CAPÍTULO 8

Las casas blancas de la aldea ya no se veían sobre la cuesta de la montaña, pero el destello de las lámparas de aceite que colgaban de los portales tenía un aire mágico desde el sitio donde estaba sentado Yazid. Él sabía que las luces no se apagarían hasta que los hombres y mujeres que lo rodeaban regresaran a sus hogares.

El patio exterior estaba atestado de visitantes, sentados en un amplio círculo sobre las gruesas alfombras desplegadas sobre la hierba. De vez en cuando, una pequeña llama iluminaba la cara de al-Zindiq o de Miguel, que estaban en el centro del círculo. El fuego que ardía en los hornillos los mantenía en calor. Al comienzo del debate había al menos doscientas personas presentes.

Aquella familia que durante siglos no había tenido que ocuparse de asuntos más importantes que los placeres de la caza, la calidad del escabeche usado por los cocineros para adobar la carne de cordero o las nuevas artes llegadas a Gharnata desde China, ahora debía enfrentarse a la historia.

Miguel había descollado durante toda la velada. Al principio había afirmado con tono cínico y mordaz que el éxito de la Iglesia católica, su superioridad en la práctica, obedecía al hecho de que nunca había intentado endulzar el sabor de su amarga medicina. No le preocupaba defraudar, no buscaba popularidad, no disfrazaba su auténtica naturaleza para agradar a sus seguidores. Era horriblemente franca, sacudía al hombre y le gritaba al oído: «Naciste cubierto de excrementos y vivirás entre ellos, pero podremos perdonarte por ser tan impuro, vil y repulsivo si te arrodillas y rezas suplicando el perdón todos los días. Deberás soportar tu penosa y patética existencia con ejemplar humildad. La vida es y será un tormento. Lo único que puedes hacer es salvar tu alma, y si lo haces y ocultas tu descontento, se te concederá la redención. De ese modo conseguirás que tu vida en la Tierra sea apenas algo menos inmunda que el día en que naciste. Sólo los condenados buscan la felicidad en el mundo».

Miguel hizo una pausa y estudió a su público, que parecía hipnotizado y lo miraba con pasmo. Con voz suave y serena los había paseado por su pasado, recordándoles no sólo las glorias del Islam, sino también las derrotas, el caos, los despotismos palaciegos, las mortíferas guerras y la inevitable autodestrucción.

—Si nuestros califas y sultanes querían que las cosas permanecieran igual, deberían haber modificado su forma de gobernar estas tierras. ¿Creéis que me ha gustado cambiar de religión? Como ya habéis visto, esta noche he hecho enfadar a parte de mi propia familia, pero he llegado a un punto en que ya no puedo seguir ocultando la verdad.

»Amo esta casa y esta aldea, y justamente porque deseo que ambas subsistan y que vosotros prosperéis os pido, una vez más, que penséis con seriedad. Ya es tarde, pero si hacéis lo que os digo, todavía podréis salvaros. Al final todos os convertiréis, pero entonces la Inquisición estará aquí y os interrogarán para decidir qué conversión es legítima y cuál falsa. Puesto que entre sus objetivos se incluye el de confiscar vuestras tierras para la Iglesia y la corona, los inquisidores se concederán a si mismos el beneficio de la duda. Yo no puedo obligaros, pero aquellos que me sucedan no serán tan benevolentes.

Aunque sus palabras no contaban con la simpatía popular, la mayoría de los presentes sabían que Miguel estaba más cerca de la verdad que los fanáticos que querían iniciar una guerra, pues tras la aparente calma que reinaba en la casa señorial, se ocultaba una gran tensión.

Casi todos los que tenían hijos pequeños se habían marchado poco después de los discursos de apertura, pero Yazid seguía despierto, disfrutando de cada instante de la reunión. Estaba sentado junto a su madre y compartía con ella una amplia capa de lana. Al otro lado estaba su hermana Hind, cuya impetuosidad, fiel reflejo de la ascendencia bereber de su familia materna, había sorprendido a todos menos a Yazid. Hind había interrumpido a su tío abuelo varias veces, había reído con sarcasmo sus bromas fallidas y murmurado alguna obscenidad ocasional, que transportada por el aire de la noche, había merecido los aplausos de las mujeres de la aldea. Miguel le había respondido sin ira, admirando en secreto su valor y proclamando en público su amor por ella. Sin embargo, la respuesta de Hind a la declaración de su tío había ido demasiado lejos, dejándola sin aliados:

—Cuando una serpiente dice que me quiere, me la pongo de collar.

Ama se había reído con ganas, sorprendiendo a Yazid, que sabía cuánto desaprobaba la conducta de Hind. Sin embargo, la vieja niñera se había quedado sola. Aunque Miguel no era especialmente popular, ese tipo de descortesía no agradaba a los aldeanos, que la consideraban una falta de hospitalidad hacia el hijo de Ibn Farid. La comparación con una serpiente había molestado a Miguel, que, afectado por la malicia del comentario, no había podido evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas.

Las lágrimas de su tío habían conmovido también a Umar y éste había mirado a su esposa con expresión ceñuda. Descifrada la señal, Zubayda había reñido a Hind, amenazando con casarla con el tonto de su primo Juan si no controlaba su lengua de inmediato. El chantaje había surtido un sensacional efecto: Hind se había acercado a su tío para disculparse en su oído y éste le había sonreído mientras le acariciaba la cabeza. Una vez restablecida la paz, los criados habían servido café.

