—No hay otra forma de hacerlo. Es necesario aprovechar la oscuridad providencial de las mazmorras para hacer penetrar la luz de la auténtica fe en las mentes ignorantes de esos infieles. Fray Talavera, mi ilustre predecesor, intentó otros métodos y fracasó. Yo, personalmente, creo que la decisión de publicar un diccionario árabe-latín fue equivocada, pero ya se ha hablado demasiado de esta cuestión. Por fortuna, esa etapa ha quedado atrás, y confío en que también con ella la ilusión de que esos infieles vendrán a nosotros a través del aprendizaje y del discurso racional.
»Parecéis disgustado, Excelencia. Soy consciente de que una política más blanda se avendría mejor a nuestra temporaria necesidad de cautela, pero debéis perdonar mi franqueza. El futuro de miles de almas está en juego, y la Santa Iglesia me ha ordenado salvarlas y protegerlas. Estoy convencido de que, si los infieles no se acercan a nosotros por voluntad propia, deberán ser empujados en nuestra dirección, para obligarles a tomar el camino de la auténtica salvación. Las ruinas del mahometismo se desploman y pronto no quedarán ni siquiera sus cimientos. No es el momento de contener nuestra fuerza.
Jiménez de Cisneros hablaba con pasión. Estaba molesto con el hombre que se sentaba frente a él, don Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, mayor y capitán general de Granada, Gharnata para los moros. Don Íñigo se había vestido con ropas moriscas especialmente para aquel encuentro y su estilo incomodaba en sumo grado al arzobispo.
—Para ser un líder espiritual, su merced revela una asombrosa capacidad para interferir en asuntos terrenales. ¿Ha pensado seriamente en este asunto? Sus Majestades acordaron los términos de la rendición que luego yo transcribí, ¿no es cierto, padre? Yo estuve presente cuando la reina dio su promesa al sultán. Aceptamos dejarlos en paz, y fray Talavera es muy respetado en el Albaicín justamente porque cumplió los tratados.
»Ahora yo seré franco con usted, arzobispo. Hasta su llegada, no teníamos problemas serios en este reino. No ha podido ganárselos por la fuerza de la razón y ahora desea recurrir a los métodos de la Inquisición.
—Son métodos prácticos, Excelencia. Ensayados y probados.
—Sí, ensayados y probados en católicos cuyas propiedades ustedes querían poseer, en judíos que nunca han regido un reino y que compraron su libertad pagando ducados de oro o convirtiéndose a nuestra religión. Pero esos métodos no funcionarán aquí. La mayoría de las personas que llamamos «moros» pertenecen a nuestro mismo pueblo, como usted y yo. Han dominado una amplia extensión de nuestra península y lo han hecho sin quemar biblias, destruir iglesias o incendiar sinagogas para construir sus mezquitas. No son una panda de desarraigados y no podemos echarlos a latigazos. Se resistirán y habrá otro derramamiento de sangre…, de la nuestra y de la de ellos.
Cisneros miró al conde con una expresión de absoluto desprecio. Si se hubiese tratado de otro grande del reino, el arzobispo le habría respondido que hablaba así porque su propia casta era impura, contaminada con sangre africana. Pero aquel maldito individuo no era un noble cualquiera: su familia era una de las más distinguidas del país y se jactaba de tener entre sus miembros a varios poetas, funcionarios y guerreros al servicio de la verdadera fe. Los genealogistas empleados por los Mendoza habían estudiado su estirpe hasta encontrar conexiones con los propios reyes visigodos. Aunque Cisneros aún tenía que convencerse de ese último detalle, debía reconocer que incluso sin el parentesco visigodo, el linaje de su interlocutor resultaba impresionante. Cisneros conocía bien a la familia. Él mismo había sido un protegido del cardenal, Mendoza, a quien los reyes debían su puesto. Después de todo, el país entero sabía que el tío paterno del capitán general, como cardenal y arzobispo de Sevilla, había ayudado a Isabel a engañar a su sobrina y a usurpar el trono de Castilla en 1478. Por consiguiente, la familia Mendoza estaba muy bien considerada por los actuales reyes.
Cisneros sabía que debía actuar con cautela, pero había sido el propio conde quien había violado las normas que regían las relaciones entre Iglesia y Estado. Decidió mantener la calma; ya se presentarían otras oportunidades de castigar su arrogancia.
—¿Su Excelencia acusa a la Inquisición de corrupción a gran escala? —preguntó Cisneros con la voz más suave que fue capaz de articular.
—¿Acaso he mencionado la palabra corrupción?
—No, pero la insinuación…
—¿Insinuación? ¿Qué insinuación? Me he limitado a decir, mi estimado fray Cisneros, que la Inquisición está amasando una colosal fortuna para la Iglesia. Las haciendas confiscadas bastarían para construir tres guarniciones contra los turcos, ¿no es cierto?
—¿Y qué haría su Excelencia con esas propiedades?
—Dígame, padre, ¿los hijos de aquellos a quienes llamáis hermanos son siempre culpables?
—Damos por sentada la lealtad entre los miembros de una familia.
—Por consiguiente, nunca debemos creer en un cristiano cuyo padre es mahometano o judío.
—Tal vez «nunca» sea decir demasiado.
—¿Cómo es posible entonces que Torquemada, cuya ascendencia judía era bien conocida por todos, presidiera la Inquisición?
—Para probar su lealtad a la Iglesia tuvo que hacer muchos más esfuerzos que el vástago de una familia cuyo linaje se remonta hasta los reyes visigodos.
—Comienzo a comprender su lógica. Bien, sea como fuere, no permitiré que se someta a los moros a nuevas humillaciones. Ya han hecho bastante daño. Quemar sus libros fue una ignominia, una mancha en nuestro honor. Sus manuales de ciencia y medicina no tienen parangón en el mundo civilizado.
—Por eso se los excluyó de la quema.
—Fue un acto salvaje. ¿Tan ciego está que es incapaz de comprenderlo?
—Sin embargo, Su Excelencia no revocó mis órdenes.
