—La verdad no puede contradecir a la verdad, ¿no es cierto, Zuhayr?
—Por supuesto, no podría ser de otra manera. Está escrito en el Alcorán, ¿verdad?
—¿Y por eso es cierto?
—Bueno…, quiero decir… Escúchame, anciano, hoy no he venido aquí a discutir blasfemias.
—Entonces te haré otra pregunta: ¿es lícito unir lo que conocemos a través de la razón con aquello que nos dicta la tradición?
—Supongo que si.
—¡Lo supones! ¿Es que no os enseñan nada hoy en día? ¡Condenados tontos! Te planteo un dilema que ha confundido a nuestros teólogos durante siglos, y lo único que se te ocurre decir es «supongo que sí». No es una buena respuesta. En mis tiempos se enseñaba a los jóvenes a ser más rigurosos. ¿No has leído las obras de Ibn Rushd, uno de nuestros grandes pensadores, y un gran hombre a quien los cristianos de Europa llaman Averroes? Debes de haber leído sus libros. Había por lo menos cuatro en la biblioteca de tu padre.
Zuhayr se sentía avergonzado, humillado.
—Los estudié de tal forma que no pude sacar ninguna conclusión positiva de ellos. Mi maestro decía que Ibn Rushd era un hombre ilustrado, pero también un hereje.
—Los ignorantes sólo pueden difundir ignorancia. Esa acusación es falsa. Ibn Rushd era un gran filósofo, lleno de talento. A mi modo de ver, estaba equivocado, pero no por las razones que te dio ese estúpido que contrataron para que te enseñara teología. Para resolver la supuesta contradicción entre razón y tradición, aceptó las enseñanzas de los místicos, con sus significados aparentes y sus significados ocultos. Sin embargo, aunque es cierto que las apariencias y la realidad no son siempre la misma cosa, Ibn Rushd insistió en que las interpretaciones alegóricas eran el corolario inevitable de la verdad. Es una pena, pero no creo que al afirmar esto se haya basado en motivos fundados.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Zuhayr, molesto—. Tal vez creyó que era la única forma de extender el conocimiento y sobrevivir.
—Era absolutamente sincero —afirmó al-Zindiq con una certeza propia de su edad—. En una ocasión dijo que el peor día de su vida fue aquel en que llevó a su hijo a la mezquita para las plegarias del viernes y una multitud los echó. No le afectó sólo la humillación, sino también la convicción de que las pasiones de la gente sin instrucción acabarían ahogando la religión más moderna del mundo. En cuanto a mi, creo que Ibn Rushd no era suficientemente hereje. Aceptó la idea de que el universo está al servicio de Dios. —Zuhayr comenzó a temblar—. ¿Tienes frío, chico?
—No, pero tus palabras me asustan. No he venido aquí a discutir filosofía o a intercambiar insultos teológicos. Si quieres poner a prueba tus ideas, podemos organizar un gran debate en el patio de nuestra casa entre tú y el imán de la mezquita, con todos nosotros como jueces. Estoy seguro de que mi hermana Hind te defenderá, pero ten cuidado. Su apoyo no se diferencia mucho del que proporciona una cuerda a un ahorcado.
Al-Zindiq rió.
—Lo siento —dijo—. Cuando llegaste de repente y sin aviso, yo estaba escribiendo un manuscrito. He dedicado toda mi vida a establecer vínculos entre las guerras teológicas que plagan nuestra religión. Mi cabeza estaba tan llena de esos pensamientos, que me desahogué contigo. Ahora cuéntame tu visita a Gharnata.
Zuhayr suspiró aliviado. Relató los sucesos de los días anteriores sin olvidar un solo detalle. Mientras comunicaba al anciano su decisión de no sufrir más humillaciones sin resistirse, al-Zindiq reconoció una antigua y familiar pasión en su voz. ¡Cuántas veces había oído a jóvenes en la plenitud de su existencia, dispuestos a morir para proteger su honor! No deseaba ver otra vida desperdiciada. Miró a Zuhayr y por un breve instante vio la imagen de un hombre joven amortajado. Al-Zindiq tembló y Zuhayr malinterpretó su actitud, pensando que por fin había logrado contagiar su entusiasmo al sabio.
