —Drax extendió su largo brazo y sacudió el habano para dejar caer la ceniza al suelo—. Pero luego me seleccionaron para la División Brandenburgo, y tuve que dejar las muchachas y el champagne y regresar a Alemania con el fin de empezar a entrenarme para el gran salto hasta Inglaterra. La división necesitaba mi dominio de la lengua inglesa. Todos íbamos a llevar uniformes ingleses. Habría sido divertido, pero los malditos generales dijeron que no podía hacerse y me trasladaron al servicio extranjero de Inteligencia de las SS. El nombre era RSHA, y el SS Obergruppenführer[57] Kaltenbrunner acababa de tomar el mando, después de que asesinaran a Heydrich en 1942. Era un buen hombre, y yo estaba a las órdenes directas de uno todavía mejor, el Obersturmbannführer[58] —saboreó aquel delicioso título con gran placer— Otto Skorzeny. Su cometido dentro del RSHA era el terrorismo y el sabotaje. Fue un agradable interludio, mi querido Bond, durante el cual tuve oportunidad de pedirle cuentas a más de un inglés, cosa que —sonrió con frialdad— me causó gran placer. Pero luego —el puño de Drax se estrelló contra el escritorio— Hitler fue traicionado otra vez por los cerdos de los generales, y se permitió que ingleses y yanquis desembarcaran en Francia.

—Una lástima —comentó Bond con sequedad.

—Sí, mi querido Bond, en efecto, una verdadera lástima. —Drax decidió hacer caso omiso de la ironía de su interlocutor—. Pero para mí fue el punto culminante de toda la guerra. Skorzeny convirtió a sus terroristas y saboteadores en los SS Jagdverbande[59], para usarlos detrás de las líneas enemigas. Cada Jagdverbande estaba dividida en Streifkorps[60], y estos en Kommandos[61], cada uno de los cuales llevaba el nombre de su oficial al mando. Con el grado de Oberleutnant[62] —Drax se creció visiblemente—, a la cabeza del Kommando «Drache[63]», me infiltré en las líneas estadounidenses con la famosa 150 Brigada Panzer por la brecha abierta en las Ardenas en diciembre del cuarenta y cuatro. Sin duda recordará el efecto que causó esta brigada con sus uniformes yanquis, y con la captura de tanques y vehículos del enemigo. Kolossal![64] Cuando la Brigada tuvo que retirarse, yo me quedé donde estaba y me oculté en los bosques de las Ardenas, ochenta kilómetros por detrás de las líneas aliadas. Éramos veinte, diez veteranos y diez «hombres-lobo» Hitlerjugend[65]. Ninguno de ellos llegaba a los veinte años, pero todos eran buenos muchachos. Y, por una coincidencia, a su mando estaba un joven llamado Krebs, que resultó tener ciertas dotes que lo cualificaban para el puesto de ejecutor y «persuasor» de nuestro alegre grupo.

Drax rio entre dientes con placer, y Bond se lamió los labios al recordar el corte que Krebs se había hecho en la cabeza al chocar contra la cómoda. ¿Lo había pateado con toda su fuerza? Sí, le aseguró su memoria, con cada pizca de fuerza que pudo imprimirle al zapato.

—Permanecimos durante seis meses en esos bosques —continuó Drax con orgullo—, y durante todo ese tiempo informábamos por radio a la madre patria. Las avanzadillas de exploración nunca nos descubrieron. Y luego, un día, se produjo el desastre. —Drax sacudió la cabeza ante el recuerdo—. A kilómetro y medio de nuestro escondite en los bosques, había una granja. En torno a ella se habían construido muchos barracones de chapa de cinc en forma de túnel, que se usaban como cuartel general de retaguardia de un grupo de enlace. Ingleses y estadounidenses. Era un lugar imposible. No había disciplina, ni medidas de seguridad, y estaba lleno de haraganes y gandules de toda la zona. Mantuvimos vigilado el lugar durante algún tiempo y un día decidimos volarlo. El plan era sencillo. Al caer la noche, dos de mis hombres, uno con uniforme estadounidense y el otro con uniforme inglés, debían ir hasta allí en un vehículo de reconocimiento que habíamos capturado, cargado con dos toneladas de explosivos. Había una zona de aparcamiento, sin centinelas, por supuesto, próxima al comedor; tenían que acercar el coche todo lo posible al comedor, programar el temporizador para que estallara a las siete en punto, hora de la cena, y luego largarse. Era todo bastante fácil, así que aquella mañana me marché a mis asuntos y dejé la tarea en manos de mi segundo. Me puse el uniforme del Cuerpo de Transmisiones de ustedes y partí en una moto británica capturada, para disparar contra un mensajero motorista de la misma unidad que pasaba cada día por una carretera cercana. En efecto, apareció con total puntualidad y yo le salí al encuentro desde una carretera lateral. Lo alcancé —explicó en tono de conversación—, le disparé por la espalda, cogí los documentos que llevaba, los puse sobre la motocicleta en medio del bosque y le prendí fuego.

