CAPÍTULO 6

—Enano, cuando sea mayor seré cocinero, igual que tú.

El jefe de cocina, que estaba sentado junto a una gigantesca olla triturando una mezcla de carne, legumbres y trigo miró al niño sentado frente a él, en una pequeña banqueta, y sonrió.

—Yazid bin Umar —dijo sin dejar de machacar la carne—, es un trabajo muy duro. Tendrás que aprender a cocinar centenares de recetas antes de que alguien te emplee.

—Aprenderé, Enano, lo prometo.

—¿Cuántas veces has comido harrissa?

—Cientos, miles de veces.

—Exacto, joven amo, pero ¿sabes cómo se cocina o qué ingredientes se usan para condimentar la carne? ¡No, no lo sabes! Hay más de sesenta recetas sólo para este plato. Yo la cocino al estilo del gran maestro al-Baghdadi, pero usando hierbas y especias elegidas por mí.

—Eso no es cierto. Ama me dijo que tu padre te enseñó todo lo que sabes. Dice que era el sultán de los cocineros.

—¿Y quién le enseñó a él? Esa Ama tuya se está volviendo demasiado vieja. Sólo porque me conoce desde que tenía tu edad, cree que carezco de creatividad. Es cierto que mi padre era más creativo en lo referente a los dulces. La mezcla de dátiles y fideos que cocinaba en leche a fuego lento para celebrar bodas y festividades era famosa a lo largo y ancho de al-Andalus. El sultán de Gharnata vino aquí para la boda de tu padre y después de probar aquel postre quiso llevarse a mi padre a la al-Hamra, pero Ibn Farid, que su alma descanse en paz, dijo: «¡Nunca!».

»Sin embargo, en lo tocante a la comida principal, no era tan buen cocinero como mi abuelo y lo sabía muy bien. Ya ves, joven amo, un genio no puede fiarse de las recetas de los demás. ¿Cuántos pellizcos de sal? ¿Cuánta pimienta? ¿Qué hierbas? No es sólo cuestión de aprendizaje, aunque eso es importante, sino también de instinto. Ése es el principal secreto de nuestro arte. Las cosas suceden de este modo: comienzo a preparar un plato muy apreciado y me doy cuenta de que no hay cebollas en la cocina. Entonces trituro ajo, jengibre, semilla de granada y pimientos y reemplazo la cebolla con esta mezcla. Añado una pequeña taza de zumo de uva fermentado y descubro un plato nuevo. La señora Zubayda, cuya generosidad es conocida por todos, lo prueba durante la cena y no se siente defraudada, por el contrario, se da cuenta de que se trata de algo completamente nuevo. Después de la cena, me manda llamar, me felicita y me interroga sobre la comida. Como es natural, yo le confío mi secreto, pero mientras estoy hablando con ella descubro que he olvidado la medida exacta de los ingredientes. Aunque es probable que nunca vuelva a preparar ese plato, aquellos que lo han probado jamás olvidarán la mezcla de sabores. Un buen plato, como un gran poema, nunca se repite exactamente del mismo modo. Si quieres ser cocinero, intenta recordar lo que acabo de decirte.

Yazid estaba impresionado.

—Enano, ¿tú te consideras un genio?

—Por supuesto, joven amo, ¿por qué, si no, iba a decirte todo esto? Mira la harrissa que estoy cocinando. Ven y observa con atención.

Yazid acercó su banqueta a la del cocinero y espió dentro de la olla.

—Se ha estado cociendo durante toda la noche. En los viejos tiempos, este plato se hacía sólo con cordero, pero yo a menudo uso pollo o ternera para variar el sabor. De lo contrario, tu familia se aburriría con mi comida y eso me entristecería mucho.

—¿Qué has puesto en esta harrissa?

—La carne de un ternero entero, tres tazas de arroz, cuatro tazas de granos de trigo, una taza de lentejas y una taza de garbanzos. Llené la olla con agua y lo dejé cocer toda la noche, pero antes de salir de la cocina, añadí unas semillas de cilantro y de cardamomo en una bolsita de muselina. Por la mañana, la carne se había deshecho por completo y ahora la estoy triturando para formar una pasta. Pero ¿qué voy a hacer antes de servirla en la comida del viernes?

—Freír cebollas y pimientos en mantequilla derretida y ponerlos encima de la harrissa.

—¡Muy bien, joven amo! Pero las cebollas deben tostarse y flotar sobre la mantequilla. Tal vez la semana que viene le agregue algo a este plato. Unos huevos fritos con mantequilla y sazonados con hierbas y pimienta negra serían un buen acompañamiento de la harrissa, pero también podría resultar demasiado pesado para el estómago teniendo en cuenta que lo tomarán justo antes de las oraciones del viernes. ¿Y si la presión fuera tan grande que al inclinar las cabezas ante La Meca el otro extremo de sus cuerpos comenzara a despedir gases malolientes? Aquellos que estuvieran directamente en la línea de fuego, no apreciarían un incidente así.

La risa de Yazid era tan contagiosa que obligó a sonreír al Enano, pero de repente el niño cobró una expresión seria y una pequeña arruga de preocupación se dibujó en su frente. Un pensamiento súbito hizo que su mirada se volviera penetrante.

—¿Enano?

—¿Sí?

—¿A veces no desearías ser un hombre grande y alto como Zuhayr, en lugar de un enano? Entonces podrías haber sido un caballero en lugar de pasarte el día en la cocina.