—¿Qué debemos hacer, al-Zindiq? ¿Qué nos aconsejas?
Zuhayr esperaba a sus amigos de Gharnata aquel día y sabía que el apoyo del anciano les infundiría confianza. Después de hablar durante casi una hora, describiendo las objeciones de Musa y las respuestas de Ibn Daud a sus necedades, pensó que había llegado el momento de ceder la palabra a al-Zindiq.
Zuhayr nunca había necesitado tanto al anciano como entonces, pues a pesar de su jactancia, el bisnieto de Ibn Farid se sentía atormentado por las dudas. ¿Qué ocurriría si todos morían en el intento? Si la consecuencia de sus muertes era el renacimiento de la Gharnata musulmana, el sacrificio no habría sido en vano, pero ¿había alguna posibilidad de que fuera así? ¿Y si, por el contrario, sus actos precipitados conducían a la aniquilación de los fieles del viejo reino, en manos de los caballeros de Jiménez de Cisneros? Zuhayr dudaba que fuera el momento apropiado para marcharse de este mundo.
Al-Zindiq comenzó la contraofensiva con una pregunta aparentemente inocente:
—¿Así que Ibn Daud dice ser bisnieto de Ibn Khaldun?
Zuhayr asintió con impaciencia.
—¿A qué se debe ese tono de desconfianza? ¿Cómo puedes dudar de su palabra sin conocerlo?
—Por lo que dices, parece obcecado e impulsivo. Su bisabuelo no habría sugerido ese tipo de acción. Habría dicho que la victoria sería imposible sin un fuerte sentido de solidaridad social en el bando de los fieles. Justamente esa falta de solidaridad en las filas de los seguidores del Profeta fue lo que nos condujo al declive en al-Andalus. ¿Cómo vais a recrear lo que ya no existe? El ejército os derrotará, y será como un elefante pisando a una hormiga.
—Lo sabemos, pero es nuestra única esperanza. Ibn Daud dijo que un pueblo vencido y sometido por otro desaparece pronto.
—¡Palabras dignas de su bisabuelo! Pero ¿no comprende que ya hemos sido vencidos y que ahora nos están sometiendo? Tráelo aquí. Tráelos a todos aquí esta noche y volveremos a discutir la cuestión con la seriedad que merece. No arriesgáis sólo vuestras vidas; hay muchas cosas más en juego. ¿Tu padre lo sabe?
—Me gustaría decírselo, pero el tío abuelo Miguel ha venido a ver a Zahra…
Zuhayr se interrumpió, pero ya era demasiado tarde. Había pronunciado el nombre prohibido. Miró a al-Zindiq y éste le sonrió.
—Me preguntaba cuándo ibas a nombrarla. En la aldea no se habla de otra cosa. No tiene importancia, jovencito, todo sucedió hace muchos años. Iba a contártelo en tu última visita, pero la llegada de tu criado me interrumpió. De modo que ahora sabes por qué desapareció al-Zindiq y por qué le envían comida.
—Si la amabas, ¿por qué no fuiste a buscarla a Qurtuba? Ella se habría casado contigo.
—El calor y el frío que sentimos en el cuerpo no son nunca constantes, Ibn Umar. Al principio tenía miedo de su padre, ya que él había amenazado con matarme si me acercaba a Qurtuba, pero después hubo algo más.
—¿Qué?
—Quizás Zahra me haya amado tantos años atrás, no lo dudo, pero tenía una forma muy extraña de demostrarlo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Zuhayr, perplejo.
—Después de tres meses en Qurtuba, tu tía comenzó a echarse encima del primer noble cristiano que le sonreía. Esa situación se prolongó durante muchos años, demasiados. Cuando me enteré de sus aventuras, estuve enfermo durante mucho tiempo. Pero luego me recuperé, la enfermedad desapareció y volví a sentirme libre, aunque mi corazón había olvidado el aspecto del sol.
