Todas las mañanas, después de desayunar, Yazid cogía sus libros y se retiraba a la torre.
—Quédate a leer aquí conmigo —le pedía Zubayda.
Pero él le respondía con una sonrisa triste:
—Me gusta leer solo. La torre es tan tranquila…
Ella no insistía, de modo que lo que había comenzado como una afirmación de independencia asociada a la adquisición de madurez, había acabado por convertirse en un acto rutinario. Todo había comenzado tres meses antes, cuando se habían enterado de la huida de trescientos jóvenes de Gharnata con Zuhayr al mando.
Yazid se había sentido muy orgulloso de su hermano. Los amigos de la aldea lo envidiaban y él no podía comprender la tristeza que se había apoderado de la casa. Incluso Ama, que había muerto pacíficamente mientras dormía, había expresado sus temores:
—Esta aventura no traerá nada bueno, Ibn Umar —le había dicho a Yazid, que entonces no podía saber que serían prácticamente sus últimas palabras.
Los recelos de la anciana habían hecho que Yazid se replanteara todo el asunto, pues en el pasado, Ama siempre había defendido las acciones audaces de todos los miembros masculinos de la familia, por imprudentes que éstas fueran. Ella le había llenado la cabeza con relatos de caballería y valor, que, como es natural, siempre tenían como protagonista principal a su bisabuelo Ibn Farid. Si Ama se preocupaba por Zuhayr, las perspectivas debían de ser realmente desoladoras.
Yazid vio un jinete cabalgando hacia la casa. Todos los días, cuando subía a la torre, ansiaba con toda su alma ver una escena así y rezaba para que fuera su hermano. El jinete llegó a las puertas de la casa y el corazón de Yazid se llenó de tristeza. No era Zuhayr; nunca era él.
Yazid nunca había visto la casa tan vacía, y no sólo por la ausencia de Zuhayr o la muerte de Ama. Aunque aquellas dos pérdidas le pesaban mucho, sabía que Zuhayr volvería y que Ama, como le había prometido tantas veces, le esperaría en el paraíso. Se encontrarían en el séptimo cielo, junto a la ribera de un río que contendría la más deliciosa leche imaginable. Echaba de menos a Ama mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir, pero al menos al-Zindiq había ocupado su lugar, y el anciano estaba mejor informado sobre todo lo referente al movimiento de la luna y las estrellas. Una vez, cuando le había hablado a al-Zindiq del encuentro proyectado por Ama, éste se había echado a reír y le había respondido algo realmente extraño:
—De modo que Amira creía que iría directamente al séptimo cielo, ¿verdad? No estoy tan seguro, Yazid bin Umar. Cometió bastantes pecados y creo que tendrá dificultades para pasar del primero. Hasta es probable que decidan enviarla en la otra dirección.
Sin embargo, el matrimonio y la partida de Hind, aunque no le habían sorprendido, habían significado un golpe devastador para el muchacho. Yazid estaba más unido a Hind que a cualquier otro miembro de la familia, pero ella se había ido. Si bien antes de irse había rogado a sus padres que le permitieran llevarse a Yazid al otro lado del mar por una breve temporada, prometiéndoles traerlo de vuelta ella misma unos meses más tarde, Zubayda no había aceptado separarse de su hijo.
—Es lo único que nos queda en esta casa y no dejaré que me roben mi tesoro más preciado. ¡Ni siquiera tú, Hind!
Así pues, Hind se había marchado sin su hermano, y esto, mucho más que la despedida de su casa ancestral, la había hecho llorar como una niña el día de la partida y también un día más tarde, en Malaka, cuando ella e Ibn Daud habían subido a bordo del barco que se dirigía al puerto de Tanja.
Yazid oyó que alguien subía corriendo la escalera que conducía a la torre y abandonó sus pensamientos para bajar a la casa. A medio camino, se encontró con Umayma, la doncella de su madre, con la cara roja de emoción.
