—La única nobleza que acepto como auténtica es aquella que otorga el talento. La ignorancia es la peor desgracia del mundo. Los predicadores que tú pareces respetar tanto dicen que la ignorancia es el salvoconducto de la mujer para llegar al paraíso, pero yo prefiero que el Creador me condene al infierno.
Hind estaba enfrascada en una acalorada discusión con su futuro amante, cuyo afectuoso tono burlón comenzaba a exasperarla. Ibn Daud se complacía en atormentarla, interpretando el papel de un erudito ortodoxo de la Universidad de al-Azhar y defendiendo la teología tradicional, sobre todo en lo referente a los deberes y obligaciones de las mujeres creyentes.
La fervorosa renuncia de Hind al paraíso no lo pillaba por sorpresa, pues era exactamente lo que esperaba oír. Hind lo miró con ojos furiosos y el rostro teñido por la apasionada sangre Hudayl. Cuando se enfadaba, tenía un aspecto maravilloso. Ibn Daud, que por fin comprendía la magnitud de la fuerza de Hind, le cogió una mano y la llenó de besos. Esa demostración espontánea de emoción complació y excitó a Hind, pero no estaban solos en el claro rodeado de granados.
El osado gesto de Ibn Daud provocó un tropel de toses detrás de los arbustos cercanos, desde donde los vigilaban tres doncellas jóvenes. Hind las conocía bien.
—Id a dar un paseo —les dijo—. ¿Creéis que me engañáis con estas tonterías? Sé perfectamente lo que ocurre cuando veis por primera vez la palmera que crece entre las piernas de vuestros amantes: comenzáis a comportaros como una bandada de pájaros carpinteros hambrientos. Ahora marchaos a dar un paseo y no volváis hasta que os llame. ¿Está claro?
—Sí, señorita Hind —respondió Umayma—, pero la señora Zubayda…
—¿Le has contado a la señora Zubayda que mi hermano te monta como si fuera un perro?
La audaz réplica de Hind resolvió la cuestión. Las risas entrecortadas de las compañeras de Umayma fueron la única respuesta a su pregunta y las criadas decidieron alejarse por temor a nuevas indiscreciones en presencia de un desconocido. Si hasta entonces habían cumplido la función de proteger la castidad y el honor de Hind, ahora pasarían a desempeñar una tarea más acorde con su temperamento: convertidas en cómplices de su joven ama, vigilaban que nadie sorprendiera a la pareja.
Sin embargo, las doncellas ignoraban que Yazid estaba cerca. Poco después de la llegada de Ibn Daud a la casa, el niño se había sentido abandonado por su hermana, e intuyendo la razón de ese abandono, había comenzado a desairar al visitante con una crueldad que sólo un niño es capaz de desplegar. Yazid había adquirido un odio irracional, aunque profundo, hacia el extraño de al-Qahira.
Al principio, el niño se había quedado fascinado con las historias de Ibn Daud sobre el mundo exterior. Estaba hambriento de cultura, ansioso por saber más sobre la vida en al-Qahira y en Dimashk. Sentía curiosidad por la pronunciación y el significado de ciertas palabras árabes, que en la tierra de nacimiento del Profeta se decían y entendían de forma diferente a la habitual en al-Andalus.
El interés del niño había estimulado a Ibn Daud, le había obligado a reflexionar para explicar hechos que hasta entonces había dado por sentados. Sin embargo, Yazid había comenzado a notar que siempre que Ibn Daud estaba presente, Hind cambiaba de color, entrecerraba los ojos y fingía un recato extremado. Cuando el niño advirtió que el hombre de al-Qahira era el responsable de la situación, comenzó a rehuir sus clases. Cuando lo obligaban a asistir, no disimulaba su disgusto y actuaba como si estuviera constantemente aburrido.
Dejó de interrogar a Ibn Daud, y cuando éste le hacía alguna pregunta, permanecía en silencio o se limitaba a responder con monosílabos. Incluso dejó de jugar al ajedrez con él, lo cual constituía un enorme sacrificio, pues Ibn Daud era un novato en el juego y no había sido capaz de vencer a su alumno ni una sola vez, al menos hasta que este último había decidido romper la amistad entre ambos.
Cuando Hind le pedía que explicara su conducta, Yazid suspiraba con impaciencia y afirmaba con toda la frialdad de que era capaz que no había nada anormal en su actitud hacia el maestro. Esa respuesta enfadaba a su hermana y aumentaba la tensión que se había creado entre ellos. Hind solía ser especialmente sensible en los asuntos relacionados con Yazid, pero su amor por Ibn Daud la cegaba, y era su hermano quien se llevaba la peor parte. Zubayda, que había notado la desdicha en la cara de su hijo menor y conocía su causa, decidió resolver la cuestión del matrimonio de Hind lo antes posible y posponer cualquier conversación con Yazid sobre el tema hasta ese momento.
Ajenos a la presencia del pequeño espía, Hind e Ibn Daud habían llegado a un punto que exigía tomar ciertas decisiones cruciales. Las manos de él se habían aventurado bajo la túnica de ella y habían acariciado sus pechos, pero se había retirado enseguida.
—Dos lunas llenas sobre una delgada rama —murmuró él con una voz que ella suponía ahogada de pasión.
Sin embargo, Hind no se quedaba atrás. Sus manos encontraron un camino desde su cintura hasta los inexplorados territorios de abajo, cubiertos por unos amplios pantalones de seda. Palpó por debajo de la seda y luego comenzó a acariciar sus muslos.
