El capitán pelirrojo y lampiño no había desmontado. ¿Por qué no se bajaba del caballo? La intriga atormentaba a Ubaydallah. Sus cincuenta años de trabajo como administrador de tierras y de seres humanos le habían proporcionado una experiencia y unos conocimientos extraordinarios, que no hubiera podido encontrar en los libros. Se había convertido en un agudo observador de la naturaleza humana, y gracias a eso había notado que el capitán era un ser condenado por su creador. Su estatura, un asunto de considerable importancia para un soldado, no concordaba en absoluto con su carácter violento. Era grueso, bajo, y contaría apenas unos dieciséis años de edad. Ubaydallah estaba convencido de que ni siquiera la destreza militar del oficial podía compensarle por esos hechos.
Tras reparar en estos detalles. Ubaydallah cayó de rodillas ante el comandante de los cristianos, asqueando con su servilismo a los aldeanos que lo acompañaban.
—Verga de cerdo —murmuró entre dientes uno de ellos.
Pero a Ubaydallah no le preocupaba la reacción de sus compañeros. Se contentaba con haber hecho que el capitán se sintiera alto. Aquel día, todo lo demás carecía de importancia. Los numerosos años al servicio de los señores del Banu Hudayl habían preparado al administrador para el objetivo que se proponía conseguir.
—¿Qué es lo que desea? —le preguntó el capitán con voz nasal.
—Mi señor, hemos venido a informarle que toda la aldea está dispuesta a convertirse esta misma tarde. Sólo necesitamos que Su Excelencia nos envíe un sacerdote y que nos honre con su presencia.
Al principio, la petición fue recibida en silencio. El capitán no reaccionó. Contempló a la criatura arrodillada ante él con sus ojos de párpados caídos. Aunque acababa de cumplir dieciséis años, ya era un veterano de la Reconquista. Lo habían alabado por su valor en tres batallas libradas en las al-Pujarras y su temeraria ferocidad había atraído la atención de sus superiores.
—¿Por qué? —le preguntó con brusquedad a Ubaydallah.
—No le entiendo, Excelencia.
—¿Por qué han decidido unirse a la Santa Iglesia Romana?
—Porque es el único camino verdadero hacia la salvación —respondió Ubaydallah, que nunca se había destacado por su capacidad para distinguir entre lo verdadero y lo falso.
—Querrá decir que es la única forma de salvar sus pellejos.
—No, no, Excelencia —comenzó a plañir el viejo administrador—. Nosotros, los andalusíes, tardamos mucho tiempo en tomar decisiones. Es la consecuencia lógica de haber sido gobernados durante centenares de años por soberanos que resolvían todo por si mismos. Decidían las cuestiones importantes sin contar con nosotros. Ahora comenzamos a forjarnos nuestras propias opiniones, pero es difícil romper con los viejos hábitos. Aunque empezamos a decidir por nosotros mismos, nos lleva tiempo y nos detenemos en trivialidades…
—¿Cuántos habitantes tiene la aldea?
—En el último recuento éramos unos dos mil.
—Muy bien. Meditaré sobre la respuesta más adecuada a su propuesta. Ahora vuelvan a esperar mi decisión a la aldea.
Justo cuando Ubaydallah estaba incorporándose, el capitán le hizo otra pregunta, y el mayordomo volvió a arrodillarse.
—¿Es verdad que en el palacio de Abenfarid aún ondea un viejo estandarte, con el dibujo de una llave azul sobre un fondo plateado y con alguna monserga escrita en su lengua?
—Así es, Excelencia. Fue un regalo del rey de Ishbiliya a uno de nuestros ilustres predecesores, Ibn Farid. La inscripción en árabe reza: «Dios es el único conquistador».
—Y la llave simboliza la apertura de Occidente, ¿no es cierto?
—Oh, no estoy seguro, Excelencia.
—¿Ah, no? Pues yo sí lo estoy —dijo el capitán con tono displicente y arrogante, como para indicar que no deseaba continuar la conversación—. El arzobispo quiere inspeccionar la bandera con sus propios ojos, así que puede informarle a la familia de Abenfarid que pasaré a recogerla. Ahora puede irse.
Tras la partida de Ubaydallah y sus compañeros, el capitán, aún sin bajarse del caballo, ordenó a los dos oficiales que habían presenciado la conversación que formaran a los soldados, pues quería hablarles antes de entrar en la aldea.
Una vez reunidos los hombres, el capitán se dirigió a ellos con tono amistoso, pero autoritario.