Hind no estaba apesadumbrada, pues había conseguido dejar clara su opinión ante los aldeanos y, sobre todo, ante el extraño sentado en el medio. Ibn Daud, tesoro de ojos verdes de al-Qahira y objeto de sus desvelos, estaba abstraído en sus propios pensamientos. El joven estaba impresionado con Hind desde antes que Yazid desvelara el secreto de su hermana. Su arrebatada insolencia y sus rasgos afilados y pícaros lo habían hechizado, pero aquella noche estaba distraído por el debate. Aunque había sonreído a los insolentes ataques de Hind a su tío abuelo, sus preocupaciones se centraban en las sensatas reflexiones de al-Zindiq.

Al-Zindiq, al contrario que Miguel, había atacado con furia las creencias y supersticiones cristianas. Se había burlado de la vieja Iglesia por su incapacidad para resistir las presiones paganas. ¿Por qué otra razón Isa se había convertido en una divinidad y su madre en un objeto de culto? El profeta Mahoma, por el contrario, había rechazado esas mismas presiones, había resistido a la tentación y desautorizado la veneración de tres diosas mujeres. Sin embargo, aquella noche al-Zindiq no estaba dispuesto a llegar más lejos. No defendió al Islam con la vehemencia intelectual que le había hecho famoso y que todos esperaban de él. Era un hombre demasiado honesto para contradecir las afirmaciones de Miguel, que por otra parte consideraba irrefutables, y se limitó a alentar a sus correligionarios, recordándoles que una estrella que se apagaba en un firmamento puede iluminarse en otro. Describió las victorias musulmanas en Estambul con detalles tan gráficos que su público se estremeció con una oleada de orgullo colectivo. En lo referente a la decadencia de al-Andalus, no daba demasiado crédito a las explicaciones populares.

—¿Recordáis la historia del sultán de Tlemcen y del Hombre Santo? El sultán recibió a Abu Abdallah al-Tunisi ataviado con sus mejores galas. «¿Es lícito que rece con las ropas refinadas que llevo?», le preguntó a su instruido visitante. Entonces Abu Abdallah rió y explicó su reacción con las siguientes palabras: «Oh arrogante sultán, me río de la debilidad de tu intelecto, de tu ignorancia sobre ti mismo y tu estado espiritual. Para mi, eres como un perro que olfatea la sangre de los cadáveres y come porquería, pero levanta la pata al orinar para no mancharse el cuerpo. Me interrogas sobre tus ropas cuando los sufrimientos de los hombres pesan sobre tu conciencia». El sultán rompió a llorar, renunció a su cargo y se convirtió en un fiel seguidor del Hombre Santo.

Al-Zindiq concluyó su relato en medio de gritos de «Wa Alá» y emotivas exclamaciones que apoyaban su teoría de que, si los reyes musulmanes de al-Andalus no se hubieran comportado de aquel modo, los seguidores del Profeta no se encontrarían en tan triste estado. Al-Zindiq, que había esperado aquella reacción, ahora se dirigió a los demás con absoluta franqueza:

—Suena bien, ¿verdad?, pero ¿acaso la religión podría habernos salvado? No lo creo. Ninguna relación puede cambiar las costumbres de los reyes, a menos que esté basada en algo más, en algo que nuestro gran maestro Ibn Khaldun llamaba solidaridad. Nuestras derrotas se deben a nuestra incapacidad de preservar la unidad de al-Andalus. Permitimos que cayera el califato y que en su lugar crecieran malezas venenosas, hasta cubrir la totalidad de nuestro jardín. Los grandes señores se abalanzaron sobre al-Andalus y se lo dividieron entre si. Cada uno de ellos se convirtió en un gran pez en medio de un pequeño estanque, mientras los reinos cristianos experimentaban el proceso opuesto. Fundamos numerosas dinastías, pero no hallamos el modo de gobernar a nuestro pueblo de acuerdo con los dictados de la razón. No supimos promulgar leyes políticas que protegieran a nuestros ciudadanos de los caprichos de gobernantes arbitrarios. Nosotros, un pueblo privilegiado que se destacó sobre el resto del mundo en ciencias, arquitectura, medicina y música, no pudimos encontrar un camino hacia la estabilidad ni un gobierno basado en la razón. Ésa fue nuestra debilidad y los cristianos del mundo han aprendido de nuestros errores. Sólo ésa, y no la forma de vestir de nuestros soberanos, ha sido la maldición del Islam en estas tierras. Sé que algunos de vosotros pensáis que llegará ayuda de Estambul, pero yo no lo creo, amigos míos. Pienso que los turcos se apoderarán del este y dejarán que a nosotros nos devoren los cristianos.

Umar estaba impresionado por las palabras de Miguel y las de al-Zindiq, pero se sentía fatigado. Le preocupaban asuntos más urgentes de la familia, que no le habían permitido concentrarse del todo durante la reunión. Quería dar por concluida la asamblea, pero algunas tradiciones habían adquirido un valor casi religioso y las reglas del debate estaban entre ellas. En un tono desalentador, Umar preguntó si alguien más deseaba hablar, y muy a su pesar, un viejo tejedor se puso de pie.

—La paz sea con vosotros y que Dios proteja a Umar bin Abdallah y a su familia —comenzó el tejedor—. He oído con atención a Su Excelencia, el obispo de Qurtuba, y a Ibn Zaydun, quien se hace llamar al-Zindiq. Aunque no poseo sus conocimientos, deseo señalar sólo una cosa: creo que nuestra derrota se decidió cien años después de que Tarik ibn Ziyad atracara su barco en la roca que ahora lleva su nombre. Cuando dos de nuestros generales llegaron a las montañas que los francos conocen como Pirineos, subieron a la cima y contemplaron las tierras de los galos. Luego se miraron entre sí, y aunque no pronunciaron una sola palabra, ambos pensaron lo mismo: que si querían proteger al-Andalus, tendrían que ganarse el territorio de los francos. Lo intentamos, no cabe duda. Conquistamos muchas ciudades, pero el enfrentamiento más decisivo de nuestra historia fue aquel entre nuestro ejército y el de Carlos Martel, junto a la ciudad llamada Poitiers. Aunque muy pocos estarán dispuestos a reconocerlo, aquel día no perdimos sólo la oportunidad de ganar el reino de los francos, también perdimos al-Andalus. La única forma de preservar estas tierras para nuestro Profeta habría sido construir una mezquita en Nôtre-Dame. Eso es todo lo que quería decir.