—¡Válgame Dios, Yazid bin Umar! Déjame contarte algo: Una vez, cuando aún vivía el gran Profeta, que la paz sea con él, encontraron a un mono meando en una mezquita. —Yazid comenzó a reír—. Por favor, no te rías. Es una ofensa muy seria. El cuidador corrió hacia el mono y le gritó: «¡Eh, tú, pícaro blasfemo! ¿No temes que Dios te castigue convirtiéndote en otra criatura?». El mono, desvergonzado, respondió con insolencia: «Sólo sería un castigo si me convirtiera en una gacela». Así que ya ves, mi joven y querido amo, prefiero ser un enano que crea maravillosos platos en tu cocina antes que un caballero, constantemente asustado por la amenaza de que lo cacen otros caballeros.

—¡Yazid! ¡Yazid! ¿Dónde está ese pequeño bribón, Amira? Ve a buscarlo y dile que quiero verlo.

La voz de Miguel resonó en el patio y llegó hasta la cocina. Yazid miró al Enano y se llevó un dedo a los labios, suplicando silencio. Sólo se oía el bullir de las dos cacerolas donde se cocía el caldo de los huesos de vaca y de animales de caza. Yazid se escondió detrás de la plataforma construida especialmente para que el Enano pudiera alcanzar las ollas. Pero todo fue inútil, pues Ama entró en la cocina y se dirigió directamente al escondite.

—¡Wa Alá! Sal inmediatamente de ahí y ven a saludar a tu tío abuelo. Tu madre se enfadará mucho contigo si olvidas tus modales.

Yazid salió del escondite y el Enano lo miró con expresión compasiva.

—Enano —preguntó el niño—, ¿por qué apesta así el tío Miguel? Ama dice…

—Ya sé lo que dice Ama, pero creo que podría haber una respuesta más filosófica. Ya ves, joven amo, cualquiera que se meta entre la cebolla y su piel tendrá inevitablemente un olor fuerte.

Ama dedicó una mirada fulminante al cocinero y cogió a Yazid de la mano. El niño se soltó y corrió en dirección a la casa. Su plan consistía en evitar salir al patio y esconderse en los baños, usando la entrada secreta que se abría a un lado de la casa. Pero Miguel lo estaba esperando y el niño comprendió que había perdido la batalla.

—La paz sea contigo, tío abuelo.

—Que Dios te bendiga, niño. Creí que tal vez te gustaría jugar una partida de ajedrez antes de comer.

Yazid se animó de inmediato. Hasta entonces, siempre que proponía una partida, sentía que los adultos le negaban acceso a su tiempo y a su mundo. En sus escasas visitas, Miguel se había limitado a charlar brevemente con él. El niño corrió al interior de la casa y regresó con su juego de ajedrez. Colocó el paño y comenzó a sacar las figuras. Luego, volviéndole la espalda al obispo, cogió una reina en cada mano y ofreció los puños cerrados a su tío abuelo. Miguel eligió el puño que ocultaba la reina negra y Yazid maldijo para si. En ese momento, Miguel se dio cuenta de la peculiaridad de aquel juego y comenzó a inspeccionar las piezas con atención.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó con la voz ahogada de temor.

—Es un regalo de cumpleaños de mi padre.

—¿Quién lo hizo para ti?

Cuando estaba a punto de pronunciar el nombre de Juan, Yazid recordó que el hombre sentado frente a él era un servidor de la Iglesia. Un comentario casual de Ama había quedado registrado en su mente como una advertencia, y el niño puso en juego su instintiva sagacidad.

—Creo que un amigo de Ishbiliya.

—No me mientas, chico. He oído tantas confesiones en mi vida, que sé reconocer por la inflexión de la voz si alguien dice la verdad o no. Exijo una respuesta.

—Creí que querías jugar al ajedrez.

Miguel miró la expresión preocupada del niño de ojos brillantes que se sentaba frente a él y no pudo evitar recordar su propia infancia. Había jugado al ajedrez en aquel mismo patio y con el mismo paño. En las tres ocasiones en que había jugado contra el maestro de Qurtuba, toda la familia había rodeado la mesa y le había visto ganar con asombro. Recordaba los aplausos y las risas cuando su hermano le arrojaba al aire para celebrar el triunfo. Su madre, Asma, se mostraba más feliz que nadie. El obispo tembló al recordarla, y al alzar la mirada, descubrió que Hind, Kulthum y el joven visitante de Egipto lo miraban sonrientes. Hind había notado desde lejos que Yazid estaba en apuros y había deducido fácilmente que el problema tenía algo que ver con el juego de ajedrez. Pese a su estado abstraído, Miguel tenía la reina negra apretada en una mano.

—¿Ya habéis comenzado el juego, Yazid? —preguntó ella con tono inocente.

—No quiere jugar. Dice que soy un mentiroso.

—¡Qué vergüenza, tío Miguel! —dijo Hind abrazando a su hermano—. ¿Cómo puedes ser tan cruel?

Miguel se volvió hacia ella, y su nariz aguileña se frunció de forma casi imperceptible mientras una sonrisa débil deformaba sus mejillas.

—¿Quién esculpió estas piezas? ¿De dónde han salido?

—Pues de Ishbiliya, por supuesto.

Yazid miró a su hermana, azorado, y luego cogió la reina negra de la mano de Miguel.

—Juega con él, tío Miguel —rió Hind—. Es probable que no puedas ganarle.