—Nuestro objetivo es simple. Arrasaremos esta aldea y todo su contenido. Éstas son mis instrucciones. No hay más de seiscientos o setecientos hombres fuertes y sanos en la aldea y no creo que intenten ni siquiera una resistencia simbólica. No será una tarea agradable, pero no se entrena a los soldados para ser amables y delicados. Las órdenes de Su Excelencia el arzobispo fueron muy claras: mañana por la mañana quiere indicar a los cartógrafos que borren al-Hudayl de los nuevos mapas que están preparando. ¿Está entendido?
—¡No! —gritó una voz en medio de las tropas.
—Acérquese, soldado.
Un hombre alto, de cabello gris y cincuenta y tantos años, cuyo padre había luchado bajo la bandera de Ibn Farid, caminó hacia el frente y se situó delante del capitán.
—¿Qué quiere?
—Soy nieto de sacerdote e hijo de soldado. ¿Desde cuándo matar a niños y a mujeres es una práctica cristiana en estas tierras? Le digo aquí y ahora que este brazo y esta espada no matarán a ninguna mujer ni a ningún niño. Haga conmigo lo que quiera.
—Es evidente, soldado, que usted no estuvo con nosotros en las al-Pujarras.
—Estuve en Alhama, capitán, y me bastó con lo que vi allí. No volveré a pasar por lo mismo.
—Entonces habrá visto a sus mujeres arrojando ollas de aceite hirviendo a nuestros soldados. Usted tendrá que cumplir las órdenes o atenerse a las consecuencias.
—Usted mismo dijo, capitán, que no esperaba encontrar resistencia —señaló el soldado con obstinación—. Entonces, ¿por qué nos pide que matemos a gente inocente? ¿Por qué?
—¡Viejo estúpido! —exclamó el capitán con los ojos brillantes de furia—. Usted no estará mucho tiempo en este mundo. ¿Por qué se muestra tan generoso con nuestras vidas?
—No lo comprendo, capitán.
—Si matamos sólo a los hombres, las mujeres y los niños cobrarán un odio ciego por todos los cristianos. Se convertirán al cristianismo para salvar sus vidas, pero luego se transformarán en un veneno, ¿me oye?, en un veneno permanentemente infiltrado en nuestra piel, en un veneno cada vez más difícil de eliminar. ¿Ahora me comprende?
El viejo soldado sacudió la cabeza con incredulidad; era evidente que no obedecería. El capitán reprimió sus impulsos, porque no quería desmoralizar a la tropa antes de la batalla, y decidió no castigar al rebelde.
—Le eximo de sus obligaciones, soldado. Puede volver a Granada y esperar nuestro regreso allí.
El viejo soldado no podía creer en su suerte. Se dirigió al sitio donde pastaban los caballos y desató el suyo.
—Regresaré —dijo para sí mientras se alejaba del campamento—, pero no a Granada. Iré adonde ninguno de sus malditos frailes pueda encontrarme.
Las puertas de la muralla que rodeaba la casa eran la única vía de acceso al hogar ancestral del Banu Hudayl y habían sido cerradas a cal y canto. Construidas de madera firme, de ocho centímetros de espesor, y reforzadas con barras de hierro, hasta el momento habían tenido una función meramente simbólica. No habían sido fabricadas para resistir un sitio y jamás habían estado cerradas antes, ya que nunca se había concedido ninguna importancia militar a la aldea ni a la casa. Los caballeros y soldados que habían luchado bajo las órdenes de Ibn Farid y de sus antecesores procedían de la aldea y de pueblos vecinos. Se reunían fuera de las puertas y se iban a luchar a otras regiones del reino.
Cuando Ubaydallah transmitió el mensaje del joven capitán, Umar sonrió con tristeza y comprendió. No era el momento apropiado para gestos heroicos, como los que habían causado la muerte de tantos miembros de su propia familia, de modo que ordenó quitar de la muralla el estandarte con la cruz plateada sobre fondo azul y lo mandó colgar de las puertas.
—Si eso es lo que quieren —le dijo al administrador—, les facilitaremos la tarea.
Varios centenares de aldeanos habían buscado refugio tras las murallas de la casa y comían en los jardines, mientras una multitud de niños jugaban en el patio exterior, felizmente ajenos al peligro que les acechaba. Y Yazid nunca había visto la casa tan llena de gente y de ruidos. Aunque había sentido la tentación de unirse a la fiesta, por fin había decidido retirarse a la torre.