—¡Yazid bin Umar! —exclamó la joven—. Tu hermano ha enviado un mensajero. Está con la señora Zubayda y con tu padre, pero no hablará hasta que tú estés presente.
Yazid pasó junto a ella y se arrojó por el hueco de la escalera. Cuando llegó al suelo, atravesó el patio como un torbellino. Umayma descubrió que no podía alcanzarlo y maldijo entre dientes. Ya no era la delgada gacela que podía correr incluso más rápido que al-Fahl, pues en los últimos meses su vientre se había vuelto grande y redondeado.
Yazid llegó al recibidor sin aliento.
—Éste es Yazid —anunció Umar con una gran sonrisa.
—Tu hermano te envía cientos de besos —dijo Ibn Basit.
—¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?
—Lo verás pronto. Vendrá un día, después de que haya oscurecido, y se marchará a la mañana siguiente, antes del amanecer. Ofrecen una recompensa por su cabeza.
—¿Qué? ¿Por qué? —exclamó Umar con la cara desfigurada por la ira.
—¿No se han enterado?
—¿De qué, joven?
—De lo que sucedió la semana pasada. Pensé que estarían enterados, porque en Gharnata no se habla de otra cosa. Zuhayr supuso que su tío Hisham habría mandado un mensajero.
Umar se estaba impacientando. Comenzó a mesarse la barba, y Zubayda, que sabía que eso era signo de un estallido inminente, intentó anticiparse a su cólera.
—No sabemos nada, Ibn Basit, así que le rogamos que nos informe de prisa. Como verá, estamos ansiosos por recibir noticias de Zuhayr.
—Todo ocurrió hace nueve días. Abu Zaid nos conducía a un escondite en las montañas, cuando avistamos a los cristianos. Ellos también nos habían visto y el enfrentamiento era inevitable. Nosotros éramos unos trescientos hombres, pero por la nube de polvo que levantaban ellos supimos que nos doblaban en número.
»Enviaron un mensajero desarmado que dijo: “Nuestro jefe, el ilustre don Alonso de Aguilar, envía sus saludos. Si se rinden, se les tratará bien, pero si resisten, volveremos a Gharnata llevando sólo sus caballos”. Habíamos caído en una trampa, y esta vez. Abu Zaid no tenía ningún plan ingenioso para sacarnos del aprieto. Entonces, Zuhayr bin Umar se adelantó y habló con una voz audible a kilómetros de allí: “Dile a tu amo que no somos un pueblo sin historia”, bramó. “Somos caballeros moros defendiendo lo que antes nos pertenecía. Dile a don Alonso que yo, Zuhayr bin Umar, biznieto de Ibn Farid, lucharé contra él en un duelo a muerte. El vencedor de hoy decidirá el destino de los demás”.
—¿Quién es don Alonso? —preguntó Yazid con la cara tensa de miedo.
—El más experimentado y consumado caballero al servicio de don Íñigo —respondió Ibn Basit—. Temido por sus enemigos y por sus amigos. Un hombre con un carácter terrible y una cicatriz en la frente, producida por un defensor de al-Hama. Dicen que él solo mató a cien hombres en aquella desdichada ciudad. ¡Que Alá le maldiga!
—Por favor, continúe —dijo Zubayda intentando mantener la voz calma.
—Sorprendentemente, don Alonso aceptó el reto. Los soldados cristianos se congregaron a un lado del prado y doscientos de nosotros nos situamos en el otro.
—¿Dónde estaban los demás? —preguntó Yazid, incapaz de contener la emoción.
—Verás, Abu Zaid decidió que tanto si ganábamos como si perdíamos, era preciso sorprenderlos. Separó a un centenar de hombres y los situó en distintos puntos de la montaña, encima del prado. El plan era cargar contra los cristianos en cuanto acabara el combate, sin darles tiempo a prepararse para la batalla.
—Pero eso va contra las reglas —protestó Umar.
