Zahra fue enterrada al día siguiente. Ama había bañado su cuerpo con amoroso cuidado antes del amanecer. Cuando las brisas de la mañana dieron la bienvenida con su danza a los primeros rayos del sol, el trabajo estaba concluido.
—¿Por qué quiso que fuera yo la que hiciera esto, Zahra? ¿Como último castigo o como gesto definitivo de amistad? Si no hubiese sido por usted, mi señora, me habría casado con el hombre de la montaña que ahora tiene aires de grandeza y se hace llamar al-Zindiq. Le habría dado tres hijos, o incluso cuatro. Le habría hecho feliz. Hablo como una vieja loca. Perdóneme. Supongo que Dios quiso que viviéramos separados. Bueno, ya está lista para su último viaje. ¡Me alegro tanto de que haya vuelto aquí! En Gharnata la hubieran puesto en una caja de madera y le habrían colocado una cruz sobre la tumba. ¿Qué habría dicho Ibn Farid cuando la encontrara en el primer cielo? ¿Eh?
Zahra aguardaba la sepultura tendida en la cama, vestida con una prístina mortaja blanca. La noticia de su muerte había llegado a la aldea. Los campesinos y tejedores, que habían visto en ella a una mujer noble dispuesta a casarse con uno de su clase por amor, la apreciaban tanto que habían ido a la casa antes de iniciar sus actividades diarias, a presentarle sus respetos por última vez y a acompañarla a su lugar de descanso eterno.
Cuatro pares de manos levantaron la cama despacio y la apoyaron sobre cuatro hombros corpulentos: Umar y Zuhayr en la cabecera e Ibn Daud y el fornido hijo veinteañero del Enano a los pies. Al-Zindiq y Miguel sostenían el centro, demasiado viejos para ofrecer sus hombros, pero también demasiado allegados a la anciana como para dejarla exclusivamente en manos de la generación más joven. Yazid caminaba detrás de su padre. La anciana le caía bien, pero como apenas la conocía, no podía afligirse tanto como Hind.
Las mujeres la habían llorado por la mañana temprano. Los lamentos de Ama, mientras cantaba sus alabanzas a Zahra, habían despertado a toda la casa. Ríos de pena habían manado de los ojos de Hind, mientras buscaba consuelo en el regazo de Zubayda. Todas habían hablado de sus cualidades morales, de su comportamiento en la niñez y en la juventud. Luego habían guardado silencio. Nadie había querido mencionar lo ocurrido en Qurtuba ni el hecho de que la anciana había pasado la mayor parte de su vida en el maristan de Gharnata.
La procesión fúnebre avanzaba con deliberada lentitud. El cementerio familiar estaba situado junto a las altas murallas de piedra que rodeaban la casa. Zahra sería enterrada con su familia, en un sitio reservado para ella junto a su madre, muerta sesenta y nueve años antes, pocos días después del nacimiento de su hija. La mujer estaba enterrada a la sombra de una palmera. Del otro lado, yacía Ibn Farid, el padre al que tanto había amado y odiado Zahra. Los alhadices insistían en que los seguidores del Profeta debían ser enterrados con sencillez y, tal como dictaba la tradición, las tumbas no ostentaban señal alguna Se decía que el Banu Hudayl descendía de uno de los compañeros del Profeta, y al margen de que esto fuera o no verdad, hasta los miembros menos religiosos del clan habían insistido en colocar un montículo de barro sobre las tumbas. Los pequeños montecillos, construidos a mano, estaban cubiertos de cuidada hierba y de una maravillosa combinación de flores silvestres.
Zahra fue levantada de la cama y colocada en la tumba recién cavada. Luego Miguel, pensando que aún era Meekal, cogió un puñado de tierra, lo arrojó sobre el cuerpo de su hermana y unió sus manos para rezar a Alá. Todo el mundo le siguió. Después los presentes abrazaron por riguroso turno a Umar bin Abdallah y se marcharon. Cuando Miguel vio persignarse a Juan, el carpintero, recordó su identidad eclesiástica y se arrodilló a rezar.
El obispo de Qurtuba debió de permanecer así un largó rato, pues cuando abrió los ojos se encontró solo junto al fresco montículo de tierra. Sólo entonces perdió la compostura y rompió a llorar. Un viejo dolor reprimido se desbordó en su interior y dos pequeños torrentes se deslizaron por sus mejillas, buscando refugio en su barba. Miguel sabía perfectamente que todo aquel que nace debe morir. Zahra había llegado a cumplir los sesenta y nueve años, de modo que no había motivos para quejarse al Todopoderoso.
Sin embargo, el carácter repentino de la muerte de su hermana lo había sacudido como aquella ocasión, tantos años atrás, en que se había marchado sin decirle adiós. Ansiaba tanto confesarle lo ocurrido después de ese horrible día de ignominia; describir el estallido de pasión que lo había empujado hacia un territorio desconocido, desafiando un venerable tabú, y las horribles consecuencias; discutir por primera vez la muerte de Asma, una muerte que lo había privado de alguien a quien culpar por su propia angustia e infelicidad; hablarle de la culpa que aún permanecía reprimida en algún lugar de su alma, de la desintegración de la vieja estirpe y del nacimiento de su sucesor. Durante los últimos tres días no había pensado en otra cosa. Miguel comprendía que moriría sin haber mantenido una última conversación con el único miembro de la familia que pertenecía al mismo mundo desaparecido, y aquélla era una idea intolerable.