Miguel miró al niño, que ya no parecía asustado. Su expresión volvía a tener un aire pícaro. El obispo no pudo evitar evocar su juventud una vez más. El ambiente, el patio y aquel descarado de nueve años que lo miraba con un asomo de insolencia le recordaba su propia actitud desafiante hacia los nobles cristianos que visitaban a su padre. A menudo los vencía y toda la casa celebraba su triunfo.

Parecía increíble que aquel mundo muerto para él tanto tiempo atrás continuara vivo en la vieja casa. A pesar de todo, Miguel seguía deseando jugar con Yazid, pero cuando estaba a punto de sentarse, Ama anunció la comida.

—¿Te has lavado las manos, Miguel?

La voz estridente de Zahra tomó por sorpresa a toda la familia de Umar bin Abdallah, pero su hermano sonrió y alzó la vista hacia ella. Conocía bien aquella voz.

—Ya no tengo diez años, Zahra.

—No me importa si tienes diez años o noventa. Ve a lavarte las manos.

Yazid notó que Hind hacía esfuerzos para contener la risa y dejó escapar una risita corta e incontrolable. Cuando Zubayda también se sentó, Miguel se dio cuenta de que tenía que actuar con rapidez si no quería que la comida degenerara en un circo. Entonces, él también rió débilmente.

—Amira, ya has oído a Zahra. Ven aquí.

Ama entró con un recipiente lleno de agua, seguida por un joven criado con una palangana y un pinche de cocina con una toalla. Miguel se lavó las manos en medio del más absoluto silencio. Cuando terminó, su hermana aplaudió.

—Cuando eras pequeño, te comportabas igual. Si cierro los ojos, aún puedo oír tus gritos cuando Umm Zaydun y tu madre, que Dios la bendiga, te enjabonaban y te lavaban a conciencia el cuerpo y la cabeza. A menudo tenían que arrojarte al agua.

Zuhayr se puso tenso al oír mencionar a la señora Asma, pero no vio la menor señal de emoción en la cara de Zahra ni en la de Miguel.

—Me alegra volver a verte en esta casa, hermana.

Los comensales consumieron la comida con voracidad. El Enano, que como siempre los espiaba desde la habitación contigua, se contentó con los elogios que obtuvo su menú. Las alabanzas volaban por la sala como pájaros mansos, y la mejor de ellas llegó cuando Miguel y Zahra confirmaron espontáneamente que su harrissa era muy superior a la de su difunto padre. Sólo entonces el maestro cocinero pudo retirarse a la cocina, en paz con su arte y con el mundo.

—Me han dicho que vives a lo grande en el palacio de obispos de Qurtuba, atendido por sacerdotes y por tu rechoncho hijo. ¿Por qué, Miguel? —le preguntó Zahra a su hermano—. ¿Por qué tenías que acabar así?

Miguel no respondió y Zuhayr lo estudió atentamente mientras comían. Sin duda, Zahra debía conocer la razón por la cual Miguel había renunciado por completo a las viejas costumbres. Pero entonces Umar avisó que era hora de que los hombres se retiraran. Ibn Daud, Yazid y Zuhayr se apresuraron a ponerse de pie y se marcharon a prepararse para asistir a la mezquita para las plegarias de los viernes.

Zahra y Miguel se lavaron las manos y salieron al patio, donde habían erigido una plataforma de madera cubierta de alfombras para que pudieran disfrutar del sol del invierno. Ama trajo una bandejas con almendras, nueces, dátiles y uvas pasas separados en compartimientos.

—Alabado sea Alá. Me alegra el corazón verlos juntos otra vez.

—Amira —dijo Miguel mientras cogía un dátil, le quitaba el hueso y lo reemplazaba por una almendra—, pídele a mi sobrina que nos acompañe unos minutos.

Mientras Ama caminaba cojeando hacia la casa, Zahra seguía repitiendo la misma pregunta.

—¿Por qué, Miguel, por qué?

El corazón de Miguel comenzó a latir con fuerza. Su cara, acostumbrada a esconder emociones, se llenó de una súbita angustia.

—¿De verdad no lo sabes?

Zahra negó con la cabeza. Entonces vieron llegar a Zubayda y lo que Miguel iba o no iba a decir permaneció encerrado en su corazón.

—Siéntate, hija mía —rogó Miguel—. Tengo algo importante que decirte y es mejor que lo haga mientras los hombres están fuera.

—Me intrigas, Miguel —dijo Zubayda sentándose junto a él—. Mis oídos aguardan tu mensaje.

—Es a tu cerebro adonde deseo llegar, no sólo a tus oídos. El juego de ajedrez de Yazid es el arma más peligrosa que tenéis en esta casa. Si lo denunciaran al arzobispo de Gharnata, él informaría a la Inquisición, sobre todo teniendo en cuenta que fue fabricado en Ishbiliya.

—¿Quién te dijo que fue fabricado en Ishbiliya?

—Yazid y Hind.

La táctica instintiva de sus hijos para proteger al carpintero Juan conmovió a Zubayda. La vida en la aldea la había vuelto complaciente, y su primera reacción habría sido decirle la verdad a Miguel, pero se detuvo a reflexionar por un momento y decidió seguir los pasos de sus hijos.

—Ellos sabrán —dijo.