—Es verdad, pero no se trataba de un juego de ajedrez. Ahora, si me lo permiten, continuaré con el relato. Zuhayr llevaba un antiguo estandarte, maravillosamente bordado, que le había entregado una anciana de Gharnata, jurándole que Ibn Farid lo había llevado en muchas batallas. Una media luna plateada brillaba en su turbante verde. Zuhayr clavó el estandarte frente a sus hombres, y a lo lejos, vimos a don Alonso hundir una cruz dorada en la tierra. Entonces, tras la señal acordada, don Alonso cargó con la lanza resplandeciendo bajo la luz del sol y apuntando directamente al corazón de Zuhayr. Los dos se habían negado a llevar escudo.
»Zuhayr desenvainó la espada y cabalgó a su encuentro como un loco. Jamás había visto una expresión de ira como la que desfiguraba su cara ese día. Cuando se acercaba a don Alonso, toda la compañía oyó su grito: “¡No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta!”. Ya estaban cerca uno del otro. Zuhayr evitó la lanza, prácticamente arrojándose del caballo, en una magnífica muestra del arte de la equitación. Luego vimos que la espada de Ibn Parid resplandecía como un rayo. Por un momento pareció que ambos habían sobrevivido a la embestida, pero cuando el caballo de don Alonso se acercó, notamos que su jinete había perdido la cabeza. ¡Ya no se fabrican espadas como ésa en Tulaytula!
»Una colosal ovación surgió de nuestras filas. Los cristianos, desmoralizados, se preparaban para replegarse cuando Abu Zaid cargó contra ellos. Pudieron escapar, aunque antes sufrieron graves pérdidas. Cogimos cincuenta prisioneros, pero Zuhayr insistió en que los enviáramos de vuelta a Gharnata, con la cabeza y el cuerpo de don Alonso. “Decidle al conde”, les dijo Zuhayr, “que nosotros no elegimos esta guerra. ¡El capitán general ha perdido un valiente caballero porque no es más que un mercenario al servicio de un sacerdote cruel y cobarde!”.
Yazid, hechizado por el relato, estaba tan lleno de orgullo por su hermano que no notó la inquietud en la cara de sus padres. Al-Zindiq, que también estaba preocupado por las consecuencias de la victoria de Zuhayr, interrogó a Ibn Basit.
—¿Abu Zaid dijo algo sobre las reacciones que produjeron estos hechos en la al-Hamra?
—Pues sí —respondió Ibn Basit, mirando al anciano con asombro—. Habló mucho al respecto dos días después.
—¿Y qué dijo? —preguntó Zubayda.
—Que el conde estaba tan indignado que ofreció mil piezas de oro por la cabeza de Zuhayr bin Umar. También está preparando tropas para aniquilarnos, pero Abu Zaid tiene un plan y no está preocupado. Dice que nos llevará a un sitio donde ni siquiera el Todopoderoso podría encontrar a Zuhayr.
—Habla con la voz de Satanás —dijo Umar.
—Vaya a bañarse, Ibn Basit —dijo Zubayda tras observar el polvo en las ropas del joven y el estado de su indumentaria—. Creo que la ropa de Zuhayr le irá bien.
Luego venga a comer con nosotros. Le hemos preparado una habitación, donde puede quedarse todo el tiempo que quiera.
—Gracias, señora. Me bañaré y comeré con ustedes con mucho gusto, pero no puedo permitirme el lujo de descansar. Tengo que llevar mensajes a Guejar, y antes del ocaso debo estar en Lanjarón, donde me espera mi padre. ¿Pero por qué parecen tan preocupados? Zuhayr está sano y salvo. Yo, por mi parte, creo que recuperaremos Gharnata en menos de seis meses.
—¿Qué? —exclamó Umar.
Al-Zindiq interrumpió la discusión.
—La lengua del sabio, mi querido Ibn Basit, está en el corazón —murmuró—, y el corazón de un necio está en su boca. Los criados esperan para ayudarle en los hammam, jovencito.
Yazid acompañó al invitado a los hammam.
—Que disfrute de su baño, Ibn Basit —le dijo al amigo de Zuhayr mientras señalaba hacia los baños.