—Suaves como dunas de arena, pero ¿dónde está la palmera? —susurró ella mientras sus dedos rozaban delicadamente los dátiles y percibían la subida de la savia.
Era evidente que si seguían adelante anticiparían el ritual de la primera noche. Sin embargo, la joven pensó que si se detenían, la frustración y la larga espera hasta que pudieran consumar su pasión, les harían la vida intolerable. Ella no quería detenerse. Había olvidado todas las reglas del decoro y deseaba desesperadamente hacer el amor con aquel hombre. Había obtenido tanto placer indirecto de las inacabables descripciones de sus doncellas y de los pícaros comentarios de sus primas de Gharnata e Ishbiliya, que ahora deseaba conocer la verdad.
Pero Ibn Daud, consciente de los sentimientos de la joven, realizó una rápida retirada. Quitó sus manos del cuerpo de Hind y las de ella del interior de su pantalón.
—¿Por qué? —preguntó Hind con un murmullo ronco.
—¡Soy un invitado de tu padre, Hind! —dijo con voz resignada y fría—. Mañana lo veré a solas y le pediré su consentimiento para convertirte en mi esposa. Cualquier otra actitud sería deshonrosa.
Hind sintió cómo se desvanecía su pasión.
—Creí que estaba a punto de descubrir algo más que un simple placer, algo infinitamente puro. Ahora me siento al borde de la desesperación. Creo que me he equivocado contigo.
Ibn Daud intentó consolarla con un torrente de afirmaciones reconfortantes e innumerables declaraciones de amor eterno. También mencionó la alta estima en que tenía su inteligencia y le dijo que nunca había conocido ninguna mujer como ella. Mientras hablaba, le besaba los dedos de los pies y dedicaba un comentario afectuoso a cada uno de ellos.
Hind callaba, pero su silencio era más expresivo que cualquier palabra, pues lo cierto era que al perderla temporalmente, la había ganado de nuevo. Sin embargo, el presentimiento de Hind de que se había equivocado con él no estaba tan lejos de la verdad como sugerían sus gestos.
Ibn Daud nunca había estado antes con una mujer. Su negativa a hacer el amor se debía sólo en parte a su posición en la casa. Aunque estaba sorprendido de la forma en que Hind lo excitaba, el verdadero motivo de su resistencia era el miedo a lo desconocido.
Hasta entonces sólo había habido una gran pasión en la vida de Ibn Daud: un compañero estudiante de al-Qahira. Mansur era el hijo de una familia de prósperos y antiguos joyeros en la ciudad portuaria de Iskanderiya. Había viajado tanto y conocía tantas ciudades —incluyendo Cochin, en el sur de la India, adonde había llegado por barco— que sus relatos mantenían a Ibn Daud en un estado de constante arrobamiento. Si a eso se sumaba el amor que ambos sentían por la buena poesía y la flauta y el hecho de que ambos tuvieran unas facciones notables y una mente curiosa, la amistad que creció entre ellos parecía inevitable. Durante dos años, los dos vivieron estrechamente ligados, compartiendo una habitación con vistas a la mezquita de al-Azhar.
La relación pronto cobró un triple valor, alimentando sus intelectos, sus sentimientos religiosos —ambos eran discípulos del mismo sufí shaykh— y, por último, sus apetitos sexuales. Se habían dedicado mutuamente poemas en prosa rimada, concebidos en un lenguaje que no ocultaba ningún placer al ojo del lector. Durante los meses de verano, cuando se separaban para pasar algún tiempo con sus familias, ambos llevaban diarios donde reflejaban cada detalle de sus vidas cotidianas, además de los efectos de su abstinencia sexual.
Mansur había muerto en un naufragio cuando acompañaba a su padre a Estambul en una misión comercial. El inconsolable superviviente no podía concebir la idea de seguir viviendo en al-Qahira, y era eso, más que el deseo de estudiar la obra de Ibn Khaldun, lo que lo había llevado a Gharnata. Al-Zindiq lo atraía intelectualmente, aunque después de varias conversaciones con el viejo zorro lleno de talento y sabiduría había descubierto una absoluta falta de escrúpulos en las tácticas que empleaba para vencer a su oponente. Al final de una discusión sobre la poesía de Ibn Hazm, Ibn Daud había evocado una charla similar con Mansur. El recuerdo lo había abrumado y el joven se había dejado llevar por la emoción. Como es natural, no había dicho nada a al-Zindiq, pero el viejo no era ningún tonto y había adivinado la verdad. Eso preocupaba a Ibn Daud, pues al-Zindiq era amigo de la familia. ¿Y si confiaba sus sospechas a los padres de Hind?
Como si adivinara sus pensamientos, Hind le acarició una mano y le preguntó con aire inocente:
—¿Cómo se llamaba la mujer que amabas en al-Qahira? Quiero saberlo todo sobre ti.
Ibn Daud se sobresaltó, pero antes de que pudiera responder, se oyeron gritos y risas y las doncellas arrastraron al desolado Yazid dentro del claro.
—¡Mire lo que hemos encontrado, señorita Hind! —dijo Umayma con una sonrisa pícara.
—¡Suéltame! —exclamó Yazid con la cara llena de lágrimas.
Hind no podía soportar ver a su hermano en ese estado. Corrió junto a él y lo abrazó, pero el niño mantuvo las manos inertes a ambos lados de su cuerpo. Hind le secó las lágrimas con las manos y le besó las dos mejillas.
—¿Por qué me espiabas?