—Todo ocurrió después de que nos dejaras, Zahra —sollozó Miguel en voz baja—. Si te hubieras quedado con nosotros, las cosas habrían sido distintas. Te llevaste contigo la verdad y la generosidad; nos dejaste el temor, la pena y la malicia. Tu ausencia nos alteró a todos. Creo que nuestro padre murió de dolor, pues te echaba de menos mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir. Ha pasado casi medio siglo y aún no he podido hablar de esto con nadie. Este débil corazón mío se estaba preparando para desahogarse contigo, pero tú, hermana mía, has tenido que morirte el mismo día en que me disponía a hablar. Que la paz sea contigo.
Mientras se levantaba y miraba por última vez la tierra que cubría el cuerpo de su hermana muerta, una voz lo sobresaltó, irrumpiendo en su soledad:
—Yo hablé con ella, Excelencia.
—¡Ibn Zaydun!
—Estaba llorando en el otro lado de la tumba, pero no me viste.
Los dos hombres se abrazaron. Luego al-Zindiq le contó a Miguel que Zahra lo había rechazado, que el orgullo del clan Hudayl había recuperado por fin a la hija pródiga, que la auténtica naturaleza del problema había sido disfrazada, que en las semanas previas a su muerte ella había sufrido con el recuerdo de su amor, que había descubierto que sus peores heridas se las había infligido ella misma y que había comenzado a arrepentirse de la ruptura con Ibn Farid y la familia, de la cual se consideraba totalmente responsable.
—Siempre supe que nuestro padre había sido la persona más importante de su vida —dijo Miguel.
La felicidad que sintió Miguel al oír aquella noticia fue tan grande como la tristeza que le había causado a al-Zindiq. El obispo y el escéptico permanecieron inmóviles durante unos segundos, uno frente al otro. Una vez habían pertenecido a la misma civilización, ahora hundida, pero incluso entonces sus universos habían estado separados por un mar invisible. La mujer que había intentado construir un puente entre los dos mundos, y había sido castigada por su esfuerzo, yacía a pocos metros de ellos.
El hecho de que en sus últimos días en la Tierra se hubiera reconciliado con la familia en el fondo de su corazón consolaba a Miguel, mientras que para el triste y amargado al-Zindiq era sólo otra prueba de las arraigadas divisiones que subsistían en al-Andalus y que habían separado a los hijos del Profeta. Habían fracasado en la empresa de construir un monumento a sus tempranos logros.
—Sólo nos resta someternos a la Inquisición —murmuró al-Zindiq para sí—. ¡Ser examinados hasta la médula de nuestros pobres huesos!
Miguel lo oyó, pero guardó silencio.
Mientras los dos hombres regresaban a la casa, uno para unirse a su familia y el otro para desayunar en la cocina, Zuhayr se dirigía a Gharnata. Cabalgaba a buen paso, pero sus pensamientos estaban con aquellos que había dejado atrás. Lo que más le había afectado había sido la despedida de su hermano. Asaltado por un misterioso presentimiento, Yazid temía no volver a ver a su hermano. Había abrazado a Zuhayr con fuerza y había llorado, rogándole que no se marchara a Gharnata al encuentro de una muerte segura. Aquella escena, presenciada por la familia, había hecho llorar a todos, incluido el Enano, cuya reacción había sorprendido a Yazid y le había ayudado a olvidarse del motivo de su pena.
«Siempre recordaré este suelo rojo» —pensó Zuhayr a la salida de la aldea, mientras acariciaba la crin de Khalid. Al llegar a lo alto de una colina, tiró de las riendas de su caballo y se volvió a contemplar al-Hudayl. Más allá de las casas blancas, resplandecientes bajo la luz del sol, alcanzaba a divisar las murallas de la casa donde había nacido.
«Te recordaré siempre: bajo la luz del sol invernal, como hoy; en primavera, cuando el aroma de las flores despierta nuestra vitalidad; en el calor del verano, cuando el suave sonido de una sola gota de agua serena la mente y refresca los sentidos. No olvidaré las gotas de lluvia que asientan el polvo ni la fragancia a jazmines que les sucede.
»Recordaré el sabor del agua de los manantiales de montaña, que llegan hasta nuestra casa, el intenso amarillo de las flores silvestres que coronan el tojo, el embriagador aire de montaña filtrado por los pinos y la majestuosidad de las palmeras, que danzan al compás de las brisas celestiales, el aromático aliento del tomillo, el olor de los leños ardiendo en invierno. Recordaré cómo en los días claros de verano, el cielo azul se rinde a la repentina oscuridad, mientras el pequeño Yazid, con un trozo de vidrio que perteneció a nuestro bisabuelo en la mano, espera pacientemente en la glorieta de la vieja torre que las estrellas se vuelvan visibles una vez más. Allí se queda, contemplando el universo, hasta que nuestra madre o Ama lo obligan a bajar a acostarse».
»Todo esto formará siempre la parte más preciada de mi vida» —dijo Zuhayr para sí.
Luego cogió las riendas, volvió la espalda a al-Hudayl y hundió con suavidad los tobillos en los flancos del caballo. El animal corrió hacia el camino que conducía a las puertas de Gharnata.
En su infancia, Zuhayr había oído miles de leyendas de caballería. El ejemplo de Ibn Farid, cuya espada llevaba consigo, era una pesada carga para sus hombros jóvenes. Aunque sabía que esos días pertenecían al pasado, la fantasía de una última batalla, de una cabalgata hacia lo desconocido, tomando el enemigo por sorpresa y quizás incluso obteniendo una victoria, estaba profundamente arraigada en su alma y era la principal fuente de inspiración de su conducta impulsiva.
Sin embargo, como solía decirse a si mismo y a sus amigos, sus acciones no se fundaban sólo en ilusiones del pasado o sueños de gloria para el futuro. Aunque Zuhayr no fuera el más inteligente de los hijos de Umar y Zubayda, era, sin lugar a dudas, el más sentimental.