—Eres una tonta, Zubayda. No estoy aquí para espiar a tu familia, sólo quiero quemar ese juego de ajedrez porque podría costarle la vida al niño. En esta hermosa aldea, la música del agua nos arrulla sumiéndonos en un mundo de fantasías, y nos resulta fácil, demasiado fácil, sentirnos dichosos. Yo solía pensar que aquí estaríamos siempre a salvo del peligro, pero me equivoqué. El mundo en que creciste ha llegado a su fin, hija mía. Tarde o temprano, los vientos que llevan la semilla de nuestra destrucción traspasarán las montañas y llegarán a esta casa. Es preciso advertir a los niños, pues ellos son impacientes y obcecados. En los ojos de ese niño reconocí mi propia insolencia del pasado. Hind, por su parte, es una joven muy inteligente. Ahora comprendo por qué no quieres que se case con mi Juan. No protestes, Zubayda, que estoy viejo, pero no senil. Yo en tu lugar, haría lo mismo, pero recuerda que con esa boda no buscaba el progreso de mi hijo, sino la seguridad de los tuyos. Como es lógico, también había una cuestión sentimental, porque de ese modo Juan se casaría con alguien de la familia.

Aunque siempre había encontrado repulsivo al obispo, Zubayda no pudo evitar conmoverse. Sabía que en ese momento Miguel era sincero.

—¿Por qué no hablas con todos ellos esta noche, tío Miguel? Tus palabras tendrán un impacto mayor que cualquier cosa que pueda decir yo. Luego, podremos discutir qué hacer con el ajedrez de Yazid. El niño estará desolado.

—Me complacerá hablar con todos vosotros esta noche. Después de todo, ésa es la razón principal de mi visita.

—Creí que habías venido a verme a mí, santidad. ¡Maldito viejo astuto! —exclamó Zahra con una risita.

Al verlos, Zubayda recordó algo que su madre le había enseñado de niña y se echó a reír. Los dos hermanos se volvieron hacia ella con miradas furiosas.

—Comparte esa broma con nosotros de inmediato —exigió Zahra.

—No puedo, tía. No me obligues. Es algo demasiado pueril para decirlo.

—Déjanos juzgar a nosotros. Insistimos en que lo hagas —dijo Miguel.

Zubayda los miró y lo absurdo de la situación la hizo reír otra vez. Sin embargo, no tenía otra opción que hablar:

—Fue la forma en que Zahra dijo «santidad». Me recordó un cuento de la infancia: «En una feroz pelea entre la aguja y el tamiz, la aguja dijo: “Tienes un montón de agujeros, ¿cómo puedes vivir así?”. Entonces el tamiz le respondió con una sonrisa astuta: “Pues ese hilo de color que veo, no parece un simple adorno, pues atraviesa tu cabeza”».

Zubayda vio cómo la risa disipaba sus miradas severas.

—¿Él era la aguja? —preguntó Zahra.

Zubayda asintió con un gesto.

—¿Y ella el tamiz? —preguntó Miguel.

Zubayda volvió a asentir. Por un momento mantuvieron la compostura y se miraron entre sí en silencio. Luego, la risa los asaltó uno a uno, pero estalló simultáneamente.

Sentada a la sombra del granado, Ama sintió la humedad de las lágrimas en sus mejillas mientras se acallaban las carcajadas. Era la primera vez que Miguel reía en aquella casa desde la muerte de su madre.

La atmósfera relajada del patio de la vieja casa familiar del Banu Hudayl contrastaba notablemente con la tensión que se respiraba aquella tarde en la mezquita. Las plegarias habían acabado sin incidentes, aunque Umar se había molestado al notar que, pese a sus instrucciones, habían reservado una docena de sitios en la primera fila para su familia. En los viejos tiempos, la gente rezaba donde encontraba lugar, pues la verdadera fe no reconocía jerarquías. Todos eran iguales ante Dios en el lugar de culto.

Sin embargo, Ibn Farid, impresionado por la costumbre cristiana de reservar ciertos asientos de la Iglesia para la nobleza, había exigido que la primera fila quedara libre para su familia. Aunque sabía que esta práctica era incompatible con el islamismo, había insistido en que debía existir algún tipo de reconocimiento para la aristocracia musulmana en la mezquita.

Umar se colocó discretamente al final con el Enano y otros criados de la casa, pero una multitud de manos serviciales empujaron a Zuhayr y a Yazid hacia el frente, y ellos llevaron consigo a Ibn Daud.

Una vez concluidas las plegarias, un imán joven de ojos azules, nuevo en la aldea, comenzó a prepararse para el sermón del viernes. Su predecesor había sido un viejo y erudito teólogo, muy respetado como ser humano. Hijo de un pobre campesino, había estudiado en la medersa de Gharnata, pero a pesar de sus grandes conocimientos, nunca había olvidado sus orígenes. Su sucesor, un hombre de menos de cuarenta años, tenía una poblada barba castaña que hacia resaltar la blancura de su turbante y de su piel. Parecía un poco nervioso mientras aguardaba que la congregación y los recién llegados judíos y cristianos se acomodaran. Los miembros no musulmanes de la pequeña aldea tenían permiso para asistir a la reunión de los viernes, una vez concluidas las plegarias. Yazid se alegró de ver entrar en el recinto a Juan, el carpintero, y a Ibn Hasd. Los acompañaba un anciano vestido con una túnica roja. Yazid se preguntó quién podría ser y dio un codazo a su hermano. Zuhayr tembló imperceptiblemente al ver a Wajid al-Zindiq, pero no dijo nada.

De repente, una mueca de preocupación se dibujó en la cara de Yazid. Ubaydallah, el temido administrador de las haciendas de al-Hudayl, se sentó detrás de Zuhayr. Con sus terribles historias sobre la corrupción y el libertinaje de ese hombre, Ama había instilado en el niño un odio ciego hacia él. El administrador sonrió a Zuhayr y ambos intercambiaron saludos. Yazid ardía de furia. Estaba ansioso por contarle a Juan que su tío Miguel había estado haciendo preguntas sobre el ajedrez, pero Zuhayr arrugó la frente y apoyó un pesado brazo sobre su hombro, para impedir que siguiera moviéndose.

