CAPÍTULO 20

El gambito de Drax

En el cuerpo de Gala había tres focos de dolor independientes. El palpitante dolor detrás de la oreja izquierda, el cable eléctrico que se le clavaba en las muñecas y el duro roce de la correa en los tobillos.

Cada sacudida sobre la carretera, cada viraje, incluso cada repentina presión del pie de Drax en el pedal de freno o el acelerador, aguzaba uno u otro de estos tres dolores y la enervaba.

Si al menos hubieran estado más encajada en el asiento trasero… Pero disponía de algo de espacio para rodar sobre sí unos centímetros en el asiento auxiliar, de modo que tenía que apartar constantemente el magullado rostro para que no entrara en contacto con los respaldos de lustrosa piel de cerdo.

El aire que respiraba estaba cargado del olor a cuero nuevo del tapizado, de gases de escape, y del ocasional hedor penetrante de la goma quemada cuando Drax hacía chirriar los neumáticos en las curvas cerradas.

Sin embargo, la incomodidad y el dolor no eran nada.

¡Krebs! Cosa bastante curiosa, lo que más la atormentaba era el miedo y la repugnancia que le inspiraba Krebs. Todo lo demás era demasiado grande. El misterio de Drax y su odio hacia el Reino Unido. El enigma de su perfecto dominio del alemán. El Moonraker. El secreto de la cabeza atómica. Cómo salvar la ciudad de Londres. Estos eran temas que hacía mucho tiempo que había relegado al fondo de su mente como insolubles.

Pero aquella tarde que había pasado a solas con Krebs estaba presente y era espantosa, y su mente pasaba y repasaba cada detalle como la lengua sobre un diente dolorido.

Durante mucho rato después de que Drax se marchara, fingió seguir inconsciente. Al principio, Krebs estuvo ocupado con las máquinas y los aparatos, hablándoles en alemán como si arrullara a unas criaturas en media lengua.

«Así, mi Liebchen[42]. Eso está mejor ahora, ¿verdad? ¿Una gotita de aceite para ti, mi Pupperl[43]? Pues claro que sí. En seguida voy. No, no, gandulilla. He dicho mil revoluciones, no novecientas. Vamos, vamos. Podemos hacerlo mejor que eso, ¿no es verdad? Sí, mi Schatz[44]. Eso es. Girando y girando. Subiendo y bajando. Girando y girando. Deja que te limpie esa bonita cara para que podamos ver lo que dice la esferita. Jesu María, hist du ein braves Kind![45]».

Así había transcurrido el tiempo, con intervalos en los que se colocaba delante de Gala mientras se metía los dedos en la nariz y se pasaba la lengua por los dientes de un modo horriblemente meditativo. Hasta que comenzó a pasar más y más tiempo ante ella, olvidadas las máquinas, reflexivo, tomando una decisión.

Entonces había notado que la mano masculina soltaba el botón superior de su vestido, y tuvo que disimular el retroceso automático de su cuerpo con un gemido y una pantomima realistas de persona que recobra el conocimiento.

Gala había pedido agua y él fue al cuarto de baño para traer un poco en un vaso para cepillos de dientes. Luego había situado una silla de cocina delante de ella y, tras sentarse a horcajadas, con el mentón apoyado en el travesaño superior del respaldo, la había observado con expresión especulativa por debajo de los párpados caídos.

Gala fue quien rompió el silencio.

—¿Por qué me han traído aquí? —preguntó—. ¿Qué son todos esos aparatos?

Krebs se lamió los labios, y la pequeña boca roja fruncida se abrió bajo el ralo bigote con una sonrisa en forma de romboide.

—Son un reclamo para pajaritos —respondió—. Pronto van a atraer a un pajarito a este nido calentito. Entonces el pajarito pondrá un huevo. ¡Ah, un huevo grande y redondo! ¡Un hermoso huevo gordo! —La mitad inferior de su rostro estalló en risitas de deleite mientras sus ojos se distraían en otra cosa—. Y la niña bonita está aquí porque de lo contrario podría ahuyentar al pajarito. Y eso sería una gran pena, ¿verdad… —continuó, y escupió las tres palabras siguientes—, asquerosa zorra inglesa?

Los ojos del hombre se volvieron penetrantes y decididos. Arrastró la silla para acercarla más, de modo que su rostro quedó a un metro de distancia del de ella, y Gala se vio envuelta en el fétido aliento de Krebs.

—Dime, zorra inglesa. ¿Para quién trabajas? —Esperó—. Tienes que responderme, ¿sabes? —continuó con voz suave—. Aquí estamos completamente solos. No hay nadie que pueda oírte gritar.

—No sea estúpido —dijo Gala, desesperada—. ¿Cómo podría trabajar para nadie que no fuera sir Hugo? —Krebs sonrió al oír el nombre—. Sólo sentía curiosidad por los planes de vuelo…

Comenzó una divagación acerca de sus cálculos y los de Drax, y de cómo quería compartir el éxito del Moonraker.