Ahora era don Íñigo quien miraba al sacerdote con expresión de ira. Era un reproche justo: no había hecho nada por cobardía, por pura y simple cobardía. Un cortesano recién llegado de Ishbiliya le había informado que la reina había enviado un mensaje secreto al arzobispo ordenándole, entre otras cosas, destruir las bibliotecas. Ahora sabía que se había tratado de una treta. Cisneros había engañado deliberadamente al cortesano para que éste informara al capitán general. Don Íñigo sabía que había sido engañado, pero eso no lo justificaba. Debería haber revocado la orden y forzado a Cisneros a comunicarle el supuesto mensaje de Isabel. El sacerdote sonreía. «Ese hombre es un demonio —pensó el conde—. Siempre sonríe con los labios, nunca con los ojos».
—Un rebaño y un pastor, Excelencia, eso es lo que este país necesita para sobrevivir a las tormentas con que debe enfrentarse nuestra Iglesia en el Nuevo Mundo.
—Ignora usted su propia suerte, arzobispo. De no haber sido por los hebreos y los moros, los enemigos naturales que le han ayudado a mantener íntegra la Iglesia, los herejes cristianos, habrían causado estragos en esta península. Perdón, no pretendía sorprenderle. No es una conclusión muy profunda, de modo que supuse que ya habría llegado a ella solo.
—Se equivoca, Excelencia. Para preservar la Iglesia es preciso destruir primero a los hebreos y a los moros.
—En cierto modo, ambos tenemos razón, pero hay muchas personas esperándome y creo que deberíamos continuar esta conversación en otra oportunidad.
Así, con la brusquedad que le caracterizaba, el conde de Tendilla informó a Jiménez de Cisneros que daba por finalizada la audiencia. El sacerdote se incorporó y saludó con una inclinación de cabeza. Don Íñigo también se puso de pie, y el fraile se sobresaltó al ver su atuendo morisco.
—Veo que mis ropas le disgustan tanto como mis ideas.
—Ambas cosas parecen estar relacionadas, Excelencia.
El capitán general soltó una sonora carcajada.
—Si a mí no me molesta su hábito, ¿por qué iba a importarle a usted mi túnica? Es mucho más cómoda que las ropas que se usan en la corte. Me siento enterrado vivo con esas calzas y jubones cuya única función parece ser comprimir los preciosos órganos con que Dios ha querido dotarnos. Esta túnica que llevo está diseñada para la comodidad de nuestro cuerpo, y no es tan distinta a su hábito como usted cree. Es el atuendo indicado para la Alhambra. Cualquier otra prenda estaría en discordancia con los colores de estos elaborados dibujos geométricos. Estoy seguro de que hasta usted es capaz de apreciar ese detalle, fraile. Creo que hay una gran ventaja en la posibilidad de comunicarse con el Creador sin necesidad de imágenes esculpidas, pero estoy a punto de cometer blasfemia y no deseo molestarle ni retenerle más…
Los labios del prelado se curvaron en una sonrisa siniestra. Murmuró algo para si, inclinó la cabeza y salió de la habitación. Don Íñigo miró por la ventana. Debajo del palacio estaba el Albaicín, el viejo barrio donde musulmanes, judíos y cristianos habían vivido y comerciado durante siglos. El capitán general estaba sumido en sus propias reflexiones sobre el pasado y el presente cuando oyó una tos discreta. Se giró y vio a su mayordomo judío, Ben Yousef, que traía una bandeja con dos tazas de plata y una jarra a juego con café.
—Perdone mi intromisión, Excelencia, pero su invitado ha estado esperando más de una hora.
—¡Santo cielo! Hazlo pasar, Ben Yousef. En seguida.
El criado abandonó la sala de audiencias y regresó poco después con Umar.
—Su Excelencia, Umar bin Abdallah.
Umar saludó a don Íñigo al estilo tradicional.
—Que la paz sea con usted, don Íñigo.
El conde de Tendilla se acercó a su invitado con los brazos abiertos y le abrazó.
—Bienvenido, bienvenido, don Homero. ¿Cómo está mi viejo amigo? Entre nosotros sobran las formalidades. Siéntese, por favor.
Esta vez don Íñigo se sentó sobre los cojines colocados cerca de la ventana e invitó a Umar a unírsele. El mayordomo sirvió el café, y a un gesto de su amo salió de la habitación.
—Me alegro de que no haya prescindido de sus servicios —sonrió Umar.
—No habrá venido hasta aquí para felicitarme por la elección de mis criados, don Homero.
Umar y don Íñigo se conocían desde la niñez. Sus abuelos se habían enfrentado en legendarias batallas que ahora pertenecían al folclore de ambos bandos. Luego, los dos héroes habían comenzado a visitarse con regularidad y se habían hecho íntimos amigos. Los abuelos conocían los costes de la guerra y se divertían con los mitos creados en torno a sus nombres.
En los años anteriores a 1492, Íñigo había llamado a su amigo Homero porque tenía dificultades para pronunciar la «U» árabe, pero el uso del prefijo «don» era más reciente, se remontaba exactamente a la conquista de Gharnata. Sin embargo, no había motivos para sentirse ofendido. En el fondo de su corazón, Umar sabía que don Íñigo ya no era su amigo, y sospechaba que don Íñigo sentía lo mismo. No se habían visto desde hacia meses, y aunque aquello no era más que una farsa, debían mantener las apariencias. No podían admitir que la amistad se había acabado con la Reconquista.
Las buenas relaciones se habían mantenido mediante el intercambio de frutas frescas y confitadas en sus respectivas fiestas. Sin embargo, la Navidad pasada había sido una excepción y no había llegado ningún obsequio de la familia de Hudayl a la residencia del capitán general, en la al-Hamra. El muro de fuego se había encendido apenas unas semanas antes del cumpleaños de Cristo y Umar bin Abdallah no había sido el único noble musulmán dispuesto a boicotear las celebraciones.
Don Íñigo había mandado llamar a su viejo amigo con el claro propósito de reparar el abismo que se había abierto entre ellos y allí estaba, como en los viejos tiempos, tomando café mientras miraba a través de las elaboradas figuras talladas en la ventana. Sin embargo, en otras épocas Umar habría estado sentado con el sultán Abu Abdullah, como miembro de su consejo, asesorando a su mandatario sobre las relaciones de Gharnata con sus vecinos cristianos.