Luego corrió hacia la cocina, donde estaban reunidos el Enano, Umayma y todos los demás criados de la casa. Una vez allí, Yazid repitió, palabra por palabra, el relato del duelo de Zuhayr y la decapitación de don Alonso.
—Demos gracias a Alá —dijo Umayma—. Nuestro joven amo está vivo.
Los criados intercambiaron miradas, pero no se atrevieron a decir nada delante de Yazid. La emoción en la cara del narrador había cautivado hasta a los miembros más escépticos del personal de la cocina. El Enano era el único que no parecía emocionado, y sólo expresó sus sentimientos cuando Yazid se marchó.
—El Banu Hudayl está cortejando a la muerte y el final no se demorará mucho. Cisneros no los dejará vivir en paz.
—Pero nuestra aldea permanecerá a salvo —intervino Umayma—. Nosotros no hemos hecho daño a nadie.
—Eso no lo sé —respondió el Enano encogiéndose de hombros—, pero yo en tu lugar, Umayma, me iría a servir a Kulthum, en Ishbiliya. Será mejor que tu hijo no nazca en al-Hudayl. —El rostro de la joven cambió de color—. Todo el mundo sabe que llevas en el vientre un potrillo de Zuhayr.
El comentario fue recibido con un estallido de risas groseras y discordantes. Aquello era más de lo que Umayma podía soportar, y la joven corrió fuera de la cocina llorando. Sin embargo, no podía dejar de pensar que el Enano podría estar en lo cierto, así que decidió pedirle permiso a la señora Zubayda para servir a Kulthum en Ishbiliya.
Yazid estaba abstraído en su propio mundo. En el bosquecillo de granados jugaba a que era un caballero moro. Su espada era una rama con la punta afilada con el cuchillo que le había regalado Zuhayr para su décimo cumpleaños y que él llevaba con orgullo a su cintura siempre que recibían invitados. El niño galopaba de un sitio a otro con frenesí, agitando su supuesta espada y decapitando cada granada que encontraba a su alcance. Sin embargo, pronto se cansó de sus fantasías, se sentó sobre la hierba, abrió uno de los frutos y se puso a beber su zumo, escupiendo las semillas después de cada mordisco.
—¿Sabes una cosa, Hind? Creo que Zuhayr morirá. Abu y Ummi piensan lo mismo; lo sé por la cara que ponían cuando Ibn Basit les contaba lo del duelo. Ojalá Ummi me hubiera dejado ir contigo. Nunca he subido a un barco ni he cruzado el mar. Tampoco he visto Fez, aunque dicen que es igual que Gharnata.
Yazid se interrumpió de repente, pues le pareció oír pisadas y el ruido de los tojos que rodeaban el bosquecillo. Desde aquella ocasión en que Umayma y las demás doncellas le habían sorprendido, se había vuelto más cuidadoso y siempre permanecía alerta a la presencia de intrusos. Deseaba no haber visto nunca a Ibn Daud y a Hind besándose. Si él no se lo hubiera dicho a su madre, ella no habría hablado con Hind. Tal vez entonces la boda se habría retrasado y Hind aún seguiría allí. Había sido una boda muy extraña, sin banquetes ni celebraciones. Sólo habían asistido el qadi de la aldea y la familia. Yazid dejó escapar una risita al recordar que había estado a punto de dejar caer el Alcorán sobre la cabeza de Ibn Daud, haciendo sonreír incluso al qadi. Aquel día el Enano se había superado a sí mismo y sus frutas garapiñadas, en particular, sabían como si hubieran sido cocinadas en el paraíso.
Hind se había marchado tres días después. Habían sido días tristes, pero Hind le había dedicado más tiempo a él que a Ibn Daud. Habían dado largos paseos, durante los cuales Hind le había mostrado sus parajes predilectos en la montaña y junto al río. También le había hablado con seriedad, como acostumbraba a hacer ella.