A Ubaydallah se le había ofrecido refugio en la casa, como a todo el mundo, pero él había preferido regresar a la aldea. En el fondo de su corazón, algo le decía que estaría más seguro en su propia casa, lejos de la familia a la cual había servido durante tantos años. Sin embargo, cometió un trágico error. Mientras caminaba de regreso a la aldea, un caballero, alentado por sus amigos, desenvainó la espada y lo atacó sin darle tiempo a reaccionar. Pocos segundos después, la cabeza del administrador, diestramente separada del cuerpo, rodaba sobre la tierra.
Yazid tiraba de la túnica de su padre. Umar acababa de ordenar que se abriera la armería y que se entregaran armas a todos los hombres y mujeres sanos y fuertes. Zubayda había insistido en que ellas también lucharían, pues los recuerdos de al-Hama habían calado muy hondo en su conciencia.
—¿Por qué esperar, indefensa, a que primero deshonren nuestros cuerpos y luego atraviesen nuestros corazones con sus espadas?
—¡Abu! ¡Abu! —decía Yazid con voz insistente.
Umar lo levantó en sus brazos y lo besó. Aquella espontánea demostración de afecto agradó al niño, pero también le molestó, pues estaba haciendo grandes esfuerzos para comportarse como un hombre.
—¿Qué pasa, hijo?
—¡Ven a la torre! ¡Corre!
Zubayda presintió la tragedia y decidió impedir que Yazid volviera a la torre con su padre.
—Necesito tu ayuda, Yazid. ¿Cómo debo usar esta espada?
La táctica de distracción funcionó y Umar subió las escaleras solo. Cuanto más alto subía, mayor era el silencio. Por fin contempló la masacre: las casas habían sido incendiadas y los cuerpos yacían, desperdigados, en los alrededores de lo que poco antes era la mezquita. Sin embargo, los soldados no habían terminado su tarea. Corrían hacia las colinas cercanas detrás de aquellos que intentaban escapar. Umar agudizó el oído y creyó oír los gritos de las mujeres alternados con los aullidos de los perros, pero pronto reinó un silencio absoluto. Los fuegos ardían; la muerte estaba en todas partes. Umar cogió una lupa y estudió el mapa de la aldea que había sobre la mesa. Era demasiado para él y dejó caer la lupa, haciéndola añicos contra el suelo. Umar bin Abdallah se secó las lágrimas.
—Nadie puede salvar al cristal roto —le dijo a los dos vigías que montaban guardia.
Los centinelas observaban la angustia de su amo, inmóviles como estatuas. Nunca llegarían a pronunciar las palabras de consuelo que cruzaron por sus mentes.
Umar bajó las escaleras despacio. Desde la torre lo había visto todo y ya no quedaba sitio para las dudas. Se maldijo a sí mismo por no haber permitido que Yazid se marchara con su hermana. Al llegar al gigantesco zaguán lo recibió un silencio espectral. Los niños habían dejado de jugar y ya nadie comía. Sólo se oía el ruido ocasional que producían los herreros al afilar las espadas. Todos habían visto el fuego en la aldea y estaban sentados en el suelo, contemplando cómo las llamas se fundían con el sol poniente en el horizonte. Lo habían destruido todo: sus hogares, su pasado, sus amigos, su futuro. Un grito lastimero, procedente de la torre, interrumpió la vigilia:
—¡Los cristianos están junto a las puertas!
Todo el mundo se puso en marcha de inmediato. Enviaron a los niños y a las mujeres mayores a las dependencias anexas y Umar llevó al Enano aparte:
—Quiero que cojas a Yazid y te escondas con él en el granero. Pase lo que pase, no lo dejes salir hasta que estés seguro de que se han ido. Que Alá os proteja.
Yazid se negaba a separarse de sus padres. Discutió con su padre y suplicó a su madre.
—Mirad —les dijo agitando una espada que el herrero había preparado para él—, puedo usarla tan bien como vosotros.
Sin embargo, los ruegos de Zubayda por fin lo convencieron de que acompañara al Enano. El niño insistió aún en llevar su juego de ajedrez con él, y después de cogerlo, le dio la mano al cocinero a regañadientes y se marchó con él hacia el jardín. Al otro lado del jardín, justo debajo de la muralla, crecían un grupo de árboles y plantas de distintas variedades. Cerca de allí, cuidadosamente disimulado por un círculo de arbustos de jazmines, había un pequeño banco de madera. Cuando el Enano lo levantó, la piedra donde estaba apoyado también se alzó.
—Baja, joven amo.
