CAPÍTULO 2

¡Qué fascinante, qué maravillosa puede ser una mañana de septiembre en al-Hudayl! El sol aún no ha salido, pero sus rayos iluminan el cielo y el horizonte se ha teñido de diferentes matices de un anaranjado purpúreo. Todas las criaturas se recrean en esta luz y en el silencio que la acompaña. Pronto los pájaros comenzarán a canturrear y el almuédano de la aldea llamará a rezar a los fieles.

Los casi dos mil habitantes de la aldea están acostumbrados a los ruidos e incluso aquellos que no son musulmanes admiran la precisión horaria del almuédano. En cuanto a los demás, no todos obedecen la llamada. En la casa del amo, sólo Ama tiene su alfombrilla en el patio y se arrodilla a cumplir con su deber cotidiano.

Más de la mitad de los habitantes del pueblo trabajan la tierra, para sí mismos o para el Banu Hudayl. El resto son tejedores que se dedican a sus tareas en casa, hombres que cultivan gusanos y mujeres que producen la famosa seda de Hudayl, solicitada incluso en el mercado de Samarcanda. La población de la aldea se completa con unos cuantos tenderos, un herrero, un zapatero, un sastre y un carpintero. Los criados de la hacienda, con la excepción del Enano, Ama y la tribu de jardineros, regresan al pueblo a pasar la noche con sus familias.

Zuhayr bin Umar se despertó temprano y completamente recuperado. Aunque había olvidado la herida, el conflicto que la había provocado aún bullía en su cabeza. Miró por la ventana y se maravilló de los colores del cielo. A ochocientos metros de la aldea se alzaba una pequeña colina, en cuya cumbre las rocas formaban un gran hueco que todos conocían como «la cueva del viejo». La cueva formaba una pequeña estancia de muros encalados, donde vivía un viejo místico que recitaba poemas y cuya compañía Zuhayr apreciaba mucho desde la caída de Gharnata.

Nadie sabía de dónde había venido, qué edad tenía ni cuándo había llegado allí, o al menos eso creía Zuhayr. Umar recordaba la cueva, pero insistía en que estaba vacía cuando él era un niño y que los campesinos solían usarla como lugar de citas. Al viejo, por su parte, le gustaba acrecentar el misterio de su presencia en la cueva, y siempre que Zuhayr le hacía preguntas personales, las evadía recurriendo a sus poesías. A pesar de todo, Zuhayr intuía que el viejo pícaro era sincero.

Aquella mañana sentía una imperiosa necesidad de conversar con el morador de la cueva. Salió de su habitación en dirección a los hammam. Sumergido en el baño, deseó que Yazid se levantara y acudiera a charlar con él. Ambos hermanos disfrutaban mucho de sus conversaciones en los baños, Yazid porque sabía que Zuhayr permanecería allí veinte minutos, sin posibilidad de escaparse, y Zuhayr porque ésa era la única oportunidad que tenía de intimar con el pequeño tahúr.

—¿Quién está en el baño?

Era la voz de Ama y tenía un tono perentorio.

—Soy yo, Ama.

—Que Alá te bendiga. ¿Ya estás levantado? ¿La herida ha…?

La risa de Zuhayr la interrumpió. El joven salió del agua, se envolvió en una bata y se dirigió al patio.

—¡Herida! No bromees, Ama. Un estúpido cristiano me atacó con un cortaplumas y tú me tratas como si fuera un mártir.

—El Enano aún no está en la cocina, ¿te preparo el desayuno?

—Sí, pero para cuando regrese. Me voy a la cueva del viejo.

—Pero ¿quién te ensillará el caballo?

—Me conoces desde que nací. ¿Crees que no soy capaz de montar a pelo?

—Dale un mensaje de mi parte a ese Iblis: dile que sé perfectamente que nos robó tres gallinas y adviértele que si vuelve a hacerlo, iré con varios criados jóvenes y le haré azotar públicamente en el pueblo.

Zuhayr rió con aire indulgente y le dio unas palmadas en la cabeza. ¿El viejo un simple ladrón? Qué ridícula era Ama con sus tontos prejuicios.

—¿Sabes qué me encantaría desayunar hoy?

—¿Qué?

—La mezcla celestial.

—Sólo si prometes amenazar a ese Iblis en mi nombre.

—Lo haré.

Quince minutos más tarde, Zuhayr galopaba hacia la cueva del viejo montado en su caballo favorito, Khalid. Saludó a algunos aldeanos que se cruzaron en su camino en dirección al campo, llevando la comida del mediodía envuelta en un gran pañuelo atado a una vara. Algunos le respondieron con una cortés inclinación de cabeza y continuaron andando, pero otros le saludaron con alegría. La noticia de su pelea en Gharnata se había divulgado por todo el pueblo e incluso los escépticos se habían sentido obligados a hacer algún comentario halagüeño. No había duda de que Zuhayr al-Fahl, Zuhayr el Semental, como le conocía todo el mundo, componía una elegante estampa mientras se alejaba a toda prisa de la aldea. Pronto se convirtió en una pequeña silueta que desaparecía y reaparecía por momentos, según las variaciones del relieve.

