Persona desaparecida
Bond estaba sentado en su mesa favorita de un restaurante de Londres, la mesa del rincón de la derecha, para dos, en el primer piso, y contemplaba a la gente y el tráfico que entraba en Piccadilly y bajaba por Haymarket.
Eran las siete cuarenta y cinco de la tarde y Baker, el jefe de camareros, acababa de traerle el segundo martini seco con vodka con una gran raja de limón. Tomó un sorbo, mientras se preguntaba, distraído, por qué se retrasaba Gala. No era propio de ella. Gala era el tipo de muchacha que habría telefoneado si se hubiese visto retenida en Scotland Yard por algún motivo. Vallance, a quien había visitado a las cinco, le dijo que estaba citada con él a las seis.
Vallance se había mostrado muy ansioso por verla. Era un hombre que tendía a preocuparse, y cuando Bond informó brevemente acerca de la seguridad del Moonraker, pareció que le escuchaba con sólo la mitad de su atención.
Al parecer, durante todo el día había habido muchas ventas de libras esterlinas. Había comenzado en Tánger y se había propagado con rapidez a Zurich y Nueva York. La libra había fluctuado de un modo disparatado en los mercados de divisas del mundo, y los dealers de arbitraje habían hecho una carnicería. El resultado final fue que la libra bajó un tres por ciento en ese solo día, y no se apreciaban síntomas de recuperación. Era noticia de primera página en los periódicos vespertinos, y al cierre de la bolsa el Tesoro se había puesto en contacto con Vallance para darle la extraordinaria noticia de que la oleada de ventas la inició Drax Metals Ltd. en Tánger. La operación comenzó por la mañana, y a la hora de cierre la compañía había vendido moneda inglesa por una suma que rondaba los veinte millones de libras. Ante el desconcierto de los mercados de divisas, el Banco de Inglaterra había tenido que intervenir y comprar con el fin de detener la caída. En ese momento, Drax Metals había insistido en su posición vendedora.
Ahora el Tesoro quería saber qué sucedía, si era el propio Drax quien estaba vendiendo o una de las grandes empresas que eran clientes de su compañía. Lo primero que hicieron fue abordar a Vallance. A este sólo se le ocurrió pensar que el Moonraker iba a ser un fracaso por algún motivo y que Drax lo sabía y quería aprovecharse de ese conocimiento. De inmediato habló con el Ministerio de Suministros, pero allí chasquearon la lengua ante la idea. No existía ninguna razón para pensar que el Moonraker pudiera ser un fiasco, y aun en el supuesto de que el lanzamiento de prueba saliese mal, el hecho se maquillaría con explicaciones de dificultades técnicas y demás. En cualquier caso, tanto si el cohete era un éxito como si no, no podía producirse ninguna reacción posible contra los créditos financieros del Reino Unido. No, desde luego, a ellos no se les ocurriría mencionarle el asunto al primer ministro. La Drax Metals era una gran organización comercial. Cabía la posibilidad de que actuaran para algún gobierno extranjero. Para Argentina. Quizá incluso para Rusia. Alguien que tuviera grandes existencias de libras. En cualquier caso, no era nada que tuviese relación con el ministerio ni con el Moonraker, el cual sería lanzado puntualmente a mediodía del día siguiente.
A Vallance le había parecido que aquello tenía sentido, pero continuaba preocupado. No le gustaban los misterios, y se alegró de compartir sus preocupaciones con Bond. Sobre todo, lo que quería era preguntarle a Gala si había visto algún cable procedente de Tánger y, en caso afirmativo, si Drax había hecho algún comentario al respecto.
Bond estaba seguro de que, si hubiera sucedido algo semejante, Gala se lo habría mencionado, y así se lo dijo a Vallance. Habían conversado un rato más y luego Bond se había marchado a su cuartel general, donde lo esperaba M.
M se mostró interesado por todos los detalles, incluso por las cabezas afeitadas y los bigotes de los hombres. Interrogó a su subordinado con todo detalle, y cuando Bond concluyó la historia con lo esencial de la última conversación mantenida con Vallance, M permaneció sentado durante un rato, perdido en sus pensamientos.
—No me gusta ni un solo detalle de todo este asunto, 007 —comentó al fin—. Ahí está sucediendo algo, pero soy incapaz de encontrarle ningún sentido, aunque la vida me fuera en ello. Y no veo dónde podría intervenir yo. Todos los hechos son conocidos por la brigada especial y por el ministerio, y bien sabe Dios que yo no tengo nada que añadir. Aunque hablara con el primer ministro, lo cual sería totalmente injusto para con Vallance, ¿qué podría decirle? ¿Qué hechos tenemos? ¿De qué se trata, en definitiva? No hay nada más que el olor. Aunque la verdad es que es un mal olor. Un olor pestilente, o mucho me equivoco. No. —Miró a Bond, y en sus ojos había una insólita nota de urgencia—. Da la impresión de que todo depende de usted y de esa joven. Tiene suerte de que sea buena. ¿Necesita algo de mí? ¿Puedo hacer algo para ayudarlo?