—Compórtate con dignidad y no olvides nunca que estamos a la vista del público —susurró enfadado al oído de Yazid—. El honor del Banu Hudayl está en juego. Es probable que mañana tengamos que conducir a esta gente a la guerra, de modo que no deben perdernos el respeto.

—Tonterías —murmuró Yazid, pero antes de que su hermano pudiera responder, el predicador carraspeó para aclararse la garganta y comenzó a hablar.

—En nombre de Alá, el caritativo, el misericordioso, la paz sea con vosotros, hermanos…

Luego comenzó a enumerar con voz monótona las glorias de al-Andalus y la de sus mandatarios musulmanes. Quería dejar claro que el Islam exiliado en el Magreb era el único y auténtico Islam. El califa omaya de Qurtuba y sus sucesores habían defendido la auténtica fe, tal como mandaban el Profeta y sus compañeros. Los abasidas de Baghdad habían sido degenerados morales.

Yazid había escuchado sermones similares desde que había comenzado a asistir a las plegarias de los viernes. Todos los predicadores le recordaban a Ama, con la diferencia de que él podía detener el discurso exaltado de Ama con una pregunta y eso era imposible en la mezquita.

Yazid no era el único miembro de la congregación que no prestaba atención a las palabras del predicador. En la última fila, los veteranos de la congregación de los viernes comenzaban a murmurar entre sí. Era fácil sentir pena por el joven imán que intentaba imponer su voluntad sobre una reunión que no recibía con alegría a recién llegados ni principiantes, por eso Umar bin Abdallah se llevó un dedo a los labios y dirigió una mirada fulminante a los transgresores del orden. El silencio que siguió fue incentivo suficiente para que el hombre de la barba castaña diera rienda suelta a sus pensamientos. Se sintió tan inflamado con un nuevo entusiasmo, que se apartó del texto laboriosamente preparado, desechando las citas del Alcorán que había estudiado y ensayado durante la mitad de la noche, para expresar sus propias ideas:

—El tañido solemne de las campanas de sus iglesias nos llega desde lejos con un tono tan siniestro que carcome mis entrañas. Ya han preparado nuestras mortajas, y por esa razón mi corazón está apesadumbrado, mi espíritu abrumado y mi mente constantemente preocupada. Sólo hace ocho años que conquistaron Gharnata, y sin embargo, muchos musulmanes ya parecen atontados e indiferentes. ¿Ha llegado el fin de nuestro mundo? Todo lo que se dice sobre nuestras glorias pasadas es cierto, pero ¿de qué nos sirven ahora? ¿Cómo es posible que nosotros, que tuvimos la península en nuestras manos, la hayamos dejado escapar?

»A menudo escucho a nuestros mayores hablar de que el Profeta, que la paz sea con él, tuvo que soportar calamidades peores y logró vencerlas. Por supuesto, esto es cierto, pero también es cierto que en aquella época sus enemigos no comprendían con exactitud el impacto de la palabra verdadera. Estamos pagando el precio de habernos convertido en una religión universal. Pero los caballeros cristianos no se asustan sólo de nosotros. Cuando escuchan que el sultán de Turquía está pensando en mandar su flota a ayudarnos, comienzan a temblar. Ése es el auténtico peligro y por eso, hermanos míos, temo lo peor. Cisneros ha confiado a sus allegados que la única forma de vencemos es destruirlo todo…

La congregación escuchaba sus palabras en silencio. Incluso Yazid, un severo critico de las ceremonias religiosas, se impresionó con la honestidad del predicador. Era evidente que hablaba con el corazón. Sin embargo, su hermano no estaba impresionado, sino enfadado por el tono pesimista del sermón. ¿Aquel hombre iba a ofrecer alguna solución al problema o se limitaría a desmoralizar a los presentes?

—Pienso en nuestro pasado, en nuestras banderas ondeando al viento, en nuestros caballeros esperando órdenes para entrar en batalla. Recuerdo las historias que hemos oído todos sobre nuestro caballero más valiente, Ibn Farid, que en paz descanse. Él desafiaba a los guerreros y los mataba, todo en el transcurso de un mismo día. Pienso en esto, y suplico ayuda y apoyo al Todopoderoso. Si yo estuviera convencido de que el sultán de Estambul va a enviar barcos y soldados, sacrificaría de buena gana cada centímetro de mi cuerpo para salvar nuestro futuro. Sin embargo, hermanos míos, mucho me temo que estas esperanzas sean vanas. Es demasiado tarde. Sólo nos queda una solución: ¡confiar en Dios!

Zuhayr lo miraba con una mueca de disgusto. Acabar el sermón sin una exhortación era un procedimiento poco ortodoxo incluso en épocas de prosperidad, pero en aquella grave situación constituía una inaudita renuncia a sus obligaciones como teólogo. Tal vez sólo hubiera hecho una pausa para pensar…, pero no, había terminado. Se había marchado a ocupar su sitio en la primera fila y sólo tres personas lo separaban de Yazid.