Yazid vaciló un momento y miró hacia la casa, pero el Enano le dio un pequeño empujón y el niño comenzó a descender por la estrecha escalera. El cocinero lo siguió y repuso con cuidado la piedra desde el interior. En aquella oscura cueva había trigo y arroz suficientes para alimentar a la aldea entera durante un año. Era el depósito de emergencia de al-Hudayl, para usar en caso de calamidades imprevistas o de malas cosechas. El Enano encendió una vela y vio la cara de Yazid, empapada de lágrimas.
Por encima del suelo, todo estaba preparado para recibir a los soldados cristianos, que en ese momento intentaban derribar las puertas con arietes. Cuando las puertas por fin se abrieron, los primeros soldados entraron en el zaguán. Era una avanzadilla y el capitán no estaba con ellos. La rápida destrucción de la aldea y los cadáveres que habían pisoteado sus caballos en el camino a la casa habían engendrado en ellos una engañosa sensación de seguridad.
De repente, vieron a los caballeros moros, también montados a caballo y preparados para la acción a derecha e izquierda. Los intrusos intentaron salir del zaguán hacia el patio exterior, pero no fueron lo bastante rápidos, pues Umar y su improvisada caballería cargaron contra ellos con gritos aterradores. Los cristianos, que no esperaban resistencia, reaccionaron con lentitud, y todos ellos acabaron arrojados de sus caballos y muertos. El inesperado triunfo fue celebrado con una gran ovación y gritos de «Alá es grande».
Cargaron los cadáveres de los soldados sobre los caballos y azotaron a los animales, para ahuyentarlos fuera del zaguán. La espera hasta el siguiente ataque fue larga, pero pronto conocieron la razón. El ejército de Gharnata estaba ensanchando la brecha de las puertas para poder entrar en líneas de tres.
Umar sabía que la próxima vez la victoria no resultaría tan sencilla.
«Es nuestro fin —se dijo a sí mismo—. Sólo puedo ver muerte a mi alrededor».
Ese pensamiento acababa de cruzar por su mente, cuando oyó el grito de alguien que aún no había acabado de cambiar la voz:
—¡No tengáis piedad con los infieles!
Era el capitán al frente de sus soldados. Esta vez no esperaron el ataque moro y cargaron directamente contra los defensores. El resultado fue un feroz combate mano a mano, mientras el patio vibraba con el entrechocar del acero y el estrépito de los golpes, intercalados con gritos y exclamaciones de «¡Alá es grande!» y «¡Por la santa Virgen, por la santa Virgen!». Los arqueros moriscos, apostados en el techo, no arrojaban sus flechas por temor a herir a sus hermanos. Los cristianos los superaban en número y la resistencia pronto acabó en un baño de sangre.
El caballo de Umar fue desjarretado y la caída lo atontó. Los soldados lo arrastraron hasta donde estaba el capitán. Los dos hombres se miraron, pero mientras los ojos del capitán brillaban de furia, Umar estudiaba a su joven captor con expresión indiferente.
—Lo que ves ante ti es la ira de Nuestro Señor —dijo el capitán.
—Sí —respondió Umar—. La aldea despojada de sus habitantes, mujeres y niños atravesados por espadas, mezquitas entregadas a las llamas y campos desiertos. Los hombres como usted me recuerdan a los peces del mar, que se devoran unos a otros. Estas tierras nunca volverán a ser prósperas y el odio que veo en sus ojos un día destruirá a los de su propio bando. No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta.
El capitán no respondió. Miró a los soldados que sujetaban al prisionero y les hizo una señal de asentimiento. Éstos no necesitaron ninguna otra indicación y obligaron a Umar bin Abdallah a arrodillarse. Pero en ese momento atacaron los arqueros. Las flechas dieron en el blanco y los dos hombres que se disponían a ejecutar a Umar cayeron desplomados.
—¡Quemad este lugar! —gritó el capitán.
Luego ordenó a otros dos soldados que se acercaran, pero para entonces Umar ya había cogido la espada de uno de los caídos y participaba otra vez en la lucha.
Fueron necesarios seis hombres para volver a capturar al jefe del Banu Hudayl. Esta vez fue decapitado de inmediato y su cabeza se exhibió en la punta de una lanza en un desfile que se paseó primero por el zaguán y luego por el patio exterior. Se oyeron aullidos y lamentos de dolor, seguidos por gritos de furia y el estrépito de las espadas al chocar unas con otras.