El viejo sonrió al ver al caballo y al jinete ascendiendo por la ladera de la colina. El hijo de Umar bin Abdallah venía a pedir consejo una vez más. Sin duda, la frecuencia de sus visitas disgustaría a sus padres. ¿Qué querría en aquella ocasión?

—Que la paz sea contigo, anciano.

—Y contigo, Ibn Umar. ¿Qué te trae por aquí?

—Estuve en Gharnata anoche.

—Lo he oído.

—¿Y…? —El viejo se encogió de hombros—. ¿Tenía o no razón?

Para gran placer de Zuhayr, el viejo respondió en prosa rimada:

La falsedad ha corrompido tanto al mundo,

que las sectas discuten sus doctrinas en el campo de batalla.

Pero si el odio no fuera el elemento natural del hombre,

iglesias y mezquitas se alzarían unas junto a otras.

Zuhayr no había oído nunca aquella rima, y la aplaudió.

—¿Son tuyos esos versos? —preguntó.

—¡Oh, joven tonto, criatura ignorante! ¿No reconoces la voz del gran maestro Abu’l Ala al-Ma’ari?

—Pero dicen que era un infiel.

—Dicen, dicen. ¿Quién se atreve a decir eso? Le desafío a que lo repita en mi presencia.

—Nuestros eruditos religiosos, hombres sabios…

En ese momento, el viejo se puso de pie, salió de la cueva, seguido por el perplejo Zuhayr, y comenzó a recitar a voz en cuello en una pose marcial:

¿Qué es la religión? Una doncella que está tan cerca que ningún ojo puede verla,

el valor de sus regalos de boda y de su dote deslumbra a aquel que la corteja.

De toda la noble doctrina que he escuchado proclamar desde el púlpito,

mi corazón no ha aceptado jamás una sola palabra.

—¿Al-Ma’ari otra vez? —sonrió Zuhayr.

El anciano asintió con una sonrisa.

—He aprendido más de uno solo de sus poemas, que de todos los libros religiosos, sin excepción.

—¡Blasfemas!

—Sólo digo la verdad.

Aunque a Zuhayr no le sorprendían aquellas muestras de escepticismo, fingía escandalizarse porque no deseaba que el viejo creyera que se había ganado un nuevo discípulo con excesiva facilidad. Un grupo de jóvenes granadinos, todos conocidos de Zuhayr y uno de ellos amigo de la infancia, cabalgaban más de treinta kilómetros al menos una vez al mes para enzarzarse en largas discusiones con el anciano sobre filosofía, historia, la crisis del momento y el futuro. ¡Sí, siempre el futuro!

La serena sabiduría que absorbían les permitía luego sobresalir en las discusiones con sus amigos al regresar a Gharnata y, de vez en cuando, sorprender a sus mayores con un comentario tan agudo que el viernes siguiente se repetía en todas las mezquitas. Ibn Basil, amigo de Zuhayr y reconocido líder del cortejo del filósofo, le había hablado por primera vez de las capacidades intelectuales de aquel místico que escribía poesía usando el nombre de al-Zindiq, el Escéptico.

Hasta entonces, Zuhayr había aceptado como ciertos los cotilleos que decían que el viejo era un vagabundo excéntrico a quien los pastores alimentaban por compasión. Ama iba aún más lejos e insistía en que estaba mal de la cabeza y en que, por consiguiente, debían dejarlo solo con sus ideas satánicas. Zuhayr pensó por un instante que si ella tuviera razón, no estaría ante un sabio perspicaz, sino ante un completo idiota. ¿A qué se debería aquella hostilidad? El joven sonrió.

Al llegar Zuhayr, el anciano había estado pelando almendras y las había puesto a remojar en agua. Ahora había comenzado a molerlas hasta convertirlas en una pasta suave y añadía un par de gotas de leche cada vez que la mezcla se endurecía. El viejo alzó la vista y reparó en la sonrisa del joven.

—Te sientes orgulloso de ti mismo, ¿verdad? Lo que hiciste en la ciudad fue una imprudencia. La provocación fue deliberada. Por fortuna, tu padre es menos estúpido que tú. Si tus criados hubieran matado al cristiano, os habrían preparado una emboscada y asesinado en el camino de regreso.

—En el nombre del cielo, ¿cómo puedes saberlo?

El anciano no respondió y pasó la mezcla del mortero de piedra a una olla con leche. Añadió un poco de miel silvestre, cardamomo y una rama de canela. Sopló las brasas, y unos minutos después, el brebaje hervía. Redujo la intensidad del fuego echando cenizas sobre las brasas y lo dejó cocer un momento. Zuhayr lo miraba en silencio, con los sentidos aguzados por el aroma. Luego el viejo levantó la olla del fuego, revolvió vigorosamente la mezcla con una cuchara de madera bien desecada y la roció con varias almendras fileteadas. Sólo entonces la volcó en dos tazones de barro y ofreció con diligencia uno a Zuhayr.

