Cisneros está sentado ante su escritorio, pensando:
«Aunque mi piel parezca demasiado oscura, aunque mis ojos no sean azules, sino marrón oscuro, y mi nariz sea larga y ganchuda, estoy seguro, completamente seguro, de que mi sangre es pura. Mis antepasados ya estaban aquí cuando vinieron los romanos y mi familia es mucho más antigua que los antecesores visigodos del noble conde, nuestro valiente capitán general. Entonces ¿por qué se corren rumores de que tengo sangre judía? ¿Se trata sólo de una broma cruel? ¿O acaso algunos franciscanos traidores divulgan esa ponzoñosa falsedad para desacreditarme dentro de la Iglesia, con el fin de volver a falsear y confundir las distinciones entre nosotros y los seguidores de Moisés o del falso profeta Mahoma? Sea cual fuere su razonamiento, lo cierto es que no es verdad. ¿Me oís? No es cierto. ¡Mi sangre es pura! Tan pura como conseguiremos que llegue a ser este reino algún día. No lloraré ni me quejaré por estos constantes insultos, continuaré con la tarea de Dios. Los lobos me llaman bestia, pero no se atreven a atacarme porque son conscientes del precio que tendrán que pagar por mi sangre. La adoración de María y el dolor de Nuestro Señor, que murió crucificado, despierta misteriosas emociones en mi interior. En mis sueños, a menudo me veo como un cruzado bajo las murallas de Jerusalén o vislumbro Constantinopla. Mi memoria está firmemente arraigada en la época cristiana, pero ¿por qué estoy siempre solo, incluso en mis sueños? Sin familia, sin amigos, sin compasión por las razas inferiores. Yo no tengo sangre judía, ni siquiera una pequeña gota. No me cabe la menor duda».
Pocas horas antes, un espía había informado a Cisneros de un incidente ocurrido al final de un banquete celebrado la noche anterior. Al parecer, la concurrencia de comerciantes judíos y nobles musulmanes y cristianos se disponía a deleitarse con la actuación de unas bailarinas, después de beber gran cantidad de vino, cuando un cortesano lamentó que el arzobispo de Toledo no hubiera podido asistir para disfrutar de tan agradable compañía. Entonces, el capitán general, don Íñigo, había sugerido que su ausencia podría deberse al hecho de que, a la luz de las velas, sería imposible distinguirlo de un judío. El capitán general no se había detenido allí, sino que había insistido en voz alta, y entre las risas de los asistentes, que sin duda ésa era la única razón por la cual Su Excelencia rehuía la compañía de los judíos aún más que la de los moros, añadiendo que si bien los rasgos de los moros eran difíciles de distinguir de los de los cristianos, los judíos habían empleado mayor esmero en preservar sus peculiares características, como bien demostraba un examen exhaustivo de la fisonomía de Cisneros.
En ese momento, un noble moro con una expresión cómplice en sus ojos brillantes había interrogado al capitán general mientras se acariciaba su suntuosa barba roja. Le había preguntado si era cierto que la razón del arzobispo para aniquilar a los seguidores del único Dios tenía que ver con su necesidad de probar la pureza de su raza, más que con la defensa de la Trinidad. Don Íñigo, con una falsa mueca de seriedad, había exclamado que ésa era una sugerencia absurda y luego había hecho un guiño a sus invitados.
Cisneros despidió al espía con un gesto desdeñoso, como para demostrar que no estaba interesado en cotilleos triviales y maliciosos, pero en realidad estaba furioso. No era ningún secreto que los hipócritas moros lo maldecían y lo injuriaban. No pasaba un solo día sin que recibiera información precisa sobre los insultos que le dedicaban, sobre quién los profería y en qué calle de la ciudad. La lista era larga, pero él se encargaría de cada uno de sus ofensores cuando llegara el momento oportuno.
Con semejantes pensamientos bullendo en su cabeza y aumentando la producción de bilis en su cuerpo, no era sorprendente que aquella mañana el arzobispo no tuviera una actitud particularmente benévola.
En ese momento resonó un golpe en la puerta.
—¡Adelante! —dijo con una voz engañosamente débil.
Barrionuevo, un alguacil real, entró en el despacho y le besó el anillo.
—Con su permiso, Excelencia, debo informarle que los dos renegados han huido al barrio antiguo y se han refugiado en la casa de su madre.
—Creo que no recuerdo el caso. Refrésqueme la memoria.
Barrionuevo carraspeó. No estaba acostumbrado a dar discursos ni explicaciones. No encontraba las palabras necesarias para expresarse, pues él mismo ignoraba los detalles sobre aquellos hombres:
—Sólo conozco sus nombres, Excelencia: Abengarcía y Abenfernando. Según me han dicho se han convertido a nuestra fe…
—Ya los recuerdo —dijo el arzobispo con frialdad—. Fingieron convertirse, pero en el fondo siguieron formando parte de la secta de Mahoma. Los han visto cometer un sacrilegio en una iglesia: orinaron sobre un crucifijo. ¡Tráigalos aquí! Quiero interrogarlos hoy mismo. Ahora puede retirarse.
—¿Debo llevar una escolta, Excelencia? Podrían resistirse.
—Sí, pero no lleve más de seis hombres armados, de lo contrario podría haber problemas.
Cisneros se apartó de su escritorio y se dirigió a la ventana arqueada desde donde podía ver las calles de abajo. Sonrió por primera vez en el día, convencido de que el alguacil y sus soldados provocarían a los moros más fanáticos, alentándolos a tomar las armas. Ése sería su fin.
Cisneros renunció a su habitual inspección de las obras de la nueva catedral para quedarse en la al-Hamra a esperar a Barrionuevo. El disgusto provocado por el informe sobre el banquete de la noche anterior dejó paso a un sentimiento de fervorosa agitación. Cisneros cayó de rodillas ante el gigantesco crucifijo que deslucía los intrincados dibujos geométricos de la pared, formados por baldosas de tres colores.
—Santa María, Madre de Dios, te suplico que nuestros enemigos no me defrauden.
Cuando se puso de pie, descubrió que el fuego que ardía en su cabeza había descendido hasta abajo de su cintura. Aquella porción de la anatomía masculina vedada a todos aquellos que tomaran los sagrados hábitos se encontraba en estado de rebeldía. Cisneros se sirvió un poco de agua en una copa y la bebió de un trago. Su sed quedó saciada.
En el corazón de la ciudad antigua, Zuhayr y sus camaradas caminaban en dirección a la nueva catedral con una actitud de exagerada naturalidad. Iban en grupos de dos, tensos y nerviosos, comportándose como si no tuvieran relación unos con otros, pero unidos en la fe de que pronto obtendrían un doble triunfo: el odiado enemigo, el torturador de sus compañeros creyentes, pronto estaría muerto, y ellos, sus asesinos, se asegurarían el martirio y un tránsito fácil al paraíso.
Se habían reunido temprano para concretar sus planes mientras desayunaban. Luego, los ocho hombres se habían despedido de sus compañeros con una frase solemne: «Adiós, hasta que volvamos a encontrarnos en el cielo».
Aquella misma mañana, Zuhayr había comenzado a escribir una carta a Umar, relatándole sus aventuras en el viaje a Gharnata, describiendo el penoso dilema al que había tenido que enfrentarse y explicando su decisión final de participar en una acción apoyada por todos, aunque él no estuviera de acuerdo:
Le tenderemos una trampa a Cisneros, pero sé muy bien que, incluso si logramos asesinarlo, todos y cada uno de nosotros caeremos también en ella. Todo es muy distinto a lo que yo imaginaba. La situación de los gharnatinos ha empeorado mucho desde tu última visita y entre ellos la ira convive con la desmoralización. Están decididos a convertirnos a todos y Cisneros ha autorizado el uso de la fuerza para facilitar el proceso. Como es natural, mucha gente teme al dolor y se somete, pero luego se vuelven locos. Después de convertirse, se desesperan, entran en las iglesias y defecan en el altar, orinan en la pila de agua bendita, manchan los crucifijos con sustancias impuras y se marchan corriendo y riendo como seres que han perdido la cabeza. Cisneros reacciona con furia y el ciclo entero vuelve a repetirse. Aquí se tiene la sensación de que mientras Cisneros viva, las cosas sólo pueden cambiar para peor. No creo que su muerte mejore las cosas, pero sin ninguna duda, aliviará la angustia de muchos de nuestros hermanos.
