CAPÍTULO 3

Yazid se había despertado de su siesta ligeramente tembloroso y con la cara empapada en sudor. Su madre, que estaba acostada junto a él, se preocupó al ver a su hijo menor en ese estado. Le secó la cara con un paño de lino empapado en agua de rosas y le apoyó una mano en la frente. Estaba tan fresca como las brisas del atardecer en el patio, por lo tanto no había motivo de alarma.

—¿No te encuentras bien, mi pequeño?

—No. He tenido un sueño extraño. Era tan real, Ummi… ¿Por qué las pesadillas de la tarde parecen más reales? ¿Porque nuestro sueño es más ligero?

—Quizá. ¿Quieres hablarme de ella?

—Soñé con la mezquita de Qurtuba. Era tan hermosa, madre…, pero entonces llegaba el tío Miguel y empezaba a derramar botellas de sangre por todas partes. Yo intentaba detenerlo, pero él me golpeaba…

—Lo que vemos en los sueños supera la realidad —le interrumpió Zubayda. No le gustaban los constantes ataques contra Miguel con que Ama llenaba la cabeza de los niños, así que intentó desviar la atención de su hijo—. Sin embargo, todo lo que podamos soñar sobre la gran mezquita de Qurtuba no alcanzará a igualar la realidad. Un día te llevaremos a ver sus magníficos arcos. Y con respecto a Miguel… —suspiró.

Zuhayr, que había oído la conversación de camino a los baños, entró en silencio en la habitación de su madre, justo a tiempo para escuchar el parecer de Yazid sobre el obispo de Qurtuba.

—No me gusta, nunca me ha gustado. Siempre me pellizca las mejillas demasiado fuerte. Ama dice que no se puede esperar nada bueno de él y que a su propia madre, la señora Asma, tampoco le gustaba. ¿Sabes, madre? Una vez escuché a Ama y al Enano hablar entre ellos sobre la señora Asma. Ama dijo que Miguel la había matado, ¿es verdad?

Zubayda palideció y dejó escapar una risita poco convincente.

—¿Qué tonterías son ésas? ¡Por supuesto que Miguel no mató a su madre! Tu padre se escandalizaría si te oyera hablar así. Tu Ama dice un montón de tonterías. No debes creer todo lo que oyes.

—¿Estás segura, madre? —preguntó Zuhayr con tono burlón.

Su voz los sobresaltó a ambos. Yazid saltó a los brazos de su hermano mayor, y ambos se abrazaron y se besaron. La madre sonrió.

—El cachorrillo vuelve con su protector. Esta mañana te echamos mucho de menos. Yazid no paraba de dar vueltas, y no conforme con estar nervioso él solo, nos trastornó a todos los demás. ¿Tan interesante era lo que tenía que decirte ese viejo?

Zuhayr había estudiado con cuidado la respuesta a aquella previsible pregunta en el camino de regreso a la casa.

—Hablamos de la tragedia de al-Andalus, de la imposibilidad de preservar nuestro estilo de vida. El cree que hemos llegado al final de nuestra historia. Es un hombre muy sabio, madre, un auténtico erudito. ¿Qué sabes de él? Se niega a hablar de sí mismo.

—Pregúntale a Ama, Zuhayr —dijo Yazid—. Ella lo sabe todo sobre él.

—Tendré que decirle a Ama que en el futuro controle su imaginación cuando Yazid esté presente.

Zuhayr sonrió, pero cuando estaba a punto de enfrascarse en una discusión sobre los méritos y las ideas terminantes de Ama, su mirada se cruzó con la de su madre y comprendió la advertencia. Sentada en la cama, Zubayda pronunció una orden perentoria:

—Ve a bañarte, Zuhayr, tu pelo está lleno de polvo.

—¡Huele a sudor de caballo! —añadió Yazid con una mueca de disgusto.

Los hermanos se marcharon y Zubayda dio una palmada. Dos doncellas entraron en la habitación, llevando un espejo y dos peines. Sin mediar palabra, dos pares de manos comenzaron a masajear con suavidad la cabeza del ama, trabajando en perfecta simetría. Los veinte dedos, delicados y firmes al mismo tiempo, cubrían toda la zona entre la nuca y la frente. Zubayda sólo oía el murmullo del agua. Cuando por fin sintió su equilibrio interior establecido, hizo una señal a las doncellas para que interrumpieran su tarea.

Las dos mujeres se sentaron en el suelo, y mientras Zubayda se movía hacia el borde de la cama, comenzaron a masajearle los pies. La más joven de las dos, Umayma, era nueva en el oficio, y su nerviosismo se reflejaba en la falta de firmeza al masajear el talón izquierdo de su ama.

—¿Qué dicen en la aldea? —preguntó Zubayda.

Umayma acababa de ser ascendida a las funciones de doncella personal y su ama deseaba que se sintiera cómoda. La joven doncella se ruborizó al ver que Zubayda se dirigía directamente a ella y balbuceó unas cuantas frases incoherentes sobre el gran respeto que toda la aldea sentía por el Banu Hudayl. Su compañera, mayor y más experimentada, acudió en su ayuda.

—Todo el mundo habla de que Zuhayr bin Umar abofeteó a un infiel, mi señora.

—¡Zuhayr bin Umar es un tonto! ¿Qué dice la gente?