Cuando tenía la mitad de la edad de Yazid se había enterado de la destrucción y captura de al-Hama en manos de los cristianos. Al-Hama, la ciudad de los baños, adonde lo llevaban cada seis meses a visitar a sus primos. Para ellos, los baños y los manantiales de agua caliente formaban parte de su vida cotidiana. Para Zuhayr, sin embargo, las visitas a las famosas fuentes donde solía bañarse el propio sultán de Gharnata eran un lujo muy especial. Todos habían muerto: hombres, mujeres y niños habían sido masacrados y sus cuerpos arrojados a los perros junto a las puertas de la ciudad. Los cristianos habían chapoteado en sangre, y a juzgar por sus propios cronistas, habían disfrutado de la experiencia. Todo el reino de Gharnata, incluidos algunos sacerdotes cristianos, se habían horrorizado de la magnitud de la masacre. Un colosal lamento había resonado en la aldea, mientras los ciudadanos corrían a la mezquita a ofrecer sus plegarias por los muertos y a jurar venganza. Aquel día, Zuhayr sólo podía pensar en los primos con los que había jugado a menudo. El brutal asesinato de los dos niños de su edad y de sus tres hermanas mayores lo llenó de dolor y de odio. Recordaba la expresión desconsolada de su padre al darles la noticia: «Han destruido nuestra maravillosa al-Hama. Ahora Isabel y Fernando tienen la llave para entrar a Gharnata. Dentro de poco tomarán nuestra ciudad».
Zuhayr, profundamente enfrascado en sus recuerdos, había comenzado a oír las viejas voces. Mientras Ibn Hasd describía la reacción en el palacio de Gharnata ante las noticias de la masacre de al-Hama, Zuhayr se había imaginado al sultán Abul Hassan. Sólo lo había visto una vez, cuando tenía dos o tres años, pero nunca olvidaría su cara curtida y llena de cicatrices y su cuidada barba blanca. El valeroso aunque imprudente ataque de aquel hombre a la ciudad fronteriza de Zahara había provocado la respuesta de los cristianos. Luego había corrido con sus soldados a salvar el pueblo, pero ya era demasiado tarde y los caballeros cristianos lo habían obligado a retroceder. El sultán había enviado pregoneros a todos los rincones de Gharnata, precedidos de tamborileros y pandereteros, cuya música bulliciosa y siniestra advertía a los ciudadanos que llegaba un mensaje del palacio. La gente se había congregado en las calles, pero los pregoneros se habían limitado a repetir una frase:
«¡Ay de mi al-Hama!».
El recuerdo de aquellas atrocidades enardeció a Zuhayr y el joven comenzó a cantar una balada popular, compuesta en conmemoración de la masacre:
Paseábase el rey moro
por la ciudad de Gharnata
desde Bab al-Ilbira
hasta Bab al-Ramla.
¡Ay de mi al-Hama!
Cartas le fueron venidas
que Alhama era ganada:
las cartas echó en el fuego
y al mensajero matara.
¡Ay de mi al-Hama!
Descabalga de una mula,
y en un caballo cabalga;
por el Zacatín arriba
subido se había al al-Hamra.
¡Ay de mi al-Hama!
Como en el al-Hamra estuvo,
al mismo punto mandaba
que se toquen sus trompetas,
sus añafiles de plata.
¡Ay de mi al-Hama!
Y que las cajas de guerra
apriesa toquen el arma,
porque lo oigan sus moros
los de la Vega y Gharnata.
¡Ay de mi al-Hama!
Los moros que el son oyeron
que al sangriento Marte llama,
uno a uno y dos a dos
juntado se ha gran batalla.
¡Ay de mi al-Hama!
Allí habló un moro viejo,
de esta manera hablara:
«¿Para qué nos llamas, Rey,
para qué es esta llamada?».
¡Ay de mi al-Hama!
«Habéis de saber amigos,
de una nueva desdichada.
que cristianos de braveza
ya nos han ganado al-Hama».
¡Ay de mi al-Hama!
Allí habló un alfaquí
de barba crecida y cana:
«¡Bien se te emplea, buen Rey!
¡Buen Rey, bien se te empleara!».
¡Ay de mi al-Hama!
«Mataste los bencerrajes,
que eran la flor de Gharnata;
cogiste los tornadizos
de Qurtuba la nombrada».
¡Ay de mi al-Hama!
«Por eso mereces, Rey,
una pena muy doblada;
que te pierdas tú y el reino,
y aquí se pierda Gharnata».
¡Ay de mi al-Hama!
La balada le recordó a sus primos muertos. Sus risas resonaron en sus oídos, pero los recuerdos dichosos no duraron mucho. Imaginó sus cuerpos descuartizados y sintió un escalofrío. Mientras cabalgaba más y más deprisa, su corazón pasó de la rabia al desprecio y a la amargura. De repente, se sorprendió a sí mismo desenvainando la espada de Ibn Farid. La sostuvo por encima de su cabeza y se imaginó al frente de la caballería morisca, corriendo a liberar al-Hama.
—¡No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta! —gritó Zuhayr con todas sus fuerzas.
Para su asombro, le respondió un eco formado por docenas de voces. Tiró de las riendas, y caballo y amo permanecieron inmóviles. Mientras guardaba la espada, Zuhayr oyó ruido de cascos y divisó una nube de polvo. ¿Quién podía ser? Por un momento pensó en la posibilidad de que fueran caballeros cristianos y que hubieran respondido a su grito para emboscarlo. Aunque estaba seguro de que nadie podía superar a su caballo, sabía que huir sería una cobardía, un acto contrario a las leyes de la caballería. Esperó a que los jinetes se acercaran al camino y fue a su encuentro. Entonces vio con alivio que los catorce llevaban turbantes con la media luna. Había algo extraño en su atuendo, pero antes de que Zuhayr pudiera precisar de qué se trataba, un extraño, que a juzgar por su edad parecía el jefe del grupo, se dirigió a él:
—La paz sea contigo, hermano. ¿Quién eres y hacia dónde te diriges?