—Inténtalo otra vez —susurró Krebs cuando hubo acabado—. Tienes que hacerlo mejor…

Y de pronto los ojos del hombre se encendieron con crueldad y sus manos se tendieron hacia ella desde detrás del respaldo de la silla…

En el asiento trasero del Mercedes que volaba por la carretera, Gala apretó los dientes y gimoteó ante el recuerdo de los suaves dedos que se deslizaban por su cuerpo y sondeaban, pellizcaban, estiraban…, mientras los ojos ardientes y vacuos se fijaban en los de ella con curiosidad, hasta que Gala consiguió reunir saliva suficiente en la boca y escupirle de lleno en la cara.

Ni siquiera se entretuvo en limpiarse el rostro; de pronto le había hecho daño de verdad, y Gala profirió un solo grito y luego, gracias al cielo, se desmayó.

Después se encontró con que la metían en el asiento trasero del coche, le echaban una manta de viaje por encima y salían disparados por las calles de Londres; y pudo oír otros coches cerca de ellos, el frenético timbre de una bicicleta, el grito ocasional, el sonido grave de un claxon antiguo, el rápido ronroneo del motor de una motocicleta, el rechinar de los frenos, y se había dado cuenta de que estaba de vuelta en el mundo real, de que el pueblo inglés, sus amigos, la rodeaban por todas partes. Trató de ponerse de rodillas y gritar, pero Krebs debió de percibir su movimiento porque de pronto sus manos le sujetaron los tobillos y se los ligaron al anclaje del asiento con una correa; supo que estaba perdida y las lágrimas comenzaron de pronto a resbalar por sus mejillas y rezó para que alguien, de alguna manera, llegara a tiempo.

Eso había sucedido hacía menos de una hora, y ahora podía darse cuenta, por la lenta marcha del vehículo y por el ruido del tráfico, de que habían llegado a una población grande… Maidstone, si es que la llevaban de vuelta a las instalaciones.

En el relativo silencio del vehículo en su avance por la ciudad, oyó de pronto la voz de Krebs. En ella había una nota de alarma.

Mein Kapitan —dijo—, hace rato que estoy observando un coche. Estoy seguro de que nos sigue. Apenas ha encendido los faros. Lo tenemos a sólo cien metros detrás de nosotros. Diría que es el coche del capitán de fragata Bond.

Drax gruñó con sorpresa y ella pudo sentir que su voluminoso cuerpo se volvía para echar un rápido vistazo. Profirió una obscena imprecación y luego reinó el silencio, y Gala pudo sentir que el pesado automóvil cambiaba de un carril a otro y se esforzaba por avanzar con más celeridad entre el tráfico fluido.

Ja sowas![46] —dijo Drax finalmente. Su voz era meditativa—. Así que esa vieja pieza de museo que tiene todavía es capaz de correr. Mucho mejor entonces, mi querido Krebs. Parece que está solo. —Soltó una ácida carcajada—. Haremos que se dé una buena carrera, y si sobrevive a ella lo meteremos en el saco junto con la mujer. Pon la radio. Sintoniza la emisora nacional. Pronto sabremos si hay dificultades.

Se oyó una breve crepitación de electricidad estática, y luego Gala pudo oír la voz del primer ministro, la voz de todas las grandes ocasiones de su vida, que llegaba fragmentada mientras Drax metía la directa y aceleraba al salir de la ciudad: «… arma diseñada por el ingenio de un hombre… a mil seiscientos kilómetros hacia el firmamento… área patrullada por los barcos de su Majestad… diseñada exclusivamente para la defensa de nuestra amada isla… una gran área de paz… el desarrollo para el gran viaje del hombre más allá de los confines de este planeta… sir Hugo Drax, el gran patriota y benefactor de nuestro país…».

Por encima del aullido del viento, Gala oyó que Drax estallaba en una risotada salvaje, una burlona carcajada de triunfo, y luego la radio se apagó.

«James —susurró la joven para sí—. Sólo quedas tú. Ten cuidado, pero date prisa».

El rostro de Bond era una máscara de polvo manchada por la sangre de las moscas y las mariposas nocturnas que se habían estrellado contra ella. A menudo había tenido que apartar una acalambrada mano del volante para limpiarse las gafas, pero el Bentley funcionaba de maravilla y estaba seguro de poder mantener la velocidad del Mercedes.

Estaba rozando los ciento cincuenta kilómetros por hora en una recta que había justo antes de la entrada al castillo de Leeds, cuando unos potentes faros se encendieron de repente tras él, y una bocina neumática de cuatro tonos hizo sonar su insolente buum-biim-buum-baam casi en su oído.