Umar le agradeció profusamente que les hubiera brindado una visión más amplia del atolladero en que se encontraban y dio las buenas noches a todos los presentes.

Mientras la concurrencia comenzaba a dispersarse, Ama cogió a Yazid de la mano para conducirlo a su habitación, pero antes reparó en que un grupo inusualmente grande de hombres estrechaba la mano de Miguel con misterioso fervor. Entre ellos estaba su hermano natural, Ibn Hasd. Al verlos juntos, Hind notó la asombrosa semejanza que había entre los dos hombres si se los miraba de perfil. Zubayda estaba junto a su esposo, intercambiando saludos con los hombres y mujeres de la aldea.

Umar, a diferencia de su padre y de su abuelo, guardaba unas relaciones sociales, incluso amistosas, con los campesinos y tejedores de al-Hudayl. Asistía a sus bodas y funerales y exhibía un conocimiento de los nombres y número de hijos de cada familia que asombraba y complacía a sus miembros.

—Este señor es nuestro verdadero señor —solía decirle un tejedor a su esposa—, de eso no cabe duda. Se beneficia de nuestro trabajo, tal como hicieron antes sus antepasados, pero es un hombre decente.

Sin embargo, aquella noche no había tiempo para cumplimientos. Umar estaba impaciente. No había hablado mucho durante la discusión y estaba ansioso por quedarse solo. Durante la cena, que se había servido temprano a causa de la reunión, Zubayda le había informado que su primogénito estaba comprometido en un asunto tan precipitado e imprudente que temía por su vida. Las criadas le habían contado que Zuhayr estaba reclutando jóvenes para «la lucha». Zuhayr no se había presentado a la cena, y un mozo de cuadra les había dicho que el joven amo se había marchado en su caballo favorito sin precisar su destino. Lo único que sabía era que Zuhayr al-Fahl llevaba dos mantas consigo. Cuando el mozo se marchó, Hind no pudo reprimir una sonrisa. Aquello era todo lo que Umar necesitaba para llegar a una conclusión.

—¡Maldito insolente! Su tío abuelo va a debatir un asunto de vida y muerte para nuestra familia, nuestra fe y nuestro futuro con su gran amigo Ibn Zaydun, ¿y dónde está el joven caballero? ¡En la ladera de alguna colina, ocupado en preñar a alguna desdichada doncella!

Desde el interior de la casa, Zuhayr observaba las despedidas, arrepentido de no haber estado allí para aquella importante ocasión. Se sentía hastiado y lleno de disgusto por su propia falta de disciplina y por sus afinidades con el reino animal, pero Umayma era tan distinta a las pintarrajeadas putas de Gharnata, con sus carnes manoseadas por los hombres a toda hora del día y de la noche… Ella lo hacía sentir irresponsable, excitaba su sensualidad y nunca pedía ni esperaba nada a cambio. Era su última oportunidad para estar con ella, pues tres meses después la joven se casaría con Suleimán, el tejedor bizco y calvo que hilaba la mejor seda de la aldea, pero que difícilmente podía competir con él, Zuhayr, en las artes verdaderamente importantes.

—¿Y bien? —dijo Umar sobresaltando a su hijo—. ¿Dónde estabas? No tiene importancia que perdieras la cena, ¿pero cómo se te ocurre dejar de asistir a un debate en momentos como éste? Los aldeanos notaron tu ausencia. Ibn Hasd y Suleimán, el tejedor, me preguntaron por tu salud.

—La paz sea contigo, padre —murmuró Zuhayr, intentando disimular su inquietud—. Salí con unos amigos. Fue una velada inocente, padre. Te lo aseguro.

Umar miró a su hijo y no pudo reprimir una sonrisa. Aquel chico no sabía mentir. Al ver a su hijo frente a él, mirándolo con esos ojos de color marrón claro como los de su madre, sintió que lo embargaba la emoción. En una época habían estado muy unidos. Umar le había enseñado a montar, a cazar y a nadar en el río. En su infancia, Zuhayr solía acompañar a su padre a la corte de la al-Hamra, pero ahora Umar sentía que lo había dejado demasiado tiempo solo, sobre todo desde el nacimiento de Yazid. ¡Qué distintos eran, y cuánto los amaba a los dos!

Umar se dejó caer sobre un cojín grande.

—Siéntate, Zuhayr. Tu madre me explicó que has hecho planes. ¿Por qué no me los cuentas?

La cara de Zuhayr se ensombreció y de repente el joven pareció mucho mayor de lo que era.

—Me marcho, padre. Quería irme esta noche, pero Yazid ya está dormido y no quiero irme sin despedirme de él. Me marcho a Gharnata. No puedo permitir que los frailes nos entierren vivos. Debemos actuar ahora, antes de que sea demasiado tarde. Los planes para una insurrección ya están en marcha. Es un duelo con el cristianismo, padre. Mejor morir luchando que vivir como esclavos.

El corazón de Umar comenzó a latir con fuerza. Tuvo una visión: un enfrentamiento con los soldados del capitán general, confusión, espadas en alto, disparos, y su Zuhayr tendido sobre la hierba con un agujero en la cabeza.