—Soy Zuhayr bin Umar. Vengo de la aldea de al-Hudayl y me dirijo a Gharnata. Doy gracias a Alá porque veo que todos sois seguidores del Profeta. Cuando vi la nube de polvo que levantaban vuestros caballos me asusté. Pero ¿quiénes sois vosotros y hacia dónde vais?
—¡De modo que eres el bisnieto de Ibn Farid! —exclamó el extraño—. Al-Zindiq nos ha hablado mucho de ti, Zuhayr al-Fahl.
Tras estas palabras el desconocido soltó una estruendosa carcajada y sus compañeros lo imitaron. Zuhayr sonrió amablemente, los estudió uno a uno y descubrió lo que le había llamado la atención en un principio: todos llevaban un pendiente de plata con forma de media luna en la oreja izquierda. Su corazón se paralizó y el joven tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar su pánico. Aquellos hombres eran bandidos, y si averiguaban que llevaba monedas de oro en su bolsa, le aliviarían el peso o incluso lo despojarían de su vida. Zuhayr prefería morir en una batalla contra los cristianos, de modo que decidió repetir su pregunta:
—Decís que conocéis a mi maestro al-Zindiq y eso me alegra, pero aún no sé quiénes sois y qué hacéis.
—Cabalgamos por estas tierras —le respondieron con jovialidad—. Hemos renunciado a nuestro orgullo y no tenemos problemas ni preocupaciones. Podemos calmar un torrente rápido o domar un corcel salvaje. Somos capaces de beber una botella de vino sin detenernos a tomar aliento, devorar un cordero mientras se asa en el espetón, tirar de las barbas de un predicador y cantar a nuestro gusto y placer. Vivimos libres de la necesidad de proteger y mantener nuestra reputación, pues carecemos de ella. Todos compartimos un nombre común: el nombre de al-Ma’ari, el poeta ciego que vivió entre Alepo y Dimashk hace cuatrocientos años. Ven a compartir nuestro pan y nuestro vino y aprenderás más de nosotros. Ven, Zuhayr al-Fahl, no te retendremos mucho tiempo.
Zuhayr estaba asombrado por la naturaleza de la respuesta, pero ésta había disipado sus temores. Aquellos hombres eran demasiado excéntricos para ser crueles asesinos. El joven aceptó la invitación y los siguió. Después de recorrer unos pocos kilómetros, llegaron junto a unas rocas que marcaban una entrada secreta. Sus acompañantes las retiraron y continuaron avanzando por un camino. Diez minutos después, llegaron a un campamento armado, una aldea de tiendas estratégicamente situadas junto a un pequeño arroyo. Junto a las puertas de las tiendas había una docena de mujeres y media de niños. Las mujeres molían granos de trigo mientras los niños jugaban un complicado juego con piedras.
El jefe de la banda, que se presentó formalmente como Abu Zaid al-Ma’ari, invitó a Zuhayr a su tienda. El interior era austero, a excepción de la alfombra cubierta con raídos cojines. Mientras se sentaban, entró una joven con una jarra de vino, dos pequeñas hogazas de pan moreno y un surtido de pepinos, tomates, rábanos y cebollas. Dejó todo enfrente de los dos hombres y salió, sólo para regresar poco después con una vasija llena de aceite de oliva. Entonces Abu Zaid la presentó a Zuhayr:
—Mi hija Fátima.
—La paz sea contigo —murmuró Zuhayr, encantado con la apariencia alegre de la joven—. ¿Partirá el pan con nosotros?
—Me uniré a ustedes más tarde, después de comer —respondió Fátima con una mirada rápida a Abu Zaid—. Creo que mi padre quiere hablar con usted a solas.
—Ahora, joven amigo —comenzó Abu Zaid al-Ma’ari una vez que su hija se retiró—, debo decirte que no nos ha unido el destino, sino al-Zindiq. Como ves, somos hombres que vivimos de lo que logramos robar a los ricos. Siguiendo las enseñanzas del gran al-Ma’ari, no hacemos diferencias entre musulmanes, cristianos o judíos. La riqueza no es privativa de una sola religión. Por favor, no temas. Noté la expresión de miedo en tus ojos cuando viste la media luna de plata de nuestra oreja izquierda. Entonces te preguntaste si tu oro estaría seguro, ¿verdad?
—Con franqueza —confesó Zuhayr mientras mojaba el pan en el aceite de oliva—, me preocupaba más mi vida.
—Sí, por supuesto —continuó Abu Zaid—, y tenías razones para preocuparte, pero como te decía, fue el hombre de la cueva de la montaña quien me dijo que te dirigías a Gharnata para embarcarte en una aventura muy arriesgada. Me pidió que intentara detenerte, convencerte de que volvieras a casa o te unieras a nuestra pequeña banda. Estamos pensando en dejar esta región y trasladarnos a las al-Pujarras, donde hay muchos más como nosotros. Allí aguardaremos el momento apropiado, y cuando llegue nos uniremos a la batalla.
—En estos momentos es más difícil hacer nuevos amigos que mantener viejos enemigos —confesó Zuhayr—. Reflexionaré con cuidado antes de decidir si acepto o no su amable propuesta.