Drax vio la furia en los ojos de Bond y alzó una mano.

—¿Que no es muy deportivo? Mi querido muchacho, el hombre ya estaba muerto. En cualquier caso, continuando con la historia, desandaba el camino, cuando, ¿qué pasó? Pues que uno de nuestros aviones que regresaba de un vuelo de reconocimiento se lanzó detrás de mí por la carretera y me disparó un cañonazo. ¡Uno de nuestros propios aviones! La explosión me sacó volando de la pista. Dios sabe durante cuánto tiempo estuve tirado en la cuneta. En algún momento de la tarde recobré el conocimiento por un rato y tuve la sensatez de ocultar la chaqueta, la gorra y los documentos entre los arbustos. Probablemente todavía están ahí. Un día de estos tendré que ir a recogerlos. Serán recuerdos interesantes. Luego le prendí fuego a los restos de la motocicleta y después tuve que desmayarme otra vez… porque lo siguiente que recuerdo es que me había recogido un vehículo británico ¡y me llevaba hacia aquel condenado puesto de enlace! ¡Lo crea o no! ¡Y allí estaba el vehículo de reconocimiento, justo al lado del comedor! Aquello fue demasiado para mí. Estaba lleno de metralla y tenía una pierna rota. Bueno, el caso es que me desmayé y cuando volví en mí tenía medio hospital encima y sólo la mitad de la cara. —Alzó una mano y se acarició la piel lustrosa de la sien y la mejilla izquierdas—. Después de eso, sólo fue cuestión de representar un papel. Ellos no tenían ni idea de quién era yo. El vehículo que me recogió se había ido o había volado en pedazos. Yo sólo era un inglés con camisa y pantalones ingleses que estaba casi muerto.

Drax hizo una pausa para coger otro habano y encenderlo. En la habitación reinaba el silencio, interrumpido sólo por el suave rugido agonizante de la lámpara de soldar. Su amenazador sonido era más quedo. Se estaba quedando sin presión, reflexionó Bond.

Volvió la cabeza para mirar a Gala. Por primera vez vio la fea contusión que tenía detrás de la oreja izquierda. Le dedicó una sonrisa alentadora y ella le devolvió una sonrisa de circunstancias.

Drax continuó hablando a través del humo del cigarro.

—No hay mucho más que contar —dijo—. Durante el año en que me trasladaron de un hospital a otro, tracé mis planes hasta el más mínimo detalle. Consistían, sencillamente, en la venganza contra el Reino Unido por lo que me había hecho a mí y por lo que le había hecho a mi país. Debo admitir que, poco a poco, se transformó en una obsesión. A cada día que pasaba durante el año que duró la violación y destrucción de mi patria, mi odio se hizo cada vez más amargo. —Las venas del rostro de Drax comenzaron a hincharse, y de pronto se puso a aporrear el escritorio y gritarles, mirando con ojos desorbitados de uno a otro—. ¡Los aborrezco y desprecio a todos! ¡Son unos cerdos! Estúpidos inútiles, ociosos y decadentes que se esconden detrás de sus malditos acantilados blancos mientras otros pueblos libran sus batallas. Demasiado débiles para defender sus colonias, adulando a los estadounidenses con el sombrero en la mano. Apestosos esnobs que harían lo que fuera por dinero. ¡Ja! —Estaba exultante—. Yo sabía que lo único que necesitaba era dinero y la fachada de un caballero. ¡Caballero! Pfui Teufel![66] Para mí, un caballero no es más que alguien de quien puedo aprovecharme. Esos malditos estúpidos del Blades, por ejemplo. Idiotas adinerados. Durante meses les saqué miles de libras, los estafé en sus propias narices hasta que llegó usted y me estropeó el asunto. —Sus ojos se entrecerraron—. ¿Qué le hizo sospechar de la pitillera? —preguntó con brusquedad.

Bond se encogió de hombros.

—Mis ojos —respondió con indiferencia.

—Bueno —aceptó Drax—, tal vez esa noche fui un poco descuidado. Pero ¿por dónde iba? Ah, sí, por el hospital. Y los buenos doctores que estaban tan ansiosos por ayudarme a averiguar quién era realmente. —Soltó una risa que semejaba un rugido—. Entre las identidades que tan servicialmente me ofrecieron, me encontré con el nombre de Hugo Drax. ¡Qué coincidencia! ¡De Drache a Drax! A modo de prueba, insinué que ese podría ser yo. Se sintieron muy orgullosos.