—Es un plan descabellado, hijo mío. La mayoría de estos hombres jóvenes que despotrican en los baños de Gharnata huirán en cuanto vean a los castellanos. Déjame terminar. No dudo de que encontrarás unos cuantos centenares que combatirán a tu lado. La historia está llena de jóvenes tontos que se emborrachan con la religión y se precipitan a luchar contra los infieles. Es mucho más sencillo beber veneno y morir serenamente debajo de un árbol, junto al río. Pero es preferible vivir, hijo mío.

Aunque Zuhayr también tenía dudas, sabía que no debía confiárselas a su padre. No quería que lo convencieran de que abandonara el plan que él y sus amigos venían urdiendo desde la fogata del Bab-al Ramla.

—Al contrario de lo que puedas creer, padre, no abrigo grandes esperanzas sobre el resultado de nuestra rebelión, pero aun así, creo que es necesaria.

—¿Para qué?

—Para que la situación permanezca igual en el reino de Gharnata. Aunque ahora estamos mal, las cosas empeorarán si nos entregan a los animales de Torquemada, a quienes ellos llaman sacerdotes y familiares. Si nuestro último sultán, que Dios le maldiga, no se hubiera rendido sin luchar, las cosas habrían sido diferentes. Isabel nos trata como a perros azotados. Nuestro desafío les demostrará a ellos y a los demás seguidores de nuestra fe que moriremos de pie, no de rodillas; que todavía queda vida bajo las ruinas de nuestra civilización.

—¡Imprudente! ¡Eres un joven imprudente!

—Pregúntale a Ibn Daud lo que vio en Sarakusta y en Balansiya, cuando venía hacia Gharnata. Todos los musulmanes que huían de los cristianos decían lo mismo.

Umar no pudo evitar sentirse orgulloso de su hijo. Había subestimado a Zuhayr.

—¿De qué hablas, chico? No es propio de ti hablar con acertijos.

—Hablo de las expresiones en las caras de los sacerdotes cuando partían a supervisar la tortura de los inocentes y a crear nuevos huérfanos en las mazmorras de la Inquisición. Si no luchamos ahora, lo destruirán todo, padre. Todo.

—Es probable que lo destruyan todo de cualquier modo, tanto si lucháis como si no lo hacéis.

—Quizás.

Umar sabía que, en el fondo, las dudas atormentaban a Zuhayr y comprendía el dilema de su hijo. Después de alzar la voz en la mezquita y de jactarse de futuras victorias ante sus amigos, el joven se sentía atrapado. Umar decidió impedirle marchar.

—Todavía eres muy joven, Zuhayr. A tu edad, la muerte no es más que una ilusión, y no permitiré que malgastes la vida. Ahora que he decidido que la conversión es imposible, puede pasarme cualquier cosa. ¿Y quién cuidará entonces de tus hermanas y de tu madre? ¿Yazid? Nos han despojado del poder y de la autoridad, pero nuestras tierras siguen intactas. Podemos disfrutar de nuestra riqueza en paz y con dignidad. ¿Qué tienen los castellanos contra al-Hudayl? Sus ojos están fijos en el nuevo mundo, en sus montañas de oro y de plata. Nos han vencido y la resistencia es inútil. ¡Te prohíbo marcharte!

Zuhayr nunca había combatido en una batalla. Su experiencia se limitaba al entrenamiento intensivo en las artes de la guerra que había recibido cuando era un niño. A su destreza como espadachín se sumaba su osadía como jinete, famosa entre los que asistían a los torneos organizados en Gharnata para celebrar el cumpleaños del Profeta. Sin embargo, no podía olvidar que aún no se había enfrentado nunca con un enemigo real.

Al mirar la expresión lóbrega de su padre, Zuhayr se dio cuenta de que era su última oportunidad para cambiar de idea. Podía informar a sus compañeros que su padre le había prohibido que saliera de la casa. Umar era un hombre muy respetado y todos lo comprenderían… ¿O no? Zuhayr no podía soportar la idea de que algunos de sus amigos lo acusara de cobardía, pero ésa no era su única preocupación. No creía que al-Hudayl estuviera a salvo mientras Cisneros gobernara en Gharnata y, por consiguiente, pensaba que Umar demostraba una peligrosa ignorancia con respecto a la gravedad de la situación.

—Abu —comenzó Zuhayr con tono plañidero—, nada me importa tanto como la seguridad de nuestra casa y de nuestras tierras, y justamente por eso debo irme. Ya he tomado la decisión. Si me obligas a quedarme aquí en contra de mi voluntad y de mis ideas, no te desobedeceré, pero me sentiré desdichado, y cuando me siento desdichado, Abu, pienso en la muerte como consuelo.

»¿No te das cuenta de que los sacerdotes lo destruirán todo? Tarde o temprano, llegarán a al-Hudayl, pues quieren convertir al-Andalus es un desierto, quieren quemar nuestro recuerdo. ¿Cómo van a permitir que subsista un oasis como al-Hudayl? No me obligues a quedarme, padre. Debes comprender que lo que intento hacer es lo único que puede salvar nuestro hogar y nuestra fe.

Umar no estaba convencido y la discusión continuó. Zuhayr se volvía más obstinado a medida que pasaban las horas. Por fin, Umar aceptó que no podía recluir a su hijo en casa en contra de su voluntad y sus rasgos se ablandaron. Zuhayr comprendió que acababa de ganar la primera batalla. Conocía bien el carácter de su padre: una vez que Umar daba su conformidad, se hacia a un lado y no volvía a entrometerse.

Los dos hombres se pusieron de pie. Umar abrazó a su hijo y lo besó en las mejillas. Luego se dirigió hacia un baúl grande y sacó una vaina de plata bellamente cincelada que contenía la espada de Ibn Farid. Desenvainó la espada, la alzó con las dos manos por encima de la cabeza de su hijo y se la entregó.