—No, gracias, señor —respondió.
Tras lo cual salió, recorrió los pasillos que le eran familiares y tomó el ascensor para bajar a su propia oficina, donde aterrorizó a Loelia Ponsonby al darle un beso cuando se despidieron. Las únicas ocasiones en que hacía eso era por Navidad, en el cumpleaños de ella y cuando iba a comenzar una misión peligrosa.
Bebió el resto del martini seco y miró su reloj. Las ocho en punto; pronto se estremeció.
Se levantó de la mesa y fue en busca de un teléfono.
La centralita de Scotland Yard le informó de que el subdirector había tratado de ponerse en contacto con él. Había tenido que asistir a una cena en el Madison House. ¿Podía el capitán de fragata Bond permanecer al teléfono, por favor? Bond aguardó con impaciencia. Todos sus miedos surgieron de aquel trozo de baquelita negra y cayeron sobre él. Podía ver la hilera de rostros corteses. Al camarero uniformado que avanzaba con cuidado hasta donde estaba Vallance. La silla retirada con rapidez. La discreta salida. Aquellos vestíbulos de piedra que resonaban. La discreta cabina telefónica.
—¿Es usted, Bond? —le gritó el teléfono—. Aquí Vallance. ¿Ha visto a la señorita Brand?
A Bond se le encogió el corazón.
—No —respondió con tono ansioso—. Ya hace media hora que tendría que haber venido a cenar. ¿No se presentó a las seis?
—No, y he enviado un «mensaje» para averiguar su paradero, y no hay ni rastro de ella en la dirección donde se aloja cuando viene a Londres. Ninguna de sus amistades la ha visto. Si salió en el coche de Drax a las dos y media, tenía que haber llegado a Londres a las cuatro y media. No ha habido ningún accidente en la carretera de Dover durante la tarde, y la A&A y el RAC tampoco tienen noticia de ninguna emergencia. —Hubo una pausa—. Escuche —prosiguió luego Vallance, con un tono implorante—, es una buena chica, y no quiero que le suceda nada. ¿Puede ocuparse del asunto? No puedo lanzar un llamamiento general para que la busquen. Las dos muertes que hubo allí la han convertido en noticia, y tendría a toda la prensa a nuestro alrededor. Será todavía peor después de las diez de esta noche. Downing Street[41] va a emitir un comunicado sobre el lanzamiento de práctica, y en los periódicos de mañana no habrá más noticia que lo del Moonraker. El primer ministro va a hacer una transmisión. Su desaparición convertirá todo el asunto en una historia criminal. El día de mañana es demasiado importante para permitir algo así, y, por otra parte, puede haber sufrido un desmayo o algo parecido. Quiero que la encuentren. Bueno, ¿qué me dice? ¿Puede ocuparse usted? Puede contar con toda la ayuda que necesite. Le diré al oficial de guardia que debe obedecer sus órdenes.
—No se preocupe —respondió Bond—. Por supuesto que me ocuparé del problema. —Hizo una pausa, con la mente funcionando a toda velocidad—. Sólo dígame una cosa. ¿Qué sabe de los movimientos de Drax?
—No lo esperaban en el ministerio hasta las siete —informó Vallance—. Dejé recado… —Se produjo un ruido confuso en la línea y oyó que Vallance decía «Gracias». Luego volvió a hablar con él—. Acabo de recibir un informe que me ha traído la policía de la City —explicó—. No han podido comunicar por teléfono conmigo desde Scotland Yard, porque estoy hablando con usted. Veamos… —y leyó—: «Sir Hugo Drax llegó al ministerio a las 19.00 y se marchó a las 20.00. Dejó mensaje de que cenaría en Blades si lo necesitaban. Volverá a las instalaciones a las 23.00». Eso significa —comentó Vallance— que saldrá de Londres a eso de las nueve. Espere un momento. —Continuó leyendo—: «Sir Hugo explicó que la señorita Brand se sintió indispuesta al llegar a Londres y que, a petición suya, la dejó en la terminal de autobuses de la estación Victoria a las 16.45. La señorita Brand declaró que descansaría en casa de unos amigos, dirección desconocida, y se pondría en contacto con sir Hugo en el ministerio a las 19.00. No lo ha hecho». Y eso es todo —concluyó—. Ah, por cierto, la indagación acerca de la señorita Brand la hicimos en su nombre, Bond. Decía que usted había llegado para reunirse con ella a las seis, y que ella no se había presentado.