El joven sorbió el líquido entre exclamaciones de placer.

—Néctar puro. Esto es lo que deben de beber en el cielo todo el tiempo.

—Creo que una vez allí, se les permitirá algo mucho más fuerte —dijo al-Zindiq, complacido con su éxito.

—Pero nunca he probado nada igual…

Se interrumpió en mitad de la frase y dejó el tazón en el suelo, frente a él. Ya había probado aquella bebida antes, pero ¿dónde?, ¿dónde? Zuhayr miró fijamente al anciano, que resistió el escrutinio.

—¿Qué ocurre? ¿Demasiadas almendras? ¿Demasiada miel? Sé que errores como éstos pueden arruinar la bebida, pero yo he conseguido perfeccionarla. Bébetela, joven amigo, no es lo que bebían los dioses de los rumí, sino el más puro zumo de la sabiduría, que alimenta las células del cerebro. Creo que fue Ibn Sina quien dijo por primera vez que las almendras estimulan los procesos intelectuales.

Zuhayr supo en seguida que era una treta para distraerlo de sus pensamientos. El viejo desbarraba. Zuhayr recordó por fin dónde había probado una bebida similar: en la casa del tío abuelo Miguel, cerca de la gran mezquita de Qurtuba. El anciano debía de tener alguna relación con aquello, estaba seguro. Zuhayr sintió que estaba a punto de desvelar un misterio, aunque no sabía bien de qué se trataba. El anciano miró al joven a la cara e intuyó que iba a descubrir uno de sus secretos. Entonces, antes de que tuviera tiempo de planear otra forma de distraerlo, el joven invitado insistió en su ofensiva.

—Tengo un mensaje para ti de Ama.

—¿Ama? ¿Ama? ¿Qué Ama? Yo no conozco a ninguna Ama.

—La nodriza de mi padre. Siempre ha estado con mi familia. Todo el pueblo la conoce. ¿Cómo es que no la conoces tú, que afirmas saber todo lo que ocurre en el pueblo? ¡Es increíble!

—Ahora que te has explicado sé a quién te refieres. Por supuesto que sé quién es y también sé que siempre está hablando de cosas que no le conciernen. ¿Qué pasa con ella?

—Me ha pedido que te diga que sabe bien quién robó las tres gallinas ponedoras. —El anciano se echó a reír a carcajadas ante el absurdo de la acusación. ¿Él, un ladrón?—. Dice que si lo haces otra vez te hará castigar delante del pueblo entero.

—¿Ves alguna gallina en esta cueva? ¿Algún huevo?

—La verdad es que a mí no me importa. Si necesitas algo de mi casa, no tienes más que pedírmelo. Lo tendrás aquí en una hora. Sólo pretendía transmitirte el mensaje.

—Termina tu bebida. ¿Caliento un poco más?

Zuhayr levantó el tazón y bebió todo su contenido de un trago. Luego miró al anciano con atención. Debía de tener entre sesenta y sesenta y cinco años. Se afeitaba la cabeza una vez por semana y la pelusilla blanca que cubría su calva indicaba que esta vez se había retrasado en la visita al barbero. Tenía una nariz puntiaguda y pequeña, como el pico de un pájaro, y una cara arrugada de tez oliveña que variaba levemente de color con las estaciones. Sus ojos eran su rasgo más sobresaliente. No eran grandes ni llamativos en un sentido tradicional, pero precisamente su estrechez les confería un aspecto hipnótico, sobre todo en el curso de discusiones acaloradas, cuando comenzaban a brillar como lámparas resplandecientes en la oscuridad o, como solían decir sus enemigos, como los ojos de un gato en celo.

Su barba blanca estaba recortada con demasiado esmero para un asceta…, quizás ése fuera un buen indicio de su pasado. Casi siempre vestía un amplio pantalón blanco con una camisa a juego. Cuando hacía frío, añadía una manta marrón oscuro al atuendo. Aquel día, sin embargo, el sol inundaba la única habitación de su morada, y el viejo tenía el torso desnudo.

Las arrugas del pecho ajado delataban su edad. No cabía duda de que era viejo, pero ¿cuántos años tendría? ¿Y por qué cada vez que Zuhayr intentaba averiguar sus orígenes le respondía con ese irritante silencio de esfinge, que contrastaba con su naturaleza comunicativa, con su habitual locuacidad? El hijo de Umar bin Abdallah decidió repetir la pregunta, aunque sin esperar una respuesta.

—¿Quién eres, anciano?

—¿Acaso no lo sabes?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Zuhayr, sorprendido.