—Si es inevitable que luches, será mejor que lo hagas con un arma probada en muchas batallas. —Los ojos de Zuhayr se humedecieron—. Ven —añadió Umar—, vamos a darle la noticia a tu madre.

Cuando Zuhayr seguía a su padre por el patio interior, llevando con orgullo la espada de su abuelo, se encontraron con Zahra y Miguel. Las cuatro voces sonaron al unísono:

—La paz sea contigo.

Miguel y Zahra vieron la espada de su padre y lo comprendieron todo.

—Que Dios te proteja, hijo —dijo Zahra besándole las mejillas.

Zuhayr no respondió, pero se quedó mirando a la pareja de ancianos con preocupación. Entonces su padre le tocó suavemente el hombro y continuó su camino. Aunque había durado apenas unos segundos, Zuhayr consideraba el encuentro con sus tíos como un mal presagio.

—¿Crees que Miguel…? —comenzó a preguntarle a su padre, pero Umar negó con la cabeza.

—Sería inconcebible —murmuró—. Tu tío abuelo nunca pondría a la Iglesia antes que a su propia familia.

Zahra y Miguel permanecieron inmóviles, como centinelas de guardia, reliquias de una generación que había dejado de existir. Sobre sus cabezas, el cielo estaba lleno de estrellas, pero ni ellas ni la lámpara solitaria que colgaba de un muro, a la entrada de los baños, daban suficiente luz. Entre las sombras de la noche, con las espaldas encorvadas cubiertas con gruesos mantones de lana, parecían un par de pinos atrofiados, castigados por el tiempo. Por fin, el obispo rompió el silencio.

—Temo lo peor.

Zahra estaba a punto de responder, cuando Hind e Ibn Daud salieron al patio, seguidos por tres criados. Ninguno de ellos se percató de la presencia de la anciana y de Miguel. El joven saludó con una inclinación de cabeza, y estaba a punto de retirarse a su habitación, cuando oyó una voz:

—¡Ibn Daud!

—¡Wa Alá! —respondió Hind—. Me has asustado, tío. La paz sea contigo, tía.

—Ven —le dijo Miguel a Ibn Daud—, acompáñame a mi habitación, que está junto a la tuya. Nunca creí que llegaría el día en que durmiera en una habitación de invitados en esta casa.

—Tonterías —dijo Zahra—. ¿Dónde querías que te metieran? ¿En el establo? Hind, necesito que me hagas un masaje esta noche. El frío me corroe los huesos y me duele el pecho y la espalda.

—Sí, tía —respondió Hind mientras miraba con expresión de añoranza la espalda del hombre de ojos verdes.

Ibn Daud escoltaba al obispo por el corredor que comunicaba al patio con un grupo de habitaciones, añadidas a la casa por Ibn Farid. Allí solían agasajar y proporcionar diversiones nocturnas a los visitantes cristianos.

«Qué extraño que esta niña que apenas conozco y que acaba de cumplir dieciocho años me recuerde tanto a mi juventud —pensaba Zahra—. Su padre sigue viéndola como un pimpollo, pero está tan equivocado como siempre lo estarán todos los padres del mundo. Ya ha florecido; se ha abierto como las flores de los naranjos en primavera, esas flores cuyo aroma embriagan los sentidos».

Como para confirmar sus pensamientos, Zahra se levantó con la ayuda de una almohada y miró a su sobrina nieta, que masajeaba con diligencia y suavidad los dedos de su pie izquierdo. Incluso bajo el suave resplandor de la lámpara, la piel de Hind, normalmente del color de la miel silvestre, se veía sonrosada y llena de vida. Sus ojos brillaban y su mente estaba lejos de allí. Eran los síntomas familiares.

—¿Él también te quiere tanto?

La pregunta repentina sobresaltó a la joven.

—¿De quién hablas, tía?

—Vamos, niña, esa timidez no es propia de ti. Todo está escrito en tu cara. Primero pensaba que estabas nerviosa por lo sucedido esta noche. Miguel me contó que le gritaste, aunque no está enfadado. Por el contrario, admira tu valor. Sin embargo, tú ya has olvidado ese incidente, ¿verdad? ¿Dónde has estado?

Hind, a diferencia de su serena y sumisa hermana mayor, Kulthum, era incapaz de disimular sus sentimientos. A los nueve años había escandalizado a un erudito teólogo de Ishbiliya, primo hermano de su madre, discutiéndole su interpretación del Alcorán. El teólogo consideraba prohibidos todos los pasatiempos a los que se entregaban los nobles musulmanes e intentaba demostrar que esa obscena irresponsabilidad había conducido al declive de al-Andalus. Entonces Hind lo había interrumpido con una intervención memorable, que el Enano y sus amigos de la aldea aún recordaban con placer.

—Tío —había preguntado la niña con una sonrisa recatada, nada habitual en ella—, ¿acaso nuestro Profeta, que la paz sea con él, no dijo en un alhadice que nadie se ha atrevido a contradecir que los ángeles tenían sólo tres aficiones?

El teólogo, engañado por su sonrisa y complacido de que una niña tan pequeña conociera tan bien las escrituras, se había acariciado la barba y le había preguntado amablemente:

—¿Y a cuáles crees que se refería, mi pequeña princesa?

—Pues a las carreras de caballos, el tiro al blanco y la copulación, ¡por supuesto!

El tío de Ishbiliya se había atragantado con la carne que, hasta entonces, estaba comiendo con placer. Zuhayr se había disculpado y había corrido a reírse a la cocina. Zubayda había sido incapaz de reprimir una sonrisa y Umar había quedado a cargo de la tarea de cambiar el tema de la conversación, cosa que pronto había conseguido con maestría. Kulthum había permanecido en silencio, pero le había ofrecido un vaso de agua a su tío, y ese gesto, por alguna razón, había impresionado al teólogo. Justamente, el joven con quien Kulthum se casaría un mes después era hijo suyo.