Es probable que no sobreviva a este día, así que me despido con besos para todos, y en especial para Yazid, a quien espero que no permitáis repetir los errores de su hermano…
Zuhayr e Ibn Basit estaban a punto de cruzar la calle cuando vieron que el alguacil Barrionuevo se dirigía a su encuentro, seguido por seis soldados. Por suerte, nadie se dejó llevar por el pánico, pero cuando Barrionuevo se detuvo frente a Zuhayr, los otros tres grupos cambiaron su dirección y giraron hacia la izquierda, desapareciendo en un laberinto de callejuelas laterales, tal como habían acordado previamente.
—¿Por qué lleva una espada? —preguntó Barrionuevo.
—Perdóneme, señor —respondió Zuhayr—. No soy de Gharnata. He venido desde al-Hudayl a pasar unos días con mi amigo. ¿Está prohibido llevar espadas en la calle?
—Sí —respondió el alguacil—. Su amigo debería saberlo. Márchese, pero antes que nada regrese a la casa de su amigo y deje la espada.
Ibn Basit y Zuhayr se sintieron enormemente aliviados. No tenían otra opción que girarse y regresar al funduq. Allí los esperaban los demás, que al verlos entrar en la habitación los recibieron con exclamaciones de alegría.
—Creí que os habíamos perdido para siempre —dijo Ibn Amin, abrazando a sus dos amigos.
Zuhayr observó la expresión de alivio en sus rostros y supo que no se debía sólo a su presencia y a la de Ibn Basit. Había algo más; parecía obvio por la cara de satisfacción de Ibn Amin. Zuhayr miró a su amigo con las cejas arqueadas, en actitud expectante, e Ibn Amin habló:
—Debemos anular nuestro plan. Un amigo del palacio nos ha enviado un mensaje. Cisneros ha triplicado su guardia y ha cancelado su visita de hoy a la ciudad. Yo sentía que había algo extraño en el aire. ¿No notasteis que las calles estaban casi desiertas?
Zuhayr no pudo ocultar su alegría.
—¡Bendito sea Alá! —exclamó—. El destino ha intervenido para impedir nuestro sacrificio. Pero tienes razón, Ibn Amin, la atmósfera está llena de tensión. ¿Por qué? ¿Tiene alguna relación con la misión del alguacil real?
Cuando estaban especulando y discutiendo si debían volver a las calles a investigar la situación, un viejo sirviente del funduq entró a toda prisa en la habitación.
—Por favor, señores, corran a la calle de los Aguadores. Dicen que deben llevar las armas.
Zuhayr volvió a coger su espada y los demás desenvainaron sus dagas mientras salían del funduq al-Yadida. No tuvieron que buscar mucho para llegar a su destino, pues el suave zumbido que oyeron al salir crecía rápidamente. Parecía que toda la población del barrio estaba en las calles. Desde las puertas arqueadas y orladas de las casas y los talleres comenzaba a salir más y más gente a las calles. El repicar de utensilios de cobre, los gritos estridentes y el son de los panderos los habían reunido a todos. Aguadores y vendedores de alfombras se mezclaban con fruteros y alfaquíes. Los conspiradores del funduq comprendieron enseguida que se trataba de una multitud heterogénea y furiosa, pero ¿por qué? ¿Qué había encendido a aquella masa, que hasta el día anterior parecía tan sumisa?
Un conocido de Ibn Amin, un judío que venía del escenario de la batalla, les contó con emoción todo lo sucedido hasta el momento en que él había tenido que marcharse para atender a su padre enfermo.
—El alguacil real y los soldados fueron a casa de una viuda en la calle de los Aguadores, donde anoche se refugiaron sus dos hijos. El alguacil dijo que el arzobispo quería verlos hoy, y la viuda, enfadada por la presencia de los soldados, se negó a dejarlos entrar en la casa. Cuando la amenazaron con entrar por la fuerza, ella les arrojó una olla de agua hirviendo por el balcón.
»Uno de los soldados sufrió quemaduras graves. Sus gritos eran espantosos.
El recuerdo ahogó la voz del narrador, que comenzó a temblar.
—Cálmate, amigo —le dijo Zuhayr acariciándole la cabeza—. No hay razón para que te preocupes. Dime qué ocurrió después.
—La situación se puso peor, mucho peor —comenzó el amigo de Ibn Amin—. El alguacil estaba entre asustado y furioso por el desafío de la mujer, y ordenó a sus hombres que entraran en la casa y arrestaran a los hijos de la viuda. El revuelo comenzó a atraer gente, y pronto se reunieron unos doscientos jóvenes que montaron barricadas en cada extremo de la calle. Luego comenzaron a avanzar despacio hacia el alguacil y sus hombres. Uno de los soldados se asustó tanto, que se meo en los pantalones y comenzó a suplicar que tuvieran compasión de él. Lo dejaron ir, pero los demás alzaron sus espadas y eso fue fatal para ellos. La multitud empujó, apretando a los soldados contra la pared. Luego el hijo de al-Wahab, el mercader de aceite, levantó del suelo una espada que había arrojado uno de los soldados. Se dirigió hacia el alguacil, lo arrastró hasta el centro de la calle y le gritó a la viuda que contemplaba la escena desde la ventana: «¡Madre!». «Sí, hijo», respondió ella con expresión alegre. «Dime cómo quieres que castigue a este canalla». La anciana se llevó un dedo a la garganta y la multitud guardó silencio. El alguacil, que se llama Barrionuevo, cayó al suelo y comenzó a suplicar piedad. Era como un animal en una trampa. En el preciso momento en que su cabeza tocó los pies de Ibn Wahab, la espada descendió. Sólo fue necesario un golpe para que la cabeza de Barrionuevo rodara sobre la calle. En la calle de los Aguadores todavía corre un río de sangre.
—¿Y los soldados? —preguntó Zuhayr—, ¿qué ocurrió con los soldados?
—La gente está discutiendo su destino en la plaza. Los soldados están custodiados por centenares de hombres armados en Bab al-Ramla.
—Venid —les dijo Zuhayr a sus compañeros con cierto aire de importancia—. Debemos participar en ese debate. La vida de todos los fieles de Gharnata podría depender del resultado.
Las calles estaban tan atestadas de gente que resultaba prácticamente imposible atravesarlas. Sólo se podía elegir entre moverse con la multitud o no moverse en absoluto. Sin embargo, la gente continuaba saliendo de sus casas. Allí estaban los curtidores del rabbad al-Dabbagan, con las piernas desnudas y la piel cubierta de tintes de diversos colores. Los fabricantes de panderos habían abandonado sus talleres en el rabbad al-Difaf para unirse a las masas y sumaban al ruido ambiental todos los sonidos posibles de sus instrumentos. Los alfareros del rabbad al-Fajarin llegaban armados con sus piezas defectuosas y junto a ellos, también fuertemente armados, venían los ladrilleros del rabbad al-Tawwabin.
De repente, Zuhayr vio una escena que lo conmovió y lo enardeció al mismo tiempo. Una multitud de mujeres, viejas y jóvenes, con las caras descubiertas o cubiertas por un velo, alzaban el estandarte verde y gris de los caballeros moriscos, que ellos y sus antecesores habían cosido y bordado durante quinientos años en el rabbad al-Runud. También entregaban centenares de medias lunas de plata a los niños, que se peleaban para cogerlas. Zuhayr pensó en Yazid, en cuánto habría disfrutado allí y en el orgullo con que habría usado la media luna. Zuhayr había pensado que nunca volvería a ver a su hermano, pero puesto que su plan de desafiar a caballeros cristianos se había desmoronado y la conspiración para asesinar a Cisneros había tenido que posponerse a la fuerza, el joven comenzaba a pensar una vez más en el futuro, y la imagen de Yazid, estudiándolo todo con sus ojos inteligentes, no lo abandonaba nunca.
Todas las calles y las callejuelas parecían ríos desbordados que corrían hacia un turbulento mar de multitudes, junto a la puerta de Bab al-Ramla. Los cantos se elevaban y se apagaban como olas, mientras todo el mundo aguardaba la tormenta.
