In Nomine Domini Nostri Jesu Christi.
Excelentísimos, cristianísimos y valerosísimos reyes de España:
Han pasado ocho años desde que se retiró la media luna de la Alhambra y se reconquistó para nuestro Bendito Padre el último fuerte de la secta mahometana. Su Alteza me pidió que respetara los términos de la capitulación firmada por el sultán y vosotros mismos, cuando se venció a una superior fuerza moral. Su Majestad, la reina, recordará la orden que dictó entonces a su leal servidor: «Como nuestro más fiel obispo seréis visto no sólo como un siervo de la Iglesia, sino como los ojos y los oídos de nuestro rey en Granada. Por tal motivo, os comportaréis de tal modo que nadie pueda acusaros de deshonrar nuestro nombre». Supuse entonces que Su Majestad había querido decir que debíamos tratar a los seguidores del falso profeta con benevolencia y permitirles continuar con sus prácticas habituales. Jamás he mentido a Sus Majestades, y debéis creerme si os digo que la benevolencia de mi predecesor fue malinterpretada por los moros, que no se mostraron proclives a convertirse a nuestra sagrada fe. Por esa razón consideré que debía enseñarles que ya había pasado la hora de idolatrías y herejías. Su Majestad la reina recordará nuestra conversación en Toledo, donde le expliqué la naturaleza del Alcorán. Entonces hice hincapié en el hecho de que los libros de esta secta, sus rituales y supersticiones componían un mar insondable. En cada casa, en cada habitación, exhiben los mandamientos de su profeta en versos pareados. Fue, Vuecencia, este humilde servidor, quien por primera vez expresó la idea de que esos libros demoníacos y las ponzoñosas doctrinas que contenían debían arrojarse a los fuegos del infierno. Creo que nadie más en Granada podría haber organizado la quema pública de todas las copias del Alcorán y de todos los documentos relacionados con él.
No es mi intención sugerir que como individuo sea indispensable para la tarea que me han asignado Sus Majestades y la Santa Iglesia. Ninguna persona puede considerarse esencial en una Iglesia como la nuestra. Sin embargo, cuando me convertí en arzobispo de Toledo hice un juramento: prometí que convertiría a todos los seguidores de Mahoma y lograría que creyesen en Nuestro Señor Jesucristo. Ahora os suplico que me ayudéis a cumplir mi promesa y que me concedáis el poder necesario para llevar a buen término mi misión.
El capitán general, el noble conde de Tendilla, de cuya familia procedía el sabio cardenal Mendoza, mi ilustre predecesor, afirma constantemente que, puesto que Sus Majestades han ganado la guerra, los moros adoptarán nuestro lenguaje, costumbres y religión en un tiempo prudencial. Cuando le señalé que tres mujeres moriscas habían sido vistas orinando sobre crucifijos robados de la iglesia, él respondió. «¿Pues qué esperaba, arzobispo? Después de todo, usted ordenó quemar sus libros. Ésta es su venganza, una venganza blasfema, quizás, pero mejor para usted que si hubieran decidido castrarlo en medio del mercado».
Somos testigos de actitudes como ésta en nuestras propias filas. El conde tiene pocos cristianos en su séquito, pero aquellos que le asisten, se burlan abiertamente de nuestra Iglesia, bromean sobre los obispos y frailes que viven en pecado, procrean y luego asignan puestos eclesiásticos a sus propios hijos. Incluso don Pedro González de Mendoza —el cardenal que en su lecho de muerte os pidió que yo ocupara su lugar, el hombre que defendió vuestra causa antes de que llegarais al trono, el noble antecesor de nuestro valiente capitán general— tuvo siete hijos con dos mujeres de la más augusta nobleza. Don Pedro, como Su Majestad la reina sabe, era llamado comúnmente «el tercer monarca» y no hacía ningún daño a ojos de aquellos que le servían. El otro día, un moro me interceptó en unos jardines cercanos al palacio y me preguntó con cortesía. «¿Se encuentran bien sus hijos, Vuecencia? ¿Cuántos tiene?». Aunque es probable que no tuviera malas intenciones, sentí deseos de arrancarle su blasfema lengua y enviarlo a arder en el infierno.