Un arquero que había contemplado la muerte de Umar corrió a informar a Zubayda. Con la cara empapada en lágrimas, ella cogió una espada y se unió a los defensores.
—¡Venid! —les gritó a las demás mujeres—. ¡No debemos permitir que nos cojan con vida!
Las mujeres asombraron a los cristianos con su infinito coraje. Aquéllas no eran las criaturas débiles y consentidas de tantos relatos fantásticos. Una vez más, el elemento sorpresa ayudó a las mujeres de al-Hudayl, que lograron restar al menos cien hombres a las fuerzas del capitán. Aunque al final sucumbieron, lo hicieron con espadas y dagas en las manos.
Después de dos horas de violenta lucha, la matanza llegó a su fin. Todos los defensores estaban muertos. Tejedores y retóricos, auténticos creyentes y falsos profetas, hombres y mujeres, habían luchado y muerto juntos. Juan el carpintero, Ibn Hasd y el viejo escéptico al-Zindiq habían rechazado la oferta de Umar de esconderse en el granero. Habían esgrimido espadas por primera vez en sus vidas y también habían perecido en la masacre.
El capitán, indignado por el número de hombres que había perdido, ordenó que se saqueara e incendiara la casa. Durante la hora siguiente, los hombres, borrachos de sangre, celebraron la victoria con una orgía de pillajes. Los niños que se habían escondido en los baños fueron decapitados o ahogados, según el humor de sus ejecutores. Luego incendiaron la casa y regresaron al campamento.
El capitán desmontó y se sentó en el jardín con sus dos ayudantes a contemplar cómo ardía la casa. Se quitó las botas y sumergió los pies en el arroyo que atravesaba el jardín.
—¡Cómo les gustaba el agua!
Mientras tanto, debajo del suelo, Yazid no estaba dispuesto a seguir esperando. Hacia tiempo que no se oían ruidos, y aunque el Enano insistía en que debía quedarse allí, el niño se mostró inflexible.
—Quédate aquí, Enano —le murmuró al anciano—. Yo iré a ver qué ha pasado y volveré pronto. Por favor, no vengas conmigo. Sólo debe salir uno de los dos. Si me desobedeces, gritaré.
Pero el Enano no cedió. Entonces Yazid volvió a sentarse, fingiendo estar agotado, y en cuanto la mano del cocinero aflojó un poco la presión en su brazo, se escapó. Antes de que el Enano pudiera detenerlo, Yazid subió la escalera y levantó la piedra de la entrada lo suficiente para poder escabullirse fuera. Al ponerse de pie, se encontró con el suelo cubierto de cadáveres y la casa en llamas. Aquella escena lo trastornó. De repente perdió todo el miedo y corrió hacia el patio, llamando a gritos a sus padres.
Sus alaridos sobresaltaron al capitán y los dos ayudantes corrieron a apresarlo cuando atravesaba el jardín. Yazid pataleaba y sacudía los brazos.
—¡Soltadme! ¡Tengo que encontrar a mis padres!
—Acompañadlo —dijo el capitán—. Dejad que compruebe con sus propios ojos el poder de nuestra Iglesia.
Cuando Yazid vio la cabeza de su padre clavada en una lanza sintió que se le aflojaban las rodillas y se echó a llorar. No podía seguir avanzando, porque las llamas y el olor de los cuerpos quemados no se lo permitía. Si no lo hubieran sujetado, Yazid se habría internado entre las llamas para buscar a su madre y habría muerto quemado, pero lo obligaron a volver con el capitán, que en ese momento se disponía a montar su caballo.
—¿Y bien, niño? —preguntó con tono jovial—. ¿Ya has visto lo que hacemos con los infieles? —Yazid lo miró, paralizado por una tristeza indescriptible—. ¿Has perdido la lengua, niño?
—Ojalá tuviera una daga —respondió Yazid con una voz extrañamente distante—, porque se la clavaría en el corazón. Ahora pienso que muchos años atrás debimos tratarlos igual que ustedes nos tratan ahora.
El capitán no pudo evitar sentirse impresionado. Sonrió a Yazid y miró a sus hombres con aire pensativo. Los soldados recibieron su reacción con alivio. No tenían estómago para matar al niño.
—¿Lo veis? ¿No os dije que el odio de los supervivientes es un veneno capaz de destruirnos?
Yazid no lo oía, pues la cabeza de su padre le estaba hablando.