—¿Y también olvidaste a la tía Zahra?
—Yo no he dicho eso, ¿verdad? ¿Cómo iba a olvidarla? Sin embargo, las puertas de mi corazón estaban cerradas. Luego oí historias sobre incidentes similares con otros hombres y decidí taparme los oídos con algodón. Muchos años después, Amira me dijo que Zahra estaba en el maristan de Gharnata.
—Creo que lo que no te dijo fue que la tía abuela Zahra estaba tan cuerda como tú o como yo. Fue enviada allí por expreso deseo de su padre, un año antes de que éste muriera. Él creía que su conducta era una forma de castigarlo por no haberla dejado casarse contigo. Eso es lo que me dijo mi madre.
—Los grandes hombres, como Ibn Farid, tienden a creerse el centro del mundo. ¿Acaso no veía que ella sólo se castigaba a sí misma?
—Se emocionó mucho al ver a su hermano, ¿sabes?, aunque Ama nos había dicho que odiaba a Miguel. Cuando le preguntamos por qué, su expresión se volvió dura como una roca. ¿Miguel tuvo algo que ver en tu destierro, al-Zindiq? Estoy convencido de que él te espiaba.
Al-Zindiq se cogió la cara con las dos manos y fijó la vista en el suelo. Cuando alzó la cabeza, Zuhayr vio el dolor claramente reflejado en sus ojos. Su rostro ajado parecía haberse estirado de forma súbita.
«Qué extraño —pensó Zuhayr—, actúa igual que Ama».
—Para ti Miguel es un apóstata que cambió el color verde por sus himnos y sus figuras de madera. Lo ves jactarse de ser el obispo de Qurtuba, blasfemar contra tu religión, y te avergüenzas de ser pariente suyo. ¿Me equivoco? —Zuhayr negó con un gesto—. ¿Y si yo te dijera que de niño Meekal al-Malek era divertido y dinámico? No sólo no me espiaba ni iba con cuentos a tu padre, sino que deseaba que Zahra y yo fuéramos felices. Jugaba al ajedrez, con tanta pasión, que si no hubiese hecho otra cosa, habría sido recordado por inventar al menos tres jugadas de apertura que ningún maestro de la península podía igualar, y mucho menos las personas como yo o incluso como el padre del Enano, que era un excelente jugador. A menudo se enfrascaba en disputas filosóficas con sus tutores y revelaba una precocidad que asustaba a todos, sobre todo a su propia madre. Prometía tanto, que Ibn Farid solía decirle a la señora Asma: «No dejes que las criadas lo miren con admiración o le provocarán el mal de ojo». Mucho tiempo después, cuando sucedió lo que sucedió, muchos de nosotros recordamos las palabras de su padre. Mi madre, doncella y confidente de la señora Asma, era la encargada de cuidar a Miguel. A menudo estaba en nuestras habitaciones y yo le quería mucho.
—¿Cómo es posible, entonces, que su barco naufragara de ese modo? —preguntó Zuhayr—. ¿Cuál es el misterio? ¿Cómo enfermó? ¿Qué sucedió, al-Zindiq?
—¿Estás seguro de que quieres saberlo? A veces es preferible ignorar algunas cosas.
—Necesito saberlo y tú eres el único que puede decírmelo.
El viejo suspiró. Sabía que eso no era cierto, y que Amira probablemente sabría mucho más que él, pero dudaba de que alguno de los dos conociera la verdad completa.
Dos mujeres, sólo ellas, habían conocido esa verdad: la señora Asma y su fiel doncella. «Mi amada madre», pensó el viejo solitario de la colina. Ambas habían muerto y al-Zindiq estaba seguro de que su madre había sido asesinada. La familia de Hudayl no confiaba en el destino; sabía que sólo la muerte podía garantizar el silencio total. ¿Quién habría tomado la decisión? Al-Zindiq no había sospechado ni por un momento del padre de Umar, Abdallah bin Farid, pues no era un acto propio de su carácter. Quizás hubiera sido Ibn Hisham, un firme creyente en la necesidad de atar los cabos sueltos. Lo cierto es que los detalles de lo ocurrido habían muerto con su madre.