Yazid sintió la tentación de abrazarla y besarla, de contarle sus temores y preocupaciones. Había oído cómo la tía Zahra se había marchado para no volver y no quería que Hind hiciera lo mismo. Si hubieran estado solos, se lo habría confesado todo, pero la sonrisa en la cara de Ibn Daud lo detuvo. El niño les volvió la espalda y corrió hacia la casa, dejando a su hermana sorprendida y perpleja.
Hind comenzaba a comprender que la extraña conducta de Yazid obedecía a su propio estado. Estaba tan hechizada por aquellos ojos más verdes que el mar, que todo lo demás había pasado a un segundo plano, como el son de un laúd. Hind comprendió que su indiferencia había herido a su hermano, y se sintió culpable. Era incapaz de olvidar la magia de aquel abrazo.
Al ver la desolación de Yazid, Hind recordó su propia furia contra Ibn Daud.
«Lo cierto es que su honorable conducta no es más que una negativa a reconocer la belleza de nuestra pasión», se dijo a sí misma.
Esta idea le molestó tanto que, aunque hacía unos instantes había estado a punto de abrasarlo con su pasión, decidió enseñarle una lección. Pronto descubriría que podía ser más fría que el hielo. Seguía queriéndolo, pero pretendía que él aceptara sus condiciones. Por el momento, su preocupación fundamental era reparar la brecha que se había abierto entre ella y Yazid.
Mientras tanto, el objeto de los pensamientos de Hind hundía la cabeza en el regazo de su madre. Yazid había corrido al encuentro de Zubayda gritando:
—Ese hombre estaba jugando con los pechos de Hind. Yo lo he visto.
Yazid creyó que su madre se escandalizaría, que correría a la escena del crimen con un par de criados y haría azotar a Ibn Daud. Entonces aquel advenedizo de al-Qahira sería expulsado, y en su camino a la aldea para buscar un medio de transporte hasta Gharnata, lo atacaría una manada de perros salvajes. Sin embargo, Zubayda sonrió.
—Tu hermana ya es una mujer, Ibn Umar. Pronto estará casada, tendrá hijos y tú serás su tío.
—¿Casada con él? —preguntó Yazid con incredulidad. Zubayda asintió mientras le acariciaba el cabello castaño claro—. Pero, pero él no tiene nada… Él es…
—Un erudito, mi querido Yazid, y su riqueza está en su mente. Mi padre solía decir que el peso del cerebro de un hombre es más importante que el peso de su bolsa.
—Madre —dijo Yazid con el entrecejo fruncido. Sus ojos eran como espadas desenvainadas y su voz le recordaba tanto a la de su marido cuando se ponía solemne, que Zubayda tuvo que contenerse para controlar su risa—, ¿olvidas que no se pueden cosechar uvas de las higueras de tunas?
—Es cierto, mi querido hermano —dijo Hind, que había entrado en la habitación justo a tiempo para oír la pregunta de su hermano—, pero sabes tan bien como yo que las rosas siempre tienen espinas.
Yazid escondió la cabeza tras la espalda de su madre, pero Hind, que volvía a ser la misma de siempre, tiró de él riendo y lo llenó de besos en la cabeza, el cuello, los brazos y las mejillas.
—Siempre te querré más que a cualquier hombre, aunque me case con él. Es mi futuro marido, y no tú, quien debería preocuparse.
—Pero en el último mes… —comenzó Yazid.
—Lo sé, lo sé, y lo siento de verdad. No me había dado cuenta de que ya no pasábamos tanto tiempo juntos, pero todo eso pertenece al pasado. Quiero que seamos amigos otra vez.
Yazid le rodeó el cuello con los brazos y ella lo levantó. Cuando volvió a dejarlo en el suelo, los ojos del niño brillaban.
—Ahora ve a preguntarle al Enano qué está cocinando para la cena —dijo Hind—. Tengo que hablar con nuestra madre a solas.
Cuando Yazid salió de la habitación, madre e hija intercambiaron sonrisas.
«¡Se parece tanto a mí! —pensó Zubayda—. Yo también sufrí hasta que conseguí permiso para casarme con su padre. En mi caso la demora se debió a la madre de Umar, que dudaba sobre la sangre que corría por mis venas. Hind no debe pasar por eso sólo porque el muchacho sea huérfano».
Hind pareció leer los pensamientos de su madre.
—Yo no podría esperar tanto como esperaste tú mientras discutían la pureza de tu sangre, pero me preocupa otra cosa. Sé sincera conmigo, ¿qué opinas de él?
—Es un joven muy atractivo e inteligente, un buen partido para ti. ¿Qué más puedes desear? ¿Por qué dudas?
Hind siempre había mantenido una relación especial con su madre. La amistad que existía entre ellas se debía en gran medida a la atmósfera relajada de la casa. Hind no podía imaginar qué habría sucedido si su padre se hubiera vuelto a casar o hubiera cogido una concubina en la aldea. Había visitado a sus primos de Qurtuba con suficiente frecuencia como para recordar el permanente clima de tensión que reinaba en sus casas. Los relatos de sus primas sobre la lascivia casual e indiscriminada le recordaban las descripciones de los burdeles, y las anécdotas sobre las luchas internas entre las mujeres le sugerían la imagen de un nido de serpientes. El contraste con la vida en al-Hudayl no podía haber sido más rotundo.
A medida que se hacia mayor, Hind se sentía más apegada a su madre. Zubayda, que debía su nada ortodoxa educación a un padre librepensador, había decidido que sus dos hijas no vivirían sometidas a las restricciones de la superstición ni desempeñarían un papel estrictamente definido en el hogar. Kulthum, desde la infancia, había sido una esclava voluntaria de la tradición. Hind, como su propio padre había notado cuando tenía sólo dos años, era una iconoclasta. A pesar de los malos presagios y frecuentes advertencias de Ama, Zubayda alentaba esa tendencia en su hija.