Umayma logró reprimir una risita, pero alentada por la informalidad de Zubayda, respondió con claridad:

—Los más jóvenes están de acuerdo con Ibn Umar, pero casi todos los mayores están disgustados. Se preguntan si los cristianos no le habrán provocado adrede. Ibn Hasd, el zapatero, está preocupado. Teme que manden soldados a atacar al-Hudayl y que nos lleven a todos prisioneros. Dijo que…

—Ibn Hasd tiene malos presagios incluso en los mejores tiempos, mi señora —dijo Khadija con la intención de cambiar de tema, pues le preocupaba que Umayma hablara demasiado.

Sin embargo, Zubayda no se dio por vencida.

—Calla. Y tú dime, jovencita, ¿qué más dijo Ibn Hasd?

—No recuerdo todas sus palabras, mi señora, pero dijo que nuestras felices fantasías habían llegado a su fin y que pronto nos despertaríamos temblando.

—Es un buen hombre, aunque sus comentarios no sean siempre agradables —sonrió Zubayda—. Una piedra arrojada por la mano de un amigo es como una manzana. ¿Habéis llevado mis ropas a los hamman?

Umayma asintió y Zubayda las despidió a las dos con un gesto. Sabía bien que el zapatero expresaba lo que el pueblo entero sentía. Reinaba una incertidumbre generalizada. Por primera vez en seiscientos años, los aldeanos de al-Hudayl se enfrentaban a la posibilidad de que no hubiera futuro para sus hijos. En Gharnata se oían miles de historias sobre lo ocurrido después de la Reconquista en Qurtuba e Ishbiliya. Los refugiados traían consigo historias de terror y de arbitraria crueldad. Las detalladas descripciones de la forma en que la corona y la Iglesia católica se habían adueñado de tierras, haciendas y propiedades en diversas aldeas de la zona habían dejado una profunda huella en la población. No había nada que los aldeanos temieran tanto en el mundo como la posibilidad de que los separaran de las tierras que ellos y sus antecesores habían cultivado durante siglos. Si la única forma de conservar sus hogares era convertirse al catolicismo, muchos estaban dispuestos a pasar por esa ordalía para sobrevivir. El primero de ellos sería el senescal de la familia, Ubaydallah, cuyos únicos dioses eran la seguridad y la riqueza.

Zubayda decidió discutir el problema con su marido y tomar una determinación. Los aldeanos miraban hacia el Banu Hudayl en busca de una respuesta y ella sabía que estarían preocupados por la impulsividad de Zuhayr. Umar debía ir a la mezquita el viernes. Era preciso tranquilizar a la gente.

Cuando cruzaba el patio, Zubayda vio a sus hijos jugando al ajedrez. Observó el juego durante unos minutos y comprobó, divertida, que la enorme mueca de disgusto en la cara de Zuhayr era un signo claro de que Yazid estaba a punto de ganarle. La voz infantil del pequeño se llenó de agitación al proclamar su triunfo:

—¡Siempre gano cuando tengo a la reina negra en mi bando!

—¿Qué dices, sinvergüenza? Controla la lengua. La regla principal del ajedrez determina que hay que jugar en absoluto silencio.

—Mi reina ha atrapado a tu sultán —replicó Yazid—. He hablado porque sabía que el juego había terminado. No hay razón para enfadarse. Un hombre que se está ahogando no debería preocuparse por la lluvia.

Zuhayr, furioso al verse derrotado por un niño de nueve años, apoyó su rey sobre la mesa, dejó escapar una risita débil y se marchó.

—Te veré a la hora de la cena, ¡sinvergüenza!

Yazid le sonrió a la reina. Cuando recogía las piezas y las guardaba en la caja, un viejo criado, con la cara pálida de terror, entró corriendo en el patio como si hubiera visto un fantasma. ¿Acaso el ejército cristiano estaría invadiendo al-Hudayl? Antes de que pudiera correr a la torre y descubrirlo por sí mismo, apareció su padre, seguido por Ama.

Yazid no deseaba que lo dejaran a un lado, así que caminó con aire distraído hacia su padre y le cogió la mano. Umar le sonrió, pero miró con seriedad al criado.

—¿Estás seguro? ¿No es posible que haya algún error?

—No, mi señor. He visto con mis propios ojos cómo el grupo cruzaba la aldea. Dos caballeros cristianos acompañaban a la señora y la gente parecía preocupada. Ibn Hasd la reconoció y me pidió que corriera a avisarle.

—¡Wa Alá! Después de tantos años… Ve a comer algo antes de regresar. Ama te acompañará a la cocina. Yazid, dile a tu madre que quiero hablar con ella. Luego informa a tu hermano y hermanas que esta noche tendremos una invitada. Quiero que vengan aquí para que podamos recibirla como una familia. ¡Anda, corre!

Zahra bint Najma había intercambiado unas palabras con el zapatero, pero no había respondido a los saludos de los aldeanos más viejos. Se había limitado a inclinar ligeramente la cabeza, como para reconocer su presencia. Cuando el carro dejó atrás las estrechas calles de la aldea y llegó a la pequeña arboleda desde donde se veía claramente la casa, le dijo al conductor que siguiera el escarpado camino paralelo al arroyo.

—Sigue el curso del agua hasta que veas la casa del Banu Hudayl —dijo con voz temblorosa por la emoción.

Nunca había imaginado que viviría lo suficiente para volver a ver su casa. Lágrimas contenidas durante décadas escaparon con la serena furia de un río crecido, que desborda sus riberas. «Sólo son recuerdos», se dijo a sí misma.