—Don Homero, sé muy bien que está enfadado. Debería haberse quedado en casa aquella noche. ¿Cómo era aquello que me dijo su abuelo una vez? Ah, sí, ya lo recuerdo: Ojos que no ven, corazón que no siente. Quiero que sepa que la decisión no fue mía. Fue Cisneros, el arzobispo de la reina, quien ordenó quemar los libros de erudición.
—Usted es el capitán general de Gharnata, don Íñigo.
—Sí, ¿pero cómo desafiar la voluntad de la reina Isabel?
—Recordándole el tratado que ella y su esposo firmaron en esta misma habitación, en su presencia y la mía, hace ocho años. Sin embargo, permaneció callado y desvió la mirada mientras en esta ciudad se perpetraba una de las mayores infamias del mundo civilizado. Los tártaros que quemaron la biblioteca de Baghdad hace doscientos años eran analfabetos temerosos de la palabra escrita. En su caso, se trató de un acto instintivo, pero lo que ha hecho Cisneros es mucho peor. Se hizo a sangre fría, se planeó cuidadosamente…
—Yo…
—¡Sí, usted! Su Iglesia taló un árbol que prodigaba su sombra generosamente a todos. Creen que ese acto va a beneficiar a su bando y es probable que así sea, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Durante un siglo? ¿Dos? Es posible, pero a la larga esta civilización está condenada. Será superada por el resto de Europa. Supongo que comprenderá que han destruido el futuro de la península. Unos hombres que destruyen libros, torturan a sus oponentes y queman a los herejes en hogueras no pueden ser capaces de construir un hogar con cimientos sólidos. La maldición de la Iglesia será fatal para esta península.
»Perdóneme —dijo Umar interrumpiéndose, consciente de que estaba a punto de perder la compostura. Luego esbozó una tímida sonrisa—. No he venido aquí para pronunciar un sermón. Predicar a los vencedores es un acto de presunción por parte de los vencidos. A decir verdad, he venido a intentar descubrir cuáles son sus planes con respecto a nosotros.
Don Íñigo se puso de pie y comenzó a caminar de un extremo al otro de la sala de audiencias. Tenía dos opciones: podía calmar a su amigo con dulces palabras, asegurarle que pasara lo que pasara, el Banu Hudayl sería libre de seguir viviendo como siempre. Le habría gustado prometerle eso y mucho más, pero sabía que no era cierto, por más que él deseara que lo fuera. Si actuaba así, sólo conseguiría enfurecer más a Homero, que lo vería como un nuevo ejemplo de falsedad cristiana. Por consiguiente, el conde decidió olvidar la diplomacia.
—Seré franco con usted, amigo mío. Usted sabe lo que me gustaría y ve cómo voy vestido. Mi séquito está formado por judíos y moros. Para mi, Granada sin ellos es como un desierto sin oasis; pero estoy solo. La Iglesia y la corte han decidido que su religión debe ser expulsada para siempre de estas tierras, y tienen los soldados y las armas necesarios para asegurarse de que así sea. Sé que habrá actos de resistencia, pero serán absurdos e inútiles para su causa, pues tarde o temprano los venceremos. Cisneros lo sabe mejor que nadie. ¿Iba a decir algo?
—Que si hubiéramos usado la fuerza para enfrentarnos al cristianismo, como ustedes hacen ahora, nunca habríamos llegado a esta situación.
—Sus palabras son tan sabias como el búho de Minerva. Sin embargo, ustedes intentaron traer la civilización a toda la península, sin fijarse en la fe o el credo de la gente. Fue un acto noble, pero ahora deben pagar su precio. La guerra acabará tarde o temprano con la victoria de un bando y la derrota final del otro. Mi consejo es que usted y su familia se conviertan al cristianismo de inmediato. Si lo hacen, le prometo que yo personalmente llevaré a Cisneros a su hacienda para que los bendiga. Es la mejor protección que puedo ofrecer a su familia y a su aldea. No se ofenda si le parezco cínico, amigo mío, pero en definitiva lo importante para usted y los suyos es defender sus vidas y las propiedades que han pertenecido a su familia durante tanto tiempo. Sé que el obispo de Qurtuba también ha intentado convencerlos, pero…
Umar se levantó y saludó a don Íñigo.
—Aprecio su franqueza —dijo—. Es usted un verdadero amigo, pero no puedo aceptar sus palabras. Mi familia no está dispuesta a jurar lealtad a la Iglesia romana ni a ninguna otra. Lo he pensado varias veces, don Íñigo, e incluso intenté un asesinato. No se asuste; sólo pretendía matar nuestro pasado, exorcizar de una vez para siempre nuestros recuerdos, pero son criaturas obcecadas y se resisten a morir. Tengo la impresión de que si nuestros papeles estuvieran invertidos, su respuesta no habría sido muy distinta a la mía.
—No estoy seguro. Míreme, creo que habría sido un mahometano bastante bueno. ¿Cómo está el pequeño Yazid? Esperaba que lo trajera con usted.
—No es el momento apropiado. Ahora, si me disculpa, debo retirarme. Que la paz sea con usted, don Íñigo.
—Adiós, don Homero. Por mi parte, me gustaría continuar nuestra amistad.
Umar sonrió, pero abandonó la sala sin decir nada. Su caballo y su guardaespaldas lo esperaban en el Jannat-al-Arif, el jardín de verano donde había conocido a Zubayda, pero Umar no estaba de humor para los recuerdos nostálgicos. Las palabras terminantes de Mendoza aún resonaban en sus oídos y ni siquiera el murmullo mágico del agua de los jardines podía distraerlo. Apenas unas semanas atrás, veía a Gharnata como una ciudad ocupada, que sería liberada en el momento indicado. Los castellanos tenían muchos enemigos dentro y fuera de su territorio, y en cuanto se enzarzaran en otra guerra, los musulmanes tendrían la oportunidad de atacar. Todo debía subordinarse a ese objetivo; Umar había insistido en ello en las diversas reuniones de nobles musulmanes que se habían realizado desde la rendición de la ciudad.