El jefe de los bandidos rió y estaba a punto de responder cuando su hija cortó el hilo de sus pensamientos entrando con una jarra de cerámica que contenía café. La seguían tres de sus cinco hermanos. El aroma del café, recién hervido con cardamomo, llenó la tienda y recordó a Zuhayr la casa que había dejado apenas una hora antes. Los recién llegados se sentaron con las piernas cruzadas sobre la alfombra, mientras Fátima servía el café.
—No creo que nuestro joven amigo se una a nuestras filas —informó Abu Zaid a los demás—. Él es un caballero y cree en las reglas de la caballería, ¿no es cierto?
Zuhayr se sintió avergonzado por la rapidez con que había quedado en evidencia.
—¿Cómo puede hablar así, Abu Zaid al-Ma’ari? ¿No acabo de decirle que pensaría antes de tomar una decisión?
—Mi padre sabe juzgar a la gente —intervino Fátima—. En apenas un instante, su instinto le dice si una persona juega al ajedrez con una pieza de más. Resulta obvio, incluso para mí, que usted no es así.
—¿Debería serlo? —preguntó Zuhayr con tono lastimero.
—Lo que es bueno para el hígado suele ser malo para el bazo —respondió ella.
Uno de sus hermanos, que apenas tendría dieciocho años, consideró que Fátima había sido demasiado diplomática.
—Mi padre nos ha enseñado que las personas son como el metal —dijo—. Oro, plata o cobre.
—Sí, eso es cierto —rió Abu Zaid—, pero un caballero podría pensar, y con razón desde su punto de vista, que él es oro, mientras un bandido es cobre. Y ya que discutimos el valor relativo de los metales, dejadme plantear otro dilema a nuestro joven invitado de al-Hudayl. ¿Estás de acuerdo con nosotros en que nada corta el hierro más que el propio hierro?
—¡Por supuesto! —dijo Zuhayr, contento de que la conversación tomara un nuevo rumbo—. No podría ser de otro modo.
—Si admites eso, Zuhayr al-Fahl, no podrás negar mi visión de la guerra contra los ocupantes de Gharnata. Nuestro sultán era de paja, mientras que Cisneros es un hombre de hierro. El viejo estilo de guerra acabó la noche en que los cristianos destruyeron al-Hama. Si queremos vencer, tendremos que aprender de ellos. Sé que al-Zindiq cree que es demasiado tarde, pero podría estar equivocado. Si nuestros desdichados gobernantes hubieran comprendido las enseñanzas de Abu’l Ala al-Ma’ari, al-Andalus podría haberse salvado hace tiempo. De ese modo habrían ganado confianza en si mismos, pero no, prefirieron enviar mensajes a los africanos del norte, suplicando ayuda.
—Los africanos del norte nos salvaron de los cristianos más de una vez, ¿no es cierto?
—Sí, pero la única forma en que ellos podían salvarnos era destruyendo los cimientos de lo que nosotros habíamos construido. Nos salvaron como el león que salva al ciervo de las garras del tigre. El islamismo del que hablaban no era peor ni mejor que el cristianismo:
Nuestros predicadores vacilan, los cristianos se han extraviado,
los judíos están perplejos, los astrólogos caminan en la senda del error.
La humanidad está compuesta por dos clases de hombres:
caballeros iluminados y necios religiosos.
—¿Al-Ma’ari? —preguntó Zuhayr. Todos asintieron—. Os parecéis a al-Zindiq —añadió—. Debéis perdonarme, pero no he leído su obra.
Abu Zaid reaccionó con auténtica furia.
—¿Acaso al-Zindiq no te educó?
—Lo hizo, pero nunca me dio un libro de al-Ma’ari. Se limitaba a recitar su poesía, que es un estimulante mucho más poderoso que vuestro vino de dátiles. ¿Vosotros descendéis de él?
—Antes de morir —respondió Fátima— dejó instrucciones para que se escribiera este verso en su tumba:
El mal que mi padre me hizo a mí,
nunca se lo hice yo a nadie.
»Se sentía tan desdichado por la situación del mundo, que pensó que la procreación era desaconsejable. Creía que era imposible mejorar la especie. Por consiguiente, nosotros decidimos actuar como si fuéramos sus hijos y vivir de acuerdo con sus enseñanzas.
Zuhayr se sentía confuso. Hasta aquel momento había estado convencido de que el camino elegido por él era la única acción digna de un guerrero musulmán, pero aquellos extraños bandidos y el filósofo que los guiaba habían conseguido sembrar una semilla de duda en su mente. Apenas prestaba atención a las palabras de Abu Zaid y de sus seguidores sobre la grandeza del poeta y filósofo librepensador que habían adoptado como su padre.
Zuhayr vacilaba; su mente era un torbellino. Se sentía al borde de un abismo, a punto de perder el equilibrio. De repente, lo asaltó la imperiosa necesidad de regresar a al-Hudayl. Quizás el vino de dátiles se le hubiera subido a la cabeza; tal vez después de algunas tazas de café y de un par de horas en los hammam de Gharnata, su mente volviera a aclararse. Nunca lo sabremos, pues en medio de la neblina intelectual que lo envolvía, Zuhayr los oyó burlarse del Alcorán, y eso era algo que nunca aceptaría. La sangre le subió a la cabeza. Sin embargo, era probable que hubiese oído mal, así que le pidió a Abu Zaid que repitiera sus palabras.
¿Qué es la religión?
Una doncella oculta de tal modo que ningún ojo puede verla.
El valor de sus regalos de boda y de su dote deslumbra a aquel que la corteja.
De toda la noble doctrina que he escuchado proclamar desde el púlpito
mi corazón no ha aceptado jamás una sola palabra.
—¡No, no! —exclamó Zuhayr—. No me refería a su poesía, pues ya la he oído antes. Mencionasteis el Alcorán, ¿no es verdad?