—Me gustaría mucho que pudieras venir conmigo por un tiempo —le había dicho la víspera de su partida—. No te abandono a ti, sino a la casa. No podría soportar la idea de vivir aquí con Ibn Daud. Debemos vivir donde él se sienta cómodo y en control de su medio. Ésta es la casa de Abu, y después pertenecerá a Zuhayr, a ti y a los hijos de ambos. No me entiendes, ¿verdad, Yazid? Te amo más que nunca y siempre pensaré en ti. Tal vez el año que viene, cuando vengamos a visitaros, podamos llevarte con nosotros durante un mes o dos.
—¡Ah, pero si es el joven amo en persona! ¿Qué haces aquí solo?
Aquella voz familiar y odiosa pertenecía al principal administrador de Umar, Ubaydallah, quien, como había hecho antes su padre, guardaba una exhaustiva relación de todas las transacciones realizadas en la hacienda. Nadie tenía una idea tan precisa como él sobre las tierras que poseía Umar, el capital que acumulaba en cada aldea, la cifra exacta de la venta de frutos secos del año anterior o la cantidad de trigo o arroz almacenados en los graneros subterráneos y su ubicación exacta.
A Yazid no le gustaba Ubaydallah. La evidente hipocresía de aquel hombre, sus exageradas demostraciones de falso afecto, nunca habían podido engañar al niño.
—Estaba dando un paseo —respondió Yazid con frialdad mientras se levantaba y adoptaba la postura más adulta de que era capaz—. Y ahora debo regresar a la casa para comer. ¿Y usted, Ubaydallah? ¿Qué le trae por aquí a esta hora?
—Creo que será mejor que responda a esa pregunta delante del amo. ¿Puedo regresar contigo?
—Por supuesto —respondió Yazid mientras se llevaba las manos a la espalda y comenzaba a andar hacia la casa.
Había oído decir a Ama cientos de veces que Ubaydallah era un pillo y un ladrón, que había robado tierras, comida y dinero de la hacienda durante años y que gracias a eso su hijo había abierto tres tiendas, dos en Qurtuba y una en Gharnata. Yazid había decidido no volver a hablarle en todo el camino a la casa, pero cambió de idea.
—Dígame algo, Ubaydallah —dijo en el inconfundible tono de infinita superioridad de un terrateniente—, ¿qué tal van las tiendas de su hijo? Me han dicho que allí se pueden comprar todo tipo de artículos de lujo.
La pregunta pilló por sorpresa al administrador. «Insolente cachorrillo —pensó para sí—. Debe de haber oído los cotilleos de la cocina, pues Umar bin Abdallah nunca se rebajaría a discutir esos asuntos en la mesa».
Sin embargo, cuando habló en voz alta, su tono sonó increíblemente hipócrita.
—Es muy amable de tu parte interesarte por mi hijo, joven amo. Le va muy bien, gracias a Alá y, por supuesto, a tu familia. Fue tu padre quien pagó su educación e insistió en que buscara trabajo en la ciudad. Es una deuda que nunca podré pagarle. Según me ha dicho, tú también eres un ávido lector, joven amo. Toda la aldea lo dice. Y yo siempre les respondo: «Esperad, veréis cómo muy pronto Yazid bin Umar estará escribiendo libros de ciencia».
Yazid sonrió al oír aquel comentario, pero sin mirar al administrador. El halago no había surtido ningún efecto en él, y no porque no creyera en las palabras de Ubaydallah, sino porque en ese aspecto el niño se parecía mucho a su madre y a su padre: las alabanzas le resbalaban como las gotas de agua en las hojas de la fuente. Era una clase de orgullo heredado, la convicción de que el Banu Hudayl gozaba naturalmente de una situación tan privilegiada, que no necesitaba los favores de nadie. Para Yazid, como para su padre y abuelo antes que él, valía mucho más una torta de trigo endulzada con sirope de dátiles, ofrecida por un pobre campesino, que los mantones de seda con que Ubaydallah y su hijo obsequiaban a las damas de la casa.