«Sí —dijeron—, por supuesto que es usted». Triunfalmente, los doctores me metieron dentro de sus zapatos. Yo me los dejé poner, me marché del hospital con ellos y me paseé por Londres en busca de alguien a quien matar y robar. Y un día, en una pequeña oficina situada en la parte alta de Piccadilly, me encontré con un prestamista judío. —Ahora hablaba más velozmente. Las palabras salían con emoción de sus labios. Bond vio una mancha de espuma que se formaba en una comisura de su boca e iba creciendo—. ¡Ja! Aquello fue fácil. Le hundí el calvo cráneo. Tenía quince mil libras en la caja fuerte. Y entonces salí y me marché del país, a Tánger, donde se puede hacer cualquier cosa, comprar cualquier cosa, conseguir cualquier cosa.

La columbita. Es más rara que el platino, y todo el mundo la quiere. La era del motor de reacción. Yo sabía bastante de eso. No había olvidado mi profesión. Y luego, por Dios que me puse a trabajar. Durante cinco años viví para ganar dinero. Fui valiente como un león. Corrí riesgos tremendos. Y de pronto tuve en mis manos el primer millón. Luego el segundo. Después el quinto. Más tarde el vigésimo. Regresé a Inglaterra. Me gasté uno de mis millones y tuve a Londres en el bolsillo. A continuación regresé a Alemania. Encontré a Krebs. Di con cincuenta de ellos. Alemanes leales. Técnicos brillantes. Todos vivían con una identidad falsa, como tantos otros de mis antiguos camaradas. Les di las órdenes pertinentes y ellos esperaron, pacífica, inocentemente. ¿Y dónde estaba yo, mientras tanto? —Drax miró fijamente a Bond con los ojos muy abiertos—. Estaba en Moscú. ¡En Moscú!

Un hombre que tiene columbita para vender puede ir a cualquier parte. Llegué hasta las personas adecuadas. Esas personas escucharon mis planes. Me dieron a Walter, el nuevo genio de su versión de la base de cohetes teledirigidos de Peenemünde, y los buenos de los rusos comenzaron a construir la cabeza atómica —señaló el techo con un gesto de la mano— que ahora está esperando ahí arriba. A continuación regresé a Londres. —Hizo una pausa—. La coronación, mi carta dirigida a Palacio. Triunfo. Un hurra por Drax. —Estalló en una carcajada regocijada—. El Reino Unido a mis pies. ¡Todos los estúpidos de este país! Y luego llegaron mis hombres y nos pusimos a trabajar. Debajo de las mismísimas faldas de Gran Bretaña. En sus famosos acantilados blancos. Trabajamos como demonios. Construimos un embarcadero en su canal de La Mancha. ¡Para los suministros! Para los suministros de los buenos de los rusos, que llegaron puntualmente el lunes pasado por la noche. Tallon tuvo que oír algo. El viejo estúpido. Y va y habla con el ministerio. Pero Krebs lo está escuchando. Había cincuenta voluntarios para liquidar a ese hombre. Se echa a suertes y Bartsch muere como un héroe. —Drax volvió a guardar silencio—. No será olvidado —resumió, para proseguir—: Con una grúa, se coloca la nueva cabeza nuclear en su sitio. Encaja bien. Es una pieza de diseño perfecto. Tiene el mismo peso que la otra. Todo es perfecto. Y la otra, la lata con los queridos instrumentos del ministerio, está ahora en Stettin, detrás del Telón de Acero. Y el fiel submarino regresa ahora hacia aquí, y muy pronto —continuó, consultando su reloj— se deslizará por debajo de las aguas del canal de La Mancha, para sacarnos a todos de aquí a las doce y un minuto de mañana.

Drax se enjugó la boca con el reverso de la mano, se retrepó en el sillón y contempló el techo con ojos inundados de visiones. De pronto rio entre dientes y entrecerró los párpados mirando a Bond con expresión burlona.

—¿Y sabe qué es lo primero que haremos cuando subamos a bordo? Nos afeitaremos esos famosos bigotes en los que usted estaba tan interesado. Usted se olió que había gato encerrado, mi querido Bond, cuando lo que había era un tigre. Esas cabezas afeitadas y esos bigotes, que con tanta asiduidad hemos cuidado, no eran más que una precaución, mi querido muchacho. Pruebe a afeitarse la cabeza y dejarse un gran bigote. Ni siquiera su madre lo reconocería. Es una combinación muy interesante. Sólo un pequeño refinamiento. Precisión, mi querido muchacho. Precisión en todos los detalles. Ese ha sido mi lema.