—Sí, fui yo —respondió Fátima mirándolo a los ojos—. A veces, no siempre, Abu’l Ala al-Ma’ari no podía evitar dudar si era realmente la palabra de Dios. Sin embargo, amaba el estilo en que estaba compuesto el Alcorán. Un día se sentó a escribir y creó su propia versión, que llamó al-Fusul wa’-l-Ghayat.
—¡Eso es una blasfemia! —exclamó Zuhayr.
—Los alfaquíes dijeron que era una herejía —explicó Abu Zaid, sereno y con una tímida sonrisa en los labios—, una parodia del libro sagrado. Hasta los amigos del gran maestro dijeron que era inferior al Alcorán en todos los aspectos.
—A lo cual nuestro maestro respondió que, a diferencia del Alcorán, su obra no había tenido oportunidad de pulirse con cuatro siglos de recitaciones.
Aquella inestimable muestra del talento del maestro fue recibida con aplausos y risas. Sin embargo, Abu Zaid, preocupado por la expresión lóbrega de Zuhayr, intentó aliviar la tensión.
—Cuando lo acusaron de herejía, miró a su acusador a los ojos y dijo:
Levanto la voz para pronunciar absurdas mentiras,
pero cuando digo la verdad, casi nadie escucha mis murmullos.
—Dígame, Abu Zaid —preguntó Zuhayr—. ¿Usted cree en nuestra fe?
—Todas las religiones son un laberinto oscuro. Los hombres son religiosos por la fuerza de la costumbre, y no se detienen a preguntarse si aquello en lo que creen es o no verdad. La revelación divina está profundamente arraigada en nuestras mentes. Después de todo, nuestros ancestros no hicieron más que inventar fábulas que luego llamarían religión. Musa, Isa y nuestro propio Profeta, Mahoma, fueron grandes caudillos de su pueblo en épocas difíciles. No creo en nada más que en eso.
Esas palabras forzaron la decisión de Zuhayr. Aquellas personas eran bellacos irreverentes. ¿Cómo podían pretender echar a los cristianos de Gharnata si ellos mismos eran infieles? Una vez más, Zuhayr descubrió con disgusto que Abu Zaid le había leído el pensamiento.
—No entiendes cómo es posible que gente como nosotros pueda vencer a los cristianos, pero deberías preguntarte por qué los más fanáticos defensores de la fe han fracasado en esa misma tarea.
—No pienso discutir más —respondió Zuhayr—. Ya he tomado una decisión. Me marcharé a Gharnata para unirme con mis amigos.
Se levantó, cogió su espada y salió al aire frío del exterior de la tienda, seguido por Fátima y los demás. Se hacía tarde y Zuhayr deseaba llegar a su destino antes de la puesta de sol.
—La paz sea contigo —dijo Abu Zaid, mientras se despedía del muchacho con un abrazo—. Si cambias de idea y quieres unirte a nosotros, dirígete a las al-Pujarras hasta llegar a una pequeña aldea llamada al-Basit. Allí, menciona mi nombre a la primera persona que veas, y antes de que pase un día, yo me encontraré contigo. ¡Que Dios te proteja!
Zuhayr montó en su caballo, saludó llevándose una mano a la frente, y pocos minutos después volvió a encontrarse en el camino que conducía a Gharnata. Se alegraba de estar solo otra vez, lejos de la bochornosa compañía de herejes y ladrones. Había disfrutado de la experiencia, pero se sentía tan sucio como después de estar con Umayma. Expandió el pecho e inspiró el aire fresco de la montaña, como si quisiera limpiarse por dentro.
Al llegar a lo alto de una colina, divisó la ciudad. En los viejos tiempos, cuando cabalgaba hacia la corte con el séquito de su padre, se detenían allí para recrearse con la vista. Entonces, su padre solía contarle un cuento de la época del sultán Abul Hassan. Luego corrían colina abajo con infantil desenfreno hasta llegar a las puertas de la ciudad, donde recuperaban su aire de dignidad. Por un instante, Zuhayr sintió la tentación de descender a toda velocidad, pero el sentido común prevaleció. Había soldados cristianos apostados en todas las entradas de la ciudad y debía comportarse con toda la calma de que fuera capaz. Mientras se aproximaba a las puertas de Gharnata, se preguntó qué habría pensado Ibn Daud de su extraño encuentro con los bandidos. Ibn Daud creía saberlo todo, pero ¿había oído hablar de al-Ma’ari?
Los centinelas cristianos miraron con aire severo al joven que se dirigía hacia ellos. Por la calidad de sus ropas y por el turbante de seda que llevaba en la cabeza, adivinaron que era un noble, un caballero moro que probablemente iría a visitar a su amante. Por otra parte, el hecho de que no se esforzara por disimular su espada los indujo a pensar que no se trataba de un criminal resuelto a asesinar a alguien. Zuhayr notó que lo observaban y aminoró el paso, pero los soldados no se molestaron en detenerlo. Los saludó con una pequeña inclinación de la barbilla, un gesto heredado de su padre. Los soldados sonrieron y le hicieron señas para que siguiera adelante.
En el interior de la ciudad, Zuhayr recuperó la serenidad. La confusión provocada por su encuentro con los herejes ahora le parecía un sueño extraño. En los viejos tiempos, o incluso un mes antes, Zuhayr se habría dirigido directamente a la casa de su tío, Ibn Hisham. Sin embargo, aquel día no podía ni pensar en hacerlo, no porque Ibn Hisham se hubiera transformado en Pedro al-Gharnata, un converso, sino porque Zuhayr no deseaba poner en peligro a la familia de su tío.