La aparición de un tercer vehículo en aquella carrera era algo casi increíble. Bond apenas se había molestado en mirar por el espejo retrovisor desde que salieron de Londres. Nadie que no fuera un corredor automovilista o un hombre desesperado podría haberse mantenido a la velocidad de ellos; estaba realmente confuso cuando se apartó automáticamente a la izquierda y por el rabillo del ojo vio pasar un coche bajo de color rojo bombero, que llegaba a su altura y lo adelantaba a una velocidad que superaba la suya al menos en quince kilómetros por hora.

Captó un atisbo del famoso radiador Alfa Romeo y de las gruesas letras blancas a lo largo del borde del capó que formaban el nombre Attaboy II. Luego vio el sonriente rostro de un joven en mangas de camisa que le enseñaba dos groseros dedos extendidos antes de alejarse en la confusión de sonidos que componían el Alfa Romeo a gran velocidad con el aullido de su sobrealimentador, la crepitación de su tubo de escape Galting y el atronador sonido de los poderosos cilindros.

Bond sonrió con admiración mientras alzaba una mano para saludar al conductor. «Un Alfa sobrealimentado ocho cilindros en línea —se dijo—. Debe de ser tan antiguo como el mío. De mil novecientos treinta y dos o treinta y tres, probablemente. Y cubica la mitad que el mío. Ganó la Targa Florio de mil novecientos treinta y uno, e hizo un excelente papel en todas las demás que corrió desde entonces. Probablemente sea un modelo trucado de alguien de uno de los puestos de la RAF que hay por aquí. Intenta regresar a tiempo de una fiesta para firmar y evitar que lo empapelen». Contempló con afecto el Alfa Romeo, que culeaba en la doble curva que había después del castillo de Leeds y se alejaba como un rayo por la larga carretera hacia la lejana bifurcación de Charing.

Bond pudo imaginar la sonrisa de deleite del muchacho cuando alcanzara a Drax.

«¡Vaya, chico! ¡Un Mercedes!».

Y la furia de Drax ante la impertinente música del claxon neumático. «Por lo menos va a ciento setenta —reflexionó Bond—. Espero que no sea tan estúpido como para salirse de la carretera». Observó cómo se aproximaban entre sí los dos grupos de luces de posición, mientras el muchacho del Alfa se preparaba para ejecutar el truco de acercarse por detrás y encenderlo todo de repente cuando tuviera la oportunidad de adelantar.

Ahora. A cuatrocientos metros, el Mercedes brilló blanco en los repentinos haces gemelos del Alfa. Había un kilómetro y medio de carretera despejada por delante, recta como una vela. Bond casi pudo sentir cómo el pie del muchacho pisaba más aún el acelerador. ¡El Attaboy!

En el asiento delantero del Mercedes, Krebs aproximó la boca al oído de Drax.

—¡Otro de ellos! —gritó con impaciencia—. No puedo verle la cara. Se dispone a adelantarnos.

Drax profirió una áspera obscenidad. Sus dientes desnudos brillaron blancos al pálido resplandor que emitía el tablero de instrumentos.

—Le daré una lección a ese cerdo.

Cuadró los hombros y aferró con fuerza el volante con las grandes manos enguantadas. Por el rabillo del ojo vio al Alfa Romeo que empezaba a adelantar por estribor.

Buum-biim-buum-baam, sonó el claxon. Suave, delicadamente, Drax giró poco a poco el volante del Mercedes hacia la derecha, y cuando se produjo el horrible choque de metales, lo devolvió bruscamente a su posición para compensar el coletazo de su vehículo.

—¡Bravo! ¡Bravo! —gritó Krebs con emoción junto a él, mientras se arrodillaba en el asiento para mirar hacia atrás—. Ha dado dos vueltas de campana. Ha saltado por encima de los setos, cabeza abajo. Creo que ya está ardiendo. Sí, ahí veo las llamas.

—Eso hará reflexionar a nuestro delicado señor Bond —gruñó Drax, respirando con fuerza.

Pero Bond, con el rostro rígido como una máscara, apenas aminoró la velocidad, y no había nada más que venganza en su mente mientras seguía tras el Mercedes que volaba por la carretera.

Lo había visto todo. El grotesco vuelo del coche rojo mientras giraba y giraba sobre sí mismo, la silueta del conductor que volaba con brazos y piernas extendidos al salir disparado del asiento, y el estrépito final cuando el vehículo salvaba cabeza abajo el seto y se estrellaba en un campo.

Al pasar zumbando advirtió la horrible marca negra dejada por los neumáticos al derrapar sobre el asfalto, y en su mente se grabó un último toque macabro. El claxon, que de alguna forma no había sufrido daños en el impacto, aún hacía contacto y sus estridentes aullidos ascendían al cielo, despejando carreteras imaginarias al paso del Attaboy II… Buum-biim-buum-baam. Buum-biim-buum-baam.