Rio entre dientes con placer y dio una chupada al cigarro. De pronto dirigió una mirada penetrante y suspicaz hacia Bond.

—Bueno, diga algo. No se quede ahí sentado como un muerto. ¿Qué le parece mi historia? ¿No cree que es extraordinaria, notable? ¿Que un solo hombre haya hecho todo eso? ¡Vamos, vamos! —Se llevó una mano a la boca y comenzó a morderse con rabia las uñas. Luego volvió a metérsela en el bolsillo y sus ojos asumieron una expresión fría y cruel—. ¿O quiere que tenga que llamar a Krebs? —gruñó, mientras señalaba el teléfono que había sobre el escritorio y que comunicaba con la casa—. El Persuasor. Pobre Krebs. Es como un niño al que le han quitado su juguete. O tal vez podría llamar a Walter. Les aseguro que lo recordarían de por vida. No hay ni una pizca de delicadeza en ese hombre. ¿Y bien?

—Sí —respondió Bond. Miró fijamente el gran rostro rojizo al otro lado del escritorio—. Sí, es una historia notable. Paranoia galopante. Delirios de celos y persecución. Odio y deseo de venganza megalomaníacos. No deja de ser curioso —continuó con un tono ahora didáctico—, pero podría tener que ver con sus dientes. Diastema, lo llaman. Se produce por chuparse el dedo pulgar en la infancia. Sí. Supongo que eso dirán los psicólogos cuando lo ingresen en el manicomio. «Dientes de ogro». Ridiculizado en el colegio y demás. Es extraordinario el efecto que eso produce en un niño. Luego el nazismo contribuyó a avivar las llamas, y después se produjo la herida de su horrible cabeza, herida que usted mismo se buscó. Supongo que eso acabó de arreglarlo. A partir de entonces se volvió realmente loco. Es el mismo tipo de trastorno que sufre la gente que cree ser Dios. Es extraordinaria la tenacidad que manifiestan. Son absolutos fanáticos. Usted es casi un genio. Lombroso[67] se habría sentido encantado con usted. Según están las cosas, no es más que un perro rabioso al que habrá que matar de un tiro. O bien se suicidará. Los paranoicos suelen hacerlo. Una verdadera lástima. Un asunto muy triste. —Hizo una pausa para que su voz reflejara todo el desprecio que fue capaz de reunir—. Y ahora continuemos con esta farsa, lunático cara peluda.

Funcionó. A cada palabra, el rostro de Drax se había contorsionado más de cólera, sus ojos estaban encendidos de furor, los labios se habían retirado de los dientes espaciados, y un hilo de saliva le fluía de la boca y le colgaba del mentón. Ahora, ante aquel último insulto de colegio privado que debió de remover Dios sabe qué dolorosos recuerdos, se levantó de un salto del sillón, rodeó el escritorio y se lanzó hacia Bond, agitando los velludos puños.

Bond apretó los dientes y resistió.

Cuando Drax ya había levantado por dos veces del suelo la silla con Bond sentado en ella, el tornado de furia cesó repentinamente. Se sacó el pañuelo de seda y se secó la cara y las manos. Luego se encaminó tranquilamente hacia la puerta y se dirigió a la muchacha por encima de la oscilante cabeza de Bond.

—No creo que ustedes dos vayan a plantearme más problemas —dijo con una voz bastante serena y segura—. Krebs nunca comete errores cuando ata a alguien. —Hizo un gesto hacia la ensangrentada silueta de la otra silla—. Cuando vuelva en sí —añadió—, puede decirle que estas puertas se abrirán de nuevo poco antes del mediodía de mañana. Unos minutos más tarde no quedará nada de ninguno de ustedes. Ni siquiera —concluyó mientras abría la puerta interior de un tirón— los empastes de sus muelas.

La puerta exterior se cerró con un golpe.

Bond alzó la cabeza con lentitud y dedicó una sonrisa distorsionada a la joven, con sus labios ensangrentados.

—Tenía que ponerlo furioso —articuló con dificultad—. No quería darle tiempo para pensar. Había que provocarle una tormenta mental.

Gala lo miró sin comprender, con los ojos abiertos de par en par ante la máscara terrible que era la cara de él.

—Todo está bien —dijo Bond con voz pastosa—. No te preocupes. Londres está a salvo. Tengo un plan.

Sobre el escritorio, el soplete emitió una leve detonación y se apagó.