EPÍLOGO

Veinte años después, el vencedor de al-Hudayl, ahora en pleno esplendor y considerado como uno de los más experimentados jefes militares del reino católico de España, descendió de su barco en una costa a muchas millas de su tierra natal. Se sujetó la correa del viejo casco, que nunca había querido cambiar pese a que le habían regalado otros dos de plata maciza. El color rojo de la barba que lucía ahora era motivo de innumerables burlas insolentes. Sus dos ayudantes, ya capitanes, lo habían acompañado en aquella misión.

La expedición viajó durante semanas a través de pantanos y bosques tupidos. Cuando por fin llegaron a su destino, el capitán fue recibido por embajadores del soberano local, ataviados con ropajes de extraordinarios colores. Tras intercambiar obsequios, el capitán fue conducido al palacio del rey.

La ciudad estaba construida sobre el agua y superaba cualquier sueño que hubiera podido tener el capitán. La gente se trasladaba en barco de una parte a otra de la ciudad.

—¿Sabe cómo se llama este asombroso lugar? —preguntó a su ayudante en el barco que los conducía hacia el palacio.

—La ciudad se llama Tenochtitlán, y su rey, Moctezuma.

—Es evidente que se emplearon grandes riquezas en su construcción —dijo el capitán.

—Ésta es una nación muy rica, capitán Cortés —le respondieron.

El capitán sonrió.