La docena de seguidores de su causa habían llegado a Gharnata el día antes, y aquellos que no tenían amigos ni parientes en la ciudad se alojaban en habitaciones del funduq. Le parecía extraño hospedarse en un albergue en una ciudad que conocía tan bien y que estaba llena de amigos y parientes; sin embargo, intentó concentrarse en lo que esperaba conseguir. En aquella visita a Gharnata no deseaba sentirse cómodo, sino recordar durante cada minuto del día o de la noche cuál era su misión allí. En su fantasía, Zuhayr se veía a sí mismo como el abanderado del contraataque que los auténticos fieles emprenderían contra el nuevo Estado en construcción, contra la diablesa Isabel y el lascivo Fernando, contra el perverso Cisneros, contra todos ellos.
Aquella misma tarde, los amigos de Zuhayr fueron a darle la bienvenida a la ciudad. Le habían reservado una de las habitaciones más cómodas. Una lámpara de bronce de seis brazos, decorada con un dibujo inusualmente intrincado, colgaba del techo, irradiando una luz tenue. En el centro de la habitación había un brasero de cerámica lleno de carbón encendido. En un rincón se encontraba una bonita cama, cubierta con una colcha de seda de color verde y malva. Los ocho jóvenes presentes estaban sentados sobre una gigantesca alfombra para rezar, que cubría el suelo en el extremo opuesto a la cama.
Zuhayr los conocía bien, pues habían crecido juntos. Allí estaban los dos hermanos de la familia del mercader de oro, Ibn Mansur; el hijo del herbario Mohammed bin Basit; Ibn Amin, el hijo menor de un médico judío que servía al capitán general, y tres de los cuatro mozos de al-Hudayl que habían llegado a Gharnata la tarde anterior. La reconquista no había cambiado la vida de aquellos jóvenes. Hasta la llegada del hombre con sombrero de obispo y corazón de hierro habían continuado llevando una vida despreocupada. Jiménez de Cisneros los había obligado a pensar con seriedad por primera vez en sus vidas. En cierto modo, deberían estarle agradecidos. Sin embargo, el prelado había amenazado su estilo de vida y por eso lo odiaban.
La naturaleza no había previsto que ninguno de aquellos hombres fuera un conspirador. Al entrar en la habitación de Zuhayr todos estaban nerviosos y cohibidos, con expresiones melancólicas. Al ver el estado en que estaban, Zuhayr intentó hacerlos sentir cómodos iniciando una ronda de reconfortantes cotilleos. Después de discutir durante unos minutos la vida privada de sus contemporáneos, todos se mostraron más alegres, como si hubieran recuperado su antigua personalidad.
Ibn Amin era el único que no participaba en la animada discusión que se desarrollaba a su alrededor. Ni siquiera escuchaba a los demás, porque sólo podía pensar en los horrores que les aguardaban. Por fin habló con indignación en la voz:
—Cuando hayan acabado con nosotros, no nos quedarán ojos para llorar ni lenguas para gritar. Si el capitán general estuviera solo, nos dejaría en paz. El problema es el obispo.
Este comentario despertó una retahíla de quejas. Inquisidores de Kashtalla habían sido vistos en la ciudad haciendo preguntas sobre la autenticidad de las conversiones. Habían apostado espías en las casas de los conversos, para ver si iban a trabajar en viernes, con qué frecuencia se bañaban o si circuncidaban a los niños recién nacidos. También habían oído hablar de varios incidentes con soldados que insultaban o molestaban a las mujeres musulmanas.
—Desde que ese maldito cura llegó a la ciudad —dijo Ibn Basit, el hijo del herbario—, han estado haciendo un inventario de las riquezas y propiedades de moros y judíos. Es evidente que nos lo quitarán todo si nos negamos a convertirnos.
—Mi padre dice que incluso si nos convertimos, hallarán otras formas de robarnos nuestras propiedades —dijo Salman bin Mohammed, el mayor de los hijos del mercader de oro—. Mirad lo que ha hecho con los judíos.
—Esas sanguijuelas de Roma que se nombran papas a si mismos serían capaces de vender a la mismísima Virgen María para llenarse los bolsillos —murmuró Ibn Amin—. La Iglesia española se limita a seguir el ejemplo de su Santo Padre…
—¡Pero a costa nuestra! —dijo Ibn Basit.
Desde la caída de Gharnata, Zuhayr había sido testigo mudo de innumerables discusiones como aquéllas, tanto en Gharnata como en al-Hudayl. Por lo general, su padre, su tío o alguno de los ancianos de la aldea dirigía el debate con oportunas intervenciones. Zuhayr estaba cansado. El viento comenzaba a colarse por los postigos de la ventana y el brasero pronto se quedaría sin carbón. Los criados del funduq se habían ido a la cama. Zuhayr quería dormir, pero sabía que la conversación podría prolongarse hasta la madrugada bajo la luz temblorosa de la lámpara, a menos que él forzara el desenlace e insistiera en la necesidad de tomar ciertas decisiones aquella misma noche.
—Como veis, amigos míos, no somos personas difíciles de comprender. Es cierto que aquellos de nosotros que vivimos en el campo nos hemos recluido en un mundo muy distinto al de la ciudad. Aquí, vuestra vida gira en torno al mercado, mientras que nuestros recuerdos y esperanzas están conectados con la tierra y con los que la trabajan. Con frecuencia, las cosas que complacen a la gente de campo a vosotros os dejan indiferentes. Hemos cultivado la tierra durante siglos, produciendo comida para Qurtuba, Ishbiliya y Gharnata. Esto a su vez enriqueció las ciudades y así surgió una cultura que los cristianos podrán quemar pero no igualar. Abrimos las puertas, y la luz que proyectaron nuestras ciudades iluminó a todo el continente. Ahora quieren quitárnoslo todo. No nos reconocen ni siquiera el derecho a vivir en paz en pequeñas zonas aisladas. Por eso nos hemos reunido aquí esta noche. Los pueblos y las ciudades sufrirán la misma muerte. Vuestros comerciantes y artesanos, nuestros tejedores y campesinos…, todos están condenados a la extinción.