La congregación solía dispersarse después del jutba, pero aquel viernes en particular todos parecían paralizados, nadie se movía. Precisar cuánto tiempo habrían permanecido inmóviles y silenciosos sería entrar en el terreno de las conjeturas, porque Umar bin Abdallah, consciente de la necesidad de acción, se puso de pie y miró a su alrededor como un centinela solitario en la cumbre de una montaña. Nadie siguió su ejemplo, pero todos se movieron simultáneamente, como si lo hubieran ensayado con antelación, para abrir un pasillo frente a él. Umar caminó despacio por ese pasillo y, al llegar al frente, se volvió hacia la congregación. Yazid miró a su padre con los ojos brillantes de expectación y orgullo. La expresión de Zuhayr permaneció imperturbable, pero su corazón comenzó a latir con rapidez.

Umar bin Abdallah meditó durante unos instantes, consciente de que en momentos como aquél, en que un peligro inminente se cernía sobre su pueblo, cada término y cada frase cobraban una importancia exagerada. Por consiguiente, sabía que debía elegir con cuidado las palabras y su entonación. La retórica tenía sus propias leyes y su propia magia. Aquel hombre que había crecido en la ejemplar tranquilidad de las haciendas familiares, que se había bañado en aguas perfumadas con aceite de azahar, que había vivido rodeado por el delicado aroma de las hierbas de montaña y que, desde la más tierna infancia, había aprendido el arte de gobernar las vidas de otros hombres y mujeres, comprendía lo que se esperaba de él.

Los desvanes de su memoria estaban atestados de recuerdos, pero no había nada en ellos que pudiera ofrecer el más mínimo consuelo a las personas sentadas frente a él.

Umar comenzó a hablar. Recordó lo sucedido en Gharnata durante la ocupación cristiana. Describió con lujo de detalles el muro de fuego y la congregación entera compartió su dolor cuando sus ojos se llenaron de lágrimas. Habló del miedo que reinaba en todos los hogares musulmanes y mencionó la incertidumbre que pendía sobre la ciudad como una niebla oscura. Recordó a sus oyentes que los ladridos de los perros no podían espantar las nubes y que los musulmanes de al-Andalus eran como un río, cuyo curso estaba siendo reencauzado bajo la mirada vigilante de la Inquisición.

Umar habló durante una hora y la congregación escuchó con atención cada una de sus palabras. Su voz suave y su tono modesto contrastaban favorablemente con la grandilocuencia de la mayoría de los oradores, que hacían resonar sus voces como tambores sordos y recitaban los textos sagrados con exagerada afectación. Aquellos artificios no sólo conseguían distraer la atención del público después de pocos minutos, sino que convertían a los predicadores en el blanco de las burlas de Yazid y sus amigos.

Umar sabía que no podía prolongar demasiado tiempo aquella letanía de desastres. Debía proponer un plan de acción; era su deber como miembro principal e insigne de la comunidad. Sin embargo, vacilaba, pues en honor de la verdad, Umar bin Abdallah no sabía con seguridad en qué dirección debía guiar a su aldea. Dejó de hablar y buscó con la mirada a los ancianos del pueblo, pero al no encontrar ayuda en ellos, decidió que la honestidad era el único camino posible. Les confiaría sus dudas.

—Hermanos míos, tengo que haceros una confesión. No tengo forma de comunicarme directamente con nuestro creador. Me siento tan perdido como vosotros y, por consiguiente, debo deciros que no existe una solución sencilla a nuestros problemas. Uno de nuestros grandes pensadores, el maestro Ibn Khaldun, nos advirtió hace muchos años que un pueblo vencido y sometido por otro desaparece pronto, pero nosotros no aprendimos nada de las derrotas de Qurtuba e Ishbiliya. No tenemos excusa para caer en el mismo pozo tres veces. Aquellos de nosotros que en el pasado buscamos refugio a la sombra del sultán, fuimos unos tontos, porque esa sombra se desvaneció enseguida.

»Hay tres formas de salir de este laberinto. La primera es hacer lo que muchos de nuestros fieles hicieron en otros sitios: convencernos de que un enemigo razonable es mejor que un amigo ignorante y convertirnos a su religión, mientras en nuestros corazones creemos en lo que queremos. ¿Qué pensáis de esta solución?

Durante unos segundos los fieles permanecieron aturdidos. Era una idea herética, y la aldea estaba tan aislada de Gharnata, y tanto más del resto del península, que no podía seguir el curso de su razonamiento. Sin embargo, la congregación se recuperó enseguida y un canto espontáneo se elevó desde el suelo, donde estaban sentados, hacia el cielo:

—No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta.

Los ojos de Umar se humedecieron. Asintió con la cabeza y volvió a dirigirse a ellos con una sonrisa triste:

—Supuse que ésa sería vuestra respuesta, pero creo que es mi deber advertiros que los reyes cristianos que nos gobiernan no nos permitirán seguir adorando a Alá durante mucho tiempo. En cualquier caso, la decisión está en vuestras manos.

»La segunda posibilidad es resistir cualquier incursión en nuestras tierras luchando hasta la muerte. Vuestra muerte, mi muerte, la muerte de todos nosotros y la deshonra de nuestras madres, esposas, hermanas e hijas. Es una opción honorable, y si la elegís, yo pelearé a vuestro lado. Sin embargo, os seré franco: pienso enviar a las mujeres y a los niños de mi familia a un refugio seguro antes de la batalla y os aconsejo que hagáis lo mismo. ¿Cuál es vuestra respuesta a esta opción? ¿Cuántos de vosotros deseáis morir con la espada en la mano?