—¿Esa Ama tuya nunca te lo dijo? Está claro que no. Puedo ver la respuesta escrita en tu rostro. ¡Qué increíble! Así que han decidido callar, a pesar de todo. ¿Por qué no se lo preguntas a tus padres algún día? Ellos saben todo lo que hay que saber sobre mí. Es probable que tu búsqueda de la verdad haya concluido.

Zuhayr supo que su intuición no le había mentido y que el viejo estaba vinculado de algún modo a la familia.

—¿El tío abuelo Miguel sabe dónde estás?

Los rasgos del viejo se ensombrecieron. Era evidente que estaba disgustado. Fijó la vista en los restos de la bebida de almendras y se sumió en sus pensamientos. De repente, alzó la cabeza.

—¿Cuántos años tienes, Zuhayr al-Fahl?

Zuhayr se sonrojó. En boca de al-Zindiq, su nuevo apodo sonaba como una acusación.

—Cumpliré veintitrés el mes que viene.

—Bien. ¿Y por qué te llaman al-Fahl los aldeanos?

—Supongo que porque me encanta montar a caballo. Incluso mi padre dice que cuando me ve montar a Khalid, el caballo y yo parecemos un solo ser.

—Tonterías. Incongruencias místicas. ¿Tú sientes eso?

—Bueno, en realidad no, pero es cierto que puedo hacer correr más deprisa a un caballo, no sólo a Khalid, que cualquier hombre de la aldea.

—Escúchame, Ibn Umar, no es por eso que te llaman al-Fahl. —Zuhayr estaba avergonzado. ¿Acaso se trataba de otra estratagema del anciano para proteger su propia identidad?—. Tú sabes bien a qué me refiero, joven amo. No es sólo cuestión de caballos, ¿verdad? Tú te arrojas sobre las mujeres cada vez que tienes oportunidad. Según me han dicho, te gusta desflorar a las vírgenes del pueblo, ¿no es cierto? Dime la verdad.

—¡Eso es mentira! —exclamó Zuhayr indignado—. Una burda calumnia. Jamás he poseído a una joven contra su voluntad y desafiaré a combatir a cualquiera que diga lo contrario. No es ninguna broma.

—Nadie ha dicho que las forzaras. ¿Para qué ibas a forzarlas si tienes derecho a ellas? ¿Qué importan unas piernas sabiamente abiertas, si la mente permanece cerrada? ¿Y por qué te ha molestado tanto mi pregunta? Tu padre es un hombre decente, nada proclive a excesos de ningún tipo, pero esta clase de episodios se han venido repitiendo en tu familia durante siglos. Siéntate, tonto impulsivo. ¿No me oyes? Te he dicho que te sientes. —Zuhayr obedeció—. ¿Conoces a Ibn Hasd, el zapatero? —Zuhayr se quedó perplejo ante semejante pregunta. ¿Qué tenía que ver aquel respetable personaje con lo que estaban hablando? Sin embargo, asintió en silencio—. La próxima vez que le veas, estudia sus rasgos con atención. Es probable que le encuentres algún parecido.

—¿A quién?

—Simplemente un aire de familia, eso es todo.

—¿A qué familia?

—A la tuya, por supuesto. Busca la marca del Banu Hudayl.

—Estás loco. Ibn Hasd es judío, como sus ancestros…

—¿Y eso qué tiene que ver? Su madre era la mujer más hermosa del pueblo. Tu bisabuelo, Ibn Farid, un día la espió mientras se bañaba en el río. Esperó a que acabara y luego la forzó. El resultado fue Ibn Hasd, ¡que en realidad es Ibn Mohammed!

—Al menos el viejo cuervo tenía buen gusto —rió Zuhayr—. Por alguna razón, no puedo imaginármelo como un…

—¿Al-Fahl? —sugirió el anciano, servicial.

Zuhayr se levantó para irse. El sol estaba alto en el cielo y comenzaba a pensar en la mezcla celestial de Ama. El viejo se había burlado de él una vez más.

—Me iré y haré lo que me has dicho. Interrogaré a mi padre sobre tu historia.

—¿Por qué tienes tanta prisa?

—Ama me prometió hacerme la mezcla celestial y…

—¡Amira y sus mezclas celestiales! ¿Nunca cambia nada en esa maldita casa? Tienes una debilidad Zuhayr al-Fahl, una debilidad que te conducirá a la ruina: te dejas convencer con excesiva facilidad. Tus amistades te llevan adonde quieren, como si fueras su rabo. No cuestionas suficientemente los hechos. ¡Debes pensar por ti mismo en todo momento! Es fundamental en estos tiempos en que una simple elección no es un problema abstracto, sino un asunto de vida o muerte.

—Tú eres justamente la persona que menos derecho tiene a decir eso. ¿Acaso no he estado interrogándote durante más de dos años? ¿No he sido perseverante, anciano?