Zuhayr, que estaba dispuesto a interceder en favor de los soldados, de repente se dio cuenta de que estaban en el rabbad al-Kuhl, la calle de los productores de antimonio. Allí se llenaban los recipientes de plata con el líquido que había realzado la belleza de innumerables pares de ojos desde la fundación de la ciudad. Eso significaba que estaban cerca del palacete de su tío Hisham, por debajo del cual había un pasadizo hacia Bab al-Ramla. El pasadizo había sido construido al mismo tiempo que la casa para facilitar la huida del comerciante o noble que allí viviera, cuando se hallara sitiado por rivales cuya facción había resultado victoriosa en las eternas intrigas palaciegas que proyectaban una sombra constante sobre la ciudad.
Zuhayr indicó a sus amigos que lo siguieran en silencio y llamó a la puerta aparentemente modesta de la casa de Hisham. Un viejo criado de la familia espió por una pequeña ventana enrejada y reconoció a Zuhayr. Corrió escaleras abajo, abrió la puerta y los dejó pasar, aunque parecía muy agitado.
—El amo me ordenó que prohibiera la entrada a cualquier persona ajena a la familia. Hay espías por todas partes. Se ha cometido un crimen terrible y los sacerdotes de Satanás querrán vengarse con sangre.
—Viejo amigo —dijo Zuhayr con un guiño benevolente—, no hemos venido a quedarnos, sino a desaparecer. Ni siquiera es preciso que le digas a tu amo que hemos estado aquí. Conozco el camino del pasadizo subterráneo. Confía en Alá.
El criado comprendió la situación. Los acompañó al patio y levantó una baldosa, revelando un pequeño gancho. Zuhayr sonrió. ¡Cuántas veces había usado aquel pasadizo con los hijos de Ibn Hisham para abandonar la casa al anochecer y asistir a citas amorosas clandestinas! El joven tiró con suavidad del gancho y levantó una trampilla cuadrangular, ingeniosamente disimulada por dieciséis baldosas. Ayudó a sus amigos a pasar por el hueco y luego se unió a ellos, no sin antes abrazar al criado, que había estado al servicio de su tío desde que Zuhayr era un niño.
—Que Alá os proteja a todos —dijo el anciano mientras cerraba la trampilla y el patio recobraba su aspecto habitual.
En pocos instantes llegaron al viejo mercado. Zuhayr temía que la multitud le impidiera la salida del túnel, pero el destino estuvo de su parte y la trampilla se abrió sin inconveniente. Ante el asombro de un grupo de ciudadanos, siete hombres surgieron de las entrañas de la tierra. Los seguía un arma desenvainada, la espada que Zuhayr entregó a Ibn Basit antes de salir. Una vez fuera, el joven colocó la piedra en su sitio de inmediato, para que nadie pudiera recordar la ubicación en medio de la confusión general.
Entonces se encontraron con una escena que ninguno de ellos podría olvidar jamás: las espadas de los miles de hombres, mujeres y niños congregados cerca de Bab al-Ramla, unidos por un mismo espíritu de venganza. En ese mismo sitio se habían reunido en 1492 para contemplar con incredulidad cómo se arriaba su estandarte en las almenas de la al-Hamra, al son de ensordecedoras campanadas intercaladas con himnos cristianos. Allí habían permanecido en silencio el año anterior mientras Cisneros, a quien llamaban el sacerdote de Satanás, quemaba sus libros. Y en esa misma plaza, un mes antes, un grupo de soldados borrachos había despojado de sus turbantes a dos venerables imanes.
Los moros de Gharnata no eran duros ni tercos, pero el hecho de que los entregaran a los cristianos sin concederles la oportunidad de resistir los había llenado de amargura. La ira reprimida durante ocho años había brotado a la superficie y la gente estaba dispuesta a tomar medidas drásticas, como precipitarse en el interior de la al-Hamra para descuartizar a Cisneros, quemar iglesias o castrar a cualquier fraile que se cruzara por su camino. Eso los convertía en personas peligrosas, no sólo para el enemigo, sino también para si mismos. Puesto que su último gobernante los había privado de la oportunidad de resistirse al ejército cristiano, sentían que había llegado la hora de reafirmar su propia voluntad.
Algunas personas —sobre todo aquellas que temen a las multitudes— creen que cualquier reunión que supere la docena de personas se convierte en presa fácil para demagogos capaces de enardecer sus pasiones y convertirlos en seres irracionales. Sin embargo, esa teoría ignora las causas subyacentes que llevan a unirse a la gente, aunque sus intereses sean muy distintos. En este caso, todas las rivalidades políticas y comerciales quedaron a un lado, las enemistades entre familias fueron olvidadas, se declaró una tregua entre las facciones teológicas opuestas del islamismo de al-Andalus y los fieles se unieron contra los ocupantes cristianos. Lo que había comenzado como un gesto de solidaridad hacia una viuda que protegía a sus hijos, se convirtió en una pequeña insurrección.
Ibn Wahab, el orgulloso e imprudente ejecutor del alguacil real, se subió a una improvisada plataforma de madera, con la cabeza en las nubes. Soñaba con la al-Hamra y con la actitud con que recibiría a los embajadores de Isabel, cuando acudieran a suplicarle la paz. Por desgracia, su primera incursión en las artes de la oratoria acabó en un completo fracaso. No dejaban de interrumpirlo.
—¿Qué murmuras?
—¿Qué dices?
—¡Habla más alto!
—¿Con quién crees que hablas, imberbe?
Ofendido por la falta de respeto de sus conciudadanos, Ibn Wahab alzó la voz al estilo de los predicadores. Habló durante casi media hora con un lenguaje tan florido y afectado, tan lleno de metáforas y referencias a victorias del pasado, desde las de Dimashk a las del Magreb, que incluso los más compasivos miembros del público señalaron que el orador era como una vasija vacía, ruidosa, pero desprovista de contenido.
La única medida concreta propuesta por Ibn Wahab fue la inmediata ejecución de los soldados y la exhibición de sus cabezas en postes, pero al no haber respuesta del público, un qadi preguntó si alguien más deseaba hablar:
—¡Sí! —gritó Zuhayr.
El joven levantó su espada por encima de su cabeza, y con los hombros erguidos y la barbilla alta, avanzó hacia la plataforma. Sus camaradas lo siguieron, y la multitud, en cierto modo divertida por la peculiaridad del cortejo, les abrió paso. Muchos lo reconocieron como el vástago del Banu Hudayl. El qadi pidió a Ibn Wahab que se bajara de la plataforma y Zuhayr fue subido por una multitud de manos serviciales. El joven, que nunca había hablado en una reunión pública y mucho menos de aquella magnitud, temblaba como una hoja.
—En nombre de Alá, el misericordioso, el caritativo —comenzó Zuhayr en el estilo más tradicional posible.
No se extendió mucho tiempo en las glorias de la religión ni mencionó el pasado. Se limitó a hablar de la tragedia que había caído sobre ellos y la calamidad aún peor que les aguardaba. Se sorprendió a si mismo usando frases que le sonaban misteriosamente familiares, palabras tomadas de al-Zindiq y de Abu Zaid. Por fin concluyó con una propuesta impopular:
—Mientras os hablo, el soldado que fue testigo de la ejecución estará en la al-Hamra, contando lo sucedido con lujo de detalles. Pero poneos en su lugar: está muerto de miedo, y para hacerse pasar por un valiente, exagerará todo. Muy pronto el capitán general descenderá de la colina con sus soldados para exigir la libertad de los hombres que hemos tomado prisioneros. A diferencia de mi hermano, Ibn Wahab, yo no creo que debamos matarlos. Por el contrario, propongo que los dejemos marchar. Si no lo hacemos, los cristianos matarán a diez de nosotros por cada soldado, y yo os preguntó: ¿Acaso su muerte vale la destrucción de uno solo de nuestros fieles? Liberarlos no sería un signo de debilidad, sino de fuerza. Una vez que se hayan ido, elegiremos una delegación que hable en nuestro nombre. Tengo muchas cosas más que decir, pero callaré hasta que hayáis tomado una decisión sobre el destino de estos soldados. No quiero seguir hablando en su presencia.