Estaba convencida de que en el curso de medio siglo su espíritu se había secado de tal modo, que no quedaba nada dentro, pero ¡qué ilusoria podía ser la vida! Su primera mirada a la casa le demostró que la historia no se había borrado. Al contemplar los paisajes familiares, recordó todo con tal viveza que volvió a invadirla el viejo dolor. Allí estaban el huerto y los granados. El caballo del carro disminuyó la marcha, agotado por el viaje, y se detuvo a beber agua del arroyo. Ella sonrió. Aunque estaban en otoño, podía cerrar los ojos y oler los aromas del huerto.

—¿Estás segura de que no te han visto? —preguntó él con voz nerviosa y excitada.

—¡Sólo la luna! Puedo oír los latidos de tu corazón.

Aquella noche no pronunciaron otra palabra, hasta el momento de separarse, en la madrugada.

—¡Serás mi esposa!

—No deseo otra cosa.

Ella abrió los ojos y se recreó en los últimos rayos de sol. Todo seguía igual: allí estaban los gigantescos muros, la torre y las puertas abiertas, como siempre. El invierno se adivinaba en el aire y el olor de la tierra trastornaba sus sentidos, el agua cristalina del arroyo que cruzaba el patio para llenar los tanques de los hammam, con su suave murmullo, era tal como la había recordado durante todos aquellos años. El hijo de Abdallah, Umar, ahora era el amo de la casa.

Zahra percibió una súbita tensión en los soldados cristianos que la acompañaban y pronto descubrió la causa: tres jinetes, vestidos con deslumbrantes túnicas blancas y turbantes, cabalgaban hacia ella. El carro se detuvo.

Umar bin Abdallah y sus dos hijos, Zuhayr y Yazid, tiraron de las riendas de sus caballos y saludaron a la vieja dama.

—Que la paz sea contigo, hermana de mi padre. Bienvenida a casa.

—Cuando me fui tenías cuatro años y tu madre siempre me decía que fuera más estricta contigo. Ven aquí.

Umar desmontó y se acercó al carro. Ella lo besó en la cabeza.

—Ahora, vámonos a casa —murmuro.

Cuando llegaron a la entrada de la casa, vieron a los viejos criados esperando fuera. Zahra se bajó del carro y fue al encuentro de Ama, que se acercaba cojeando.

Bismallah, bismallah. Bienvenida a su antiguo hogar, mi señora —dijo Ama con lágrimas en la cara.

—Me alegro de que estés viva, Amira, de verdad. El pasado está olvidado y no quiero que regrese —respondió Zahra mirando fijamente a la otra anciana.

Luego la escoltaron hacia el interior, donde Zubayda, Hind y Kulthum le dieron la bienvenida. Zahra las estudió una a una y luego se giró a ver si Yazid la seguía. Allí estaba, así que le quitó el turbante y lo arrojó al aire. Aquel gesto alivió la tensión y todos rieron. Zahra se arrodilló sobre un cojín y abrazó a Yazid. El niño sintió instintivamente que se trataba de un acto sincero y le retribuyó su afecto.

—Tía abuela Zahra, Ama me dijo que te tuvieron encerrada en el maristan de Gharnata durante cuarenta años, pero tú no pareces loca.

Umar miró a su hijo con una mueca de disgusto y la familia entera se agitó, pero Hind soltó una sonora carcajada.

—Estoy de acuerdo con Yazid —dijo—. ¿Por qué no has venido antes?

—Al principio no sabía si sería bien recibida —respondió Zahra con una sonrisa—. Y luego simplemente dejé de pensar en ello.

Ama y dos jóvenes doncellas entraron en la sala cargadas con toallas y ropa limpia.

—Que Alá la bendiga, señora. Su baño está preparado. Estas jóvenes la ayudarán.

—Gracias Amira. Luego tendré que cenar algo.

—La cena está lista, tía —intervino Zubayda—. Esperaremos para comer contigo.

Ama cogió el brazo de Zahra y ambas cruzaron el patio, seguidas por las doncellas. Hind esperó que se alejaran lo suficiente como para que no pudieran oírla.

—Padre, la tía Zahra no está loca, ¿verdad? ¿Alguna vez lo estuvo?

Umar se encogió de hombros e intercambió una breve mirada con Zubayda.

—No lo sé, niña. Nos dijeron que había perdido la cabeza en Qurtuba. La enviaron de nuevo aquí, pero ella se negó a casarse y comenzó a deambular a solas por las colinas y a recitar versos blasfemos que ella misma escribía. Debo confesar que nunca estuve convencido de que su enfermedad fuera real, pues parecía demasiado oportuna. Mi padre la adoraba y se apenó mucho con la decisión, pero Ibn Farid era un hombre muy duro. Debemos hacer que sus últimos años sean felices.

—Pero padre, ¿por qué no ibas nunca al maristan a visitarla? —insistió Hind, que no estaba dispuesta a cambiar de tema.

—Pensé que podría ser demasiado doloroso para ella. A veces pensaba en hacerlo, pero algo me detenía. Mi padre solía ir a visitarla y regresaba tan deprimido, que no sonreía durante semanas. Supongo que no deseaba reavivar esos recuerdos. Pero ahora está aquí, hija mía, y estoy seguro de que contestará a todas tus preguntas. La tía Zahra nunca se destacó por su discreción.