Sin embargo, el muro de fuego lo había cambiado todo, y ahora el capitán general confirmaba sus peores presagios. Los adoradores de iconos no se contentaban con su presencia militar en Gharnata. Habían sido demasiado ingenuos al creer que respetarían los tratados. También querían ocupar sus mentes, penetrar en sus corazones, remodelar sus almas. No descansarían hasta que lo consiguieran.
Gharnata, otrora el más seguro refugio para los seguidores del Profeta en al-Andalus, se había convertido en un peligroso horno.
«Si permanecemos aquí, estamos acabados», dijo Umar para sus adentros.
No pensaba sólo en el Banu Hudayl, sino en el destino de todo el islamismo en al-Andalus. El guardaespaldas, sorprendido por la brevedad de la entrevista, corrió hacia la puerta del jardín con la espada y la pistola de su amo. Umar cabalgó hasta los establos, sumido en sus pensamientos. Allí desmontó y caminó los pocos centenares de metros que lo separaban de la familiar y reconfortante mansión de su primo Hisham, situada en el barrio antiguo.
Mientras su padre estaba en al-Hamra, Zuhayr pasaba la mañana en los baños públicos, con sus amigos. Tras el baño de vapor, los encargados de los baños los restregaron con esponjas duras y los lavaron con jabón. Luego pasaron a las tinas, donde estaban solos. Allí se relajaron y comenzaron a intercambiar confidencias. Los amigos de Zuhayr admiraron la pequeña cicatriz del hombro del joven.
Sólo en Gharnata había más de sesenta baños como aquél. Las tardes estaban reservadas a las mujeres, por lo tanto los hombres no tenían otra opción que bañarse por las mañanas. El uso de los baños donde Zuhayr se encontraba aquel día estaba restringido por tradición a los nobles y sus hijos. Alguna que otra vez, sobre todo durante el verano, la gente acudía a bañarse a la luz de la luna en grupos mixtos, sin ayudantes, pero era evidente que aquellas raras ocasiones habían llegado a su fin con la conquista.
En los viejos tiempos, antes de la caída de Gharnata, los baños habían sido una fuente de cotilleo político y social. Las conversaciones solían girar en torno a proezas y aventuras sexuales. A veces, sobre todo en las sesiones de la tarde, se recitaba y discutía poesía erótica. Ahora sólo importaba la política: la última reseña de atrocidades, la conversión de alguna familia, los sobornos ofrecidos a la Iglesia y, por supuesto, la desgraciada noche en que habían quemado su memoria colectiva, un hecho que había obligado a tomar partido incluso a aquellos que antes expresaban una indiferencia total hacia las cuestiones de Estado.
La temperatura política de los baños donde estaba Zuhayr había disminuido. Dos días antes, habían muerto tres alfaquíes como consecuencia de las torturas recibidas y el miedo comenzaba a surtir efecto. Reinaba un clima general de desesperación y fatalismo. Zuhayr, que había estado escuchando pacientemente a sus amigos, todos descendientes de la aristocracia musulmana en Gharnata, alzó la voz de forma súbita:
—Nuestras opciones están claras: convertirse, dejarse asesinar o morir con la espada en la mano.
Musa bin Ali había perdido a dos hermanos en el caos que había precedido la entrada de Isabel y Fernando en la ciudad. Su padre había muerto defendiendo el fuerte de al-Hama, situado al oeste de Gharnata. Ahora su madre se aferraba a él con una desesperación que le resultaba exasperante, pero el joven sabía que no podía olvidar su responsabilidad para con ella y con sus dos hermanas. En las escasas ocasiones en que Musa hablaba, todos le escuchaban en respetuoso silencio.
—Las opciones que señala nuestro hermano Zuhayr bin Umar son correctas, pero en su impaciencia ha olvidado otra, aquella que eligió Abu Abdullah. Al igual que él, podríamos cruzar el agua y encontrar un hogar en la costa del Magreb. Debo añadir que es lo que mi madre desea que hagamos.
—¿Por qué vamos a irnos? —preguntó Zuhayr con los ojos brillantes de ira—. Éste es nuestro hogar. Mi familia construyó al-Hudayl. Antes de que ellos llegaran aquí era sólo un terreno yermo. Nosotros levantamos la aldea, regamos las tierras, cultivamos los huertos, plantamos naranjales, granados, limas, palmeras y arroz. Yo no soy un bereber y no tengo nada que hacer en el Magreb. Viviré en mi tierra y mataré al infiel que intente quitármela por la fuerza.
La temperatura de los baños se elevó de forma drástica. Entonces un joven de rasgos exquisitamente cincelados, piel oliveña y ojos del color del mármol verde, carraspeó de forma sugestiva. No tendría más de dieciocho o diecinueve años. Todos lo miraron. Era nuevo en la ciudad, adonde había llegado unas semanas antes procedente de Balansiya. Con anterioridad había estado en la prestigiosa Universidad de Al-Azhar, en al-Qahira. Había venido a realizar una investigación histórica sobre la vida y obra de su bisabuelo, Ibn Khaldun, y a estudiar algunos manuscritos de las bibliotecas de Gharnata. Sin embargo, había tenido la desgracia de llegar el mismo día que Cisneros había elegido para quemar los libros. El hombre de los ojos verdes estaba desesperado; había llorado toda la noche en su minúscula habitación del funduq al-Yadida, y a la mañana siguiente había decidido el curso que tomaría su vida. Hablaba con voz suave, y la musicalidad de su acento fascinaba a los demás bañistas tanto como el contenido de su mensaje.
—Cuando vi las llamas en Bab al-Ramla, consumiendo la obra de siglos, pensé que todo había acabado. Fue como si Satanás hubiera hundido su puño venenoso en el corazón de una montaña, cambiando el curso de un arroyo. Todo lo que habíamos plantado estaba marchito, muerto. El tiempo mismo se había petrificado y aquí, en al-Andalus, ya estábamos del otro lado del infierno. Quizás debería hacer mi equipaje y regresar al este…
—Nadie podría culparte por ello —dijo Zuhayr—. Tú viniste a estudiar, y aquí ya no hay nada que estudiar. Harías bien en volver a la Universidad de al-Azhar.