—Oh, sí, no puedo negarlo, pero ¿entonces por qué te vas cuando estoy a punto de decirte lo que deseas saber?

—Pero pensé que me habías dicho que le preguntara a…

—Exacto. Fue una treta para distraerte y funcionó, como siempre ¡Tonto! Tu padre nunca te dirá nada. ¿Y tu madre? La verdad es que no lo sé. Es una mujer muy respetada y con personalidad propia, pero creo que en estas cuestiones seguiría el ejemplo de tu padre. Quédate conmigo, Ibn Umar. Pronto te lo contaré todo.

Zuhayr comenzó a temblar de expectación. El viejo calentó agua y preparó un cazo de café. Luego retiró los utensilios de cocina, y colocó una gran alfombra tejida a mano en el centro de la cueva. Se sentó con las piernas cruzadas e hizo una señal a Zuhayr para que lo imitara. Cuando ambos estuvieron sentados, el viejo sirvió dos tazas de café. Comenzó a sorber el líquido ruidosamente y habló:

—Pensamos que las viejas costumbres morirían en cualquier sitio menos en nuestra querida Gharnata. Estábamos convencidos de que el reino del Islam sobreviviría en al-Andalus, pero subestimamos nuestra propia capacidad de autodestrucción. Aquellos días no regresarán nunca, ¿y sabes por qué? Porque los supuestos defensores de la fe se pelearon entre sí, se mataron unos a otros y fueron incapaces de unirse contra los cristianos. Al final, fue demasiado tarde.

»Cuando el sultán Abu Abdullah contempló por última vez su reino perdido, se echó a llorar, y entonces su madre, Ayesha, le dijo: “Llora con lágrimas de mujer lo que no supiste defender como hombre”. Sin embargo, yo siempre creí que eso era injusto, pues en aquellos momentos, los cristianos contaban con una abrumadora superioridad militar. Solíamos pensar que el sultán de Turquía nos enviaría ayuda y apostamos vigías en Malaka para esperarla, pero no vino nadie. Todo esto ocurrió hace apenas quince años, pero ahora voy a hablarte de tiempos más lejanos, casi un siglo atrás.

»Tu bisabuelo, Ibn Farid, fue un guerrero excepcional. Dicen que los soldados cristianos le temían más que a Ibn Kassim, y eso, créeme, es decir mucho. Una vez, en el sitio de Medina Sidonia, se separó de los demás y galopó en su corcel hacia la tienda del rey de Castilla. “Oh, rey de los cristianos —le gritó—, os desafío a combatir a vos y a todos y cada uno de vuestros caballeros. El emir me ha enviado a deciros que si alguno de vuestros hombres me vence, os abriremos las puertas de la ciudad, pero que si cuando caiga la tarde sigo montado a lomos de mi caballo, tendréis que retiraros”.

»El rey conocía la reputación de tu bisabuelo y se resistía a aceptar, pero los caballeros cristianos se rebelaron. Sentían que rechazar semejante oferta era un insulto a su hombría, así que accedieron al combate. Cuando el sol se puso, el señor del Banu Hudayl sangraba profusamente, pero seguía montado a su caballo, mientras cerca de sesenta cristianos yacían muertos. El sitio se levantó…, durante una semana. Luego los cristianos volvieron, tomaron por sorpresa el fuerte, y por fin ganaron. Pero para ese entonces, Ibn Farid había regresado a al-Hudayl.

»Tu abuelo Abdallah sólo tenía dos años cuando su amada madre, Najma, murió al dar a luz a tu tía abuela Zahra. Su hermana menor, Maryam, ocupó su lugar y se convirtió en la madre de sus dos hijos. ¡Y qué madre! Se dice que los hijos crecieron creyendo que ella era su verdadera madre.

Zuhayr comenzaba a impacientarse.

—¿Estás seguro de que ésta es la historia de tu vida? Parece la de la mía. Yo he crecido oyendo leyendas de mi bisabuelo.

Al-Zindiq achicó los ojos y dedicó una mirada fulminante a Zuhayr.

—Si vuelves a interrumpirme, nunca volveré a hablar de este asunto contigo. ¿Está claro? —Zuhayr accedió con un gesto a aquellas duras condiciones y el viejo reanudó su relato—. Sin embargo, se presentaron problemas. Aunque Ibn Farid mostraba gran respeto y afecto por su nueva esposa, no sentía pasión por ella. Maryam podía reemplazar a su hermana en todo, menos en el lecho de tu bisabuelo, así que él dejó de usar ese implemento del que todo hombre está dotado. Muchos médicos y sanadores acudieron a visitarlo. Le dieron a beber las más exóticas pócimas curativas para que recuperara su ardor perdido, pero no ocurrió nada. Hermosas vírgenes desfilaban en torno a su lecho sin que se notara ningún cambio.