Zubayda había hecho reír a Zahra con aquella anécdota, cuyo recuerdo provocaba ahora una sonrisa en los labios de la anciana mientras miraba a su sobrina nieta.

—Mis oídos están impacientes, niña.

Hind, que hasta ese momento no se había atrevido a confiar su secreto a nadie, excepto a su doncella favorita, estaba ansiosa por desahogarse con un miembro de la familia y decidió contárselo todo a Zahra. Sus ojos comenzaron a sonreír otra vez.

—Ocurrió el primer día, tía. En cuanto lo vi, supe que no quería a ningún otro hombre.

—Aunque el primer amor no sea el mejor, suele ser el más profundo —sonrió Zahra con aire pensativo.

—¡El más profundo y el mejor! ¡Tiene que ser el mejor!

Los ojos de Hind brillaban como lámparas. Describió la llegada de Ibn Daud a al-Hudayl, la impresión que había causado en toda la familia. Su padre había sentido una inmediata afinidad con él y le había ofrecido un trabajo como tutor privado de la familia. Todos habían asistido a la primera clase, en la cual Ibn Daud había explicado la filosofía de Ibn Khaldun, tal como se interpretaba en al-Qahira. Zubayda se había interesado en la forma en que las teorías de Ibn Khaldun podían aclarar la tragedia de al-Andalus, pero él le había respondido: «Los ladrillos sueltos no pueden construir una muralla estable para una ciudad».

—Hind —rogó Zahra—, estoy demasiado vieja para apreciar los detalles. Acepto sin discutir que el muchacho es inteligente y atractivo, pero si sigues así es probable que no viva para escuchar el final de la historia. ¿Qué ocurrió esta noche, después de la reunión?

—Mi padre estaba preocupado por Zuhayr, y antes de que me diera cuenta, toda la familia había desaparecido dentro de la casa. Así que me acerqué a Ibn Daud, le dije que necesitaba aire fresco y le pedí que me acompañara a dar un paseo.

—¿Le invitaste tú?

—Sí, le invité yo.

Zahra echó la cabeza hacia atrás y rió. Luego cogió la cara de Hind con sus manos ajadas y le acarició las mejillas.

—El amor puede ser una serpiente disfrazada de collar o un ruiseñor que se niega a dejar de cantar. Continúa, por favor.

Entonces Hind le contó cómo una doncella les había iluminado el camino con una lámpara, mientras otras dos los habían seguido a una distancia prudencial hasta llegar al bosquecillo de granados.

—¿El bosquecillo de granados? —preguntó Zahra, intentando controlar los latidos de su corazón—. ¿Ese grupo de árboles que está ante la casa, el que se ve antes de llegar desde la aldea? Cuando te acuestas en el suelo, ¿aún te parece estar bajo una tienda de ramas con una ventana circular en lo alto? Y cuando abres los ojos y miras a través de ella, ¿las estrellas todavía danzan en el cielo?

—No lo sé, tía. Aún no he tenido oportunidad de acostarme en el suelo. —Las dos mujeres se miraron y se echaron a reír—. Hablamos —continuó Hind—. Sobre la casa, la aldea, la nieve en las montañas, la próxima primavera, y una vez que agotamos todas las formalidades, nos callamos y nos limitamos a mirarnos el uno al otro. Cuando él volvió a hablar, tuve la impresión de que había pasado un año entero. Me cogió la mano y me dijo que me amaba. En ese momento, las doncellas comenzaron a toser, pero yo les advertí que si volvían a hacerlo, las denunciaría a la Inquisición para que las quemaran vivas. Entonces podrían toser todo el camino hasta el infierno. Luego lo miré fijamente a los ojos y le confesé mi amor por él. Le cogí la cara entre las manos y lo besé en los labios. Me dijo que mañana le pediría mi mano a mi padre, pero yo le rogué precaución y le advertí que sería mejor que antes le preparara el camino. Le ofrecí ir a su habitación esta noche, pero casi se desmayó del susto. Me dijo: «Soy un invitado de tu padre. Por favor, no me pidas que abuse de su hospitalidad y traicione su confianza. Sería una vergüenza».

»Menos mal que estás aquí, tía Zahra. No podría haberme guardado estos sentimientos durante mucho tiempo.

Zahra se sentó en la cama y abrazó a Hind. Su vida entera pasó en un instante por su mente y la hizo temblar. No quería que aquella joven, que estaba en el umbral de su vida, cometiera los mismos errores que ella, que sufriera las mismas heridas emocionales. Decidió hablar con Umar y con Zubayda a favor de la joven pareja. Era evidente que el joven era pobre, pero los tiempos habían cambiado. Sin embargo, a su sobrina nieta le ofreció sólo palabras de aliento.

—Si estás segura de su amor, no debes dejarlo escapar. No quiero que dentro de cien años se hable de un joven de ojos verdes que deambulaba por las montañas, desolado y triste, confiándole al río su amor por una mujer llamada Hind.

»Mírame, pequeña. Aún llevo un gran dolor en el corazón. El amor me abrasó, devoró mis entrañas hasta que no quedó nada, y entonces comencé a abrirme de piernas ante cualquier caballero que deseara entrar, sin importarme si la experiencia me complacía o no. Fue mi forma de destruir toda la sensibilidad que había en mi. Cuando me encontraron desnuda en el camino a Qurtuba, decidieron enviarme al maristan de Gharnata. No cometas nunca mi error. Antes que aceptar la negativa de tus padres, será mejor que te escapes con ese joven, incluso si a los seis meses descubres que sólo quería divertirse con esos dos melocotones tuyos. Si sucediera así, sufrirías por unos meses o tal vez un año; pero si no lo haces, sentirás desesperación, y la desesperación corroe el alma, no hay nada peor en el mundo. Yo hablaré con tu madre y con tu padre. Los tiempos han cambiado, y además Ibn Daud no es hijo de un criado de la casa. Ahora vete a tu habitación y sueña con tu futuro.