Los demás lo miraron con asombro. Al-Fahl había madurado tanto, que era casi imposible reconocerlo. El joven notó una nueva expresión de respeto en los ojos de sus amigos. Sabía que si dos años antes hubiera hablado así, uno de ellos habría soltado una carcajada y propuesto una visita al burdel masculino, para que aquellas ideas encumbradas fueran superadas por una coreografía más activa. Sin embargo, aquel día las cosas eran distintas. Intuían que Zuhayr no estaba interpretando un papel y conocían los motivos que habían provocado una transformación en todos ellos. Sin embargo, aquellos jóvenes no podían sospechar que el curioso encuentro de Zuhayr con los bandidos había aguzado su inteligencia y alertado sus sentidos más incluso que la tragedia de al-Andalus. Zuhayr consideró que había llegado el momento de revelar su plan:
—Hemos tenido muchas discusiones en nuestra aldea. En este momento, hay veinte voluntarios de al-Hudayl en la ciudad. Aunque el número parezca pequeño, todos nos esmeraremos para dar lo mejor de nosotros. Lo primero que debemos hacer es crear una fuerza de trescientos o cuatrocientos caballeros que desafíen a los cristianos a un combate armado, todos los días en Bab al-Ramla. La visión de este conflicto enardecerá al populacho y tendremos una rebelión antes de que puedan mandar a buscar refuerzos. Pelearemos la batalla de la que huyó nuestro sultán.
Ibn Basit rechazó el plan sin contemplaciones.
—Zuhayr bin Umar, esta noche me has sorprendido dos veces: primero por tu inteligencia y luego por tu estupidez. Coincido contigo en que los cristianos quieren destruirnos por completo, pero tú sólo conseguirás ponérselo más fácil. Quieres que nos disfracemos y juguemos su mismo juego. La caballería es historia pasada…, eso siempre y cuando haya existido alguna vez y no sea un invento de los cronistas. Incluso si los derrotáramos, aunque no creo que nuestra pasión pueda competir con sus dotes de carniceros, nada cambiaría. Nada en absoluto. Nuestra única esperanza es reunir a los hombres y llevarlos a las al-Pujarras. Desde allí podremos enviar embajadores a establecer vínculos con fieles de Balansiya y otras ciudades y preparar una rebelión que estalle simultáneamente en toda la península. Ésta es la señal que espera el sultán de Estambul. Entonces nuestros hermanos vendrán en nuestra ayuda.
Zuhayr miró a su alrededor, buscando apoyo, pero no encontró ninguno. Entonces habló Ibn Amin:
—Tanto Ibn Basit como mi viejo amigo Zuhayr viven en un mundo de fantasías. La visión de Basit es más práctica, pero igualmente alejada de nuestra realidad. Mi propuesta es muy sencilla: cortémosle la cabeza a la serpiente. Sin duda vendrán otros en su lugar, pero tendrán más cuidado. Lo que sugiero es simple y fácil de conseguir. Propongo que tendamos una emboscada a Jiménez de Cisneros, que lo matemos y colguemos su cabeza de las murallas de la ciudad. Sé que tiene una escolta de soldados, pero no son muchos, y nosotros contamos con la ventaja de la sorpresa.
—Es una idea indigna —dijo Zuhayr con tono lóbrego.
—Pero me gusta —repuso Ibn Basit—. Tiene un gran mérito: que podemos llevarla a cabo nosotros solos. Sugiero que preparemos nuestro plan con cuidado durante los próximos días y que volvamos a reunirnos para concretar el momento y el método adecuados.
La propuesta de Ibn Amin había animado la velada y todos los presentes comenzaron a hablar con pasión. Zuhayr les pidió que reflexionaran sobre el futuro y los previno del peligro de repetir lo sucedido en al-Hama en el barrio antiguo de Gharnata. Entonces podrían decir adiós a la ilusión de la victoria y a la posibilidad de obtener el apoyo de los dominicos. Si Cisneros moría, se convertiría en un mártir. Roma lo beatificaría e Isabel vengaría la muerte de su confesor con una orgía de sangre que haría palidecer los sucesos de al-Hama. A pesar de la fuerza intelectual de sus argumentos, Zuhayr se encontró totalmente solo. Incluso sus seguidores de al-Hudayl estaban impresionados por la absoluta simplicidad del plan para asesinar a Cisneros. Aquel infundado entusiasmo hizo que por fin se diera por vencido: no participaría en un asesinato que atentaba contra todas las reglas de la caballería, pero tampoco obstaculizaría sus planes.
—Eres demasiado sensible y orgulloso —le dijo Ibn Basit—. Los viejos tiempos no regresarán nunca. Estás acostumbrado a que te laven las camisas en agua de rosas y a que te las sequen espolvoreándolas con lavanda, pero te aseguro que si no decapitamos a esas bestias que Alá ha enviado para poner a prueba nuestras fuerzas, nos ahogaremos en sangre.
Cuando todos se marcharon, Zuhayr se lavó y se metió en la cama. Sin embargo, se sentía incapaz de conciliar el sueño y volvió a sumergirse en un mar de dudas. Quizás debería salir de la ciudad y unir su destino al de los al-Ma’aris, o tal vez debería volver a casa y advertir a su padre de la catástrofe que los amenazaba a todos. La tercera posibilidad que cruzó por su mente le causó auténtico horror: ¿Acaso debía huir a Qurtuba y pedirle al tío abuelo Miguel que lo bautizara?