Por todas estas razones, Hind no dudó ni un instante sobre la forma de responder a la pregunta de su madre. No sólo no vaciló, sino que comenzó a describir todo lo sucedido aquella tarde sin olvidar un solo detalle. Tras escucharla con atención, su madre se echó a reír. Sin embargo, su aparente alegría ocultaba una auténtica preocupación. Si Umar hubiera estado allí, habría notado el nerviosismo de su risa.
Zubayda no quería alarmar a su hija, y aunque no era habitual en ella, decidió usar una táctica conciliadora.
—Estás preocupada porque él no permitió que la savia de su palmera regara tu jardín, ¿verdad? —Hind asintió con un gesto grave—. ¡Tonta! Después de todo, Ibn Daud es nuestro huésped y seducir a la joven de la casa mientras las doncellas hacen guardia no es una forma muy digna de responder a la cortesía y hospitalidad de tu padre.
—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! —murmuró Hind—. Pero hay algo más que no puedo describirte. Incluso cuando sus manos me acariciaban noté que les faltaba pasión. No parecía sentir necesidad de mí, hasta que yo lo toqué a él. Entonces intuí que se asustaba, pero no de mi padre, sino de mí. Nunca se ha acostado con una mujer, eso es evidente, pero me pregunto por qué. Cuando tú y Abu desafiasteis a sus padres y os fuisteis a…
—¡Tu padre no era Ibn Daud, sino un caballero del Banu Hudayl! Cuando fuimos a Qurtuba, ya llevábamos varias horas casados. Ahora ve a darte un baño y déjame intentar resolver este acertijo.
Cuando Hind salió al patio, el sol comenzaba a ponerse en el horizonte, y la joven se detuvo, fascinada por los colores del paisaje. Los picos coronados de nieve que se alzaban sobre al-Hudayl estaban teñidos de púrpura claro y naranja y las pequeñas casas de la aldea parecían recién pintadas. Hind estaba tan abstraída en la belleza del atardecer, que sus sentidos no repararon en nada más. Aunque pocos minutos antes estaba triste y melancólica, de pronto se sentía feliz de estar sola.
«Ayer mismo —pensó—, si me hubiera encontrado ante un atardecer como éste, le habría añorado, habría deseado que estuviera a mi lado para compartir con él los milagros de la naturaleza, pero hoy me alegro de estar sola».
Tan enfrascada estaba en sus pensamientos, que al pasar junto a la puerta de la cocina, en dirección a los hammam, no oyó los ruidos de alegría que provenían del interior.
Yazid estaba sentado en una banqueta mientras el Enano tocaba el pandero y cantaban un zajal. Los criados habían bebido un fuerte brebaje, que fabricaban destilando los restos de los barriles de todos los viñedos cercanos a al-Hudayl. El Enano estaba sólo un poco ebrio, pero era evidente que sus tres ayudantes y los dos hombres que se ocupaban de transferir la comida de las ollas a los platos y servirla en la mesa habían bebido demasiado pis del demonio. Todos bailaban en círculos mientras el Enano cantaba su canción en el centro, subido a una mesa. Ama estaba sentada en los peldaños de la puerta de la cocina con una furiosa mueca de reprobación en la cara. Había intentado distraer a Yazid y llevarlo de vuelta a la casa, pero el niño se divertía mucho y se había negado a obedecerla.
El Enano dejó de tocar. Estaba cansado, pero sus admiradores querían que la función continuara.
—Canta por última vez la canción de Ibn Quzman —gritaron—. ¡Hazlo por el joven amo!
—Sí, por favor, Enano —dijo Yazid, uniéndose a los ruegos—. Sólo una más.
—Cantaré la canción compuesta por Ibn Quzman hace más de trescientos años —dijo el Enano muy serio—, pero insisto en que se escuche con el respeto que le debemos al gran maestro. Nunca habrá un trovador igual. Si alguno me interrumpe, le mojaré la barba con este vino y luego le prenderé fuego. ¿Está claro, presuntuosos charlatanes?
Un silencio absoluto reinó en la cocina que unos segundos antes parecía un antro de borrachos. Sólo se oía el bullir de la cena, dentro de una olla gigantesca. El Enano hizo una señal a su ayudante, un pinche de doce años. Éste sacó un laúd y comenzó a afinar las cuerdas. Luego hizo un gesto de asentimiento a su amo y el pequeño chef comenzó a cantar el zajal de Ibn Quzman, con una voz tan grave que resultaba abrumadora:
Llena la preciosa copa de mar dorado
y entrégamela a mi.
Deja que el vino añejo pase de invitado en invitado,
con las burbujas brillando como perlas en su pecho
como si hubiera despojado a la noche de su oscuridad.
¡Wa Alá! ¡Míralo espumar y sonreír en cientos de copas!
Ha sido extraído de un racimo de estrellas.
Pásalo al son de la música enternecedora,
en el círculo sobre la florida alfombra,
donde dulces gotas de rocío refrescan el suelo,
y bañan deliciosamente mis miembros
con su fresca y suave fragancia.
A solas conmigo en el verde del jardín
una joven hechiza la escena:
su sonrisa irradia un brillo refulgente,
olvido la vergüenza, pues nadie puede vernos,
y exclamo: «¡Wa Alá, seamos felices!».
Todo el mundo ovacionó al cantor y Yazid más alto que ninguno.
—Enano —exclamó con entusiasmo—, deberías dejar la cocina y convertirte en trovador. Tienes una voz hermosa.