Soy consciente, por supuesto, de que se trata de una vieja enfermedad, alentada en el pasado por nuestro más erudito obispo, Gregorio de Tours, cuya familia, seiscientos años después del nacimiento de Nuestro Señor, controló durante muchos años la Iglesia en el centro de Francia.
Durante los últimos seis siglos, nuestros cardenales y obispos, y aquellos que les sirven, han estado nadando en un mar de pecados. Incluso después de recuperar la mayor parte de nuestras tierras, Granada se convirtió en un oasis en el cual los mahometanos podían entregarse día y noche a los placeres de la carne. Los seguidores de Mahoma se han acostumbrado a comportarse como animales de granja, y es ese ejemplo de eterna iniquidad el que ha corrompido a nuestra Iglesia, causándole graves daños. Ésta es otra razón para no permitir que estas costumbres perversas subsistan en nuestras tierras. Suplico el permiso de Vuestras Majestades para proclamar edictos de nuestra fe en este reino y nombrar un inquisidor apostólico para que comience a trabajar en esta ciudad, de modo que cualquier persona pueda acudir a comunicarnos si ha visto u oído a cualquier otra persona, viva o muerta, presente o ausente, actuar o hablar de forma herética, insolente, obscena, escandalosa o blasfema.
De lo contrario, debo informar a Sus Majestades que será necesario destruir los baños públicos de la ciudad. Ya es bastante malo que los mahometanos hagan alarde de estos reductos de sensualidad en nuestras propias caras cada día. Recordaréis cómo nuestros soldados, al descubrir que Alhama poseía más baños que cualquier otra ciudad de esta península, decidieron que la mejor forma de salvar la ciudad era destruirla, y lo hicieron con las palabras de Nuestro Salvador en los labios. Las obscenidades pintadas en los muros de los baños añadieron fervor a su ya firme determinación. De ese modo, nuestros cruzados erradicaron toda huella de pecado.
En Granada, la situación es mucho más seria y no se limita sólo al aspecto espiritual. Esos malditos baños son también lugar de cita, donde los infieles hablan entre sí, urden conspiraciones y actos de traición. La ciudad está agitada. Mis fieles conversos me traen informes todos los días sobre conversaciones oídas en el Albaicín y en las aldeas moriscas que salpican, como una plaga, Las Alpujarras.
Mi propia voluntad sería acabar con el descontento capturando a los cabecillas y quemándolos en la hoguera. ¡Qué tragedia constituyó para la Iglesia la muerte de Tomás de Torquemada! El parecer del noble conde, sin embargo, difiere completamente del mío. Para él, Torquemada no era más que un judío converso que intentaba desesperadamente probar su lealtad a la nueva fe. El conde se opone a cualquier medida drástica contra los paganos que nos rodean. El cree que hablando su lengua y vistiéndose como ellos los ganará para nuestra causa. Su Majestad comprenderá que yo no puedo entender ni aprobar la lógica de esta conducta. Muchos de nuestros caballeros, que pelearon como leones cuando tomamos Alhama, viven una constante, despreocupada y desvergonzada fiesta en Granada. Creen que la guerra ha terminado, no comprenden que su etapa más decisiva acaba de comenzar. Por esta razón, ruego a Su Majestad que autorice las medidas reseñadas a continuación y que tenga a bien informar al capitán general de Granada, don Íñigo López de Mendoza, que no debe obstruir ninguna acción emprendida por la Iglesia.
Aunque estas medidas parezcan contradecir los términos de la Capitulación acordada por nosotros, son la única solución para la enfermedad que ha carcomido nuestras almas durante tanto tiempo. Si sus Excelentísimas Majestades están de acuerdo con mis propuestas, sugeriría que la Sagrada Inquisición abriera un ministerio en Granada sin dilación, y que los familiares acudieran de inmediato a esta pecaminosa ciudad para recoger pruebas. Dos, o a lo sumo tres, autos de fe bastarán para hacer comprender a esta gente que no pueden continuar tomando a la ligera el poder que Dios ha querido ejercer sobre ellos.