—No quiero que pienses que ignorábamos su existencia —dijo Zubayda—. Hasta la semana pasada le enviábamos fruta fresca y ropa limpia todas las semanas a través de Hisham, el primo de tu padre.

—Me alegra oírlo —afirmó Yazid en un tono tan propio de un adulto que, pese a su disgusto, hizo reír a todo el mundo, y el mismo niño tuvo que girarse para disimular su sonrisa.

Si aún les quedaba alguna duda de la cordura de Zahra, ésta se disipó en el transcurso de la cena. La anciana rió y habló con tal naturalidad, que parecía haber convivido con la familia durante toda su vida. Cuando la conversación se desvió inevitablemente hacia el tema de la tragedia de al-Andalus, la vieja dama reveló una perspicacia política que sorprendió a Zubayda.

—¿A qué se debe nuestro declive? A que nos sentimos presas de un estúpido sentido del honor. ¿Tú sabes qué es eso, Hind? ¿Y tú, Yazid? ¿Zuhayr? Los tontos consideran que el perdón es una equivocación.

Por fin, Hind expresó la pregunta que estaba en la mente de todos.

—¿Cómo conseguiste permiso para salir del maristan, tía abuela? ¿Qué ocurrió?

—¿Es que no lo sabéis? —preguntó la anciana, sinceramente asombrada. Todos negaron con la cabeza—. En este sitio siempre estuvimos aislados. En Gharnata sólo se habla de lo sucedido en el maristan, así que supuse que lo sabríais —añadió con una risita—. Creo que será mejor que os lo cuente. ¿No hay nada para endulzar el paladar, sobrina?

Antes de que Zubayda pudiera responder, intervino Ama, que había estado aguardando pacientemente a que acabaran de comer:

—¿Le gustaría tomar un poco de mezcla celestial?

—¡La mezcla celestial! ¿Aún te acuerdas, Amira?

—Sí —respondió Ama—. Iba a hacerla para el desayuno de Zuhayr, esta mañana, pero él no regresó hasta el mediodía de su largo paseo. Todos los ingredientes están preparados desde la mañana. La masa de harina de maíz está lista, sólo falta moldear los pastelillos y hornearlos. No tardaré mucho.

Al ver que todos la miraban con expectación, Zahra supo que era el momento de hablar y comenzó a relatar los importantes acontecimientos que la habían conducido a aquel súbito cambio de vida.

—Hace diez días, llegaron unos frailes y comenzaron a hacer preguntas sobre la filiación religiosa de los pacientes. La mayoría eran seguidores del Profeta, pero también había algunos judíos y unos pocos cristianos. Los frailes informaron a las autoridades que el arzobispo de Toledo…

—¡Cisneros! —susurró Zuhayr y su tía abuela sonrió.

—El mismo. Había dado órdenes a los frailes de que iniciaran una conversión forzada, ¿y qué mejor lugar para empezar que el maristan? No necesitaban amenazarnos, pero lo hicieron. Dijeron que a partir de ese momento, sólo podrían quedarse allí los que creyeran en la virginidad de María y en la naturaleza divina de Jesús. Como sabéis, en el maristan no se permiten las bebidas alcohólicas, así que cuando los pacientes vieron las botellas de vino de los frailes, bebieron de buena gana la sangre de Cristo. Por consiguiente, las conversiones se llevaron a cabo sin problemas.

»Pero cuando llegaron a mi, yo les dije: “Nada es más fácil para mí que abstenerme de las prohibiciones; sin embargo, tengo algo que deciros: Yo no necesito beber la orina del demonio, pues ya me he convertido por propia voluntad. De hecho, reverendos sacerdotes, ésa es la razón por la cual mis padres me enviaron aquí. Cuando anuncié que me convertía en una devota seguidora de vuestra Iglesia, creyeron que había perdido mis facultades”. Los pobres frailes estaban perplejos. De hecho, habrían creído que estaba realmente loca y habrían pasado por alto mi historia, si no fuera porque me señalé el crucifijo que llevaba al cuello. ¿Y sabéis una cosa, hijos míos? Funcionó.

»A la mañana siguiente me llevaron a ver al capitán general de la al-Hamra. ¡Imaginaos, una paciente del maristan conducida ante el representante del rey de Castilla! Él se mostró muy amable y yo le conté lo que me había sucedido. Cuando se enteró de que era hija de Ibn Farid, estuvo a punto de desmayarse. Me dijo que su padre le había contado muchas historias sobre el valor de vuestro bisabuelo y enseguida pasó a relatarme algunas. Yo las conocía todas, pero en lugar de confesárselo, me limité a escucharle con absoluta atención, sonriendo y asintiendo con gestos en los momentos indicados. Ambos preferimos prescindir del hecho de que el carácter de mi padre había sido el motivo de mi reclusión en el maristan. Me preguntó qué pensaba de la situación de Gharnata. Yo le contesté que hacía cuarenta años había suplicado un gran favor al Todopoderoso y que todavía esperaba que me lo concediera antes de morir. “¿Cuál es ese favor, señora?”, preguntó el capitán. “Que me dé fuerzas para no entrometerme en lo que no me concierne”.