Zuhayr se sorprendió al ver que sus comentarios recibían aplausos y numerosos gestos de asentimiento. Cuando el qadi preguntó a la concurrencia si debían liberar o matar a los soldados, hubo una respuesta abrumadoramente mayoritaria en favor de la primera opción. Sin esperar instrucciones. Zuhayr y sus amigos corrieron hacia donde estaban los prisioneros. Zuhayr desenvainó su espada y cortó la soga que los unía. Luego los acompañó hasta el limite de la manifestación y les señaló con su espada el camino a la al-Hamra. Los asombrados soldados inclinaron la cabeza en silencio, como gesto de gratitud, y corrieron con toda la velocidad que podían alcanzar sus piernas.
En el palacio, tal como había previsto Zuhayr, el soldado que había sido liberado en primer lugar había adornado su propio papel en los hechos, dando por sentado que sus compañeros ya habrían sido decapitados. El arzobispo lo escuchó en silencio, luego se incorporó sin pronunciar una palabra, le hizo una seña al soldado para que lo siguiera y se dirigió a las dependencias ocupadas por el conde de Tendilla. Los recibieron de inmediato y el soldado repitió su historia.
—Como Su Excelencia comprenderá —comenzó Cisneros—, si no respondemos con firmeza a esta rebelión, todas las victorias obtenidas por los reyes en esta ciudad se verán amenazadas.
—Mi querido arzobispo —respondió el conde con un tono engañosamente amistoso—, ojalá hubiera más personas como usted en las sagradas órdenes de nuestra Iglesia, tan leales al trono y tan preocupados por aumentar los bienes de la Iglesia, y por ende su peso e importancia.
»Sin embargo, deseo dejar algo muy claro: no estoy de acuerdo con sus conclusiones. Este bribón está mintiendo para justificar su cobardía al caer de rodillas ante los asesinos de Barrionuevo. De ningún modo puedo aceptar que nuestra posición militar esté amenazada por esa gente. Me inclino más a creer que lo único que corre peligro aquí es la ofensiva de Vuecencia en nombre del Espíritu Santo.
Aquella afirmación enfureció a Cisneros, sobre todo porque había sido pronunciada delante de un soldado que se la repetiría a todos sus amigos. En pocas horas, toda la ciudad estaría al tanto. El arzobispo contuvo su ira y despidió al soldado con un gesto imperioso de su mano derecha.
—¡Su Excelencia no parece darse cuenta de que si no se somete a esa gente y se la obliga a respetar a la Iglesia, nunca serán leales a la corona!
—Pues para ser un servidor tan leal de la reina, Vuecencia parece olvidar los acuerdos que firmamos con el sultán en el momento de su rendición. Ésta no es la primera ocasión en que me veo obligado a recordarle los solemnes juramentos hechos a los moros. Acordamos que se les concedería el derecho de adorar a su Dios y creer en su profeta sin interferencias, que se les permitiría hablar su lengua, casarse entre si y enterrar a sus muertos como han hecho durante siglos. Ha sido usted, mi querido arzobispo, quien ha provocado este levantamiento. Los ha degradado, condenándolos a una situación miserable, y ahora finge sorpresa cuando ellos se resisten. ¡No son animales, hombre! Sino carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre.
»A veces me pregunto cómo es posible que la misma Madre Iglesia haya concebido vástagos tan distintos como los dominicos y los franciscanos. ¿Caín y Abel? Dígame algo, fray Cisneros, cuando estudiaba en ese monasterio cercano a Toledo, ¿qué le daban de beber?
Cisneros sabía que la furia del capitán general se debía a su certeza de que era imprescindible una acción militar para restablecer el orden. Había triunfado y decidió seguirle la corriente al conde.
—Me sorprende que un gran jefe militar como usted, Excelencia, tenga tiempo para estudiar las distintas órdenes religiosas nacidas de nuestra Madre Iglesia. No se trata de Caín y Abel, Excelencia, en absoluto. Si lo desea, puede compararlas con los dos hijos amorosos de una madre viuda: el primero, duro y disciplinado, defiende a su madre de las indeseables atenciones de los pretendientes indignos, y el otro, igualmente afectuoso, pero más tranquilo y despreocupado, deja la puerta abierta sin importarle quién entra o sale. La madre los necesita a los dos y los ama a ambos, pero pregúntese una cosa, Excelencia, ¿quién la protege mejor?
Don Íñigo estaba indignado con el tono falsamente amistoso y paternalista del arzobispo, que ofendía su delicado sentido del orgullo. ¿Era posible que ese advenedizo religioso intentara obtener un trato de confianza con un Mendoza? ¿Cómo se atrevía a actuar así? Miró al prelado con expresión desdeñosa.
—Vuecencia, como es natural, tiene gran experiencia con madres viudas y sus hijos. ¿No fue justamente en persecución de una de tales viudas y de sus dos desafortunados hijos que envió al alguacil real a la muerte hoy?
El arzobispo, consciente de que cualquier cosa que dijera aquel día recibiría una respuesta ofensiva, se incorporó para marcharse. El conde aflojó los puños y dio una fuerte palmada. Cuando aparecieron sus dos ayudantes, bramó una retahíla de órdenes:
—¡Traedme mi armadura y mi caballo! Decidle a don Alonso que necesitaré trescientos soldados para acompañarme a Bibarrambla. Quiero salir antes de una hora.
En la ciudad, el ánimo de la gente había cambiado mucho. La liberación de los soldados había proporcionado a la multitud un enorme sentimiento de confianza. Se sentían moralmente superiores al enemigo y ya nada parecía asustarlos. Los vendedores de comida y bebidas habían hecho su aparición. Los panaderos habían cerrado sus tiendas y puestos de pasteles para reunirse en Bab al-Ramla, donde se distribuía gratuitamente comida y frutas confitadas. Los niños bailaban e improvisaban canciones sencillas. La tensión se había evaporado, pero Zuhayr sabía que se trataba de un respiro temporal. El temor se había enterrado provisionalmente bajo la superficie y había sido reemplazado por un clima festivo, pero sólo una hora antes él había podido oír el latido de los corazones de la multitud.
Zuhayr era el héroe del día. Los ciudadanos mayores le recompensaron con anécdotas de las proezas de su bisabuelo, incluyendo muchas que ya había oído antes y otras que de ningún modo podían ser ciertas. Él sonreía y asentía con amabilidad a los caballeros de barbas blancas, pero ya no los escuchaba. Sus pensamientos estaban en la al-Hamra, y allí habrían seguido si una voz familiar no lo hubiera despertado de su sueño:
—Piensas que pronto sufriremos una gran calamidad, ¿no es cierto?
—¡Al-Zindiq! —exclamó Zuhayr mientras abrazaba a su viejo amigo—. Tienes un aspecto muy extraño. ¿Cómo puedes haber cambiado tanto en sólo dos semanas? ¿Es por la muerte de Zahra?
—El tiempo se ceba en un hombre anciano, Zuhayr al-Fahl. Algún día, cuando hayas pasado los setenta, podrás comprobarlo por ti mismo.
—Si vivo hasta entonces —murmuró Zuhayr con aire pensativo.
Estaba encantado de ver a al-Zindiq, y no sólo porque de ese modo podría robarle algunas ideas más, sino porque se alegraba de contemplarlo en todo su esplendor, recibiendo el reconocimiento de los gharnatinos. A pesar de todo, el espíritu del escéptico no había sufrido ningún cambio.
—Mi joven amigo —le dijo a Zuhayr con una voz llena de afecto—, vivimos nuestras vidas bajo un arco que se extiende desde el nacimiento hasta la sepultura. Sólo la edad madura y la muerte explican la fascinación de la juventud y su despreocupación por el futuro.
—Sí —respondió Zuhayr, comprendiendo adónde quería llegar el anciano—, pero la brecha entre la vejez y la juventud no está tan clara como tú sugieres.
—¿A qué te refieres?