A la espera de vuestra pronta respuesta, el más fiel servidor de Vuestras Majestades,
FRANCISCO JIMÉNEZ DE CISNEROS.
Cisneros dobló el papel y aplicó su sello al pergamino. Luego llamó a su leal colaborador, Ricardo de Córdoba, un musulmán que se había convertido al mismo tiempo que su amo, Miguel, y que había sido encomendado por él a la Santa Iglesia. Le entregó la carta.
—Sólo la reina debe posar sus ojos en ella. Nadie más. ¿Está claro?
Ricardo asintió con una sonrisa y salió de la habitación.
Cisneros meditaba. ¿En qué? Su mente se empeñaba en concentrarse en sus propias debilidades. Sabía que no se destacaba por su talento con la palabra hablada o escrita; nunca había sido experto en conciliar el agua con el fuego. Durante su niñez en Alcalá había adquirido nociones muy rudimentarias de gramática y más tarde, en la Universidad de Salamanca, se había entregado al estudio de las leyes civiles y canónicas. Sin embargo, la literatura y la pintura no habían despertado su interés ni allí ni en Roma.
Los frescos de Miguel Ángel no lo conmovían en absoluto, aunque no había podido evitar sentirse verdaderamente impresionado por los dibujos abstractos y geométricos de las baldosas que había contemplado en Salamanca y, más tarde, en Toledo. Cuando pensaba en ello —no muy a menudo— se confesaba a sí mismo que habría sido mucho más natural adorar al Señor como un concepto. Le desagradaba la variedad de imágenes heredadas del paganismo y revestidas con los colores del cristianismo.
Si hubiese poseído el talento epistolar de su ilustre predecesor, el cardenal Mendoza, su carta a Isabel y Fernando habría sido escrita en un estilo más florido y elegante. Los monarcas se habrían conmovido tanto con la calidad literaria de la composición, que habrían aceptado la daga oculta tras la verbosidad como un apéndice necesario. Sin embargo, él, Jiménez de Cisneros, no podía ni quería defraudar a su reina.
Se había convertido en confesor de Isabel poco después del nombramiento de Talavera como arzobispo de Granada, y para sorpresa y placer de la reina, no había demostrado ningún sentimiento de agitación o ansiedad al ser conducido a su presencia. La reina tampoco había notado el menor rastro de servilismo en la expresión de su rostro ni en la forma de dirigirse a ella. La dignidad y la religiosidad que exudaban sus poros eran auténticas.
Isabel comprendió enseguida que estaba ante un sacerdote ferviente, cuyo carácter inflexible se asemejaba al suyo propio. Aunque Talavera la había tratado con respeto, había sido incapaz de disimular su desconsuelo ante lo que consideraba una mezcla de avaricia y prejuicio. Se había empeñado en sermonearla sobre las virtudes de la tolerancia y la necesidad de convivir con los súbditos musulmanes. Cisneros, sin embargo, estaba hecho de una madera más dura. Era un sacerdote con un espíritu de hierro y, mejor aún, con una mente como la suya. Isabel le invitó a hacerse cargo de su conciencia y le abrió su corazón, confiándole las infidelidades de Fernando, sus propias tentaciones o sus temores por una hija cuya lucidez parecía abandonarla de forma inesperada. Su sacerdote la escuchaba con expresión comprensiva, y sólo en una ocasión se había mostrado tan asombrado por su revelación, que sus emociones habían vencido a su intelecto y su cara se había cubierto con una máscara de horror. En aquella ocasión, Isabel le había confesado un insatisfecho deseo carnal que la había obsesionado durante los tres años previos a la reconquista de Granada y cuyo objeto había sido un noble musulmán de Córdoba.
Cisneros recordó aquel momento con un escalofrío y agradeció en silencio a Jesucristo por ahorrarle a España aquella calamidad. ¿Quién podía imaginar el giro que habría tomado la historia si un moro hubiera entrado en los aposentos de la reina? Sacudió la cabeza con violencia, como si la sola idea constituyera una herejía. La historia no podía haber avanzado en otra dirección, y si Isabel hubiera cercenado sus propias capacidades, habrían tenido que buscar un instrumento más apropiado.