Ubaydallah seguía parloteando, pero el niño había dejado de escucharlo. Aunque no creía en las tonterías que decía el administrador, consideraba un triunfo el hecho de haberle forzado a hablarle como si fuera Zuhayr. Cuando atravesaron la puerta principal, conocida en la aldea como Bab al-Farid, en honor a su constructor, Ubaydallah inclinó la cabeza en una semirreverencia. Yazid respondió con un movimiento casi imperceptible de la barbilla y ambos tomaron caminos separados. El hombre mayor caminó a toda prisa hacia la cocina, y el niño mantuvo su postura erguida, sin relajarse hasta entrar en la casa.
—¿Dónde has estado? —preguntó Umayma en un susurró junto al comedor—. Todos los demás han acabado de comer.
Yazid no la escuchó y corrió hacia el comedor. Lo primero que notó fue la ausencia de Ibn Basit. Eso lo deprimió y su cara se llenó de tristeza. Acarició con aire ausente el medallón que Hind le había regalado como muestra de su amor. En su interior había un mechón de su cabello, negro como la noche.
—¿Se ha ido, Abu?
Su padre asintió con un gesto mientras cogía una uva granate de la bandeja de plata repleta de fruta. Zubayda le sirvió a Yazid unos pepinos cocidos en su propio jugo con un poco de mantequilla derretida, pimienta negra y semillas de guindilla. El niño comió de prisa y luego tomó una ensalada de rábanos, cebolla y tomate, con salsa de yogur y limas frescas.
—¿Ibn Basit dijo algo más? ¿Os dio alguna idea del día en que nos visitará Zuhayr?
Zubayda negó con la cabeza.
—No sabía el día exacto, pero pensaba que sería pronto. Ahora come un poco de fruta, Yazid. Devolverá el color a tus mejillas.
Cuando cuatro criados entraron a recoger la mesa, el más viejo de ellos se arrodilló en el suelo y murmuró unas palabras al oído de su amo. La cara de Umar cobró una expresión de disgusto.
—¿Qué quiere a esta hora? Llévalo a mi estudio y quédate allí con él hasta que yo llegue.
—¿Ubaydallah? —preguntó Zubayda.
Umar asintió con expresión sombría, pero Yazid sonrió y les relató el encuentro con el administrador.
—¿Es verdad, Abu, que ahora tiene casi tantas tierras como tú?
La pregunta hizo reír a Umar.
—No lo creo, pero no soy la persona más indicada para responderte. Será mejor que vaya a ver qué quiere ese bribón. No es propio de él molestarme en mis horas de descanso.
Cuando Umar se fue, Zubayda y Yazid caminaron cogidos de la mano por el patio interior, disfrutando del sol del invierno. Al pasar junto al granado, Zubayda notó que el niño lo miraba. Ama había pasado muchos días de invierno a la sombra de aquel árbol.
—¿La echas de menos, hijo mío?
Él le apretó la mano a modo de respuesta. Zubayda se agachó y le besó las mejillas y los ojos.
—Todos debemos morir, Yazid. Algún día volverás a verla.
—Por favor, Ummi, no me digas eso. Ni Hind ni al-Zindiq han creído nunca en esas tonterías de la vida en el cielo, y yo tampoco creo en ellas.
Zubayda reprimió una sonrisa. Ella también era escéptica al respecto, pero Umar le había prohibido transmitir sus ideas blasfemas a sus hijos. «Bueno —pensó—, Umar tiene a Zuhayr y a Kulthum, que comparten sus creencias, y yo tengo a Hind y a Yazid de mi parte».
—Ummi, ¿por qué no nos vamos todos a vivir a Fez? —suplicó el niño—. No digo en la misma casa de Hind e Ibn Daud, sino en nuestra propia casa.
—Yo no cambiaría esta casa, los arroyos y ríos de sus tierras, la aldea y aquellos que la habitan, por ninguna ciudad del mundo. Aunque echo de menos a Hind tanto como tú, no viviría en Qurtuba, ni en Gharnata ni en Fez. Hind también era mi amiga, Yazid, pero no cambiaría esto por nada del mundo… La paz sea contigo, al-Zindiq.