—Sí —respondió Bond, cuyos pensamientos estaban en otra parte—. Eso no parece conducirnos a nada. Tendré que moverme. Sólo una cosa más. ¿Tiene Drax alguna vivienda en Londres, un apartamento o algo así?
—Actualmente siempre se aloja en el Ritz —respondió Vallance—. Vendió su casa de Grosvenor Square cuando se mudó a Dover. Pero sabemos por casualidad que tiene una especie de local en Ebury Street. Buscamos allí. Nadie respondió al timbre, y mi agente dice que la casa parecía desocupada. Está justo detrás de Buckingham Palace. Una especie de guarida suya. Se lo tiene muy callado. Probablemente lleva allí a sus conquistas. ¿Algo más? Debería regresar a la mesa o todos esos altos oficiales van a creer que han robado las joyas de la corona.
—Sí, márchese —respondió Bond—. Haré todo lo que pueda, y si llego a un punto muerto llamaré a sus hombres para que me ayuden. No se preocupe si no tiene noticias mías. Hasta la vista.
—Hasta la vista —replicó Vallance, con una nota de alivio en la voz—. Y gracias. Le deseo toda la suerte del mundo.
Bond colgó. Descolgó de nuevo y llamó al Blades.
—Habla el Ministerio de Suministros —dijo—. ¿Está sir Hugo en el club?
—Sí, señor —respondió la amistosa voz de Brevett—. Está en el comedor. ¿Desea hablar con él?
—No, no se preocupe —le dijo Bond—. Sólo quería asegurarme de que no se hubiese marchado.
Sin reparar en lo que comía, engulló algo y salió del restaurante a las nueve menos cuarto. Su coche lo esperaba en el exterior; deseó las buenas noches al conductor del cuartel general y se dirigió a St. James Street. Aparcó a cubierto de la hilera central de taxis que había en el exterior del Boodle’s y se instaló detrás de un periódico vespertino por encima de cuyo borde podía ver un trozo del Mercedes de Drax, que vio con alivio que estaba aparcado en Park Street, sin nadie dentro.
No tuvo que esperar mucho. De pronto, un ancho rayo de luz amarilla se proyectó al exterior desde la puerta del Blades y apareció la corpulenta silueta de Drax. Llevaba un pesado sobretodo con las solapas subidas hasta las orejas y un sombrero encasquetado hasta las cejas. Avanzó con rapidez hasta el Mercedes blanco, cerró la portezuela de golpe, y ya se alejaba atravesando St. James Street por la izquierda y frenando para girar delante de St. James Palace, cuando Bond aún apenas metía la primera marcha.
«¡Dios, este hombre se mueve rápido!», pensó, cuando cambiaba de marcha con un doble embrague en torno a la rotonda de Malí, mientras Drax pasaba ya ante la estatua del palacio. Mantuvo el Bentley en tercera y siguió al Mercedes con el motor tronando. Buckingham Palace Gate. «Bueno, parece que va hacia Ebury Street». Manteniendo el coche blanco justo a la vista, Bond hizo planes apresurados. El semáforo de la esquina de Lower Grosvenor Place estaba verde cuando pasó Drax y rojo cuando él llegó. Se lo saltó y llegó justo a tiempo de ver que Drax giraba a la izquierda en el principio de Ebury Street. En la suposición de que se detendría en la casa, Bond aceleró hasta la esquina y se detuvo a poca distancia de la misma. Cuando saltaba fuera del Bentley, sin parar el motor, y avanzaba los pocos pasos que lo separaban de Ebury Street, oyó dos cortos toques de claxon; rodeó sigilosamente la esquina, avanzando de lado, y llegó a tiempo de ver cómo Krebs ayudaba a una figura embozada de mujer a atravesar la calle. A continuación, la puerta del Mercedes se cerró de golpe y Drax volvió a ponerse en marcha.
Bond regresó corriendo a su coche, arrancó como el rayo y salió tras él.
Gracias a Dios, el Mercedes era blanco. Allí iba, con las luces de freno encendiéndose brevemente en los cruces, los faros con las luces largas y el golpe de claxon sonando al menor atisbo de retención en el escaso tráfico.
Bond apretó los dientes e hizo avanzar su coche como si se tratara de un purasangre de la escuela española de equitación de Viena. No podía encender los faros delanteros ni usar el claxon por temor a delatar su presencia a los ocupantes del coche que perseguía. Tenía que limitarse a jugar con el freno y el cambio de marchas, y desear lo mejor.