Cisneros era el primer arzobispo español verdaderamente célibe. Una noche, en su época de estudiante en Salamanca, había escuchado los ruidos característicos de un dormitorio masculino en aquella etapa de fervor y comprendió que sus compañeros estaban ocupados imitando la conducta de animales en celo. Todos podían oír el placer que las parejas apareadas se brindaban entre si. Entonces, Cisneros había experimentado un atisbo de excitación en la entrepierna, y aunque el horror ante ese descubrimiento había bastado para enviarlo a dormir, a la mañana siguiente había descubierto, espantado, que su camisa de noche estaba manchada con algo que sólo podía ser su propia simiente. Una pecaminosa coincidencia había empeorado las cosas: la mancha guardaba una misteriosa semejanza con el mapa de Castilla y Aragón.
Cisneros había pasado dos días fuera de sí, lleno de temor y ansiedad. Aquella misma semana había descrito la escena a su confesor, que, ante el horror del futuro arzobispo, había soltado una estruendosa carcajada y respondido con voz tan alta que había hecho temblar de vergüenza a Cisneros.
—Si yo… —El fraile había comenzado la frase riendo, pero luego, al observar la cara pálida y temblorosa del joven, se había interrumpido para acabar con un tono más serio—. Si la Iglesia considerara la sodomía como un pecado imperdonable, todos los sacerdotes de España irían al infierno.
La promesa de Cisneros de respetar el celibato se debía principalmente a aquel encuentro en el confesionario, más que al incidente del dormitorio. Cisneros resistió la tentación incluso cuando trabajaba en Sigüenza, en las fincas del cardenal Mendoza, en un momento en que se esperaba que un sacerdote eligiera entre los campesinos a la mujer o al muchacho que deseara. A diferencia de un eunuco ni siquiera podía sentirse orgulloso del pene de su amo, por consiguiente se entregó a la vida monástica y abrazó la orden franciscana para recalcar su sincero compromiso con una vida austera y piadosa.
Cuando el cardenal Mendoza se enteró de la excepcional moderación de su sacerdote favorito, mostró su desaprobación:
—Atributos tan extraordinarios —dijo y todo el mundo dio por sentado que se refería a las cualidades intelectuales de Cisneros— no deberían permanecer enterrados en la oscuridad de un convento.
Cisneros caminó de un extremo al otro de la habitación. Desde su ventana arqueada podía ver la catedral que los albañiles construían sobre las ruinas de una antigua mezquita, debajo del palacio. Aunque intentaba concentrarse en los asuntos importantes, imágenes inesperadas e indeseables se cruzaban por su mente, interfiriendo en sus más excelsas meditaciones. Había sido informado de un sacrilegio profundamente ofensivo cometido en Toledo un mes antes, cuando un seguidor del islamismo, creyendo que nadie lo veía, había sumergido su pene desnudo en agua bendita. Al ser sorprendido por dos frailes, el musulmán no había intentado negar lo sucedido ni había parecido arrepentirse de su insolente conducta. Por el contrario, había explicado que acababa de convertirse y que un viejo amigo cristiano le había indicado que tenía que realizar esa ablución especial antes de ofrecer sus plegarias en la catedral.
El ofensor se había negado a delatar a su amigo, y a pesar de las torturas, sus labios habían permanecidos sellados. La Inquisición había considerado que la historia era poco convincente y había entregado al individuo a las autoridades civiles, para que se le aplicara la pena máxima, y éste había sido quemado en la hoguera pocos días antes. La idea de aquel acto ofensivo continuaba obsesionando a Cisneros, que se propuso enviar a pedir las notas del caso a la Inquisición.