—Y con vosotros, señora y Yazid bin Umar.
—¿Adónde…? —comenzó Zubayda.
—A la torre. Allí descansaré y leeré mis libros —respondió Yazid.
Al-Zindiq miró con afecto la espalda del niño que se alejaba.
—Este niño tiene una inteligencia que avergonzaría a muchos adultos, pero algo ha cambiado en él, ¿verdad, señora? Yazid parece estar permanentemente triste. ¿Es por Amira?
—Tengo la impresión de que lo entiende todo —asintió Zubayda—, y que, como usted bien dice, sabe cosas que ignoran muchas personas mayores y más sabias. En cuanto a su pena, creo que conozco su causa. No, no se trata de la muerte de Ama, aunque ésta le afectó más de lo que él se permitió demostrar. Es por Hind. Desde que ella se marchó, sus pupilas perdieron su brillo habitual. Hind era su única confidente. Se lo confiaba todo: temores, alegrías y secretos.
El regreso de Umar la privó de los consejos del anciano.
—La paz sea contigo, al-Zindiq. —El anciano sonrió y Umar se dirigió a su esposa con expresión divertida—: ¿A que no adivinas por qué ha venido a verme Ubaydallah?
—¿No ha sido por dinero?
—¿Me equivoco al pensar que a nuestro venerable amigo lo atormenta su conciencia y ha venido a hablar de asuntos espirituales? —sugirió al-Zindiq.
—Bien dicho, viejo amigo, bien dicho. Ése es exactamente su problema. Ha decidido convertirse y deseaba mi permiso y mi bendición. Yo le pregunté: «Ubaydallah, ¿te das cuenta de que tendrás que confesarle todas tus faltas a un monje para que te dejen ingresar en su religión?». Noté que eso le preocupaba, pero luego hizo un rápido cálculo mental de cuántos pequeños crímenes podría descubrir la Iglesia, y decidió que estaba a salvo. La semana próxima visitará Gharnata, y él y el imbécil de su hijo celebrarán un ritual pagano para convertirse en cristianos. Sangre de su sangre y carne de su carne. Buscarán la salvación rezándole a una imagen de un hombre sangrante, clavado sobre dos trozos de madera. Dígame, al-Zindiq, ¿por qué el sacrificio humano está tan profundamente arraigado en la fe de los cristianos?
Cuando estaban a punto de enfrascarse en una discusión filosófica sobre la religión cristiana, un grito desgarró el aire. Yazid salió al patio, sin aliento y con la cara roja de agitación.
—¡Soldados! ¡Hay centenares de ellos alrededor de nuestra casa y de la aldea! ¡Venid a mirar!
Umar y Zubayda siguieron al niño hacia lo alto de la torre. Al-Zindiq, demasiado viejo para subir las escaleras, suspiró y se sentó en un banco debajo del granado.
—Nuestro futuro fue nuestro pasado —murmuró el anciano entre dientes.
Yazid no se había equivocado: estaban rodeados, atrapados como una gacela en una cacería. Umar aguzó la vista y pudo ver los estandartes cristianos y los soldados que los llevaban. Un jinete corría frenéticamente de un grupo de soldados a otro en un evidente reparto de órdenes. Parecía muy joven, pero debía de ser el capitán.
—Tengo que ir a la aldea de inmediato —dijo Umar—. Debemos salir al encuentro de esos hombres y preguntarles qué quieren de nosotros.
—Yo iré contigo —propuso Yazid.
—Tú debes quedarte en casa, hijo. No hay nadie más que pueda cuidar de tu madre.
Cuando Umar bajó de la torre se encontró a todos los criados de la casa en el patio exterior, armados con espadas y lanzas. Aunque sólo eran sesenta hombres, con edades comprendidas entre los quince y los sesenta y cinco años, Umar se llenó de emoción al verlos. Ellos eran los criados y él su amo, pero en momentos de crisis sólo contaba la lealtad.