El enano abrazó al niño y le besó la cabeza.
—Ya es demasiado tarde para eso, Yazid bin Umar. Demasiado tarde para cantar, demasiado tarde para todo. Creo que será mejor que regreses con la información que te pidió la señora Zubayda.
Yazid había olvidado el pedido de su madre.
—¿Qué era, Enano?
—¿Ya has olvidado el contenido de mi guiso del ocaso?
Yazid arrugó el entrecejo y se rascó la cabeza, pero no pudo recordar ni un solo ingrediente. Fascinado por la canción del vino, había olvidado la razón de su visita a la cocina. El Enano comenzó a recordársela, pero esta vez se aseguró de que la memoria del niño retuviera la información y declamó la receta en un ritmo y entonación muy familiares para Yazid. La voz sonora del Enano imitaba una recitación del Alcorán:
—Escuchad con atención todos vosotros, degustadores de mi comida. Esta noche os he preparado mi guiso preferido, que sólo puede consumirse después de la puesta del sol. En él encontraréis veinte nabos limpios en rodajas, diez tacas peladas hasta que brillen y diez pechos de cordero para añadir lustre. Cuatro polluelos sin sangre, una taza de yogur, hierbas y especias que le den color de barro. Añade a la mezcla una taza de melaza y, Wa Alá, listo está. Pero recuerda una cosa, joven amo Yazid: la carne y las verduras deben freírse por separado y luego unirse en la olla con agua donde antes se hirvieron estas últimas, dejar cocer despacio mientras todos cantan y se divierten y cuando se acabe la diversión, Wa Alá, el guiso listo está. El arroz está preparado y rábanos, zanahorias, guindillas, tomates, aguardan impacientes para unirse al guiso en las fuentes de plata. ¿Podrás recordarlo, Yazid bin Umar?
—Sí —gritó Yazid mientras corría fuera de la cocina, intentando memorizar las palabras y su ritmo.
El Enano lo miró atravesar el jardín en dirección a la casa, seguido por Ama, y esbozó una sonrisa triste.
—¿Cuál será el futuro de este biznieto de Ibn Farid? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular.
Yazid corrió a la habitación de su madre y repitió las palabras del Enano.
—Si pudieras aprender el Alcorán con la misma facilidad, hijo mío, harías muy feliz a la gente de la aldea. Ve a lavarte antes de comer ese guiso del ocaso.
Cuando el niño salió de la habitación, los ojos de Zubayda se iluminaron.
—Vuelve a ser feliz —dijo.
Umar bin Abdallah y su esposa estaban discutiendo el destino de su hija menor. Zubayda había ofrecido a su marido una versión ligeramente modificada de los acontecimientos sucedidos en el claro de granados. Había evitado las referencias a palmeras, dátiles y otros frutos relevantes con el fin de no asustar a Umar, que había quedado impresionado con la madurez y la honorabilidad de Ibn Daud. Aquel hecho bastaba para que se decidiera a concederle permiso para casarse con su hija. Pero en ese momento, Zubayda le había confiado sus dudas.
—¿No se te ha ocurrido pensar que Ibn Daud podría estar interesado sólo en otros hombres?
—¿Por qué? ¿Sólo porque rechazó la amable invitación de nuestra hija de despojarla de su virginidad?
Zubayda no deseaba hablar demasiado y decidió no seguir adelante.
—No —dijo—, era sólo un presentimiento. Sin embargo, me sentiría más tranquila si le preguntaras algo al respecto esta noche, cuando hables con él.
—¿Qué? —exclamó Umar—. ¿Pretendes que en lugar de interrogarlo sobre sus sentimientos hacia nuestra hija me convierta en un inquisidor y lo examine, como si él fuera un apestoso fraile que ha transgredido las normas de su fe en el confesionario? ¿También quieres que lo torture? ¡No, no y no! Todo esto es indigno de ti.
—Umar —respondió Zubayda con los ojos brillantes de furia—, no permitiré que mi hija se case con un hombre que la hará infeliz.
—¿Qué crees que habría pasado si tu padre me hubiera hecho esa pregunta antes de nuestro matrimonio?
—Pero no había necesidad de hacerla, ¿verdad, esposo mío? Yo no tenía dudas sobre ti en ese terreno.
La actitud coqueta de Zubayda, tan poco habitual en ella, hizo reír a su marido.
—Si insistes, intentaré buscar una forma de interrogarlo sin ofenderlo.
—No tiene por qué ofenderse, pues se trata de algo bastante común.
El joven en cuestión estaba en su habitación, vistiéndose para la cena. Le había asaltado un sentimiento extraño, difícil de definir, y se encontraba hundido en la tristeza. Era consciente de que había defraudado a Hind. Sin embargo, mientras revivía los acontecimientos de la tarde, el temor dejó paso a una excitación nueva para él.
«¿Acaso no voy a poder quitármela de la cabeza? —se preguntó a sí mismo mientras se ponía la túnica—. Por más que intente evitarlo, no puedo pensar en otra cosa. ¿Cómo es posible que su imagen se cuele en mi mente contra mi voluntad? ¡Soy un estúpido! Debí decirle que el único amante que he tenido era un hombre. ¿Por qué no lo hice? Porque la deseo tanto, que temo su rechazo. Quiero que sea mi esposa. Es la primera persona que he amado desde la muerte de Mansur. Otros hombres se han acercado a mí, pero yo rechacé sus proposiciones. Sólo Hind ha conseguido volver a excitarme, a hacerme temblar. Pero ¿qué leyó ella en mi cara?».