—El consejo de mi amigo es acertado —añadió Musa—. Ahora no podemos hacer nada más que jactarnos del tesón de nuestros padres.
—En eso difiero contigo —respondió Zuhayr—. Sólo aquel que habla de lo que él mismo es, y no de lo que eran su abuelo o su padre, puede considerarse verdaderamente noble y valiente.
—Estoy de acuerdo con Zuhayr bin Umar —dijo el joven de los ojos verdes—. ¿Por qué hombres como vosotros, antiguos caballeros y reyes, tendríais que abandonar vuestros castillos al enemigo y convertiros en simples peones? Demostrad quiénes sois y desafiad a los cristianos. Cisneros cree que no os quedan fuerzas para luchar. Os obligará a acercaros cada vez más al borde del abismo, y al final, con un último empujón, os arrojará al vacío.
»Mis amigos de Balansiya me dijeron que en todo el país los inquisidores se preparan para el golpe final. Pronto nos prohibirán usar nuestra lengua; se condenará a muerte a todo aquel que hable en árabe. No nos permitirán usar nuestras ropas y se dice que destruirán todos los baños públicos del país. Prohibirán nuestra música, nuestros banquetes de boda y nuestra religión. Todo esto sucederá en los próximos años. Abu Abdullah cometió un gran error al entregarles esta ciudad sin pelear. Los hizo sentir más seguros.
—¿Y tú qué sugieres, extraño? —preguntó Zuhayr.
—No podemos permitir que crean que aceptamos lo que han hecho. Debemos organizar una insurrección.
Por un instante nadie se movió; todos permanecieron paralizados de asombro ante aquellas palabras. Sólo el sonido del agua corriendo en los baños acompañaba sus pensamientos y temores. Por fin. Musa desafió directamente al joven erudito egipcio.
—Si yo estuviera convencido de que un levantamiento contra Cisneros y sus demonios triunfaría y nos permitiría volver atrás una sola página de nuestra historia, sería el primero en sacrificar mi vida, pero tus dulces palabras no me han persuadido. Tú propones un gesto glorioso, que luego se recuerde en los tiempos venideros. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué beneficios obtendremos de él? Los gestos presuntuosos y las grandes palabras han sido la maldición de nuestra religión, desde el comienzo de los tiempos. —Puesto que nadie respondía a sus objeciones, Musa sintió que había aventajado al qahirene e insistió en su ofensiva—. Los cristianos cazan distintas presas de distintos modos y en distintas estaciones, pero a nosotros han comenzado a cazarnos durante todo el año. Acepto que no debemos permitir que el miedo altere nuestras vidas, pero tampoco debemos hacer sacrificios innecesarios. Tenemos que aprender de los judíos a vivir en condiciones de penuria. Los seguidores del islamismo aún viven en Balansiya, ¿no es cierto? ¿Y también en Aragón? Escuchadme, amigos, estoy en contra de hacer cualquier locura.
—¿Y te convertirías al cristianismo sólo para sobrevivir, Musa? —preguntó Zuhayr con furia.
—¿Acaso no lo han hecho los judíos para conservar su posición? ¿Por qué no íbamos a imitarlos? Dejemos que nos presionen tanto como quieran. Aprenderemos nuevos métodos de resistencia aquí, en nuestras mentes.
—¿Sin nuestra lengua ni nuestros libros de ciencia? —preguntó el nieto de Ibn Khaldun.
Musa lo miró y suspiró.
—¿Es verdad que sigues la línea del maestro Ibn Khaldun? —Ibn Daud asintió con una sonrisa—. Entonces —continuó Musa— deberías saber mejor que nadie la advertencia que tu noble antepasado dirigió a hombres como tú: los eruditos son las personas menos apropiadas para la política y sus asuntos.
—Quizás Ibn Khaldun se estuviera refiriendo a su propia experiencia, que no fue nada dichosa —respondió Ibn Daud con una sonrisa pícara—. Sin embargo, aunque él fuera un gran filósofo, no debemos tratarlo como un profeta cuya palabra es sagrada. La pregunta que debes hacerte es muy simple: ¿cómo defender nuestro pasado y nuestro futuro de estos bárbaros? Si tienes una solución mejor, te ruego que la expongas y me convenzas.
—Yo no tengo todas las respuestas, amigo, pero sé que lo que tú propugnas es un error.
Con estas palabras, Musa salió del agua y dio una palmada. Los asistentes acudieron de inmediato con toallas y comenzaron a secarlo. Los demás le siguieron enseguida y luego pasaron a otra sala, donde los criados aguardaban con batas. Antes de marcharse, Musa abrazó a Zuhayr y le susurró al oído:
—Recuerda que puedes encontrar veneno hasta en las copas del más dulce vino.
Zuhayr no lo tomó en serio. Conocía bien las presiones que Musa sufría en su vida cotidiana y lo comprendía, pero ésa no era razón suficiente para actuar con cobardía cuando había tantas cosas en juego. Aunque Zuhayr no deseaba discutir con su amigo, tampoco podía guardar silencio y esconder sus propios pensamientos.
—¿Cómo debemos llamarte? —dijo girándose hacia el extraño.
—Ibn Daud al-Misri.
—Me gustaría hablar más contigo. ¿Me permites acompañarte al albergue donde te hospedas? Te ayudaré a preparar el equipaje y te conseguiré un caballo para viajar conmigo a al-Hudayl. Confía en Alá. Hasta es probable que encuentres algunos manuscritos de Ibn Khaldun en nuestra biblioteca. ¿Sabes montar?
—Acepto tu invitación con sumo placer. Es muy amable de tu parte. Y sí, sé montar.
Luego Zuhayr hizo una invitación más general al resto del grupo:
—Reunámonos en mi aldea dentro de tres días. Entonces haremos planes y discutiremos la forma de llevarlos a cabo. ¿De acuerdo?
—¿Por qué no te quedas a pasar la noche y charlamos ahora? —preguntó Haroun bin Mohammed.
—Porque mi padre está en la ciudad e insistió en que pasara la noche en casa de mi tío, pero yo le dije que deseaba regresar a casa. No es conveniente que lo defraude tan abiertamente. ¿Nos vemos dentro de tres días?