—Lo haré, tía, pero con tu permiso, me gustaría hacerte una pregunta.

—Dime.

—En la aldea hay rumores sobre el tío abuelo Miguel…

—¡Oh, sí! Ese viejo asunto sobre la hija del tejedor no es ningún secreto. ¿Qué quieres saber de él?

—Nada. Como dices, nunca fue un secreto, pero yo me refería a lo que dicen de Miguel y su madre, la señora Asma. ¿Es verdad?

—No lo sé. En esa época ya me habían echado de la casa y vivía en Qurtuba. El apodo de «pequeña mamá» que le habíamos puesto a Asma nos hacía reír a todos, incluso a Ibn Farid. Me apené mucho al enterarme de su muerte, pero ¿Meekal? ¿Miguel? —dijo Zahra encogiéndose de hombres.

—Pero tía… —comenzó Hind.

La anciana la interrumpió con un gesto.

—Escúchame con atención, Hind bint Zubayda, yo nunca quise saber la verdad. Los detalles carecían de interés para mí. Asma, a quien yo amaba como a una hermana, no podía volver a la vida, y lo mismo ocurría con la madre de Ibn Zaydun. Tal vez haya algo de cierto en lo que dices, pero sólo tres personas conocían la verdad. Dos de ellas están muertas, y no creo que nadie haya interrogado jamás a Meekal al respecto. Tal vez al convertirse lo haya contado todo en confesión, con lo cual lo sabría una persona más, pero ¿qué importancia tiene eso ahora? Cuando crezcas, oirás hablar de tragedias sucedidas en el seno de otras familias o de otras ramas de la tuya. ¿Recuerdas a aquel primo de tu madre de Ishbiliya? —La expresión de Hind reflejaba confusión—. Tienes que acordarte, me refiero al mismo que escandalizaste con tus conocimientos del alhadice.

—¿A él? —preguntó Hind con una gran sonrisa—. Ibn Hanif, el futuro suegro de Kulthum. ¿Qué ocurre con él?

—Si alguna vez intentara humillar a Kulthum con el asunto de la pobre Asma, pregúntale el nombre de su verdadero padre, que desde luego no fue Hanif.

La pícara Hind la miraba con todos los sentidos alerta. Aquella inesperada revelación la hizo olvidarse de Ibn Daud por unos instantes.

—Cuéntamelo, tía. ¡Por favor!

—Lo haré, pero no se lo digas nunca a Kulthum, a menos que creas que ella necesita la información. —Hind asintió con un gesto impaciente—. El padre de Hanif era también el padre de su madre. Sin embargo, ningún miembro de la familia consideró preciso quitarse la vida por eso. Ni siquiera creo que Hanif lo sepa. ¿Cómo iba a averiguarlo? Su padre y su madre se llevaron el secreto a la tumba, pero los viejos criados de la casa lo sabían. Los criados lo saben todo, y así es como la historia llegó a esta casa. —Hind estaba horrorizada con aquella información. En el caso de Asma, la muerte había borrado el agravio, pero en Ishbiliya…—. Estoy cansada, niña, y tú también necesitas dormir —dijo Zahra a modo de despedida.

Hind comprendió que no valía la pena insistir, se levantó de la cama y se inclinó a besar las mejillas ajadas de Zahra.

—La paz sea contigo, tía. Que duermas bien.

Cuando la joven se marchó, Zahra evocó su propia juventud. No pasaba un día sin que un episodio magnificado del pasado se colara en sus pensamientos. En la misteriosa calma del maristan se había concentrado en los tres o cuatro años auténticamente felices de su vida, los revivía mentalmente o incluso los relataba por escrito. Pero tres días antes de viajar a al-Hudayl había quemado sus papeles, en una pequeña réplica de la fogata encendida por Cisneros en el mercado. Lo había hecho convencida de que su vida no podía interesar a nadie, excepto a sí misma, y de que estaba a punto de morir. Nunca se le ocurrió pensar que al borrar esos recuerdos que ella consideraba obsoletos condenaba a la oscuridad de las llamas una crónica única de un estilo de vida.

Se había sentido realmente feliz al volver a su antigua casa y encontrarla habitada por Umar y su familia. Durante décadas, había controlado sus emociones, privándose de mantener contacto con el resto de la familia, y ahora se encontraba abrumada con tanto afecto. Sin embargo, cuando estaba sola, la atormentaban los recuerdos dolorosos de su vida.

En la cena de aquella noche con Ibn Zaydun, muy a su pesar, había sentido su corazón revolotear como un pájaro enjaulado, igual que en su primer encuentro, tantos años atrás. Cuando la familia había tenido la delicadeza de dejarlos solos a saborear el té con menta, ella se había sentido incapaz de comunicarse con él. Incluso cuando él le había confesado, con su voz de siempre, que le había escrito una carta cada semana desde su separación, ella no había conseguido emocionarse. ¿Era aquél el hombre por quien había destrozado toda su vida?

Al ver disiparse la emoción en ella, él se había arrodillado para declarar que nunca había dejado de amarla, que jamás había mirado a otra mujer y que no había vivido un solo día sin dolor. Sin embargo, Zahra había permanecido imperturbable. Entonces comprendió que nunca había superado la amargura, la ira que había sentido años atrás hacia él, por su cobardía al resignarse a la condición de criado y por abandonarla a su propia clase. Era evidente que aquel resentimiento, reemplazado durante su largo confinamiento por imágenes más agradables de la relación turbulenta y clandestina, había seguido creciendo y creciendo, y ahora no sentía nada por él. Ese descubrimiento la complació. Volvía a ser libre, después de tantos años atrapada en las garras del amor. «Me pregunto qué habría pasado si nos hubiéramos encontrado hace veinte años. ¿Me habría deshecho de él con tanta facilidad?», pensó.