Varios años más tarde, al-Zindiq y Amira se habían sentado a discutir todo lo que sabían de la tragedia. Sin embargo, como aún no había forma de comprobar que su versión de los hechos fuera la correcta, al-Zindiq se resistía a hablar.
—Al-Zindiq, prometiste decírmelo todo.
—Muy bien, pero recuerda una cosa, al-Fahl. Es probable que lo que voy a contarte no sea la verdad completa. No tengo forma de saberlo.
—¡Por favor! Déjame juzgar a mi.
—Cuando tu bisabuelo murió, tus dos abuelas quedaron desoladas. Aunque la señora Maryam no había compartido el lecho con él durante muchos años, todavía le amaba. Aquel día, la señora Asma fue a su cama, y le masajeó los hombros y la nuca, como de costumbre, pero no obtuvo respuesta. Cuando advirtió que la vida había huido del cuerpo de su marido, comenzó a gritar: «¡Maryam, Maryam, ha ocurrido una tragedia!». Mi madre decía que fue el grito más desgarrador que oyó en su vida. Ambas esposas se consolaron mutuamente lo mejor que pudieron.
»Un año después, enterraron a la señora Maryam. La suya fue una muerte lenta y terrible, pues su lengua se cubrió de una carnosidad negra, que le producía horribles sufrimientos. Rogaba que la envenenaran, pero tu abuelo no quería oír hablar de ello. Enviaron a buscar a los mejores médicos de Gharnata e Ishbiliya, pero ellos se mostraron impotentes ante la plaga que cubría su lengua y se extendía por todo su cuerpo. Ibn Sina dijo una vez que esa enfermedad no tenía ni causa ni cura conocidas. Él opinaba que a veces se producía por la acumulación de malos humores, atrapados en la mente del paciente. Sin embargo, fuera cual fuere la causa de su enfermedad, la señora Maryam murió un año después que su esposo.
»La señora Asma se quedó sola. Zahra seguía recluida en el maristan, Meekal estaba en plena adolescencia y no paraba en casa y tu abuelo, aunque era un gran hombre, no destacaba por la viveza de su espíritu. Su esposa, tu abuela, tenía un carácter similar, de modo que la señora Asma pasaba mucho tiempo con tu padre, que entonces tenía unos ocho años. Él se convirtió en un sustituto del amor que sentía por su marido. Fuera de la familia, mi madre era su mejor amiga. Su propia madre, la vieja cocinera Dorotea, se negaba a vivir con su hija a pesar de sus repetidas súplicas. Cuando venía a verla, la calidad de la comida mejoraba notablemente. Sus visitas eran cortas, pero memorables, sobre todo porque solía cocinar pequeños pasteles de almendras, que se deshacían en la boca. Era una excelente cocinera y el padre del Enano aprendió mucho de ella. También se enamoró de ella y se corría el rumor de que… Pero no nos alejemos del tema. La cuestión es que si Dorotea hubiera venido a vivir con Asma después de la muerte de Ibn Farid, quizás no se habría producido aquella tragedia.
Zuhayr estaba tan pendiente del relato, que hasta ahora había podido controlar su curiosidad. En su niñez, cuando escuchaba las interminables historias familiares, solía hacer enfadar a su padre con sus constantes preguntas sobre detalles triviales. La negativa de Dorotea a abandonar a su amo y acompañar a su hija a al-Hudayl le intrigaba desde hacia tiempo, así que interrumpió al orador.
—Eso es extraño, al-Zindiq. ¿Por qué no vino? En la casa de don Álvaro no era más que una cocinera y aquí habría vivido cómodamente hasta su muerte.
—No lo sé, Ibn Umar. Era una mujer muy decente. Creo que simplemente se sentía incómoda en el papel de suegra de un personaje tan importante como Ibn Farid. Tal vez le resultara más fácil aceptar su súbito ascenso social desde la distancia. Para gran pesar de Ibn Farid, se negaba a alojarse en la casa, y cuando venía de visita, mi madre solía cederle nuestra habitación, en el ala de los criados.