Yazid rió durante toda la representación del diálogo entre la anciana y el capitán, y todo el mundo acabó imitándolo, incluida Kulthum, que se había mostrado cohibida desde la llegada de la mítica dama. Zahra, encantada con el efecto de su relato, continuó hablando:

—Tenéis razones para pensar que fue un acto de cobardía de mi parte, hijos míos, pero lo cierto es que deseaba salir de allí, y si hubiera dicho la verdad… Si hubiese confesado lo que sentí cuando el demonio de Cisneros quemó todos nuestros libros, todavía estaría en el maristan o me habrían enviado a algún convento. Como ya sabréis, todos los pacientes del maristan fuimos obligados a contemplar la gran hoguera donde ardió nuestra cultura. Entonces recordé esta casa y los manuscritos de su biblioteca, Ibn Hazm, Ibn Khaldun, Ibn Rushd, Ibn Sina, y pensé que al menos aquí sobrevivirían. Como os decía, podría haberle contado todo esto al capitán, pero si lo hubiera hecho nunca habrían creído en mi cordura. Mi aire de indiferencia produjo el efecto deseado.

»El capitán se levantó, se inclinó ante mi y me besó la mano. “Quédese tranquila, mi señora, pues una guardia armada la conducirá a la hacienda de su familia cuando usted lo desee”. Luego se retiró y volvieron a llevarme al maristan. Podéis imaginar el estado en que me encontraba. Hacia cuatro décadas que no salía de aquel edificio, y todo esto sucedió cuando me preparaba tranquilamente para la llegada de la muerte. A propósito, debéis enviar todos los libros de la biblioteca fuera de aquí, a la Universidad de al-Qahira o a Fez. Aquí no sobrevivirán nunca. Bueno, no tengo nada más que decir. Sólo espero no ser una carga para vosotros.

—Ésta es tu casa —respondió Umar con un tono ligeramente pomposo—. Nunca deberías haberla dejado.

Hind abrazó y besó a Zahra y la anciana dama pareció profundamente conmovida por la espontaneidad de su gesto.

—No sabía que te habías convertido al cristianismo, tía abuela.

—Ni yo tampoco —respondió la anciana, provocando una sonora carcajada de Yazid.

—¿Inventaste toda esa historia para salir de allí? ¿De veras?

Zahra asintió y todos rieron, pero algo preocupaba a Yazid.

—Entonces ¿de dónde sacaste el crucifijo?

—Lo hice yo misma. En aquel lugar sobraba el tiempo y tallé varias figuras de madera para evitar volverme loca de verdad. —Yazid fue a sentarse junto a Zahra y apretó su mano con fuerza, como para asegurarse de que era real—. Veo que mi sobrino es un buen hombre, igual que su padre, pues sus hijos están cómodos en su presencia. Mmmm…, algo huele muy bien. Por lo visto, Amira no ha perdido su talento culinario.

Ama entró trayendo una fuente de tortas de maíz, cubiertas con un paño para mantenerlas calientes. La seguía el Enano con un recipiente de latón lleno de leche hirviendo, y Umayma, con un pote de azúcar morena. El Enano saludó a Zahra con una inclinación de cabeza y la dama le respondió con un gesto.

—¿Vive aún tu madre, Enano?

—Murió hace quince años, mi señora. Siempre rezaba por usted.

—Debería haber rezado por ella misma. Tal vez ahora estaría viva.

Ama comenzaba a preparar la mezcla celestial. Sus manos estaban ocultas en un gran cuenco, donde desmigaba las blandas tortas, que se deshacían con facilidad. Añadió mantequilla fresca y continuó ablandando la masa con las manos. A una señal suya, Umayma agregó el azúcar, y las manos ajadas de la anciana continuaron mezclando. Por fin, sus dedos se retiraron. Zahra dio una palmada y acercó su bol para que Ama le sirviera con la mano una buena ración de la mezcla. Una vez repetido el procedimiento con los demás, se añadió la leche caliente, y los comensales bebieron la mezcla celestial. Demasiado ocupados en deleitarse con aquella simple preparación, los comensales demoraron algunos minutos antes de felicitar a su autora.

—Celestial, sencillamente celestial, Amira. ¡Qué magnífica mezcla! Ya puedo morirme en paz.

—Nunca he probado una mezcla celestial igual, Ama —dijo Yazid.

—No podrías haberla creado sólo para mí, ¿verdad, Ama? —añadió Zuhayr.

—Su sabor me recuerda a mi infancia —murmuró Umar.

Ama estaba satisfecha. La invitada y los tres hombres de la casa la habían alabado en público, de modo que aquella noche no podría quejarse. Hind rió para sus adentros del absurdo de aquel ritual, que se remontaba a la época del primer matrimonio de Ibn Farid.

La antigua habitación de la tía Zahra, que ahora pertenecía a Hind, volvió a manos de su antigua propietaria. Hind se trasladó a un dormitorio libre en la sección femenina de la casa, cerca de los aposentos de su madre. Todas las mujeres de la familia y Ama acompañaron a la anciana a su habitación. Zahra se detuvo en la puerta que daba al patio y contempló el cielo.

—Soñaba con este patio todos los meses —dijo derramando primero una lágrima y luego otra—. ¿Recuerdas la sombra del granado las noches de luna llena, Ama? ¿Recuerdas lo que decíamos? Si la luna está con nosotros, ¿para qué necesitamos estrellas?

Ama la cogió de la mano y la empujó suavemente hacia la habitación, mientras Zubayda, Hind y Kulthum le deseaban las buenas noches. En otra parte del patio, Umayma se dirigía a su casa después de preparar el dormitorio de la señora Zubayda, cuando un brazo la detuvo y la empujó hacia una habitación.