»Lo que nadie comprendía es que las enfermedades de la mente no se pueden curar como las del cuerpo. Ya ves, mi joven amigo, ¡cuando el alma se quebranta, el gallo no canta! ¿Estás seguro de que no sabes nada al respecto? —Zuhayr negó con la cabeza—. Me sorprende. Tanto Ama como el Enano conocen todos los detalles. Uno de los dos debería haberte dicho algo.

El anciano mostró su desaprobación sorbiéndose los mocos con fuerza y escupiendo la flema fuera de la cueva con habilidad y precisión.

—Por favor, no te detengas ahora. Tengo que saberlo todo —dijo Zuhayr con voz suplicante e impaciente.

El anciano sonrió mientras servía más café.

—Un día, cuando Ibn Farid visitaba a su tío en Qurtuba, los dos salieron de la ciudad en dirección a la aldea de un noble cristiano que mantenía amistad con tu familia desde la caída de Ishbiliya. Ni el noble, don Álvaro, ni su esposa estaban en casa, pero una joven doncella les sirvió fruta y bebidas mientras esperaban. Ella debía de tener quince o dieciséis años.

»Se llamaba Beatriz y era una hermosa criatura. Su piel tenía el color de los albaricoques maduros, sus ojos la forma de las almendras y su rostro entero parecía sonreír. Yo la conocí tiempo después y, a pesar de ser sólo un niño entonces, me resultó difícil no sentirme turbado por su belleza. Ibn Farid no podía quitarle los ojos de encima y su tío advirtió de inmediato lo que ocurría. Intentó convencerlo de que se marcharan, pero tu bisabuelo se negó a irse de la casa. Luego su tío le contó a la familia que en aquel momento había intuido la ruina de Ibn Farid, pero que todas sus advertencias, temores y presagios malignos no habían servido de nada. Ibn Farid era famoso por su obstinación.

»Cuando don Álvaro y sus hijos regresaron, se alegraron de ver a los visitantes y ordenaron preparar un banquete en su honor. También les ofrecieron camas, pues no podían permitir que los dos hombres regresaran a Qurtuba aquella misma noche. Un mensajero fue enviado a informar a la familia que Ibn Farid no regresaría hasta el día siguiente. Por fin, a última hora de la noche, el gran guerrero interrogó tímidamente a su anfitrión sobre la doncella.

»“¿Tú también, amigo mío? ¿Tú también? —le preguntó don Álvaro—. Beatriz es la hija de Dorotea, nuestra cocinera. ¿Qué es lo que deseas? Si quieres acostarte con ella, puedo arreglarlo”.

»Imagina la sorpresa de don Álvaro cuando su generosa respuesta hizo que Ibn Farid se levantara de los cojines, rojo de ira, y lo desafiara a duelo. Don Álvaro supo que el asunto era serio, se puso de pie y abrazó a su huésped.

»“¿Qué deseas, amigo mío? ¿Qué deseas?”. Todo el mundo guardó silencio y la voz de Ibn Farid sonó ahogada por la emoción: “La quiero como esposa, eso es todo”. Su tío se desmayó en ese instante, aunque tal vez sólo hubiera sucumbido a los efectos del alcohol. ¿Qué podía decir don Álvaro? Dijo que el padre de la joven estaba muerto y que debía hablar con Dorotea, pero dejó bien claro que, puesto que la mujer estaba a su servicio, no era probable que se negara.

»Sin embargo, tu bisabuelo no podía esperar. “¡Mándala llamar ahora mismo!”. Don Álvaro obedeció y pronto la perpleja y asombrada Dorotea entraba en la sala y saludaba a los presentes. “Oh, Dorotea —comenzó don Álvaro—, mis invitados han disfrutado mucho de tu comida, y este gran caballero, Ibn Farid, te felicita por ella. También te felicita por la belleza de la joven Beatriz. Nosotros, que la hemos visto crecer durante estos últimos años, tomamos con naturalidad su belleza, pero para aquellos que la ven por primera vez, resulta abrumadora. ¿Tienes algún plan para su matrimonio?”. ¿Qué podía decir la pobre mujer? Ella también era muy hermosa, con una magnífica silueta y una ondeante cabellera rojiza que le llegaba hasta las rodillas. Parecía azorada por la pregunta y sacudió la cabeza, incrédula. “Bien, entonces —continuó don Álvaro—, tengo buenas noticias para ti. Mi amigo Ibn Farid la quiere por esposa. ¿Lo comprendes? Como esposa para siempre, no como concubina para una noche. Te pagará una buena dote. ¿Qué respondes?”.

»Ya imaginarás, Ibn Umar, el estado de esa pobre mujer. Comenzó a sollozar, e Ibn Farid, conmovido, habló y volvió a explicarle sus intenciones honorables. Entonces ella miró a don Álvaro y respondió: “Como queráis, mi señor. Ella no tiene padre, de modo que dejo la decisión en vuestras manos”. Don Álvaro decidió que a la mañana siguiente Beatriz se convertiría en tu tercera abuela. Bebieron más vino y, según nos contaron más tarde, nadie había visto tanta dicha en la cara de tu antepasado desde el nacimiento de tu abuelo. Comenzó a cantar con tanta alegría y pasión, que los demás se contagiaron y se unieron a él. Tu bisabuelo nunca olvidó aquel poema, que a partir de ese momento se cantaría con frecuencia en tu casa.