Por fin llegaron a un acuerdo. Zuhayr cogió a Ibn Daud del brazo y le acompañó hasta la calle. Caminaron de prisa hacia el albergue, recogieron las pertenencias de Ibn Daud y luego se dirigieron a los establos. Zuhayr tomó prestado un caballo de su tío para su amigo, y antes de que Ibn Daud tuviera tiempo de reponerse de la precipitación de los acontecimientos, ya estaban viajando hacia al-Hudayl.
El tío de Zuhayr, Ibn Hisham, vivía en una bonita casa, a cinco minutos de Bab al-Ramla. En apariencia, la entrada de la casa no se diferenciaba de las otras viviendas de la calle, pero si uno la estudiaba con atención, descubría que las dos puertas contiguas, con incrustaciones de baldosas azul turquesa, eran falsas. Ningún extraño podía imaginar que detrás de los portales enrejados se alzaba un palacio de mediano tamaño. Un pasadizo subterráneo conectaba las distintas alas de la mansión por debajo de la calle y también servia de ruta de escape hacia Bab al-Ramla. Los comerciantes no corrían riesgos.
Justamente a aquel pequeño palacio había ido a refugiarse Umar bin Abdallah después de su desafortunado encuentro con el capitán general de Gharnata.
Ibn Hisham y Umar eran primos. El padre del primero. Hisham al-Zaid, era hijo de la hermana de Ibn Farid. Ibn Hisham se había establecido en Gharnata después de la muerte de su tío Ibn Farid, que había sido su tutor tras la temprana muerte de sus padres, asesinados por unos bandidos durante un viaje a Ishbiliya. Mientras escalaba posiciones para convertirse en el principal asesor económico del sultán, en la al-Hamra, había aprovechado su puesto y su talento para amasar su propia fortuna. Las relaciones entre los dos primos eran amables y amistosas, quizás porque nunca se habían visto obligados a pelear por la propiedad de al-Hudayl. Después de la muerte prematura del padre de Umar, su tío Hisham al-Zaid había ayudado a su sobrino a superar la pérdida afectiva y, lo que es más importante, le había enseñado el arte de llevar una hacienda, explicándole las diferencias entre el comercio en las ciudades y el cultivo de la tierra de este modo:
—Para nosotros, en Gharnata, lo más importante son las mercancías que vendemos. Aquí, en al-Hudayl, lo fundamental es la habilidad para comunicarse con los campesinos y comprender sus necesidades. En los viejos tiempos, la guerra unía a los campesinos con Ibn Farid y su abuelo. Todos luchaban bajo la misma bandera y eso era importante. Sin embargo, las cosas han cambiado. A diferencia de las mercancías que nosotros compramos o vendemos, tus campesinos pueden pensar y actuar. Si recuerdas siempre este simple hecho, no tendrás grandes problemas.
Hisham al-Zaid había muerto un año después de la caída de la ciudad. Nunca había estado enfermo y los cotilleos del mercado atribuían su muerte a un asunto sentimental. Es probable que así fuera, pero lo cierto es que había celebrado su octogésimo cumpleaños pocas semanas antes de su muerte.
Umar estaba abatido desde su regreso de la al-Hamra. Se había bañado y había descansado, pero el silencio en que había permanecido sumido durante la cena preocupaba a todos los presentes. Había declinado con firmeza la propuesta de Ibn Hisham de traer bailarinas y una botella de vino. Umar no podía comprender el buen humor de la familia de su primo. Aunque sabía que la gente podía acostumbrarse a la adversidad, intuía que ocurría algo más. Durante su reseña del encuentro con don Íñigo se habían abstenido de expresar su opinión. Luego, cuando él se había burlado de la insinuación del capitán general de que todo musulmán debía convertirse al cristianismo, Ibn Hisham y su esposa, Muneeza, había intercambiado extrañas miradas. Umar tenía la impresión de que se alejaban de él, empujados por corrientes ocultas. Cuando por fin los dos hombres se encontraron solos, sentados frente a frente en el suelo, Umar estaba a punto de estallar.
Sin embargo, en el preciso momento en que se disponía a hablar, oyó un golpe en la puerta. Umar notó que los rasgos de Ibn Hisham se tensaban y aguardó a que entrara un criado y anunciara al recién llegado. Tal vez don Íñigo había cambiado de opinión y enviaba un mensajero para pedirle que regresara a toda prisa a la al-Hamra. Pero en lugar de un criado, entró una figura familiar vestida con un hábito. De repente, Umar comprendió claramente la situación.
—Mi querido obispo. No sabía que estabas en Gharnata.
El anciano ordenó que le acercaran una silla y se sentó. Umar comenzó a caminar de un extremo al otro de la sala. Entonces su tío le habló con una voz que contrastaba notablemente con su aparente fragilidad:
—Siéntate, sobrino. Yo sí sabía que estabas en Gharnata, y por eso he venido. Por fortuna, el hijo de mi difunto primo Hisham al-Zaid, que en paz descanse, tiene más juicio que tú. ¿Qué es lo que te ocurre, Umar? ¿Acaso el mando del Banu Hudayl es una carga tan pesada para ti que has perdido tus facultades? ¿No te avisé que no se limitarían a quemar nuestros libros? ¿No intenté advertirte sobre las consecuencias de aferrarte ciegamente a una fe que ya está acabada en esta península?
—¿Acabada, tío? —dijo Umar ardiendo de ira—. ¿Por qué no levantas tu hermoso hábito púrpura por un instante para que podamos ver tu pene? Creo que le falta un pequeño trocito de piel. ¿Por qué no te aferraste ciegamente a ese trocito de piel, tío? Tampoco te cohibiste nunca a la hora de usar el implemento en sí. ¿Cuántos años tiene tu hijo Juan? ¿Veinte? O sea que nació cinco años después de que te convirtieras en sacerdote. ¿Y qué ocurrió con su madre, nuestra desconocida tía? ¿La obligaron a abandonar el convento, o acaso la madre superiora era también partera en su tiempo libre? ¿Cuándo se te reveló la fe, tío?