—No, amo —susurró ella.

Zuhayr le acarició los pechos, pero cuando sus manos comenzaron a descender, la joven le detuvo.

—Esta noche no puedo, al-Fahl. Estoy sucia. Si no me cree, moje sus dedos y compruébelo.

Las manos del joven cayeron a ambos lados del cuerpo, y aunque no dijo nada, la doncella huyó rápidamente de allí.

Hind y Kulthum, sentadas en la cama de Zubayda, miraban cómo su madre se desarmaba el peinado y se desvestía.

Umar entró por la puerta que comunicaba su habitación con la de su esposa.

—Ha sido una velada muy extraña. Zahra tenía apenas dos años menos que mi padre y veo muchas cosas de él en ella. ¡Estaban tan unidos! Sé que él la echaba mucho de menos. ¡Qué tragedia! ¡Qué forma de malgastar una vida! Zahra podría haber llegado realmente lejos. ¿Sabías que escribía poesía? Y era muy buena. Nuestro abuelo no tuvo más remedio que reconocerlo, a pesar de que estaba furioso con ella.

Se oyó un golpe en la puerta y Zuhayr entró en la habitación.

—Oí voces y supuse que habría una reunión familiar.

—Una reunión familiar sería imposible sin Yazid —repuso Hind—. Él es el único que las toma en serio. Antes de que tú interrumpieras la conversación, Abu hablaba de nuestra tía abuela.

—Eso es justamente lo que he venido a oír. No es habitual ver un fantasma que vuelve a la vida. ¡Vaya mujer! Es admirable lo bien que se comportó esta noche, pese a que no pudo entrar en esta casa durante más de cincuenta años. No siente resentimiento, ni furia; sólo alivio.

—No tiene motivos para estar enfadada con nosotros —dijo el padre—. No le hemos hecho ningún daño.

—¿Y quién se lo hizo, padre? ¿Quién? ¿Y por qué? ¿Cuál fue el gran crimen de la tía abuela Zahra?

La voz impaciente de Hind estaba cargada de una ira que la joven no intentaba disimular. Aunque todo lo que sabía de la anciana tía Zahra provenía de los enigmáticos comentarios ocasionales de Ama y de los cotilleos de sus primos de Ishbiliya, la dignidad de la anciana mujer la había conmovido. Ninguna de las historias que había oído estaban a la altura de la experiencia que había vivido aquel día, cuando la verdadera Zahra había pedido refugio en su antiguo hogar.

Umar miró a Zubayda y ella le respondió con un gesto afirmativo. Entonces aceptó que había motivos suficientes para contarle a sus hijos todo lo que recordaba sobre el misterio de Zahra. Sin embargo, él mismo ignoraba muchas cosas. De entre las personas de aquella época que aún permanecían con vida, sólo Ama —y quizás otra persona— conocía los detalles de la historia…, además del tío Miguel, por supuesto, que siempre parecía saberlo todo.

—Sucedió hace tanto tiempo, que no sé si recordaré los pormenores de la historia —comenzó Umar bin Abdallah—. Lo que voy a contaros, me lo contó antes a mí mi propia madre, que quería a Zahra y estaba muy apegada a ella.

»No sé exactamente cuándo comenzó la tragedia de Zahra. Mi madre solía decir que había sido el día en que vuestro abuelo Ibn Farid, que en paz descanse, regresó de al-Hudayl con su nueva esposa, la señora Asma. Era sólo unos años mayor que Zahra y no tenía la menor intención de cambiar el estilo de vida de la casa. De hecho, dejó la supervisión de los asuntos domésticos en manos de la abuela Maryam. Dicen que durante sus primeros meses aquí estaba tan azorada por todo, que era incapaz de dar una orden a un criado.

»Zahra y mi padre estaban muy unidos a su tía Maryam, pues ella los había criado después de la muerte de su madre. Los hermanos vieron la entrada de Asma en la casa como una intrusión, porque, en sus corazones, Maryam ocupaba el lugar de su madre. Aunque nunca hicieron nada incorrecto, entre ellos y su padre se abrió un abismo. Los criados, por otra parte, desempeñaron un papel bastante siniestro en este asunto. Después de todo, ellos estaban al tanto de los orígenes de Asma. Sabían que la joven había trabajado como pinche de cocina y que su madre aún era cocinera, aunque Ibn Farid la había invitado a abandonar su puesto en la casa de don Álvaro para unirse a la suya. Aquella historia constituía una fuente inagotable de cotilleos para todo el pueblo y en particular para la cocina de la casa. Sería lógico suponer que habría un sentimiento de solidaridad entre los pinches de cocina por el súbito ascenso de un miembro de su clase, pero no fue así. El padre del Enano, sobre todo, se deleitaba en hacer correr todo tipo de rumores malignos, hasta que un día Ibn Farid lo mandó a llamar y lo amenazó con ejecutarlo personalmente en el patio principal. La amenaza cumplió su cometido, la situación se calmó y la fiebre de rencor comenzó a remitir.

»El problema es que los criados ni siquiera se molestaban en bajar la voz cuando hablaban delante de los niños y la enfermedad era contagiosa. Como consecuencia, Zahra se enemistó seriamente con su padre. Hasta entonces, él había sido el centro de su vida, pero cuando se casó con Asma, la joven se sintió traicionada y comenzó a rechazar a todos sus pretendientes con la sola intención de fastidiar a su padre. Se encerraba cada vez más en sí misma y pasaba días enteros sin hablar con nadie.