«Recuerda, hijo mío, que siempre nos hemos enorgullecido de cómo tratamos a los vencidos. Tu bisabuelo solía invitar a los caballeros que vencía a alojarse en su casa y a participar en las celebraciones. No olvides nunca que si nos convertimos en seres como ellos, no tendremos salvación».
—Lo recordaré, Abu —dijo Yazid.
—¿Qué has dicho, niño?
—¿Le gustaría ser mi invitado en nuestra casa esta noche?
El capitán hizo una señal que sus hombres conocían muy bien. Aunque acostumbraban a cumplir sus órdenes de inmediato, era evidente que el niño había perdido la cabeza, y ambos vacilaron ante la perspectiva de cometer un crimen a sangre fría. Entonces el capitán, enfurecido, desenvainó su espada y la hundió en el corazón del niño. Yazid cayó al suelo con los brazos cruzados sobre el pecho. Murió en el acto, pero mientras la sangre espumosa manaba por su boca, sus labios dibujaron una media sonrisa.
El capitán montó su caballo y atravesó la puerta de la casa sin volver a mirar a sus hombres.
Caía la noche. El cielo que unas horas antes parecía un abismo en llamas, cobró un color azul oscuro. Primero salieron dos estrellas y luego una auténtica pléyade cubrió el cielo. Los fuegos se habían apagado y todo estaba oscuro, como miles de años antes, cuando aquélla era una tierra salvaje, sin casas ni personas que las habitaran.
El Enano, con los ojos paralizados de horror, estaba sentado en el suelo con el cuerpo de Yazid entre sus brazos, balanceándose suavemente de adelante hacia atrás. Sus lágrimas caían sobre la cara del niño muerto y se mezclaban con su sangre.
—¿Cómo es posible que yo los haya sobrevivido a todos?
Repitió esta frase una y otra vez. No supo cómo ni cuándo se durmió ni en qué momento la maldita luz del alba anunció un nuevo día.
Zuhayr estaba a punto de matar a su yegua de agotamiento, pues había cabalgado sin detenerse desde el mismo momento en que Ibn Basit le había contado que había visto a varios centenares de soldados en los alrededores de al-Hudayl. Su cara estaba surcada por profundas arrugas, que descendían desde los extremos de los párpados hasta los labios. Sus ojos, por lo general negros y brillantes, parecían incoloros y opacos, enmarcados dentro de unas profundas ojeras. Los dos meses de combate lo habían envejecido mucho. Era una noche clara. Mientras atravesaban los tojos, Zuhayr no pensaba en sus hombres, sino en su familia y en su hogar.
—La paz sea contigo, Zuhayr bin Umar —exclamó una voz.
Zuhayr tiró de las riendas de su caballo. Era un mensajero y espía de Abu Zaid.
—Tengo prisa, hermano.
—Sólo quería advertirte algo antes de que llegaras a al-Hudayl. Allí no queda nada, Zuhayr bin Umar. Los cristianos están borrachos y le cuentan la historia a todos los gharnatinos que quieran escucharlos. Esta noche han perdido la prudencia.
—La paz sea contigo, amigo —dijo Zuhayr con la mirada ausente, perdida en la lejanía—. Iré a comprobarlo por mí mismo.
Quince minutos después llegó a la cueva de al-Zindiq. Zuhayr esperaba que el anciano estuviera allí para disipar sus temores, rezaba para que así fuera. Los manuscritos de al-Zindiq estaban atados en ordenadas pilas, como si el anciano se hubiera preparado para marcharse para siempre. Zuhayr descansó unos segundos y dio de beber al caballo. Luego siguió cabalgando. Al girar en el espolón de una colina, tiró de las riendas y miró hacia arriba, en la dirección acostumbrada. La pálida luz del alba brillaba sobre los restos calcinados de la casa. Zuhayr cabalgó hacia su antiguo hogar sumido en una especie de trance hipnótico. Había sucedido lo peor. Al ver las ruinas desde la distancia, su primera reacción fue pensar en la venganza:
—Los perseguiré y los mataré uno a uno. Juro ante Alá, sobre la cabeza de mi hermano, que vengaré este crimen.
Cuando entraba en el patio vio la cabeza de su padre en la punta de una lanza que estaba firmemente clavada en el suelo. Zuhayr saltó del caballo, arrancó la lanza y contempló la cara de su padre con cariño. Llevó la cabeza al arroyo y le lavó la sangre de la cara y del pelo. Luego la transportó al cementerio familiar y comenzó a cavar la tierra con las manos. En su locura, no reparó en que a pocos metros de allí había una pala. Después de enterrar a su padre; volvió al patio, y esta vez vio al Enano balanceándose suavemente con Yazid en los brazos. El corazón le dio un vuelco en el pecho. ¿Era posible que Yazid estuviera vivo, a pesar de todo? Entonces vio la cara serena de su hermano, manchada de sangre en los costados.