—¡Basta ya, Umar! —gritó su primo—. ¿Qué sentido tiene todo esto? El obispo sólo intenta ayudarnos.
—No estoy enfadado contigo, Umar bin Abdallah. Me gusta tu espíritu; me recuerda mucho a mi padre. Sin embargo, todo aquel que desee dedicarse a la política debe recordar una ley: es imprescindible prestar atención al mundo real y a lo que ocurre en él. Es preciso estudiar en detalle cada circunstancia que acompaña o sucede a un hecho. Me lo enseñó mi tutor, cuando tenía la edad de Yazid. Las clases se llevaban a cabo en ese patio que tu familia ama tanto, ese donde corre el agua. Siempre por las tardes, cuando estaba inundado de sol.
»Entonces me enseñaron que jamás debía basar mis ideas sobre especulaciones, sino moldearías de acuerdo a las realidades que existían en el mundo exterior. Era imposible que Gharnata sobreviviera. Tres meses antes de la rendición, tú mismo me dijiste que un oasis islámico es un desierto cristiano. ¿Recuerdas mi respuesta?
—Por supuesto —murmuró Umar e imitó al viejo—: «Si lo que dices es cierto, Umar bin Abdallah, las cosas no pueden seguir así. El oasis debe ser capturado por los guerreros del desierto». Sí, tío, lo recuerdo, pero ahora dime algo…
—¡No! Dime tú algo: ¿Quieres que confisquen las haciendas de la familia? ¿Quieres que os maten a ti y a Zuhayr? ¿Que Zubayda y tus hijas pasen a formar parte del hogar de tu asesino? ¿Que Yazid se convierta en esclavo de algún sacerdote y malgaste su niñez haciendo de monaguillo? ¡Respóndeme! —Umar temblaba. Bebió un sorbo de agua y se limitó a mirar fijamente a Miguel—. ¿Y bien? —continuó el obispo de Qurtuba—. ¿Por qué no hablas? Todavía estás a tiempo, por eso usé todas mis influencias para organizar el encuentro de esta mañana en la al-Hamra. Por eso convencí a Cisneros de que viniera a celebrar los bautizos en la aldea. Es la única posibilidad de sobrevivir, hijo mío. ¿Crees que me convertí al cristianismo y me transformé en obispo porque tuve una revelación? En la única revelación que tuve vi la destrucción de nuestra familia. Llegué a esta decisión inducido por razones políticas, no religiosas.
—Sin embargo —dijo Umar—, vistes el hábito de obispo con asombrosa naturalidad. Es como si lo llevaras desde que naciste.
—Búrlate cuanto quieras, sobrino, pero asegúrate de tomar la decisión correcta. Recuerda lo que dijo el Profeta: «Confía en Dios, pero primero amarra a tu camello». Te facilitaré otra información, aunque sé que si se divulga, la Inquisición pedirá mi cabeza: todavía hago mis abluciones y me inclino ante La Meca todos los viernes. —Los dos sobrinos de Miguel se sobresaltaron y el anciano rió—. En épocas de primitivismo, uno debe aprender el arte de comportarse como un ser primitivo. Por eso me uní a la Iglesia de Roma, aunque sigo convencido de que nuestra forma de concebir el mundo está mucho más próxima a la verdad. Sólo te pido que hagas lo mismo. Tu primo y su familia ya han aceptado y yo mismo los bautizaré mañana. ¿Por qué no te quedas a presenciar la ceremonia? Habrá acabado antes de que puedas decir…
—¿Que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta?
—Exacto. Podrás seguir diciendo eso para tus adentros todos los días.
—Mejor morir libre que vivir como esclavo.
—Estupideces de ese tipo condujeron a tu fe a la derrota en esta península.
Umar miró a su primo, pero Ibn Hisham desvió la mirada.
—¿Por qué? —le gritó Umar—. ¿Por qué no me lo dijiste? Es como si me clavaras un puñal en el corazón.
Ibn Hisham alzó la vista. Su cara estaba empapada en lágrimas. «Qué extraño —pensó Umar al ver la congoja en el rostro de su primo—; cuando éramos jóvenes, él era más fuerte que yo. Supongo que se deberá a sus nuevas responsabilidades, pero yo también tengo las mías y son incluso más grandes. Él debe defender su negocio, su profesión, su familia; yo, en cambio, las vidas de dos mil personas». Sin embargo, la expresión de su primo conmovió a Umar y sus propios ojos se llenaron de lágrimas.
Por un instante, mientras los dos primos se miraban con tristeza, Miguel recordó su juventud. Los jóvenes eran inseparables y su amistad había continuado mucho después de que ambos se casaran. Sin embargo, cuando empezaron a madurar y a dejarse absorber por las preocupaciones de sus propias familias, la frecuencia de sus visitas disminuyó. La distancia entre la hacienda familiar en la aldea y la casa de Ibn Hisham en Gharnata pareció crecer. A pesar de todo, cuando los primos se reunían, intercambiaban confidencias, hablaban de sus familias, sus propiedades, su futuro y, por supuesto, de los cambios que tenían lugar en el mundo. Ibn Hisham había sentido un gran dolor al esconder su decisión a Umar. Era el momento más importante de su vida, y sentía que lo que hacía garantizaría protección y estabilidad a sus hijos y a los hijos de éstos.
Ibn Hisham era un opulento mercader que se enorgullecía de su talento para juzgar la naturaleza humana. Sabía tomarle el pulso a la ciudad y había tomado la decisión de convertirse al cristianismo guiado por el mismo instinto que treinta años antes le había inducido a invertir todo su oro en la importación de brocados de Samarcanda. Entonces, había logrado triplicar su dinero en un año.
No tenía intención de engañar a Umar, pero temía que su primo intentara convencerlo de que estaba equivocado valiéndose de la obcecación intelectual y del rigor moral que siempre habían inspirado una mezcla de respeto y miedo en su extensa familia. Ibn Hisham no quería que intentaran persuadirlo, y así se lo dijo, esperando que Umar lo comprendiera y lo perdonara. Pero su primo continuó mirándolo con furia hasta que Ibn Hisham sintió que el fuego de sus ojos le atravesaba la cabeza. En el transcurso de unos pocos minutos, el abismo que se había abierto entre los dos hombres se volvió tan ancho que ni siquiera pudieron hablarse.