—Recuerdo a un hombre que estaba a punto de cumplir los sesenta años, un fenómeno bastante raro en nuestra península. Cuando caminaba por las afueras de al-Hudayl vio a tres niños, todos ellos al menos cincuenta años más jóvenes que él, subidos en la copa de un árbol. Uno de los niños le insultó, comparando su cabeza afeitada con el trasero de un animal. Aunque aquel hombre debería haberse dejado guiar por la experiencia, obviar la respuesta y seguir andando, ante el asombro de los niños subió al árbol y los pilló por sorpresa. ¡Y el niño que le había insultado se convirtió en su amigo para toda la vida!
Al-Zindiq rió.
—Subí a aquel árbol para enseñarte que no era conveniente dar nada por sentado.
—Exactamente. Y yo aprendí bien la lección.
—En ese caso, amigo mío, asegúrate de no conducir a esta gente a una trampa. La niña que sobrevivió a la masacre de al-Hama aún no soporta ver la lluvia. Imagina que es roja.
—Zuhayr bin Umar, Ibn Basit, Ibn Wahab. ¡Va a celebrarse una reunión de los Cuarenta ahora mismo, en el interior del mercado de seda!
Zuhayr agradeció el consejo a al-Zindiq y se marchó en dirección al espacioso almacén que les había cedido un comerciante de seda. El anciano notó que su joven amigo no caminaba de la forma habitual. Su tendencia natural habría sido correr al lugar de la reunión, pero se había alejado con pasos cuidadosamente medidos, con un cierto aire de importancia. Al-Zindiq sonrió y sacudió la cabeza. Fue como si hubiera visto el fantasma de Ibn Farid.
La asamblea de ciudadanos había elegido un comité de cuarenta hombres y los había autorizado para negociar en nombre de toda la ciudad. Zuhayr y sus siete amigos habían sido elegidos, pero también Ibn Wahab. Los demás miembros del comité eran, en su mayoría, caballeros moros licenciados. Cuando Zuhayr entraba en el almacén, un mensajero de la cocina de la al-Hamra hablaba con agitación de los preparativos para la contraofensiva que se llevaban a cabo en el palacio.
—Han mandado preparar la armadura del mismísimo capitán general, que será acompañado por trescientos soldados. Cuando yo me fui, estaban afilando las espadas.
—Deberíamos prepararles una emboscada —propuso Ibn Wahab—. Arrojarles aceite y quemarlos vivos.
—Mejor un enemigo cuerdo que un amigo loco —murmuró el qadi desautorizando la sugerencia con una mueca de reprobación.
—Preparémonos para cumplir nuestros planes —dijo Zuhayr cuando terminó la asamblea y los Cuarenta regresaron a la plaza.
El qadi se subió a la plataforma y anunció que los soldados estaban en camino. Las sonrisas desaparecieron de las caras de la gente y los vendedores comenzaron a guardar sus mercancías, preparándose para marcharse de allí. La tensión creció entre la multitud y se oyeron murmullos ansiosos en todos los rincones. Entonces el qadi rogó a la población que guardara la calma y se acordó enviar a sus casas a mujeres, ancianos y niños.
A todos los demás se le asignaron puestos fijos, en previsión de que el ejército cristiano intentara tomar el centro de la ciudad. Los hombres se marcharon a ocupar sus puestos. Se habían tomado precauciones y el plan de defensa comenzaba a ponerse en marcha. Treinta minutos después, habían levantado una efectiva barricada. Los trabajadores de los hornos, los picapedreros y los carpinteros habían organizado a la multitud en una vorágine de trabajo colectivo y la barricada se había construido con gran destreza, cerrando todos los puntos de entrada al barrio antiguo, al que el qadi solía llamar «la ciudad de los fieles».
«Es asombroso que hayan hecho todo esto por si mismos —pensó Zuhayr—. El qadi no tuvo necesidad de evocar nuestro pasado ni de clamar al Todopoderoso para que actuaran de este modo».
El joven miró a su alrededor, buscando a al-Zindiq, pero era evidente que el anciano se había refugiado en algún sitio para pasar la noche.
«¿Dónde estarán Abu Zaid y su loca familia de al-Ma’aris renacidos? —se preguntó Zuhayr—. ¿Por qué no están aquí? Deberían contemplar la fuerza de nuestra gente. Si es preciso construir un nuevo ejército para defender nuestra forma de vida, estas buenas personas serán sus soldados. Sin ellos fracasaríamos».
—¡Los soldados! —gritó alguien y un silencio súbito reinó en Bab al-Ramla.
El ruido de los pasos de los soldados, marchado sobre las calles pavimentadas, se volvió más y más alto.
—¡El capitán general viene delante, vestido con sus mejores galas! —gritó otro vigía.
Zuhayr hizo una señal que fue repetida por cinco voluntarios apostados en distintos lugares de la plaza. Los trescientos hombres jóvenes con sus bolsas llenas de trozos de ladrillos tensaron los músculos y extendieron los brazos. La primera hilera de lanzadores de piedras ocupó su sitio mientras el ruido de la marcha crecía aún más.
El conde de Tendilla, capitán general del ejército cristiano en Gharnata, detuvo su caballo frente a un obstáculo infranqueable. Puertas de madera arrancadas, trozos de ladrillos, barras de acero y escombros de todo tipo formaban una especie de fortificación que el conde no había visto en ninguna de las numerosas batallas en que había combatido. Sabía que necesitaría varios centenares de hombres más para derribar aquella estructura y también sabía que los moros no se quedarían mirándolos tranquilamente mientras lo hacían. Por supuesto, al final ganaría, no tenía duda, pero sería una refriega caótica y sangrienta. Por fin alzó la voz y gritó por encima de la barricada:
—En nombre de nuestro rey y nuestra reina, os pido que retiréis este obstáculo y me permitáis entrar con mi escolta en la ciudad.
Los lanzadores de piedras entraron en acción. Una tormenta de ladrillos cayó sobre las armaduras de los caballeros cristianos, produciendo una música espectral. El conde entendió el mensaje: los notables moros había decidido romper relaciones con el palacio.
—No acepto la ruptura de relaciones entre nosotros —gritó el capitán general—. Regresaré con refuerzos, a menos que me recibáis en menos de una hora.
Luego se alejó indignado, sin aguardar a sus hombres. La imagen de los soldados cabalgando a toda prisa detrás de su jefe causó gran algarabía en las filas de los gharnatinos.
Sin embargo, los Cuarenta no estaban tan contentos, pues sabían que tarde o temprano tendrían que negociar con Mendoza. Ibn Wahab quería pelear a toda costa y algunos lo apoyaban, pero la mayoría decidió enviar un mensajero a la al-Hamra, demostrando su voluntad de dialogar.
Cuando el conde regresó ya estaba oscuro. Los defensores habían retirado la barricada y hombres con antorchas condujeron al capitán general al mercado de seda, donde fue recibido por los Cuarenta en el almacén destinado a reuniones. Mendoza los miró con atención, intentando memorizar sus facciones. Cuando le presentaron, uno a uno, a los miembros del comité, uno de los escoltas apuntó cuidadosamente los nombres en un registro.
—¿Es usted el hijo de Umar bin Abdallah?
Zuhayr asintió.
—Conozco bien a su padre. ¿Sabe él que se encuentra aquí?
—No —mintió Zuhayr para evitar cualquier daño a su familia.
Don Íñigo siguió estudiándolos hasta que descubrió a Ibn Amin.
—¿Usted? —exclamó—. ¿Un judío, el hijo de mi médico, metido en este embrollo? ¿Qué tiene usted que ver con todo esto?
—Vivo en la ciudad, Excelencia, y el arzobispo nos trata a todos por igual. Para él no hay ninguna diferencia entre judíos, musulmanes o cristianos herejes.
—No sabía que hubiera herejes en Gharnata.
—Había algunos, pero se marcharon cuando llegó el arzobispo. Por lo visto, conocen su reputación.
—No estoy aquí para negociar con ustedes —comenzó el capitán general, tras comprobar que sus hombres habían apuntado todos los nombres del comité de los Cuarenta—. Saben perfectamente que tengo la ciudad en la palma de la mano y que podría machacarla en cualquier momento. Han matado a un alguacil real y el hombre que ejecuta a un servidor del rey no puede librarse del debido castigo. No hay nada extraño en este procedimiento, es la ley. Sus propios sultanes y emires administraban la justicia como hoy lo hacemos nosotros. Quiero que me entreguen a ese hombre antes del amanecer de mañana. Además, de aquí en adelante, deberán aceptar las leyes de nuestros reyes, todas ellas. Aquellos de ustedes que abracen mi fe podrán conservar sus tierras, usar sus ropas y hablar su lengua, pero aquellos que continúen en la secta mahometana serán castigados.