—¿Era el Khamriyya? —preguntó Zuhayr, expectante—. ¿El himno del vino?

El viejo asintió con una sonrisa. Zuhayr, conmovido por la historia de la pasión de Ibn Farid, comenzó a cantar:

Dejad que la exaltada marea de la pasión ahogue mis sentidos,

Compadeceos del pábulo del amor, de este viejo ardor del corazón.

Y no respondáis con desdén

cuando sólo deseo contemplaros tal cual sois.

Porque el amor es vida, y morir de amor el paraíso

donde todos los pecados se perdonan…

—¡Wa Alá! —exclamó el anciano—. Cantas muy bien.

—Aprendí los versos de mi padre. Y él del suyo, pero la primera vez que se pronunciaron fue la más importante. ¿Quieres que continúe o ya has tenido suficiente por hoy? El sol ya brilla sobre las cumbres, y tu mezcla celestial te espera en casa. Si estás cansado…

—¡Continúa, por favor!

Y el anciano continuó:

—A la mañana siguiente, después del desayuno, Beatriz se convirtió al Islam. Le ofrecieron una serie de nombres musulmanes entre los cuales elegir, pero como parecía perpleja, fue su futuro esposo quien los escogió por ella: Asma. Asma bint Dorotea.

»La pobre criatura estaba llorando, pues le habían comunicado la noticia de su inminente boda aquella misma mañana, cuando se disponía a limpiar la cocina y encender el fuego. Unas horas más tarde, se celebró la ceremonia. El tío de tu bisabuelo, como único musulmán presente, tuvo que hacerse cargo del ritual. Como sabes, nuestra religión es muy sencilla: a diferencia del sistema creado por los frailes, el nacimiento, la muerte, el matrimonio o el divorcio no requieren ceremonias complicadas.

»Ibn Farid tenía prisa porque quería poner a su familia ante el hecho consumado. Sentía que cualquier demora podría resultar fatal. Los hermanos de Najma y Maryam pertenecían a una familia especializada en crear disputas con otros clanes. Eran asesinos expertos, y por supuesto considerarían una afrenta el hecho de que él prefiriera a una esclava cristiana antes que a su hermana. Como bien sabes, las concubinas están permitidas, pero aquello era diferente. Había elegido una nueva señora de la casa sin su conocimiento ni su consentimiento. Ella, sin duda, llevaría en su vientre a los hijos de él. Si se les daba tiempo para pensar, podrían llegar a matarla. Aunque Ibn Farid era conocido por todo al-Andalus con el apodo de “el León”, a causa de su coraje, demostraba idéntica habilidad para actuar como un zorro. Sabía que casándose ganaría ventaja sobre sus cuñados. Por supuesto, su tío estaba enfadado, pero no quiso reñir a su sobrino en la casa de don Álvaro. Eso llegaría después.

»Ibn Farid y Asma bint Dorotea regresaron a Qurtuba. Descansaron un día y una noche antes de iniciar el viaje de dos días al reino de Gharnata y llegar a la seguridad de al-Hudayl. Aunque Ibn Farid lo ignorara, las noticias de la boda ya habían llegado a la casa, a través de un mensajero despachado por su tío.

»En la mansión reinaba un clima de pesar. Tu abuelo Abdallah ya era un hombre, pues tenía entonces dieciocho años. Tu tía abuela Zahra, cuatro años más joven, tenía mi misma edad. Ambos caminaban de un extremo al otro del patio, por donde corre el arroyo, en un estado de intensa agitación. Yo los miraba y me sentía cada vez más nervioso, sin alcanzar a comprender por qué, y cuando interrogué a tu abuelo, él me gritó: “¡Hijo de perra, vete de aquí, no es asunto tuyo!”. Nunca antes me había hablado así. Cuando Maryam salió de su habitación, ambos corrieron hacia ella y la abrazaron, sollozando todo el tiempo. Por fortuna, mi insolencia se olvidó pronto. Yo quería mucho a tu abuelo y lo que me dijo aquel día fue muy hiriente para mí. Más tarde, por supuesto, comprendí el motivo de su furia, pero hasta aquel día siempre había jugado con él y con Zahra como si fuéramos iguales. Sin embargo, algo cambió. Una vez que los ánimos se tranquilizaron, ambos intentamos volver a los viejos hábitos, pero las cosas nunca volvieron a ser iguales. Yo no podía olvidar que él era mi joven amo y él recordaba continuamente que yo era el hijo de una criada, a quien se le había asignado la tarea de atender a la señora Asma. —Zuhayr se alegró de que por fin el anciano comenzara a hablar de sí mismo, pero antes de que pudiera interrogarlo, el viejo continuó—: La señora Maryam era una mujer muy dulce, aunque su lengua podía volverse muy cruel si alguno de los criados, con la única excepción de Ama, pecaba del más mínimo exceso de confianza. La recuerdo muy bien. Solía ir a bañarse a un gran estanque de agua fresca, junto al río, precedida de seis doncellas y seguida de otras cuatro criadas que extendían sábanas a su alrededor para garantizar su intimidad. El grupo iba siempre en silencio, a menos que Zahra las acompañara, en cuyo caso tía y sobrina charlaban incansablemente y las criadas se permitían reír los comentarios de la joven. El servicio respetaba a Maryam, pero no la quería. Sin embargo, los huérfanos de su hermana la adoraban ciegamente. Aunque sabían que su padre no la amaba y presentían, con esa intuición especial de los niños, que el problema era muy profundo, no podían dejar de quererla.