Así que se había cometido un asesinato ante sus propios ojos. O, en cualquier caso, un intento de asesinato. Así que, con independencia de los motivos que tuviera, sir Hugo Drax había declarado la guerra y no le importaba que Bond lo supiese. Esto simplificaba muchas cosas. Significaba que Drax era un asesino, y probablemente un maníaco. Y por encima de todo, significaba un peligro seguro para el Moonraker. A Bond le bastaba con eso. Metió la mano debajo del salpicadero y sacó, de dentro de su funda oculta, el Colt cuarenta y cinco de cañón largo, especial del ejército, que dejó sobre el asiento contiguo. La batalla se libraba ahora abiertamente, y había que detener al Mercedes de alguna manera.

Como si la carretera fuera Donington[47], Bond pisó a fondo el acelerador y dejó el pie allí. Poco a poco, con la aguja del cuentakilómetros oscilando a ambos lados de los ciento sesenta kilómetros por hora, comenzó a reducir distancia.

Drax tomó la bifurcación izquierda de Charing y salió zumbando colina arriba. Por delante, encuadrado en los haces gigantes de los faros delanteros, uno de los enormes camiones de carga diésel AEC de ocho ruedas de Bowater enfilaba en ese momento la primera curva de la bifurcación y avanzaba trabajosamente, arrastrando las catorce toneladas de bobinas de papel prensa que transportaba, en plena noche, hasta uno de los periódicos del este de Kent.

Drax imprecó en voz baja al ver el largo camión con sus veinte rollos gigantescos, cada uno de los cuales contenía ocho mil metros de papel, atados con sogas a la plataforma. Y justo en medio de la peligrosa doble curva de lo alto de la colina.

Miró por el retrovisor y vio que el Bentley entraba en la bifurcación.

Y entonces Drax tuvo una idea.

—Krebs —ordenó, y la palabra salió como un disparo—, saca tu navaja.

Se oyó un chasquido seco y la hoja de estilete apareció en la mano de Krebs. No convenía perder tiempo cuando había esa nota en la voz del amo.

—Voy a aminorar la velocidad detrás del camión. Descálzate y quítate los calcetines y súbete al capó del coche, y cuando me coloque detrás del camión, salta sobre él. Iremos a velocidad de paseo. No correrás peligro. Corta las sogas que sujetan las bobinas de papel. Primero las del lado izquierdo. Luego, las del derecho. Yo me habré colocado a la altura del camión, y cuando hayas cortado todas las cuerdas, salta de nuevo al coche. Ten cuidado de que las bobinas no te arrastren. Verstanden? Also. Hals und Beinbruch![48]

Cambió a las luces cortas y tomó la curva a ciento treinta kilómetros por hora. El camión estaba a treinta metros de distancia, y tuvo que frenar en seco para evitar estrellarse contra la trasera. El Mercedes patinó hasta que el radiador quedó casi debajo de la plataforma del camión.

Drax redujo a segunda.

—¡Ahora!

Mantuvo el coche firme como una roca mientras Krebs, descalzo, pasaba por encima del parabrisas y gateaba por el lustroso capó con la navaja en una mano.

De un salto estuvo arriba, y empezó a cortar las sogas de la izquierda. Drax se apartó a la derecha y, lentamente, se colocó a la altura de las ruedas traseras del camión, mientras el aceitoso humo del tubo de escape se le metía en los ojos y la nariz.

Las luces de Bond aparecían en ese momento al otro lado de la curva.

Hubo una serie de golpes sordos cuando las bobinas de la izquierda cayeron por detrás del camión sobre la carretera y salieron rodando con rapidez hacia la oscuridad. Y más golpes sordos cuando se cortaron las sogas de la derecha. Una bobina reventó al caer, y Drax oyó el estrépito de algo que se rasgaba cuando el papel, a medida que se desenvolvía, descendía a saltos por la pendiente del diez por ciento.

Liberado de su carga, el camión casi dio un salto adelante, y Drax tuvo que acelerar un poco para atrapar la silueta de Krebs, que apareció volando y aterrizó a medias sobre la espalda de Gala y a medias sobre el asiento delantero. Drax pisó a fondo el acelerador y salió disparado colina arriba, haciendo caso omiso del grito del conductor del camión por encima del entrechocar metálico de sus pistones diésel, cuando lo adelantó a toda velocidad.

Cuando tomaba la siguiente curva, vio los haces de dos faros delanteros que se elevaban hacia el cielo por encima de las copas de los árboles hasta quedar casi verticales. Oscilaron por un instante y luego giraron hacia atrás por el cielo y desaparecieron.

Un gran alarido de risa salió de la garganta de Drax cuando, por una fracción de segundo, apartó los ojos de la carretera y alzó el rostro triunfalmente hacia las estrellas.