Ibn Zaydun sabía que su ilusoria relación había concluido. Al despedirse de ella, notó la frialdad en sus ojos y se sintió vacío y desolado. «En esta casa, vuelvo a ser sólo el hijo de una criada que trabajó para ellos y murió por sus esfuerzos». Era la primera vez que tenía esa sensación en presencia de Zahra.

La anciana abrió las hebillas que recogían su pelo blanco como la nieve y éste cayó hacia atrás cubriéndole la espalda, desplegándose como una pitón. Aquella noche había hecho un esfuerzo especial para arreglarse y el resultado había asombrado a todos los presentes. Rió al recordarlo y se quitó el broche de diamantes que sujetaba el mantón. Aquel diamante había sido un regalo de Asma, pues algún necio le había dicho que usado en contacto con la piel, curaba todo tipo de locura.

La amorosa y desgraciada Asma. Zahra recordaba el día en que su padre había regresado con ella de Qurtuba. Zahra y Abdallah lo aguardaban junto a la entrada, desconcertados, estrechando la mano de la hermana de su madre, la esposa a quien creían injustamente agraviada por la adquisición de una concubina cristiana. Su primera impresión al ver a Asma había sido de pavoroso asombro: parecía joven e inocente, tenía una estatura mediana, una figura bien formada y proporcionada, y una cara virtuosa coronaba el cuerpo voluptuoso. Su piel era tan suave como la leche, pero del color de los melocotones, y su boca parecía cuidadosamente pintada con el jugo de una granada. Debajo de la mata de cabello negro azabache brillaban un par de tímidos, casi asustados, ojos marrones. Todos habían comprendido de inmediato la fascinación de Ibn Farid por la joven.

—¿Cómo puedes amar a mi padre? —le había preguntado Zahra, años más tarde, cuando ya eran buenas amigas, poco antes de que naciera Meekal.

La anciana sonrió al recordar la risa cristalina con que la joven había respondido a su pregunta. Luego, la cara llena de hoyuelos de Asma se había estirado hasta recuperar su habitual perfección.

—¿Quieres saber cómo fue? —le había preguntado.

—Sí, sí —había exclamado, Zahra, imaginando una descripción maravillosamente erótica.

—Fue la primera vez que se tiró un pedo delante de mí. Me recordó a la cocina donde trabajaba mi madre. Me hizo sentir como en mi casa y comencé a amarlo por esa razón.

El horror inicial de Zahra se había trucado en una risa incrédula. Sin proponérselo, Asma había humanizado la figura imponente y sombría de Ibn Farid.

Zahra se cubrió con la colcha de seda rellena de lana de oveja. El sueño no llegaba. Era como si la expulsión de Ibn Zaydun de su memoria hubiera dejado sitio para todos los demás. Su padre se apareció ante ella, no como el noble altivo de carácter despótico que la había obligado a elegir entre supeditarse a su voluntad y abandonar a su amante o sufrir su castigo, sino como el gigante amistoso y divertido, que le había enseñado a montar para que le ganara a Abdallah. ¡Qué paciente había sido, y cuánto lo amaba ella entonces! Aquella misma semana le había enseñado a tirar al blanco. Le habían dolido los brazos durante días y su padre se había divertido a su costa. Luego había llegado Miguel, e Ibn Farid, fascinado con el niño, había olvidado a Abdallah y a Zahra. «Quién sabe —pensó ella—, si no nos hubiera olvidado, es probable que yo no hubiera caído bajo el hechizo de Ibn Zaydun y que Abdallah no se hubiera obsesionado con los caballos».

De repente, una mujer joven aparece en su mente. Zahra no la recuerda, pero le resulta familiar. Tiene la frente de Abdallah y sus propios ojos. Debe de ser su madre. Zahra le grita a la muerte:

—¡Te he estado esperando mucho tiempo! Sé que vendrás pronto, así que ¿por qué no ahora? No puedo soportar la angustia de esperar más.

—¡Tía Zahra! ¡Tía Zahra!

La anciana abrió los ojos y vio la cara preocupada de Zubayda.

—¿Necesitas algo?

Zahra esbozó una sonrisa débil y negó con la cabeza. Luego recordó algo, cogió su broche de diamantes y se lo entregó a Zubayda.

—Me muero. Esto es para tu hija Hind. Asegúrate de que ese joven de al-Qahira la ame de verdad y luego deja que se casen. Dile a Umar que fue mi último deseo antes de morir.

—¿Quieres que vaya a buscar al tío Miguel? —preguntó Zubayda secándose las lágrimas que corrían por sus mejillas.

—Déjalo dormir en paz. Intentará darme el último sacramento y yo insisto en morir como una musulmana. Dile a Amira que me bañe como solía hacer en los viejos tiempos.

Zubayda masajeaba las piernas y los pies de Zahra.

—No te estás muriendo, tía. Tus pies están calientes como brasas. Nunca se ha oído de nadie que muriera con los pies calientes.

—¡Qué ingenua eres, Zubayda! —respondió su tía con voz débil—. ¿No has oído hablar de los pobres inocentes quemados en la hoguera?

El horror en la cara de Zubayda hizo reír a Zahra, y su risa fue tan contagiosa que Zubayda la imitó. De repente, las risas se apagaron y la vida de la anciana huyó de su cuerpo. Zubayda la acercó a su pecho y la abrazó.

—Todavía no, tía Zahra. No nos dejes tan pronto.

Pero no obtuvo respuesta.