Le habían ensillado el caballo y cuatro hombres jóvenes lo escoltaron hacia la aldea. Cuando atravesaban la puerta principal, un águila voló sobre la casa en busca de una presa y los criados intercambiaron miradas. Era un mal presagio.
A lo lejos, oyeron un coro de perros ladrando. Ellos también intuían que algo iba mal. Para empezar, nadie trabajaba. Los hombres y mujeres que cultivaban las tierras todos los días, desde el amanecer al ocaso, habían huido al ver a los soldados. Las estrechas callejuelas de la aldea estaban atestadas de gente, pero las tiendas permanecían cerradas. La última vez que Umar había presenciado una escena similar había sido el día en que había muerto su padre arrojado por un caballo. Aquel día también se había suspendido toda actividad. Habían sacado el cuerpo de la casa y todos lo habían seguido en silencio.
La gente los saludaba, pero sus caras tristes y tensas reflejaban un miedo nacido de la incertidumbre. Juan, el carpintero, corrió hacia ellos.
—Es un día maldito, amo —dijo con voz cargada de indignación—. Un día maldito. El príncipe de la oscuridad ha enviado a sus demonios para atormentarnos y destruirnos.
Umar saltó de su caballo y abrazó a Juan.
—¿Por qué habla así, amigo?
—Acabo de regresar de su campamento. Ellos saben que soy cristiano y me enviaron a buscar. Entonces me hicieron todo tipo de preguntas, como si conocía a Zuhayr al-Fahl o si sabía que había matado al noble don Alonso por la espalda. A la segunda pregunta, yo respondí que había oído una versión diferente, con lo cual me gané una bofetada de su joven capitán, cuyos ojos brillan con un fuego demoníaco. «¿Eres cristiano?», me preguntó. Yo le respondí que mi familia nunca se había convertido, que aunque estábamos en al-Hudayl desde el día de su fundación, nadie nos había sugerido nunca que debíamos abrazar la fe del profeta Mahoma y que siempre habíamos vivido en paz. Entonces me dijo: «¿Prefieres vivir con nosotros o quedarte a vivir con ellos? Hemos montado una capilla en una de las tiendas y tenemos un sacerdote dispuesto a oír tu confesión». Yo le contesté que tendría mucho gusto en confesarme a ese sacerdote, pero que prefería quedarme en la casa donde habíamos nacido mi abuelo, mi padre y yo. Entonces el capitán rió. Fue una risa extraña que de inmediato imitaron los dos hombres que lo escoltaban. Después añadió: «No te molestes en confesarte. Vuelve con tus infieles».
—Si quieren interrogar a alguien sobre Zuhayr, tendrá que ser a mi —dijo Umar—. Iré a verlos.
—¡No! —exclamó otra voz—. No debes hacer eso de ningún modo. Justamente iba hacia tu casa a hablar contigo. —Era Ibn Hasd, el zapatero. Como hermano natural de Miguel, Hasd era tío de Umar, pero ésta era la primera vez que le hablaba en calidad de miembro de la familia. Umar arqueó las cejas, como para interrogarle sobre la razón de aquella orden perentoria—. La paz sea contigo, Umar bin Abdallah. El herrero Ibn Haritha acaba de regresar, pues esta mañana se lo llevaron a reparar las herraduras de algunos caballos. Aunque no oyó nada concreto, los ojos del joven capitán lo asustaron. Dicen que hasta los soldados cristianos le temen como si fuera el propio Satanás.
—Además —continuó Juan—, ese desgraciado de Ubaydallah se ha marchado al campamento con quince aldeanos. No es difícil imaginarse las historias que contará para salvar su propio pellejo. Debe regresar a su casa, amo, y cerrar la puerta hasta que todo termine.
—Me quedaré en la aldea —dijo Umar en un tono que no admitía discusiones—. Esperaré a que vuelva Ubaydallah y nos diga lo que quieren los cristianos. Luego, si es necesario, iré a hablar con ese capitán en persona.