—¿Cuál fue la tragedia, al-Zindiq? ¿Qué ocurrió? Temo que tengamos que interrumpirnos otra vez por falta de tiempo y no quisiera que pasara eso.
—¿Quieres saber por qué murió la señora Asma y quién mató a mi madre?
—Exacto. La señora Asma no era vieja, ¿verdad?
—No, y ahí estaba el problema. Todavía era joven, llena de vida y orgullosa de su cuerpo. Sólo había tenido dos hijos.
—Los tíos abuelos Miguel y Walid.
—Así es. La muerte de Walid fue un tremendo golpe para todos nosotros. Supón que Yazid pilla una fiebre y muere. Ya ves, la sola idea te entristece. Cuando tu bisabuelo se marchó de este mundo, la señora Asma estaba preparada para tener muchos más hijos. Mi madre me contó que la viuda de Ibn Farid tenía muchos pretendientes, pero que tu abuelo Abdallah los rechazó a todos, pues no podía consentir que la esposa de su padre fuera tratada como cualquier otra mujer. De modo que la señora Asma continuó viviendo en reclusión, rodeada de su familia.
»Tu tío abuelo Hisham se había casado poco antes de la muerte de Ibn Farid y reanudó las actividades comerciales en Gharnata, actividades que, debo decir, todos veían con desagrado a excepción de su madre. Que un miembro del Banu Hudayl se convirtiera en comerciante en el mercado era algo muy parecido a un sacrilegio, un insulto al honor de la familia. En ella había poetas, filósofos, estadistas, guerreros e incluso un pintor loco cuyo arte erótico era apreciado por el califa de Qurtuba, pero todos estaban firmemente asentados en la tierra. Sin embargo, el sobrino de Ibn Farid negociaba con mercaderes, regateaba con dueños de barcos y amaba su profesión. Si Hisham sólo hubiera pretendido ser feliz, lo habrían perdonado. Ibn Farid ya había echado de casa a uno de sus hijos y no deseaba romper con otro. La señora Asma, por otra parte, no le habría permitido que lo hiciera.
—Pero eso parece una locura. ¿Acaso el Banu no desciende de guerreros beduinos, que sin duda comerciaron y regatearon con caravanas cada día de su vida, antes de trasladarse al Magreb? ¿No estás de acuerdo?
—Completamente. Piensa en ello, mi querido al-Fahl: los descendientes de los guerreros nómadas que marcharon de Arabia al Magreb, una vez perdida la necesidad de viajar, se volvieron tan apegados a la tierra que trataban como a un hereje al miembro de la familia que decidía dedicarse a otra cosa.
A Zuhayr, que estaba muy unido a los hijos de Ibn Hisham, siempre le había intrigado la actitud desdeñosa de su abuelo hacia ellos.
—No estoy seguro de que sea así —dijo Zuhayr—. Ya en el desierto, nuestros antepasados despreciaban a los que vivían en ciudades. Cuando era pequeño Ama me decía que sólo los parásitos vivían en ciudades.
—Muy propio de ella —rió al-Zindiq—. Amira siempre fue una eficaz mensajera de prejuicios ajenos. Pero ya ves, mi querido al-Fahl, las pequeñas aldeas, como la vuestra, carecen de la importancia política de las ciudades. ¿Qué producís vosotros? Seda. ¿Qué producen ellos? Poder. Ibn Khaldun escribió una vez que…
Zuhayr presintió que el viejo zorro estaba a punto de atraparlo en una larga discusión sobre filosofía de la historia o en un interminable debate sobre la vida urbana y la rural, y se apresuró a detenerlo.
—¿Cómo murió la señora Asma, al-Zindiq? No quiero tener que volver a hacerte esa pregunta.
El viejo sonrió con los ojos y su cara se llenó de arrugas, pero en el transcurso de un segundo esos mismos ojos reflejaron el presagio de un desastre. Quería cambiar de tema, pero Zuhayr lo miraba fijamente. Su cara de barba suave tenía una expresión sombría y revelaba una súbita firmeza que sorprendió a al-Zindiq. El viejo respiró penosamente.