»También puedo prometerles que no permitiré que la Inquisición entre en esta ciudad en los próximos cinco años, pero en contrapartida, los impuestos de la corona se doblarán a partir de mañana. Además, deberán pagar por la manutención de mis soldados apostados aquí. Hay algo más. He hecho una lista de las doscientas familias más importantes de la ciudad. Cada una de ellas deberá darme un hijo como rehén. Parecen sorprendidos, pero esto es algo que hemos aprendido de sus gobernantes. Espero verlos a todos mañana con la respuesta a mis proposiciones.
Después de pronunciar aquellas palabras, más mortíferas que la espada de cualquier soldado, don Íñigo, conde de Tendilla, se despidió y se marchó. Durante varios minutos, nadie se atrevió a hablar. La opresión prometida por el capitán general ya comenzaba a convertirse en una pesada carga.
—Quizás debería entregarme —sugirió Ibn Wahab con una voz llena de temor y autocompasión—. De ese modo, nuestro pueblo recobraría la paz.
—Sus palabras no podían ser más claras —dijo Zuhayr—. Si conservamos nuestra fe, la única paz que nos permitirán será la de los cementerios. Es demasiado tarde para gestos nobles y sacrificios innecesarios.
—La alternativa que nos proponen es muy simple —intervino Ibn Basit—: Convertirnos o morir.
Entonces el qadi, que después de Ibn Wahab era el que más se había sentido afectado por las palabras del capitán, comenzó a hablar con voz inexpresiva:
—Es obvio que antes de comenzar a azotar al caballo, se aseguran de que están bien sentados en la montura. Alá nos ha castigado con la máxima severidad. Él ha estado observando nuestra conducta en esta península durante mucho tiempo y sabe lo que hemos hecho en su nombre: unos fieles mataban a otros o destruían sus reinos entre si, mientras nuestros gobernantes vivían de una forma tan distinta a la de sus súbditos que su propio pueblo no estaba dispuesto a movilizarse para defenderlos. Tenían que apelar a los soldados de Ifryka, con las lamentables consecuencias que traía aparejadas esa medida. Ya habéis visto cómo respondió nuestro pueblo a nuestra solicitud de ayuda. ¿No os sentisteis orgullosos de su disciplina y de su lealtad? Podríamos haber conseguido lo mismo en Qurtuba, Ishbiliya, al-Mariya. Balansiya, Sarakusta y al-Gharb, pero no fue así. Vosotros sois jóvenes, tenéis toda una vida por delante y debéis hacer lo que creáis necesario. En cuanto a mí, siento en mis huesos que mi partida no está muy lejana y que pronto me libraré de este mundo. Moriré como he nacido, como un creyente. Mañana por la mañana iré a informar a Mendoza de mi decisión. También le diré que no volveré a actuar como intermediario entre nuestro pueblo y la al-Hamra. Tendrán que hacer el trabajo sucio solos. Ahora me marcharé para que toméis vuestra propia decisión. Lo que el oído no escucha no puede repetir la lengua. Que la paz sea con vosotros, hijos míos.
Zuhayr agachó la cabeza, angustiado. ¿Por qué no se abría la tierra y se lo tragaba sin dolor? Aunque sería mejor aún si pudiera montar su caballo y regresar a al-Hudayl. Pero al ver las caras abatidas de aquellos que lo rodeaban supo que, le gustara o no, su destino estaba unido al de ellos. Eran victimas de un destino colectivo. Ahora no podía abandonarlos, pues sus corazones estaban encadenados entre si. Sin embargo, era preciso que dejaran de perder el tiempo.
Ibn Basit pensaba lo mismo, y fue él quien tomó la palabra para forzar el desenlace de la reunión:
—Amigos míos, es hora de que vayáis a despediros. Aquellos que tengáis amistad con las familias importantes id a advertirles que el capitán general exige rehenes. Si sus hijos mayores quieren venir con nosotros, los protegeremos lo mejor posible. ¿A qué hora nos encontraremos?
—Mañana al amanecer —dijo Zuhayr con una voz cargada de autoridad—. Nos marcharemos de aquí para unirnos a nuestros amigos en las al-Pujarras. Ellos están preparando un ejército para unirse a la lucha contra los cristianos. Nos encontraremos en el patio del funduq, cuando suene la primera llamada a la oración. La paz sea con vosotros.
Zuhayr se alejó con pasos confiados, aunque nunca se había sentido tan solo en toda su vida.
—¡Qué triste y sombrío destino me he buscado! —murmuró mientras se acercaba a la entrada del funduq.
Habría dado cualquier cosa por encontrar a al-Zindiq, compartir una botella de vino con él y confiarle sus temores y dudas con respecto al futuro, pero el anciano ya había abandonado la ciudad. Al-Zindiq iba de camino a al-Hudayl, donde a la mañana siguiente ofrecería un detallado informe sobre los hechos ocurridos en Gharnata a la preocupada familia de Zuhayr.
—Zuhayr bin Umar, que Alá te proteja.
Zuhayr se sobresaltó, pues no veía a nadie. Entonces una figura surgió de la oscuridad y se situó delante de él. Era el viejo criado de la casa de su tío.
—La paz sea contigo, viejo amigo. ¿Qué te trae por aquí?
—El amo quiere que cene con él esta noche. Tengo órdenes de llevarlo de vuelta conmigo.
—Lo haré con mucho gusto —respondió Zuhayr—. Será un placer volver a ver a mi tío.
Ibn Hisham aguardaba con impaciencia a su sobrino, caminando de un extremo al otro del patio interior. Los incidentes de aquel día le habían puesto triste y nervioso, aunque en el fondo se sentía orgulloso del papel desempeñado por el hijo de Umar. Cuando llegó Zuhayr, su tío lo abrazó y lo besó en ambas mejillas.
—Estoy enfadado contigo, Zuhayr. Has pasado por esta casa de paso hacia otro destino. ¿Desde cuándo el hijo de mi hermano tiene que alojarse en un albergue en esta ciudad? ¡Ésta es tu casa! Contesta, hijo, antes de que te haga azotar.
Zuhayr no pudo evitar conmoverse y sonrió. Era extraño, pero se sentía culpable como si tuviera diez años y un adulto lo hubiera sorprendido cometiendo una travesura.
—No quería avergonzarte, tío. ¿Por qué ibas a sufrir por mis acciones? Pensé que era mejor que me alojara en el funduq.
—¡Qué tonterías dices! ¿Acaso la conversión me ha hecho perder a mis parientes? Necesitas un baño. Ordenaré que te preparen ropa limpia.
—¿Cómo están mi tía y mis primos? —preguntó Zuhayr cuando se dirigían a los hammam.
—Están en Ishbiliya, en la misma casa que Kulthum. Regresarán dentro de unas semanas. Tu tía está envejeciendo y el aire de la montaña le produce reumatismo. En Ishbiliya hace mucho más calor.
Después de que dos criados lo enjabonaran y frotaran, Zuhayr se relajó en un baño caliente. Se sentía como en su casa. Aunque Hisham dijera lo contrario, era evidente que ponía en peligro su futuro. Contarían con orgullo a sus amigos que Zuhayr había cenado con su tío converso y al día siguiente la noticia llegaría extremadamente adornada al mercado, donde podría oírla cualquiera de los espías del arzobispo.
Después de una cena tan simple y austera como la de cualquier otra noche, la conversación se centró inevitablemente en la situación en que se encontraba su religión.
—Ha sido culpa nuestra, hijo mío, sólo nuestra —declaró Ibn Hisham sin sombra de dudas—. Siempre buscamos las respuestas en las acciones de nuestros enemigos, pero el error está en nosotros. El éxito llegó demasiado pronto y nuestro Profeta murió antes de que pudiera consolidar la nueva orden. Sus sucesores se mataron unos a otros, como correspondía a su condición de guerreros tribales. En lugar de asimilar la estabilidad de las civilizaciones que conquistábamos, decidimos imponerles a ellas nuestro propio estilo inconstante. Y lo mismo sucedió en todo al-Andalus. Gestos hermosos, pero imprudentes, sacrificios inútiles de vidas musulmanas, una caballería ociosa…
—Perdona la interrupción, tío, pero todas tus palabras podrían aplicarse también a los cristianos. Tu explicación resulta insuficiente.