Por fin, Miguel rompió el silencio:
—Mañana iré a al-Hudayl.
—¿Por qué?
—¿Pretendes acaso negarme el derecho a entrar en la casa donde nací? Sólo deseo ver a mi hermana. No me entrometeré en tu vida.
Umar advirtió que había estado a punto de transgredir el código familiar. No podía hacerlo y se retractó enseguida. Sabía que Miguel estaba decidido a hablar con Zubayda para convencerla de la necesidad de la conversión. El viejo astuto pensaba que ella aceptaría más fácilmente sus nefastos planes. El viejo demonio era más transparente que el cristal.
—Discúlpame, tío. Estaba pensando en otra cosa. Serás bienvenido a casa como siempre. Cabalgaremos juntos al amanecer. Oh, perdona, olvidaba que tienes que celebrar un bautizo, así que me temo que tendrás que viajar solo. Ahora, quisiera pedirte un favor.
—Habla —dijo el obispo de Qurtuba.
—Me gustaría quedarme a solas con el hijo de mi tío.
Miguel sonrió y se puso de pie. Ibn Hisham dio una palmada y entró un criado con una lámpara para acompañar al clérigo a su habitación. Los dos hombres se sintieron más relajados en su ausencia. Umar miró a su primo y amigo con expresión distante. La furia se había convertido en dolor y resignación. Presintiendo una separación, que bien podría ser definitiva, Ibn Hisham extendió una mano. Umar la cogió por un instante y luego la dejó caer. La tristeza que sentían ambos era tan profunda que no tenían necesidad de hablar.
—Sólo por si tienes alguna duda —comenzó Ibn Hisham—, quiero que sepas que mis razones para convertirme no tienen nada que ver con la religión.
—Eso es lo que más me apena. Si te hubieras convertido sinceramente, habría discutido contigo y me habría entristecido, pero no hubiera sentido rabia ni amargura. Sin embargo, no debes preocuparte, pues no intentaré hacerte cambiar de opinión. ¿El resto de la familia ha aceptado tu decisión?
Ibn Hisham asintió con la cabeza.
—Ojalá el tiempo se detuviera —dijo.
Umar rió con todas sus fuerzas e Ibn Hisham se sobresaltó. Era una risa extraña, como un eco lejano.
—Acabamos de salir de una catástrofe —dijo Umar—, y nos encaminamos hacia otra.
—¿Puede ocurrir algo peor, Umar? Quemaron nuestra cultura, y ya nada de lo que hagan podrá herirme. En comparación, habría sido un alivio que me ataran a una estaca y me mataran a pedradas.
—¿Por eso deseas convertirte?
—No, una y mil veces no. Es por mi familia, por su futuro.
—Cuando pienso en el futuro, ya no veo el intenso azul del cielo —confesó Umar—. No veo más claridad, sino una densa niebla, una oscuridad primitiva que nos envuelve a todos, y en las profundidades de mis sueños reconozco las tentadoras costas de África. Ahora debo despedirme y retirarme a descansar, pues mañana me iré antes de que vosotros os levantéis.
—¿Cómo puedes ser tan cruel? Todos nos levantaremos para la oración de la mañana.
—¿Incluso en el día de vuestro bautizo?
—Especialmente en ese día.
—Entonces hasta mañana. Que la paz sea contigo.
—La paz sea contigo. —Ibn Hisham hizo una pausa y luego dijo—: ¿Umar?
—¿Sí?
Se acercó con rapidez y abrazó a Umar, que permaneció inmóvil, con los brazos a los lados. Luego, Ibn Hisham comenzó a llorar otra vez y su primo le abrazó con fuerza. Se besaron en las mejillas e Ibn Hisham acompañó a Umar a su habitación, una habitación reservada exclusivamente para su uso.
Umar no podía dormir, una multitud de voces ansiosas resonaban en su cabeza. Aquel veneno fatal se extendía día a día. A pesar de sus declaraciones de firmeza en público, estaba lleno de dudas. ¿Era justo exponer a sus hijos a décadas de tortura, al exilio e incluso a la muerte? ¿Qué derecho tenía él a imponerles su decisión? ¿Acaso había criado hijos para entregarlos a sus verdugos?
Su mente comenzó a rugir como un arroyo subterráneo; eran los salvajes tormentos de la memoria. Sufría por los años olvidados, por la primavera de su vida. Ibn Hisham estaba con él la primera vez que vio a Zubayda, deambulando como un alma perdida por los jardines de la al-Hamra con una capa sobre los hombros. Nunca olvidaría aquella escena. Un rayo de sol que se colaba entre el follaje teñía de dorado sus cabellos rojizos. Lo primero que le sorprendió de ella fue su frescura, sin rastros de la voluptuosa indolencia que caracterizaba a todas las mujeres de su familia. Arrobado por su belleza, se quedó paralizado en su sitio. Deseaba acercarse a tocar su pelo, a oírla hablar, a ver si la forma de sus ojos cambiaba cuando sonreía, pero se controló. Estaba prohibido recoger albaricoques si aún no estaban maduros. Si entonces hubiera estado solo, la habría dejado marchar, pero Ibn Hisham lo había animado a acercarse y, durante los meses siguientes, había montado guardia para proteger sus citas clandestinas.
Cuando por fin Umar logró conciliar el sueño, ambos lados de su almohada estaban calientes. Su último pensamiento consciente fue levantarse antes del amanecer y regresar a al-Hudayl. No estaba preparado para el cataclismo emocional de una segunda despedida. No quería ver los ojos indefensos de su amigo suplicándole piedad en silencio.
Pero también tenía otra razón: quería revivir los viajes de su juventud perdida, cabalgar a casa en el aire fresco, lejos de los sórdidos bautizos de Miguel; sentir los primeros rayos de sol, desviados por las cumbres de las montañas, y recrear sus ojos con la inagotable reserva de cielos azules. Poco antes de que el sueño lo venciera, Umar tuvo el firme presentimiento de que no volvería a ver a Ibn Hisham.