Cuando se dirigía al comedor, Ibn Daud se topó con Yazid.
—La paz sea contigo, Ibn Daud.
—Y contigo, Yazid bin Umar.
—¿Quieres saber qué ha cocinado el Enano?
Ibn Daud asintió y Yazid recitó la lista de ingredientes en una copia tan fiel de la del Enano, que su nuevo tutor se quedó auténticamente asombrado, pese a no haber oído la versión original. Los dos jóvenes entraron en el comedor juntos.
Ibn Daud estaba encantado con la oportunidad de reanudar la amistad con su alumno. Sentía que era un buen presagio. Todo el mundo se mostró muy amable con él durante la cena. El guiso del ocaso del Enano fue todo un éxito y Hind insistió en servirle otra ración.
Miguel había regresado a Qurtuba, Zahra estaba muerta, Zuhayr se había marchado a Gharnata y Kulthum a Ishbiliya, a visitar a sus primas y a su futura familia política. La familia había quedado inusualmente reducida y eso aumentaba la intimidad del circulo del que Ibn Daud había pasado a formar parte. Zubayda se tranquilizó al notar que el joven miraba a Hind con una sonrisa. Tal vez la intuición de Umar fuera más acertada que la suya. Comenzó a sentirse culpable y deseó pedirle a su marido que no le hiciera ninguna pregunta embarazosa, pero ya era demasiado tarde. Umar ya había comenzado a hablar.
—Ibn Daud —dijo el amo de la casa—, ¿le gustaría dar un paseo conmigo cuando termine su café?
—Será un honor, señor.
—¿Yo también puedo ir? —preguntó Yazid con naturalidad.
Puesto que Zuhayr estaba ausente, el niño sentía que debía ocupar su lugar en una ocasión semejante.
—No —sonrió Hind—, quiero jugar una partida de ajedrez. Creo que voy a comerte el rey en menos de diez jugadas.
Yazid estaba indeciso, pero por fin cedió a la propuesta de su hermana.
—Pensándolo bien —le dijo a su padre—, creo que me quedaré dentro. Fuera empieza a hacer frío.
—Una decisión muy sensata —dijo Umar mientras se incorporaba y caminaba hacia la puerta que conducía a la glorieta.
Ibn Daud saludó a Zubayda con una inclinación de cabeza y miró a Hind como si le rogara que no lo juzgara con dureza. Luego siguió a Umar fuera de la sala.
—Ve a mi habitación y coloca las piezas de ajedrez sobre el paño —le ordenó Hind a su hermano—. Yo iré dentro de un momento.
—Creo que estábamos equivocadas con respecto a Ibn Daud —dijo Zubayda en cuanto su hijo abandonó la habitación—. ¿Lo has mirado mientras cenábamos? Sólo tenía ojos para ti. Es probable que esté confuso, pero es evidente que se siente muy atraído por ti.
—Tal vez tengas razón, pero la pasión incontrolable que sentía por él ha desaparecido. Todavía me gusta, y es probable que lo ame, pero sin la intensidad de antes. Lo ocurrido esta tarde me ha provocado dolor de cabeza.
—Ni siquiera los mejores médicos han sido capaces de dilucidar los misterios del corazón, Hind. Date otra oportunidad. Te pareces demasiado a mí: eres muy impaciente y lo quieres todo de inmediato. Como yo era así con tu padre, su familia confundió mi deseo con codicia.
—Nadie puede saber cuánto tiempo nos queda, madre —dijo Hind en voz muy baja—. Cuando tú eras joven, el sultán estaba en la al-Hamra y el mundo parecía seguro. Hoy nuestras vidas están regidas por la incertidumbre. Todos los habitantes de la aldea se sienten inseguros y ni siquiera la falsa magia de los sueños puede ofrecernos consuelo, pues también ellos se han vuelto amargos. ¿Recuerdas cómo lloraba Yazid y se aferraba a Zuhayr, pidiéndole que no se marchara a Gharnata?
—¿Crees que una madre es capaz de olvidar una escena así? Al ver a Yazid en ese estado me enfurecí y susurré un insulto al oído de Zuhayr. Algo estúpido, como que había sido egoísta desde su nacimiento. Entonces él palideció, dejó a Yazid, me llevó a un lado y me dijo: «No ganamos nada con aferrarnos a la vida y a la rutina cotidiana. La única libertad que nos queda es elegir cómo deseamos morir, y tú quieres robármela».
Zubayda abrazó a Hind y la mantuvo apretada entre sus brazos. No volvieron a hablar. El silencio les permitía oír el aullido del viento en el exterior, mientras sus cuerpos se transmitían mudas señales entre si.
—¡Hind! ¡Hind! —exclamó la voz de Yazid trayéndolas de nuevo a la realidad—. Te estoy esperando. Date prisa, ya he planeado mis jugadas.
Las dos mujeres sonrieron. Ciertas cosas no cambiarían nunca.
Fuera, en la oscura noche azulada, Umar e Ibn Daud caminaban alrededor de las murallas de la casa. Ellos también habían estado discutiendo el estado del mundo, aunque en términos más filosóficos. Cuando estuvieron fuera del alcance de los oídos de los guardias que custodiaban la casa, Umar decidió dejar de perder el tiempo.
—He oído que Hind y usted salieron a pasear después de comer. Ella es un tesoro muy preciado para nosotros. Su madre y yo la amamos mucho y no queremos que nadie perturbe su tranquilidad ni le haga daño.
—De hecho, me alegró mucho que me pidiera que lo acompañara, pues amo a Hind y quiero pedirle permiso para casarme con ella.