Y así continuó la conversación durante el resto de la velada. Hisham no podía complacer a su sobrino y Zuhayr no lograba convencer a su tío de que había llegado el momento de volver a tomar las armas. Zuhayr sabía muy bien que la conversión de su tío era una simple cuestión de formas, pues hablaba y se comportaba como un noble musulmán. El cerdo no mancillaba su mesa, los criados de la cocina y del resto de la casa eran todos fieles, y si el viejo criado no mentía, Hisham seguía arrodillándose hacia el este cada día para rezar sus oraciones en secreto.
—No malgastes tu juventud en esfuerzos inútiles. Zuhayr. La historia nos ha dejado atrás. ¿Por qué no puedes aceptarlo?
—No me haré a un lado ni aceptaré pasivamente las atrocidades que pretenden imponernos. Son bárbaros, y como tales, deben encontrarse con nuestra resistencia. Mejor morir que convertirnos en esclavos de su Iglesia.
—En estos últimos meses he aprendido algo nuevo —le confesó Ibn Hisham—. En este nuevo mundo que habitamos, también hay formas nuevas de morir. Antiguamente nos matábamos los unos a los otros. El enemigo nos aniquilaba y todo se acababa. Sin embargo, he aprendido que la indiferencia total puede ser una muerte tan cruel como sucumbir ante un caballero vestido de armadura.
—Pero tú siempre has tenido muchos amigos…
—Todos han seguido sus propios caminos. Si nos dejáramos guiar por las apariencias, llegaríamos a la conclusión de que los individuos pueden sobrevivir a cataclismos como el que nos ha tocado vivir sin mayor esfuerzo, pero la vida siempre es más compleja. Todo cambia en nuestro interior. Yo me he convertido por razones egoístas, pero la conversión me ha aislado aún más. Trabajo entre amigos, pero por más que lo intento, no puedo ser uno de ellos.
—Yo pensaba que era el único de la familia que podía comprender el auténtico sentido de la soledad.
—No debería quejarme. Tengo las amigas más pacientes del mundo y converso a menudo con ellas: son las piedras del patio.
Los dos hombres se incorporaron y Zuhayr se despidió de su tío con un abrazo.
—Me alegro de haber venido a verte, tío. Nunca olvidaré este encuentro.
—Temo que será nuestra última cena juntos.
Tendido en la cama, Zuhayr repasaba los acontecimientos del día. ¡Con qué brutalidad había hecho esfumar el conde todas sus esperanzas! El arzobispo, el cínico y tenaz Cisneros, había triunfado. Ahora la ciudad le pertenecía y podría destruirla desde el interior. Aniquilaría el espíritu de los gharnatinos, los haría sentir repulsivos y mediocres, y ése sería el fin de Gharnata. Sería preferible arrasarla, dejando sólo lo que existía al comienzo: una hermosa llanura surcada de arroyos y cubierta de árboles. La belleza del paisaje había atraído a sus antepasados y los había animado a construir la ciudad allí.
Los pensamientos de Zuhayr se desviaron hacia la velada que había pasado con su tío. Aunque se había sorprendido de la amargura y vergüenza de Ibn Hisham, la visita había resultado muy reconfortante. El hecho de que su tío Hisham, un hombre de gran riqueza e inteligencia, no pudiera encontrar satisfacción en su conversión al cristianismo justificaba el camino elegido por Zuhayr. ¿De qué servían entonces la opulencia y el esplendor cuando por dentro uno se sentía pobre y miserable?
Aquella noche, Zuhayr tuvo un sueño perturbador, que lo hizo despertar tembloroso y empapado en sudor. Había visto su casa de al-Hudayl cubierta por una tienda de muselina blanca. Yazid, la única persona que podía reconocer, reía, pero no con la voz que Zuhayr recordaba, sino con la risa de un viejo. Estaba rodeado por gigantescas figuras de ajedrez que cobraban vida y hablaban en un lenguaje extraño. Las figuras se movían lentamente hacia Yazid y comenzaban a estrangularlo. Entonces la risa espectral se convertía en un estertor agónico.
Zuhayr estaba temblando. Parecía evidente que no podría volver a conciliar el sueño, pero permaneció en la cama, completamente despierto, arropado bajo la colcha, aguardando los primeros ruidos del alba.
—¡No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta!
Las mismas palabras, el mismo ritmo. Ocho voces distintas, ocho ecos que competían entre si. Aquel día había ocho mezquitas para los fieles, pero ¿cuántas habría al día siguiente? Zuhayr, que ya estaba vestido, oyó el ruido de cascos de caballos en el gigantesco patio del albergue. Su corcel estaba ensillado y un mozo de cuadra, no mucho mayor que Yazid, le ofrecía un terrón de azúcar moreno. Otros caballos entraron en el patio y oyó las voces de Ibn Basit e Ibn Amin.
Salieron del funduq y cabalgaron por las callejuelas estrechas bajo la tenue luz del alba, mientras Gharnata volvía a la vida. Las puertas se abrían y grupos de hombres caminaban presurosos hacia sus mezquitas. Al pasar junto a algunas puertas abiertas, Zuhayr los veía ocupados en sus abluciones, intentando lavar el hedor del sueño.
Aunque la ciudad ya no estaba despierta, como cuando Zuhayr había regresado al funduq desde la casa de su tío a última hora de la noche, parecía inmersa en la desesperación. Ibn Basit no recordaba haber visto a tanta gente asistir a las oraciones de la mañana.
Antes de la Reconquista, las plegarias de la tarde atraían la mayor cantidad de público, pues eran un acontecimiento social y político, además de religioso. A menudo, el imán discutía asuntos políticos y militares, dejando la religión para las semanas en que no ocurría nada. El clima solía ser relajado y contrastaba con los silencios contenidos de la gente en aquellos momentos.
—Zuhayr al-Fahl —dijo Ibn Amin con la voz llena de ansiedad—, Ibn Basit y yo tenemos dos obsequios para llevar a la al-Hamra. ¿Quieres venir con nosotros? Los demás nos esperan en las afueras de la ciudad. ¡Los Cuarenta se han convertido en trescientos!
—¿De qué obsequios se trata? —preguntó Zuhayr, que ya había reparado en las delicadas cajas de madera atadas con lazos de seda—. El olor del perfume resulta abrumador.
—Una caja es para Cisneros —respondió Ibn Basit, intentando contener la risa—, y la otra para el conde. Se trata de un regalo de despedida que los nobles caballeros no olvidarán jamás.
A Zuhayr le parecía un gesto innecesario, un absurdo exceso de celo por cumplir con las normas de la caballería, pero aceptó acompañarlos. Pocos minutos después se encontraron frente a las puertas del palacio.
—¡Deteneos! —exclamaron dos soldados jóvenes mientras desenvainaban las espadas y corrían hacia ellos—. ¿Qué hacéis aquí?
—Mi nombre es Ibn Amin. Ayer el capitán general nos hizo una visita en la ciudad y nos invitó a desayunar con él. Hizo algunas preguntas y exigió nuestra respuesta para esta mañana. Le hemos traído un regalo a él y otro a Su Excelencia, el arzobispo de Toledo. Por desgracia, no podemos quedarnos, así que os rogamos que presentéis nuestras disculpas y os aseguréis de que los obsequios, una pequeña muestra de nuestra estima, se entreguen a los dos caballeros en cuanto éstos se levanten.
Los soldados se relajaron y aceptaron los regalos con buen humor. Los jóvenes volvieron a montar sus caballos y se alejaron al galope, para unirse a los demás guerreros, reunidos en las afueras de la ciudad. Los centinelas de las puertas los miraron pasar con expresión sombría.