—¡Enano! ¡Enano! ¿Estás vivo? ¡Despierta, hombre!
El Enano abrió los ojos, sobresaltado. Sus brazos estaban tan rígidos como el cuerpo que abrazaba entre ellos. Al ver a Zuhayr, el cocinero rompió a llorar. Zuhayr lo abrazó y le quitó con suavidad el cuerpo de Yazid. Luego besó las mejillas de su hermano.
—Ya he enterrado la cabeza de mi padre. Ahora bañemos a Yazid y llevémosle a descansar.
Desvistieron el cadáver con cuidado, lo bañaron en la fuente y lo llevaron al cementerio familiar. Sólo cuando Yazid estaba bajo la tierra, después de rellenar la tumba con la tierra recién cavada, Zuhayr, que hasta aquel momento había demostrado una serenidad sobrehumana, se trastornó y comenzó a gritar. La angustia desatada se convirtió en llanto y fue como si lloviera sobre la tumba de Yazid.
Los dos hombres se abrazaron y se sentaron sobre el montículo cubierto de hierba, junto a las nuevas tumbas.
—Quiero saberlo todo, Enano, hasta el último detalle. Debo enterarme de todo lo que seas capaz de recordar.
—Si yo pudiera estar muerto y Yazid vivo… ¿Por qué tuve que sobrevivir yo?
—Me alegro de que alguien haya podido hacerlo. Ahora cuéntame lo que ocurrió.
El Enano comenzó su relato y no se detuvo hasta llegar al momento de la huida de Yazid. Entonces comenzó a llorar y a mesarse los cabellos. Zuhayr le acarició la cara.
—Lo sé, lo sé, pero ya ha acabado todo.
—Eso no es lo peor. El niño dejó la piedra de la entrada un poco abierta y yo oí cómo lo cogían y lo interrogaban. Qué orgulloso habrías estado si hubieras podido oírle responder al capitán, ese príncipe del demonio que quería matarnos a todos desde el principio.
Cuando el Enano concluyó su historia, Zuhayr permaneció largo rato sentado, con la cabeza entre las manos.
—Aquí todo ha terminado. Han eclipsado nuestro mundo para siempre. Marchémonos. Este sitio ha dejado de ser seguro.
El Enano negó con la cabeza.
—Yo nací en esta aldea. Mi hijo cayó aquí, defendiendo vuestro palacio, y yo también quiero morir aquí. Tú todavía eres joven, pero yo ya no tengo deseos de vivir. Márchate y déjame morir en paz.
—Yo también nací aquí, Enano, pero ya ha muerto demasiada gente. ¿Por qué sumarnos a ellos? Además, tengo una misión para ti. Sólo tú puedes cumplirla.
—Mientras esté aquí, seguiré a tu servicio.
—Te llevaré a la costa y te enviaré a Tanja en un barco. Desde allí, tendrás que trasladarte a Fez y buscar a Ibn Daud y a mi hermana. Yo le escribiré una carta y tú podrás decirle todo lo que desee saber.
Al oír esta petición, el Enano comenzó a llorar otra vez.
—Ten piedad de mí, Zuhayr bin Umar. ¿Cómo voy a enfrentarme con la señorita Hind? ¿Cómo voy a decirle que dejé morir a Yazid? Déjame ir a ver a la señorita Kulthum, en Ishbiliya. Tú deberías ir a Fez y quedarte a vivir allí. No te permitirán vivir en esta península.
—Conozco muy bien a mi hermana Hind, mucho más de lo que ella cree. Ella sólo te escuchará a ti, Enano, y necesitará a alguien de la casa a su lado. De lo contrario se volverá loca. ¿Harás esto como un último favor al Banu Hudayl? —El Enano supo que lo habían vencido—. Mi padre me dijo que había varias bolsas de oro escondidas en el granero. Será mejor que las llevemos con nosotros. Yo las usaré para nuestras guerras y tú podrás llevarte una para el viaje y para establecerte cuando llegues a Fez.
Una vez desenterradas las cinco bolsas de cuero llenas de monedas de oro, Zuhayr ensilló su caballo y preparó otro para el Enano, regulando los estribos a la altura de sus cortas piernas. Cuando se alejaban de la casa y de la aldea, Zuhayr rompió el silencio.