Cisneros no carecía de conciencia. El hombre que se había asignado a si mismo la misión de convertirse en cruel verdugo de la Granada islámica también había sido una víctima en otro tiempo, cuando había pasado una temporada en la prisión de la orden del difunto cardenal Carrillo. El cardenal, que pronto sería sucedido por el arzobispo Mendoza, había pedido a Cisneros que cediera un cargo menor de la Iglesia española, otorgado por Roma, a un miembro de su camarilla de aduladores. Cisneros había sido condenado a seis meses de reclusión solitaria por negarse a hacerlo. La experiencia había sensibilizado al sacerdote sobre cuestiones como la culpabilidad y la inocencia, haciéndole reflexionar sobre la muerte de aquel hombre de Toledo que se había lavado las partes pudendas en el agua bendita. Quizás fuera inocente. Aunque ningún católico le habría enviado a la catedral con esas instrucciones, podría tratarse de uno de esos herejes franceses que habían escapado a los castigos. El prelado presintió que había desvelado la verdad y sus ojos resplandecieron. Estudiaría los papeles con atención.
Entonces se oyó un golpe en la puerta.
—Adelante.
Entró un soldado y murmuró algo en su oído.
—Hazlo pasar.
Ibn Hisham entró en la habitación y se dirigió hacia el arzobispo que le extendía la mano, flexionó una rodilla y le besó el anillo. Cisneros le indicó que se incorporara y se sentara.
—Mi tío Miguel me dejó instrucciones para que acudiera ante Su Excelencia y le presentara mis respetos.
Cisneros observó al último converso de la nobleza granadina con una media sonrisa.
—¿Con qué nombre lo bautizó el obispo de Córdoba?
—Pedro de Gharnata.
—Supongo que querrá decir Pedro de Granada.
Pedro asintió y sus ojos delataron la tristeza y la humillación a las que él mismo se había sometido. Contempló la expresión entre triunfal y despectiva del hombre al que acababa de besar el anillo y deseó estar muerto. Sin embargo, esbozó una sonrisa débil y se maldijo a sí mismo por su servilismo.
Cisneros lo miró y asintió con un gesto.
—Su visita es innecesaria. He acordado con su tío que se le permitirá continuar con sus negocios y soy un hombre de palabra. Dígame algo, Pedro, ¿su hija también se ha convertido a nuestra fe?
Pedro de Granada comenzó a sudar. Aquel demonio estaba al tanto de todo.
—Lo hará en cuanto vuelva de Ishbi…, quiero decir Sevilla. Excelencia. Esperamos su regreso.
—Que Dios lo bendiga, hijo. Ahora, si me disculpa, es la hora de mis oraciones vespertinas y después debo atender otros asuntos. Sólo una cosa más… Como quizás ya sepa, siete de nuestros sacerdotes sufrieron una emboscada la semana pasada, cuando se dirigían a recibir el sacramento de la Sagrada Eucaristía. Alguien yació sobres sus cabezas unos cubos de madera llenos de excrementos humanos. ¿No conocerá, por casualidad, los nombres de los jóvenes que perpetraron ese acto? —Pedro negó con la cabeza—. Lo suponía, pues quiero creer que si lo hubiera sabido, ya los habría denunciado. Si puede, intente averiguarlo. Es preciso castigar ese tipo de ultrajes.
El recién bautizado Pedro de Granada asintió con vehemencia.
—Cuando Dios desea destruir a una hormiga, Excelencia, permite que le crezcan alas.
Después de que Pedro se despidiera con una reverencia, Cisneros se sintió asqueado.
Se dijo a sí mismo: «Odiosos, serviles, trastornados y estúpidos individuos. Vienen a verme todos los días, unos inducidos por el miedo, otros por la necesidad de proteger su futuro. Están dispuestos a traicionar a sus propias madres si… si… si… —siempre hay una condición—, si la Iglesia les garantiza sus propiedades, si no interfiere en sus negocios, si mantiene a la Inquisición fuera de Granada. Sólo entonces se convierten alegremente a nuestra fe y traen a ella su inexorable codicia. ¡Que Dios los maldiga a todos! Nuestra Iglesia no necesita esos patéticos despojos humanos. Pedro de Granada seguirá siendo un mahometano hasta el día de su muerte. ¡Que Dios lo maldiga a él y a todos los que se le asemejan!».