—Recuerde una cosa, Ibn Daud —dijo Umar en tono paternal—, sólo un hombre ciego caga en el tejado creyendo que nadie lo ve. —Ibn Daud comenzó a temblar. No podía precisar cuánto sabía Umar de él. Quizás Hind hubiera hablado con su madre o las doncellas hubieran ido con cotilleos, quizás…—. Lo que quiero decir, querido amigo, es que no hay razón para que un hombre caiga dos veces en el mismo agujero.
Ahora comprendía.
—No pretendo esconder nada a Hind, a usted ni a la señora Zubayda —dijo Ibn Daud con voz temblorosa—. Hace algunos años tuve una relación con un compañero de estudios. Nos amábamos, pero él murió hace un año y nunca he estado con otro hombre ni con una mujer. Mi amor por Hind es más fuerte que el que sentí por mi amigo y preferiría morir antes que hacerle cualquier daño. Si usted y la señora Zubayda, con su sabiduría y experiencia, consideran que no soy el hombre adecuado para ella, prepararé mis cosas y abandonaré su distinguida casa mañana mismo. Su palabra será definitiva.
El viento se había calmado, dejando tras de si un cielo claro. La honestidad de Ibn Daud había disipado la tenebrosidad de la noche y Umar se sentía aliviado. Aunque no lo había reconocido ante ella, las dudas de su esposa lo habían preocupado. Conocía demasiadas historias de mujeres infelices, que alimentaban sus corazones de sueños marchitos, mientras sus esposos vivían pendientes de otros hombres. Esos hombres creían que la única función de sus mujeres era la procreación. El propio hermano menor de Ibn Farid había instalado a su amante varón en su propia casa, aunque él, al menos, no se había molestado en casarse.
—Su franqueza me ha impresionado mucho. Lo que le diga a su futura esposa es asunto suyo y de ella.
—Entonces ¿tengo su permiso…? —comenzó Ibn Daud, pero Umar lo interrumpió enseguida.
—Tiene algo más que mi permiso: tiene mi bendición. Hind llevará una buena dote.
—Puedo asegurarle que la dote no me interesa.
—¿Tiene alguna riqueza propia?
—Ninguna en absoluto. El dinero nunca ha desempeñado un papel importante en mi vida.
Mientras iniciaban el camino de regreso a la casa. Umar dejó escapar una risita tonta. Para él, el único aspecto recomendable de la pobreza era la forma en que ésta ennoblecía a algunas personas con una dignidad que la riqueza no podía otorgar a nadie.
—De todos modos, tendrá la dote, Ibn Daud —dijo—. Estoy seguro de que mis nietos me agradecerán la previsión. Dígame, ¿ha decidido dónde quiere vivir? ¿Volverá a al-Qahira?
—No. Ése es el único sitio donde no deseo vivir. Como es natural, lo discutiré con Hind, pero la ciudad magrebí que más me gusta es Fez. Es similar a Gharnata, pero sin la presencia del arzobispo Cisneros. Además, según decía mi abuela, Ibn Khaldun la elogiaba mucho e incluso había pensado establecerse allí definitivamente.
Aunque pocas semanas atrás las miradas de arrobamiento que Hind dedicaba al joven de al-Qahira habían exasperado a Umar, ahora él mismo comenzaba a sentir admiración por Ibn Daud. Ya no lo encontraba tedioso o jactancioso, y comenzaba a compartir su convicción de que sería capaz de sobrevivir, aunque su intelecto fuera su único medio de subsistencia. Cuando llegaron al patio interior, Umar intuyó que era uno de los pocos hombres en el mundo con quien Hind podría llegar a ser feliz.
—La paz sea contigo —le dijo abrazándolo—. Que duermas bien.
—La paz sea contigo —respondió el erudito de al-Qahira con la voz ahogada por los sentimientos que se esforzaba en contener.
Cuando Umar entró en la habitación de su esposa, encontró a Hind masajeando las piernas y los pies de su madre. Zubayda se sentó en cuanto lo vio entrar.
—¿Y bien?
—¿Quién ganó el juego de ajedrez, Hind? —respondió Umar con toda la intención de provocar a su esposa.
—¡Umar! —exclamó Zubayda—. ¿Qué ha ocurrido?
Umar la miró con la expresión más calma y resignada posible y sonrió.
—Era como yo pensaba —respondió—. El joven ama realmente a nuestra hija, no me cabe la menor duda. Yo le concedí mi permiso. Ahora todo depende de Hind.
—¿Y mis presentimientos? —insistió Zubayda—. ¿Eran totalmente falsos?
—Eran irrelevantes —respondió Umar—, encogiéndose de hombros.
—La decisión está en tus manos, hija mía —dijo Zubayda con una sonrisa de satisfacción—. Nosotros estamos contentos con él.
Mientras escuchaba la conversación, Hind se había ruborizado y los latidos de su corazón se habían acelerado.
—Lo pensaré con cuidado esta noche —dijo con tono resuelto— y mañana tendréis mi respuesta.
Luego besó a sus padres y salió despacio de la habitación, con su expresión más digna.
En la seguridad de su propio cuarto, Hind se echó a reír, primero de forma casi inaudible y luego en voz alta. Su risa era alegre y triunfal, pero también algo histérica.
«Ojalá no estuvieras muerta, tía Zahra —pensó Hind mientras inspeccionaba su cara en el espejo. El suave resplandor de la lámpara realzaba su tersura natural—. Necesito hablar contigo. Creo que voy a casarme con él, pero primero necesito convencerme de que su amor es auténtico, y sólo hay una forma de averiguarlo. Tú misma me lo dijiste».