—No nos volvamos para ver la aldea otra vez, Enano. Recordémosla como era antes. ¿Te acuerdas?
El cocinero no respondió ni volvió a hablar hasta que llegaron a la ciudad costera de al-Gezira. Allí encontraron un barco que partiría a primera hora del día siguiente y reservaron un billete para el Enano. Después de una breve búsqueda, encontraron un cómodo funduq, donde alquilaron una habitación con dos camas. Cuando se disponían a acostarse, el Enano habló por primera vez desde la partida de la casa de al-Hudayl.
—Nunca olvidaré el fuego, los quejidos y los gritos. Tampoco podré olvidar la cara de Yazid después de que esos salvajes lo mataran. Por eso no puedo recordar un pasado más lejano.
—Lo sé, pero ése es el único pasado que yo deseo recordar.
Zuhayr comenzó a escribir una carta para Hind, donde le relataba el duelo con don Alonso y sus trágicas consecuencias. Tras describir la destrucción de la aldea y de la casa, le rogaba a Hind que no regresara nunca:
Qué afortunada has sido al encontrar un hombre tan digno de ti y tan prudente como Ibn Daud. Creo que él sabía desde hace tiempo que perderíamos nuestra batalla contra el tiempo. El anciano que te lleva esta carta está lleno de culpa por el crimen de haber permanecido con vida. Cuida bien de él.
En los últimos días he pensado mucho en ti y me he arrepentido de no haber hablado más contigo cuando vivíamos en la misma casa. Te confieso que una parte de mi desearía irse a Fez con el viejo cocinero para visitarte a ti y a Ibn Daud, para ver nacer a tus hijos y comportarme con ellos como un tío. También para comenzar una nueva vida lejos de las torturas y de las muertes que se han apoderado de esta península. Sin embargo, otra parte de mí me dice que no puedo abandonar a mis camaradas en medio de estos horrores. Ellos confían en mi. Nuestra madre y tú siempre pensasteis que yo tenía un carácter débil, que era fácil convencerme de cualquier cosa y que carecía de firmeza. Tal vez tuvierais razón, pero creo que he cambiado mucho. Mi posición de autoridad sobre los demás me ha obligado a usar una máscara, y esa máscara se ha integrado tanto a mi personalidad que es difícil distinguirla de mi verdadera cara.
Regresaré a las al-Pujarras, donde controlamos docenas de aldeas y donde vivimos como antes de la Reconquista. Abu Zaid al-Ma’ari, un anciano que te gustaría mucho, está convencido de que no nos dejarán vivir aquí mucho tiempo más. Dice que lo que desean no es la conversión de nuestras almas, sino nuestras riquezas, y que aniquilarnos es la única forma de apoderarse de nuestras tierras. Si eso es cierto, estamos condenados hagamos lo que hagamos, pero mientras tanto, continuaremos luchando. Te envío los manuscritos de nuestro viejo amigo al-Zindiq. Cuídalos bien y dime qué piensa ibn Daud de ellos.
Si quieres comunicarte conmigo, la mejor forma de hacerlo es enviar un mensaje a nuestro tío de Gharnata. Insisto en que me comuniques el nacimiento de tu primer hijo. Sólo una cosa más, Hind: sé que hasta el último día de mi vida lloraré la muerte de nuestro hermano y de nuestros padres. Ninguna máscara podrá evitarlo.
Tu hermano,
ZUHAYR
El Enano no pudo dormir más que un par de horas. Al amanecer, salió de la habitación a hacer sus abluciones, y cuando regresó, encontró a Zuhayr sentado en la cama, contemplando la luz matinal que entraba por la ventana.
—La paz sea contigo, viejo amigo.
El Enano lo miró horrorizado: el cabello de Zuhayr se había vuelto completamente blanco durante la noche. Sin embargo, ninguno de los dos dijo nada.
Zuhayr reparó en el juego de ajedrez de Yazid entre las pertenencias del Enano.
—Lo dejó conmigo cuando subió a buscar a la señora Zubayda —explicó el Enano y rompió a llorar otra vez—. Pensé que la señorita Hind lo querría para sus hijos.
Zuhayr reprimió las lágrimas y sonrió.
Una hora más tarde, el Enano subió a bordo de un barco de mercancías y Zuhayr lo despidió desde la orilla.
—¡Que Alá te proteja, Zuhayr al-Fahl! —gritó el Enano con su voz cascada.
«Nunca lo hace», dijo Zuhayr para sí.