Una vez más, hicieron silencio, pero esta vez no estaban enfadados. Los ancianos intercambiaron miradas. Luego, en medio de la asamblea, cinco hombres jóvenes se pusieron en pie y Zuhayr al-Fahl los imitó de inmediato. La imagen del joven amo ofreciendo su vida por la causa creó una pequeña conmoción. Varias docenas de hombres se pusieron de pie, aunque Ibn Daud no estaba entre ellos. Sus pensamientos estaban con Hind, cuya risa contagiosa aún resonaba en su cabeza. Yazid se debatía entre la posición de su hermano y la de su padre. Después de unos segundos de angustia, se puso de pie y cogió la mano de Zuhayr. Aunque aquel gesto pareció conmover a todo el mundo, sólo se había puesto de pie una minoría, y Umar respiró aliviado, pues no era partidario de un suicidio colectivo. Hizo una señal a sus hijos para que se sentaran y los demás lo imitaron enseguida. Umar carraspeó.

—La última opción es abandonar las tierras y las casas que edificaron nuestros antepasados cuando el suelo estaba cubierto de grandes rocas. Ellos limpiaron el suelo, buscaron agua y plantaron semillas. Ellos cultivaron la tierra para conseguir abundantes cosechas. Mi corazón me dice que ésta es la peor de las opciones, pero tal vez sea la única que nos permita sobrevivir. Aunque es probable que no sea necesario, creo que deberíamos hacernos a la idea de abandonar al-Hudayl.

Un grito ahogado interrumpió a Umar:

—¿Para ir adónde? ¿Adónde?

Umar suspiró.

—Es más seguro subir las escaleras peldaño a peldaño. Todavía ignoro la respuesta a esa pregunta. Sólo intento dejar claro que creer en lo que creemos nos costará sacrificios. La pregunta que debemos hacernos es si queremos vivir aquí como infieles o encontrar otro sitio donde adorar a Alá en paz. No tengo nada más que decir, pero si alguno de vosotros desea hablar y presentar una opción más aceptable, éste es el momento de hacerlo. Hablad mientras vuestros labios sean libres.

Tras estas palabras. Umar se sentó junto a Yazid. Abrazó a su hijo y lo besó en la cabeza. Yazid cogió la mano de su padre y la apretó como alguien que está a punto de ahogarse y se aferra a cualquier cosa que flote.

Las palabras de Umar habían causado una profunda impresión en los presentes. Durante unos segundos, no habló nadie, pero luego Ibn Zaydun, que se hacia llamar Wajid al-Zindiq, se levantó y preguntó si podía expresar su opinión. Umar se volvió y asintió con un gesto vehemente, aunque los ancianos arrugaron la frente y se mesaron las barbas. Sabían que Ibn Zaydun era un escéptico y que había envenenado muchas mentes juveniles. Sin embargo, teniendo en cuenta que vivían una época de crisis, admitieron que incluso un hereje tenía derecho a hablar. Aquella voz tan familiar para Zuhayr resonó llena de indignación:

—Durante veinte años he intentado convenceros de que era necesario tomar precauciones y de que la fe ciega no nos llevaría a ningún sitio. Creísteis que los sultanes durarían hasta el día del Juicio. Cuando os advertí que aquel que come la sopa del sultán acaba quemándose los labios, os burlasteis de mí, me llamasteis hereje, apóstata e infiel y creísteis que había perdido la razón.

»Sin embargo, ahora es demasiado tarde. Todas nuestras fuentes están envenenadas, no queda una gota de agua pura en toda la península. Umar ha intentado deciros esto durante la última hora. En lugar de mirar hacia el futuro, los musulmanes siempre nos hemos concentrado en nuestro pasado. Todavía cantamos sobre el tiempo en que alzamos nuestras tiendas por primera vez en este valle, cuando nos unimos para defender nuestra fe, cuando nuestras banderas cambiaban de color en la batalla, empapadas por la sangre del enemigo. ¡Cuántas jarras de vino se bebieron sólo en esta aldea para celebrar nuestras victorias!

»Después de setenta años, estoy cansado de vivir. Cuando la muerte se acerque tambaleante por mi camino, como un camello cegado por la oscuridad, no me haré a un lado. Mejor morir en plena posesión de mis facultades que ser pisoteado más adelante, cuando mi mente se haya apagado. Y lo que es verdad para un individuo, también lo es para una comunidad…

—¡Anciano! —exclamó Zuhayr angustiado—, ¿qué te hace pensar que estamos preparados para morir?

—Zuhayr bin Umar —respondió al-Zindiq con voz firme—, era una metáfora. La única forma en que vosotros, vuestros hijos y sus hijos sobrevivan en estas tierras ocupadas por los castellanos es aceptar que la religión de vuestros padres y de sus padres está a punto de desaparecer. Nuestras mortajas ya están preparadas.

Esta afirmación molestó a los fieles. Hubo expresiones furiosas y el canto familiar se entonó especialmente para el escéptico:

—No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta.

—Sí —respondió el viejo—. Lo hemos estado repitiendo durante siglos, pero la reina Isabel y su confesor no están de acuerdo con nosotros. Si insistís en decir eso, los cristianos desgarrarán vuestros corazones con lanzas rectas de astas rígidas.

—¡Al-Zindiq! —gritó Ibn Hasl—. Tal vez sea cierto lo que dices, pero en esta aldea hemos vivido en paz durante quinientos años. Los judíos han sido atormentados en otros sitios, pero nunca aquí. Los cristianos se han bañado en los mismos baños que judíos y musulmanes. ¿No crees que los castellanos nos dejarán en paz si no les hacemos ningún daño?