Era imposible que trescientos hombres armados a caballo, la mayoría menores de veinte años, mantuvieran silencio cuando sus vidas iban a sufrir un cambio inminente, por lo tanto se oían gritos, murmullos y risitas nerviosas. El aire de la montaña era frío y tanto los hombres como los caballos estaban envueltos en un halo de niebla. Madres ansiosas, con los hombros cubiertos con mantones, se despedían de sus hijos debajo de las murallas. Zuhayr estaba molesto por el ruido, pero su humor cambió al llegar junto a las tropas. Formaban una magnífica estampa, una prueba viviente de que los moros de Gharnata no habían perdido la esperanza. Cuando los tres amigos se unieron a los demás, fueron recibidos con exclamaciones de alegría y calurosas efusiones de bienvenida. Aunque todos eran conscientes de los peligros que deberían enfrentar, estaban llenos de optimismo.
—¿Habéis llevado los regalos? —preguntó Ibn Wahab mientras dejaban atrás la ciudad.
Ibn Amin asintió con una carcajada.
—¡En nombre de Alá! —exclamó Zuhayr—. ¿Dónde está la gracia del asunto?
—¿De verdad quieres saberlo? —bromeó Ibn Basit—. Díselo, Ibn Amin.
El hijo del médico personal del conde rió tanto ante aquella sugerencia, que Zuhayr creyó que se iba a ahogar.
—¡El olor del perfume! Tu nariz detectó nuestro crimen —comenzó Ibn Amin, ya más tranquilo—. En esas dos cajas, disimulada por la esencia de rosas, hay una extraordinaria exquisitez destinada al consumo del arzobispo y del conde. Lo que les hemos dejado, Zuhayr al-Fahl, son dos trozos de nuestros excrementos envueltos en papel plateado. Uno de ellos fue fabricado esta misma mañana por los intestinos de este judío que tienes ante ti, y el otro, una ofrenda un poco más rancia, salió de las entrañas del devoto moro a quien conoces por el nombre de Ibn Basit. Este hecho, sin revelar nuestros verdaderos nombres, por supuesto, queda bien claro en la nota que les enviamos, donde también expresamos nuestro deseo de que disfruten de su desayuno.
Era imposible decir algo ante una acción tan pueril. Zuhayr intentó reprimir la risa, pero fue incapaz de controlarse, y estalló en una carcajada incontenible. La noticia no tardó mucho tiempo en difundirse y pocos minutos después, los trescientos hombres eran presa de la risa.
—Y pensar que yo creí que estabais siendo demasiado sentimentales y caballerosos —dijo Zuhayr un poco más sereno.
Aquel comentario hizo reír otra vez a sus amigos.
Siguieron cabalgando durante un par de horas. El sol había salido y ya no había viento. Los caballeros se quitaron las capas y las mantas y se las entregaron a los criados que los acompañaban. Cuando llevaban más de dos horas de viaje, un pequeño grupo de jinetes vino a su encuentro.
—Allahu Akbar! ¡Dios es grande! —gritó Zuhayr y los jóvenes de Gharnata repitieron el saludo.
Como no hubo respuesta de los jinetes, Zuhayr les ordenó detenerse, temiendo una emboscada. Sólo cuando llegaron más cerca, el joven los reconoció y su humor mejoró considerablemente.
—¡Abu Zaid al-Ma’ari! —exclamó con alegría—. La paz sea contigo. Ya ves, he seguido tu consejo y he traído a algunos amigos conmigo.
—Me alegro de verte, Zuhayr bin Umar. Sabía que venías hacia aquí. Será mejor que nos sigas y te apartes de este camino. Es una ruta demasiado conocida y ya deben venir soldados tras de ti, intentando averiguar dónde acamparás durante la noche.
Zuhayr le habló de los regalos que habían dejado al conde y al arzobispo, pero, sorprendentemente, Abu Zaid no rió.
—Habéis hecho una estupidez, amigos. Es probable que el personal de la cocina se ría de vuestra broma, pero ellos no tienen ningún poder en el palacio. Habéis unido al conde y al confesor. Habría bastado con que le hicierais un regalo al sacerdote. Hasta es probable que el conde se divirtiera a su costa y retrasara la ofensiva. ¿De verdad creísteis ser los primeros que pensaban en un insulto semejante? Otros como vosotros, en distintos sitios de al-Andalus, han cometido imprudencias similares. Se hace tarde. Salgamos de esta zona lo antes posible.
Zuhayr sonrió para sí. Era un joven valiente y no carecía de inteligencia, pero sabía que no tenía capacidad suficiente para dirigir un ejército irregular en la montaña. La presencia de Abu Zaid aliviaba considerablemente la carga de su tarea.
Mientras cabalgaban, el tiempo seguía avanzando, y el sol calentaba la tierra sin la interferencia de una sola nube. Ascendieron la montaña inhalando el oloroso polvo y al llegar arriba encontraron un paisaje inigualable.
Unas horas después, aquella misma tarde, al-Zindiq leyó una carta de Zuhayr a Umar, donde el joven describía los acontecimientos de los últimos dos días. Todos escucharon en silencio y ni siquiera Yazid hizo preguntas. Cuando el anciano terminó, Ama lloraba ruidosamente.
—Es el fin —sollozó—. Todo ha terminado.
—Pero Ama —respondió Yazid—, Zuhayr está sano y salvo. Han iniciado una jihad. Eso debería alegrarte, en lugar de entristecerte. ¿Por qué lloras así?
—Por favor, no me lo preguntes, Ibn Umar. No atormentes a una pobre vieja.
Zubayda hizo una seña a Yazid para que saliera de la sala con ella y Umar. Cuando Ama vio que la habían dejado sola con al-Zindiq, se secó las lágrimas, y comenzó a interrogar al anciano sobre la apariencia de Zuhayr aquella mañana.
—¿Llevaba un turbante azul oscuro con una media luna dorada? —Al-Zindiq asintió en silencio—. Así lo vi en mis sueños anoche.
—Los sueños hablan sobre todo de nosotros mismos, Amira —dijo Al-Zindiq con voz muy suave.
—No me entiendes, viejo tonto —respondió Ama enfadada—. En mi sueño, la cabeza de Zuhayr llevaba el turbante, pero estaba sola sobre la tierra, cubierta de sangre. No había ningún cuerpo.
Al-Zindiq creyó que Ama estaba a punto de llorar otra vez, pero su cara se puso gris y su respiración se volvió ruidosa e irregular. Le dio un poco de agua y la acompañó a la diminuta habitación donde había dormido durante más de medio siglo. Ama se tendió en la cama y Al-Zindiq la cubrió con una manta. Él pensó en el pasado, en las palabras a medio decir, en la forma en que se habían engañado a si mismos y en el dolor que le había causado a Amira al enamorarse de Zahra. Sintió que había sido la ruina de la vida de Ama.
La mujer leyó sus pensamientos.
—No me arrepiento de un solo minuto de mi vida aquí.
—En otro sitio habrías podido ser tu propia patrona, sin tener que obedecer a nadie más que a ti misma.
Ella lo miró con una súplica en los ojos.
—He malgastado mi vida, Amira —dijo el anciano—. Esta casa fue mi maldición. Ojalá no hubiera pisado ese patio. Lo digo de verdad.
De repente, él volvió a verla como cuando tenía dieciocho años con la espesa cabellera negra y los ojos llenos de alegría. El recuerdo era demasiado.
—Ahora vete —dijo ella—, y déjame morir en paz.
Para al-Zindiq, la idea de morir tranquilamente, sin un último grito de ira, era inconcebible, y así se lo dijo.
—Es la única forma que conozco —respondió ella mientras apretaba la sarta de cuentas entre sus manos—. Confía en Alá.
Ama no murió aquel día ni al día siguiente. Durante los días que tardó en morir, se fue despidiendo de todos a su propio ritmo. Besó la mano de Umar, secó las lágrimas de Yazid y le habló a Zubayda de sus temores por la familia, rogándole que llevara a sus hijos lejos de allí. Sólo perdió la calma cuando le pidió a Umar que le diera sus recuerdos a Zuhayr:
—¿Quién le preparará la mezcla celestial cuando yo no esté? —sollozó.
Ama murió mientras dormía tres días después de la huida de Zuhayr de Gharnata. La enterraron junto a Zahra, en el camposanto familiar. Yazid la lloró en secreto, convencido de que ya era casi un hombre y de que no debía mostrar sus emociones en público.