—Seis años después de la muerte de Ibn Farid, la señora Asma se quedó embarazada.
—¿Cómo? ¿De quién? —preguntó Zuhayr con un murmullo ronco y desesperado.
—Sólo tres personas sabían la verdad: mi madre y los dos implicados. Mi madre y la señora Asma están muertas, eso sólo deja a una persona.
—Eso ya lo sé, viejo tonto —respondió Zuhayr enfadado.
—Sí, sí, joven Zuhayr, veo que estás nervioso. No conocías a ninguna de esas personas, pero de todos modos tu orgullo está herido.
«Es extraño cómo la historia afecta al chico —pensó al-Zindiq—. ¿Qué tiene que ver con él? ¿Acaso el maléfico poder de los fantasmas del ayer alimenta aún nuestras pasiones? Ya es demasiado tarde para detenerse».
Acarició la cara de Zuhayr y le dio una palmada en la espalda mientras le ofrecía un vaso de agua.
—Ya puedes imaginar el ambiente que había en la casa cuando se descubrió todo esto. Las viejas damas de la familia, incluso aquellas que se suponía habían muerto de glotonería años atrás, reaparecieron de forma súbita procedentes de Qurtuba, Balansiya, Ishbiliya y Gharnata. Ya ves, las malas noticias vuelan. Sin embargo, la señora Asma se negaba a salir de su habitación, así que mi madre actuó como mediadora entre ella y esas viejas brujas. Una anciana partera de Gharnata, experta en el arte de retirar niños no deseados del útero, comenzó su trabajo con mi madre a su lado. La operación fue un éxito y el motivo de la vergüenza desapareció. Una semana más tarde, Asma murió a consecuencia de un veneno que penetró en su torrente sanguíneo. Pero eso no fue todo. Cuando tus abuelos fueron a visitarla, Asma murmuró al oído de tu abuela que deseaba morir. La vergüenza le resultaba intolerable y había perdido la voluntad de vivir. Hisham y su esposa estaban en la casa con su hijo, que era otro gran favorito de la señora Asma y solía pasar semanas allí. Así fue como Ibn Hisham se hizo tan amigo de tu padre. Con respecto a Meekal, él mismo enfermó gravemente. No acudió al lecho de muerte de su madre y ella tampoco pidió verlo.
—¿Pero quién fue, al-Zindiq? ¿Cómo es posible que de la noche a la mañana el agua pura se convierta en leche agria?
—Mi madre no vio lo sucedido, pero la señora Asma le contó toda la verdad. Tres semanas más tarde, mi madre también estaba muerta, aunque no había enfermado jamás en toda su vida. Cuando murió la señora Asma, yo vine a la aldea y pedí permiso para asistir a sus funerales, y aunque me lo denegaron, logré hablar con mi madre. Ella insistía en hablar con acertijos y se negaba a nombrar a la otra persona implicada. Sin embargo, sumando lo que me dijo aquella noche con lo que había visto Amira, lo sucedido nos pareció claro…, o eso creímos.
La respiración de Zuhayr se había vuelto agitada y la expectación le hizo subir la sangre a la cara, mientras al-Zindiq hacía una pausa para beber agua.
—¡Dímelo, viejo! ¡Dímelo!
—Tú conoces bien la casa, Zuhayr bin Umar. La señora Asma estaba en la habitación que ahora ocupa tu madre. Dime algo, ¿se permite la entrada de algún hombre extraño o de un criado en esos aposentos? —Zuhayr negó con la cabeza—. ¿Qué otros hombres, aparte de tu padre, pueden deambular por ellos sin restricciones?
—Supongo que Yazid y yo.
—Exacto.
Por un instante, Zuhayr no comprendió lo que le decían, pero luego la insinuación le sacudió como un golpe inesperado en el cráneo y miró horrorizado al narrador.
—No querrás decir que…, no insinuarás que…
Pero el nombre se negaba a salir de sus labios, y fue al-Zindiq quien por fin lo pronunció.