—Es difícil que así sea, amigo —respondió el sabio—, lo que es bueno para el hígado es malo para el bazo. Su arzobispo dirá que si se permite que un ejemplo perdure, alentará a otros. Después de todo, si permiten que en estas tierras sigamos como siempre, tarde o temprano, cuando gobiernen unos soberanos menos proclives a la violencia, nuestra existencia podría tentarlos a relajar las restricciones contra los seguidores de Hazrat Musa y Mahoma, que la paz sea con él. No desean dejar ningún rastro de nosotros. Eso es todo lo que quería decir y agradezco a Umar bin Abdallah que dejara oír mi palabra.

Cuando al-Zindiq comenzaba a alejarse. Umar sentó a Yazid sobre su regazo y ofreció su sitio al anciano. Mientras se acomodaba en la alfombrilla de las oraciones, Umar le susurró al oído:

—Venga a comer con nosotros esta noche, al-Zindiq. Es un deseo de mi tía.

Sorprendido, al-Zindiq reprimió sus emociones y asintió en silencio. Entonces Umar volvió a levantarse.

—Si nadie más desea hablar, dispersaos, pero recordad que la elección está en vuestras manos. Sois libres de hacer lo que queráis y yo os ayudaré en lo que pueda. Que la paz sea con vosotros.

—Y contigo —fue la respuesta colectiva.

Entonces se levantó el joven predicador y recitó un sura del Alcorán que todos, incluyendo los cristianos y judíos presentes, repitieron después de él. Todos excepto al-Zindiq.

—Repetid:

Oh infieles,

yo no venero lo que veneráis vosotros,

y vosotros no veneráis lo que yo venero.

Ni yo veneraré lo que veneráis vosotros,

ni vosotros veneraréis lo que yo venero.

Vosotros tenéis vuestra religión y yo la mía.

Mientras la congregación se dispersaba, al-Zindiq murmuró para sí: «El creador debía de sufrir indigestión el día en que dictó esas líneas. El ritmo es incorrecto».

Ibn Daud lo escuchó y no pudo evitar una sonrisa.

—El castigo para la apostasía es la muerte —dijo.

—Sí —respondió al-Zindiq, mirando fijamente sus ojos verdes—, pero ningún qadi vivo promulgaría esa sentencia hoy en día. ¿Tú eres el que dice ser nieto de Ibn Khaldun?

—El mismo —respondió Ibn Daud mientras salían de la mezquita.

—Es extraño —replicó al-Zindiq—, teniendo en cuenta que toda su familia pereció en el mar.

—En sus últimos años vivió con otra familia, la de mi abuela.

—Es interesante. Tal vez podamos discutir su obra esta noche, después de la cena.

—Zuhayr me ha dicho que usted estudió sus libros y muchas cosas más. No tengo intenciones de competir con su sabiduría. Yo sólo estoy aprendiendo.

Ibn Daud saludó a su interlocutor y caminó rápidamente hacia el sitio donde estaban amarrados los caballos, pues no quería hacer esperar a su anfitrión. Sin embargo, cuando llegó, sólo vio a Zuhayr y a Yazid. El niño sonreía y Zuhayr, con la mirada distante, arrugó la frente al ver a Ibn Daud. Estaba enfadado con su nuevo amigo. En el hammam de Gharnata, Ibn Daud, había inflamado su imaginación con la propuesta de un levantamiento armado contra los ocupantes, pero en la mezquita se había movido hacia donde soplaba el viento. Zuhayr lo miró fijamente y se preguntó si creería realmente en algo.

—¿Dónde está tu respetable padre? —preguntó el visitante, algo incómodo.

—Ocupándose de sus asuntos —respondió Zuhayr con brusquedad—. ¿Estás listo?

Umar había sido rodeado por los ancianos de la aldea, ansiosos por discutir su futuro con más detenimiento en la privacidad de sus propias casas. Con ese motivo, todos se dirigieron a la casa de Ibn Hasd, el zapatero, donde los recibieron con pastelillos de almendras y café aromatizado con semillas de cardamomo y endulzado con miel.

Zuhayr, confundido por lo sucedido en la mezquita, dirigió su ira contra si mismo. Veía por primera vez la auténtica gravedad de la situación y la imposibilidad de hallar una salida. Por fin comprendía que cualquier insurrección en Gharnata estaría condenada al fracaso. Había aprendido más de las expresiones de derrota y desesperación de los asistentes a la mezquita que de las palabras del tío abuelo Miguel o del tío Hisham. Sin embargo, ya era demasiado tarde: todo estaba planeado.

Zuhayr pareció olvidar que lo acompañaba un invitado. Hundió los talones con suavidad en los flancos de su caballo y el animal respondió con un súbito aumento de velocidad, que tomó a Yazid por sorpresa. Al principio, el niño creyó que su hermano quería jugar una carrera hasta la casa.

—¡Espera, al-Fahl! —rió, y estaba a punto de correr tras su hermano cuando Ibn Daud lo detuvo.

—Yo no puedo correr como tu hermano, y necesito un guía.

Yazid suspiró y tiró de las riendas. Intuía que su hermano deseaba estar solo o que quizás tuviera una cita con los hombres que querían pelear. Comprendió que debería ocupar su sitio para que Ibn Daud no pensara que eran deliberadamente descorteses con él.

—Supongo que será mejor que te acompañe a casa. Mi hermana Hind no me perdonaría si te perdieras.

—¿Tu hermana Hind?

—Sí. Está enamorada de ti.