La nota grave de su tubo de escape de cinco centímetros resonaba en las casas de ambos lados y volvía a él, y sus neumáticos rechinaban sobre el asfalto. Dio gracias al cielo por los nuevos Michelin de carrera que calzaba desde apenas una semana antes. Si al menos los semáforos quisieran acompañarlo…
Daba la impresión de que no encontraba nada más que semáforos en ámbar y rojo, mientras Drax siempre pasaba en verde. El puente de Chelsea. ¡Así que parecía que iba a entrar en la carretera de Dover por la Circular Sur! ¿Podía esperar mantenerse al ritmo del Mercedes en la A20? Drax llevaba dos pasajeros. Tal vez su coche no estuviera ajustado. Pero con su suspensión independiente a las cuatro ruedas podía tomar las curvas mejor que él. El viejo Bentley estaba un poco alto con respecto al firme para este tipo de carreras. Bond pisó el freno y se arriesgó a atronar con su triple claxon cuando un taxi que iba a retiro comenzó a desviarse a la derecha. Volvió bruscamente a la izquierda y oyó la palabra de seis letras cuando pasó a toda velocidad junto a él.
Clapham Common y el parpadeo del coche blanco entre los árboles. Aceleró el Bentley hasta los ciento treinta al llegar a un trozo de calle segura, y vio que el semáforo se ponía en rojo justo un momento antes de que llegara Drax. Dejó la palanca de cambios en punto muerto y avanzó en silencio aprovechando la inercia. Los tenía a cincuenta metros de distancia. A cuarenta, treinta, veinte. El semáforo cambió y Drax atravesó de inmediato el cruce y se alejó, pero no antes de que Bond viera que Krebs iba sentado al lado del conductor y que no había más señal de Gala que el bulto de ropa sobre el estrecho asiento de atrás.
Así pues, ya no cabía duda. No se lleva a una muchacha indispuesta de paseo como si fuera un saco de patatas. Y menos a la velocidad que llevaba. Así que la tenían prisionera. ¿Por qué? ¿Qué habría hecho? ¿Qué habría descubierto? ¿Qué diablos estaba sucediendo?
Cada lóbrega conjetura que hacía se posaba por un momento en su hombro y le croaba al oído que había sido un estúpido ciego. Ciego, ciego, ciego. Desde el momento en que se había sentado en su oficina después de la noche del Blades y había tomado una decisión con respecto a Drax, debió haber estado alerta. A la primera señal de problemas, las marcas de la carta náutica, por ejemplo, habría tenido que pasar a la acción. Pero ¿qué acción? Había notificado cada indicio, cada temor. ¿Qué acción podría haber emprendido, como no fuera matar a Drax? ¿Y acabar ahorcado después de tantas molestias? En fin, ¿qué podía hacerse en el momento presente? ¿Debía detenerse y telefonear a Scotland Yard? ¿Y dejar que se le escapara el coche? Por lo que sabía, habían llevado a Gala al proverbial «paseo», y Drax planeaba librarse de ella en algún punto de camino hasta Dover. Y él tenía la posibilidad de evitarlo, sólo con que su coche resistiera.
Como si fuera un eco de sus pensamientos, los neumáticos rechinaron cuando salió de la Circular Sur a la A20 y embocó la rotonda a sesenta y cinco. Les había dicho tanto a M como a Vallance que se encargaría del asunto. Lo mismo le había dicho a Vallance. Decididamente, el caso había recaído sobre sus hombros, y debía hacer lo que pudiese. Si lograra dar alcance al Mercedes, podría disparar a las ruedas y disculparse después. Dejarlo escapar sería un acto criminal.
«Que así sea», se dijo.
Tuvo que aminorar a causa de algunos semáforos, y aprovechó la pausa para sacar de la guantera unas gafas con las que cubrirse los ojos. A continuación se inclinó hacia la izquierda y aflojó el voluminoso tornillo del parabrisas, para luego hacer lo mismo con el de la derecha. Bajó el estrecho cristal sobre el capó y volvió a apretar los tornillos.
Después aceleró al salir de Swanley Junction, y al cabo de poco corría bajo las potentes farolas de la ronda de Farningham, con el viento y el agudo grito de su coche sobrealimentado aullando en sus oídos.
Kilómetro y medio más adelante, los faros del Mercedes cambiaron a las luces cortas al ascender hasta la cresta de Wrotham Hill y desaparecieron, mientras el vehículo descendía hacia el panorama de la campiña de Kent, bañada por la luna.