—Meekal, o Miguel, como prefieras llamarlo.
—¿Estás seguro?
—¿Cómo iba a estarlo? Sin embargo, es la única suposición lógica. Unas semanas antes de que se descubriera el embarazo, todos notaron que Meekal se comportaba de forma extraña. Había dejado de ir a los baños de la aldea a espiar a las mujeres desnudas. Ya no reía y su cara lampiña había cobrado un aire apesadumbrado y adusto. Sus ojos estaban hinchados por la falta de sueño. Mandaron a llamar a un médico de Gharnata, pero ellos no podían hacer nada para curar ese tipo de enfermedad, de modo que le aconsejaron aire de mar, fruta fresca e infusiones de hierbas. Enviaron a tu tío abuelo a Malaka por un mes, pensando que el solo hecho de alejarse de la casa le sentaría bien.
»Y en efecto, cuando regresó, tenía mucho mejor aspecto, pero para sorpresa de todos aquellos que ignoraban sus tormentos interiores, nunca volvió a las habitaciones de su madre. Creo que ella habló con él una sola vez antes de morir. Sin embargo, en su funeral, estaba desconsolado. Lloró ininterrumpidamente durante cuarenta días y luego estuvo enfermo una larga temporada. El Meekal que yo conocí también murió entonces. En realidad aquella tragedia se cobró tres vidas, pues el obispo de Qurtuba no es más que un fantasma.
—Pero ¿cómo es posible, al-Zindiq?
—No es ningún misterio. Meekal era el favorito de su madre desde que era un bebé. Solía bañarse con ella y con las demás damas. Amira me contó que a los dieciséis años todavía entraba en los baños cuando la señora Asma estaba allí y que a menudo se quitaba la ropa para bañarse con ella. Su madre aún estaba en la plenitud de la vida. No sé cómo ocurrieron las cosas, pero puedo comprender el problema. Todavía era una mujer y añoraba el placer que había desaparecido de su vida desde la muerte de Ibn Farid. Cuando sucedió, aquello debió de parecerle tan apasionado, arrobador, reconfortante y familiar que olvidó quién era ella, quién era él y dónde estaban. Luego el recuerdo se convirtió en un dolor, que, en su caso, sólo la muerte podía aliviar. ¿Quiénes somos nosotros para juzgarla, Zuhayr? ¿Cómo podemos entender lo que sintió?
—No lo sé, no quiero saberlo; pero fue una locura.
—Sí, por eso la gente que la rodeaba se mostró dura e inflexible. Sospecho que la partera que la atendió tenía órdenes de facilitar la muerte del hijo y de su madre.
—La señora Asma debe de haberse arrepentido de convertirse a nuestra religión.
—¿Por qué dices eso?
—Porque si hubiera seguido adorando iconos, podría haber fingido que el niño que apareció en su vientre era un misterio divino.
—Comienzas a hablar como un cínico. Ya es hora de que vuelvas a casa.
—Ven conmigo, al-Zindiq. Serás bien recibido.
El carácter precipitado de la invitación sobresaltó al anciano.
—Gracias, me gustaría ver a Zahra, pero tendrá que ser otro día.
—¿Cómo puedes soportar esta soledad día tras día?
—Yo no lo siento así. Desde aquí arriba, veo la puesta del sol como nadie puede verla. Mírala ahora. ¿No es el color del paraíso? Y también están mis manuscritos, que crecen año a año. La soledad tiene sus placeres, amigo mío.
—¿Y qué hay de sus desdichas?
—En cada veinticuatro horas, siempre hay una llena de angustia, autocompasión, confusión y deseo de ver otras caras; pero una hora pasa rápido. Ahora corre, jovencito. Tienes cosas importantes que hacer esta noche, y no olvides traer ante mí al joven que dice ser descendiente de Ibn Khaldun.
—¿Por qué eres tan escéptico?
—Porque toda la familia de Ibn Khaldun pereció en un naufragio cuando viajaba de Túnez a al-Qahira. Ahora vete y que la paz sea contigo.