Convencida de que iba a hacer lo correcto, Hind apagó su lámpara y salió de puntillas al patio. Las nubes habían vuelto a cubrir las estrellas, de modo que la oscuridad era total. Esperó a que sus ojos se adaptaran a la penumbra y caminó directamente hacia las habitaciones de invitados.
Hizo una pausa junto a la habitación de Ibn Daud hasta que dejó de temblar. Luego miró alrededor con cuidado. Reinaba un silencio absoluto, pero la lámpara del joven continuaba encendida. Dio unos golpes suaves en la puerta. Dentro, Ibn Daud se sobresaltó, se envolvió en una sábana y abrió el cerrojo de la puerta.
—¡Hind! —Su sorpresa era tan grande que casi no podía oír su propia voz—. Entra, por favor.
Hind entró en la habitación, intentando contener la risa ante los esfuerzos del distinguido joven por mantener la sábana en su sitio. Luego se sentó en la cama.
—Mi padre dice que te ha dado permiso para casarte conmigo.
—Sólo si tú estás de acuerdo. ¿Eso es todo lo que te dijo?
—Sí. ¿Qué más le dijiste tú?
—Algo que debí haberte confiado a ti hace muchos días. Fui un estúpido, Hind, pero creo que tenía miedo de perderte.
—¿De qué hablas?
Ibn Daud le confesó toda la historia de su amor por Mansur, incluyendo los detalles que podrían causarle más dolor. Le contó que habían compartido una habitación en la Universidad de al-Azhar, que disfrutaban de su mutua compañía y que una noche su afinidad intelectual los había unido también físicamente. Habló del descubrimiento que cada uno había hecho del otro y luego de la muerte de Mansur.
—Tú me has devuelto a la vida.
—Me alegro de ello. Ya te habrás dado cuenta de que soy de las que prefieren un corazón angustiado a una felicidad plácida, que normalmente se basa en el autoengaño y en la falsedad. La mayoría de los matrimonios se alimentan de un frío vacío. Casi todas mis primas están casadas con brutos que tienen la misma sensibilidad que un tronco. Nunca aceptaría casarme sólo para cumplir con las convenciones. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Pregunta lo que quieras —dijo Ibn Daud con una mezcla de ansiedad y alivio en la voz.
—Podríamos ser grandes amigos, escribir poesía, cazar o discutir de astronomía juntos, pero ¿estás seguro de que cuando el sol se ponga querrás tener a una mujer entre tus brazos?
—Te he estado deseando desde la tarde. Me sentía confuso e inseguro, pero el tacto de tus manos sobre mis miembros fue una experiencia que repetiría no sólo por las noches, sino también a la luz del día.
Cuando él le acarició la cara, ella volvió a conmoverse y lo abrazó, sintiendo su cuerpo desnudo debajo de la sábana de algodón. Cuando notó que su palmera se agitaba, lo despojó de la sábana y lo abrazó con fuerza. Luego dio un paso atrás y se quitó la bata.
—El ruido de los latidos de tu corazón despertará a toda la casa —se burló ella mientras apagaba la lámpara y se tendía con él sobre la cama.
—¿Estás segura, Hind? ¿Estás segura? —preguntó él, incapaz de seguir controlándose.
Hind asintió con un gesto y él plantó su palmera en el jardín de ella. El dolor que experimentó la joven en los primeros segundos pronto se transformó en una mezcla de dolor y placer. Luego se relajó, y sus cuerpos se unieron en un movimiento ondulante y simultáneo, hasta que llegaron juntos al clímax. Las primas y las doncellas de Hind coincidían en decir que la primera experiencia era la menos placentera de todas. Hind se tendió de espaldas y disfrutó de la placidez que siguió al acto de amor.
—¿Ahora estás segura? —preguntó él mientras se sentaba en la cama y la miraba con expresión inquisitiva.
—Sí, amor mío, lo estoy. ¿Y tú?
—¿Qué quieres decir, diablillo?
—Me refiero a si ha sido tan bonito como con Mansur.
—Ha sido muy distinto, princesa mía, como debe ser. Una granada puede dar tanto placer como una ostra, aunque el sabor de ambas es muy distinto. Si las comparamos, estropeamos el placer que nos dan las dos.
—Quiero advertirte algo antes de que nos casemos, Ibn Daud: si me abandonas por un vendedor de higos guapo y joven, mi venganza será pública y brutal.
—¿Qué harás?
—Te cortaré esos dátiles —respondió ella cogiéndole la palmera— y los haré encurtir.
Ambos se echaron a reír, pero la pasión se encendió una vez más y volvieron a hacer el amor varias veces en la misma noche. Él se durmió antes que ella. Hind contempló su cuerpo dormido durante un largo rato y revivió lo que acababa de experimentar. Le acarició el pelo, esperando despertarlo, pero él no se movió. Su paladar deseaba degustar sus placeres una vez más, pero el sueño, cansado de la espera, acabó por vencer al deseo.
Poco antes del amanecer, Zubayda entró en la habitación sabiendo lo que iba a encontrar. Tapó la boca de su hija con una mano, para evitar que los gritos de sorpresa avergonzaran a su amante, y luego la sacudió hasta obligarla a abrir los ojos. Al ver a Zubayda, Hind se sentó de inmediato en la cama. Su madre le hizo señas para que salieran en silencio de la habitación.
—Lo amo. Quiero casarme con él —murmuró Hind soñolienta mientras cruzaban el patio interior.
—Me alegro mucho de oír esa noticia —respondió su madre—, pero creo que deberíais casaros esta misma tarde.