»Ibn Farid, como es lógico, había previsto el efecto que su matrimonio causaría en la aldea y era consciente de los problemas. Había contratado a un séquito completo de doncellas en Qurtuba, para asegurarse de que servirían a Asma con absoluta lealtad. Al frente de estas doncellas puso a una mujer mayor que entonces era lavandera en el pueblo, pero que había servido muchos años en la casa, antes de que la abuela Najma la despidiera a causa de una disputa.

»Esa mujer tenía un hijo, cuyo padre era o bien un vendedor de higos de Qurtuba, uno de nuestros criados que había muerto en el sitio de Malaka o… vaya a saber quién. Era un niño extremadamente religioso y bien educado. Gracias a la generosidad del Banu Hudayl, pudo estudiar con los mismos tutores que mi padre y mi tía Zahra. Sin embargo, a diferencia de ellos, leía mucho y estaba familiarizado con las grandes obras de filosofía, historia, matemáticas, teología e incluso medicina. Conocía los libros de nuestra biblioteca mejor que cualquier otro miembro de la familia. Su nombre era Mohammed ibn Zaydun y era un joven muy guapo.

»Vuestra tía abuela se enamoró de él. Fue él quien la sacó de la depresión, quien la alentó para que escribiera poesía y pensara en el mundo que había fuera de su hogar, fuera incluso de las fronteras de al-Andalus. Él le explicó las circunstancias de la boda de Ibn Farid y convenció a Zahra de que Asma no tenía la culpa de nada. De ese modo, unió a las dos mujeres.

»Creo que el hecho de ver que aquel criado había triunfado allí donde él había fracasado rotundamente hizo que Ibn Farid albergara un profundo rencor hacia él. En una ocasión, se le oyó decir: “Si ese chico no tiene cuidado con su lengua, le costará la cabeza”. Comenzó a castigar al joven. Insistió en que Mohammed fuera a trabajar al campo y aprendiera un oficio como todos los demás. Propuso que el padre de Juan le enseñara carpintería o que Ibn Hasd lo iniciara en el arte de fabricar zapatos. El chico, que era muy listo para su edad, percibió la furia de su amo y comprendió su causa, por lo tanto dejó de frecuentar el patio. Tanto Asma como Zahra suplicaron a Ibn Farid que no fuera tan duro con el muchacho, y creo que fue la primera quien por fin convenció al abuelo de que permitiera que Ibn Zaydun enseñara los principios de las matemáticas a mi padre y a Zahra.

»Mi padre rara vez estaba presente en las clases, pues solía irse de caza o a visitar a la familia en Gharnata. Como consecuencia, Mohammed ibn Zaydun y Zahra bint Najma pasaban juntos cada minuto del día, y ocurrió lo que tenía que ocurrir…

—Pero ¿por qué no se escaparon? —preguntó Hind con los ojos brillantes de expectación—. Yo lo habría hecho.

—Todo en su momento, Hind, todo en su momento. Había otro problema, encarnado en el cuerpo de otra joven. Aunque su belleza podía compararse con la de Zahra, a diferencia de ésta, era hija de un viejo criado de la casa y trabajaba como doncella. Algo similar a Umayma. La joven no había recibido una educación formal, pero era extremadamente inteligente, y también deseaba casarse con Ibn Zaydun. Como es natural, Ibn Farid pensó que era una idea excelente y ordenó a sus padres que organizaran la ceremonia.

»Zahra se volvió loca…, aunque tal vez sería mejor que no usara esa palabra. Digamos simplemente que, al oír los planes de su padre, Zahra quedó desolada y obligó al joven a encontrarse con ella aquella noche en la arboleda de granados, junto a la casa…

Hind estalló en una risa tan contagiosa que todo el mundo sonrió, excepto Zuhayr. Su padre le pidió una explicación.

—Algunas cosas no cambian nunca, ¿verdad, hermano? ¡Así que se encontraban en la arboleda de granados!

La cara de Zuhayr cambió de color. Su padre comprendió el comentario y desvió la atención de los demás continuando la historia:

—Aquella noche actuaron como si fueran marido y mujer. A la mañana siguiente, Zahra fue a ver a Asma y le contó lo sucedido. Asma estaba escandalizada y le respondió que no podía permitirle que se casara con el hijo de una doncella…

—Pero… —comenzó a decir Hind.

Sin embargo, al ver la mueca de disgusto en la cara de su padre, se interrumpió.

—Sí, Hind, lo sé, pero en estos asuntos nunca hay ninguna lógica. Asma no quería que Zahra repitiera su experiencia. Es una contradicción, por supuesto, pero bastante habitual. Tu madre recordará que cuando el tío abuelo Rahim-Allah se casó con una cortesana, ella acabó siendo la más puritana de las tías. Apasionadamente leal a su esposo, adoptaba una actitud implacable ante el adulterio y otros vicios similares. Supongo que ésta es una de las consecuencias de lo que el maestro Ibn Khaldun habría denominado «el dilema de los cambios de posición social». ¡Ama! Cuando uno ha ascendido desde el último peldaño de la escalera, no puede evitar mirar con desprecio a aquellos más desafortunados que se han quedado abajo.

»Pero volvamos a nuestra historia: Una noche en que Zahra e Ibn Zaydun se citaron en su escondrijo favorito, la joven rival los siguió y, sin que ellos se dieran cuenta, lo vio todo. Todo. A la mañana siguiente, le contó la historia a Ibn Farid, quien no dudó de su palabra un solo instante y encontró una justificación para su odio instintivo hacia el hijo de la lavandera. Entonces se le oyó gritar a voz en cuello: “¡Ofrezco cincuenta dinares de oro al que me traiga a ese muchacho!”.

»Creo que si mi abuelo hubiera cogido a Ibn Zaydun aquel mismo día, le habría hecho castrar en el acto, pero por fortuna para nuestro joven amante, aquella mañana le habían enviado a hacer un recado a Gharnata. Al oír lo que le sucedería si regresaba, su madre, advertida por la abuela Asma, envió a un joven de la aldea a comunicar la noticia a su hijo, e Ibn Zaydun desapareció. Nunca volvieron a verlo en la aldea en vida de Ibn Farid…

—Padre —preguntó Kulthum con su voz suave y sumisa—, ¿quién fue la rival de la tía abuela?

—Creí que todos lo habríais imaginado después de lo sucedido esta noche. ¡Fue Ama!

—¡Ama! —exclamaron los tres al unísono.

—¡Chitón! —dijo Zubayda—. Vendrá corriendo si os oye gritar así.

Los tres hermanos intercambiaron miradas en silencio, y Hind fue la primera en hablar:

—¿Y qué ocurrió con la tía abuela Zahra?

—Tu bisabuelo la mandó llamar en presencia de mis dos abuelas, que le suplicaron que la perdonara, pero Zahra se mostró desafiante. Ahora podréis preguntarle si es verdad, pero mi madre me contó que dijo: «¿Por qué ibas a ser tú el único en casarte con quien quisieras? Yo amo a Asma como amiga y como la esposa que has elegido. ¿Por qué no puedes aceptar tú a Ibn Zaydun?». Entonces él le pegó, y ella lo maldijo una y otra vez hasta que Ibn Farid, avergonzado de si mismo, pero no hasta el punto de pedirle perdón, le volvió la espalda y abandonó la habitación. Al día siguiente, Zahra se marchó de la casa y no volvió hasta esta noche. No sé qué hizo en Qurtuba, para averiguarlo tendréis que interrogar a otra persona.

Mientras los hijos de Umar bin Abdallah meditaban sobre la trágica historia de su tía abuela, el objeto de sus pensamientos se preparaba para despedir a Ama y retirarse a descansar. Zahra había evitado cuidadosamente cualquier mención a Ibn Zaydun, pues no deseaba oír disculpas que, de cualquier modo, habrían llegado con medio siglo de retraso. Todo había terminado y era cierto que no sentía ningún rencor. Las dos mujeres habían pasado la velada conversando sobre el estado del Banu Hudayl. Zahra quería saberlo todo y en Ama había encontrado a la única persona capaz de decírselo.

Sin olvidar el más mínimo detalle, Ama le había contado las circunstancias de la muerte de su hermano Abdallah: cómo lo había arrojado un caballo que él mismo había domado y alimentado y cómo su esposa le había sobrevivido apenas un año.

—Hasta en su lecho de muerte se acordó de usted y le hizo prometer al joven Umar que le enviaría comida y ropa con regularidad. Nunca consiguió superar su ausencia.

Zahra suspiró y una sonrisa triste ensombreció su rostro.

—Compartíamos tantos recuerdos de la infancia…

Se interrumpió de repente, como si el recuerdo de su hermano hubiera traído otros consigo. La expresión de su cara también evocó en Ama memorias de otros tiempos. «Sin duda lo estará viendo en su imaginación —pensó Ama—. Ojalá quisiera hablar de él. ¿Qué podemos esconder ahora?».

Fue como si Zahra leyera la mente de su antigua rival.

—¿Qué ocurrió con Mohammed ibn Zaydun? —preguntó. Aunque intentó fingir indiferencia, su corazón comenzó a latir a toda prisa—. ¿Ha muerto?

—No, mi señora, aún vive. Se ha cambiado de nombre, ¿sabe? Se hace llamar Wajid al-Zindiq y vive en una colina, a pocos kilómetros de aquí. Zuhayr ibn Umar lo ve con regularidad, pero ignora su pasado. A él también se le envía comida desde la casa; Umar bin Abdallah ordenó que así fuera, cuando descubrimos la identidad del hombre que vivía en aquella colina. Esta misma mañana Zuhayr estuvo varias horas con él.

Zahra estaba tan emocionada con la noticia, que los latidos de su corazón sonaban como balazos en los oídos de Ama.

—Ahora debo dormir. La paz sea contigo, Amira.

—Y con usted, mi señora. Que Dios la bendiga.

—Se ha negado a hacerlo durante mucho tiempo, Amira.

Ama salió de la habitación con la lámpara, pero cuando se alejaba oyó decir algo a Zahra. Cuando estaba a punto de regresar, se dio cuenta de que la hija de Ibn Farid pensaba en voz alta y se quedó inmóvil sobre una baldosa del patio.

—¿Recuerdas la primera vez, Mohammed? —decía Zahra para si—. Fue como si se abriera una flor. Nuestros ojos brillaban, llenos de esperanza, y nuestros corazones danzaban. ¿Por qué no volviste nunca a mi?