El anciano se detuvo de repente y escrutó la mirada preocupada de su interlocutor.

—¿Te ocurre algo, joven amo? ¿Quieres marcharte ahora y regresar otro día? La historia no puede escaparse.

Zuhayr había divisado una pequeña figura en el horizonte y el polvo indicaba que se trataba de un jinete. Sospechaba que era un mensajero de al-Hudayl.

—Temo que pronto nos interrumpan. Si aquel jinete es un mensajero que viene de mi casa, regresaré mañana al amanecer. Pero ¿podrías satisfacer mi curiosidad respondiendo sólo a una pregunta antes de que me marche?

—Pregunta.

—¿Quién eres, anciano? Tu madre sirvió en nuestra casa, pero ¿quién fue tu padre? ¿Es posible que seas un miembro de nuestra familia?

—No estoy seguro. Mi madre era parte de una dote, una criada que vino con la señora Najma de Qurtuba cuando ésta se casó con Ibn Farid. Entonces tendría dieciséis o diecisiete años. ¿Y mi padre? ¿Quién sabe? Mi madre decía que era un jardinero de la hacienda que había muerto en una batalla cerca de Malaka, el mismo año de mi nacimiento. Es cierto que ella estaba casada con él, pero sólo Dios sabe si era mi verdadero padre. Se decía que Ibn Farid había plantado la semilla que me engendró. Eso sin duda explicaría su actitud en los últimos años, pero creo que si las cosas hubieran sido realmente así, mi madre misma me lo habría contado. Lo cierto es que esa cuestión ha dejado de preocuparme.

Zuhayr sentía curiosidad por el curso que tomaba el relato. Aunque recordaba vagamente las historias de Ama sobre la tragedia de la señora Asma, era incapaz de precisar los detalles. Deseaba quedarse a escuchar el resto de la historia, pero la nube de polvo se acercaba.

—Todavía ocultas un hecho importante.

—¿A qué te refieres?

—A tu nombre, anciano, a tu nombre.

El anciano había mantenido la cabeza erguida durante toda la conversación, pero ahora la inclinó súbitamente como para contemplar los dibujos de la alfombra. Luego alzó la vista y le sonrió a Zuhayr.

—Hace mucho tiempo que olvidé el nombre que me puso mi madre. Quizás tu Ama o el Enano lo recuerden. Durante demasiadas décadas mis amigos y enemigos me han conocido como Wajid al-Zindiq. Es el nombre que usé para escribir mi primer libro y me siento muy orgulloso de él.

—Dijiste que sabías por qué me llaman al-Fahl. Yo tendré que reflexionar para encontrar una explicación igualmente ingeniosa para el apodo con que te conocen.

—La respuesta es muy simple: me describe a la perfección. ¡Después de todo, soy un escéptico, un exaltado librepensador!

Ambos rieron. Cuando el jinete se acercaba a la cueva, se pusieron de pie y Zuhayr, con su habitual impulsividad, abrazó al anciano y lo besó en las dos mejillas. Al-Zindiq se conmovió con el gesto, pero antes de que pudiera decir nada, el mensajero carraspeó suavemente.

—Entra, hombre. ¿Traes un mensaje de mi padre? —preguntó Zuhayr.

—Perdone, mi señor, pero el amo dice que debe volver cuanto antes. Le esperan para desayunar.

—Bien. Súbete a esa mula que llamas caballo y dile que estoy en camino… No, espera, he cambiado de opinión. Vuelve, yo te alcanzaré en unos minutos y saludaré a mi padre en persona. No tienes que darle ningún mensaje.

El joven asintió, y cuando estaba a punto de marcharse, al-Zindiq le detuvo.

—Espera, hijo. ¿Tienes sed?

El joven miró a Zuhayr, que asintió con un gesto. Entonces cogió con ansiedad el vaso de agua que le ofrecían y la bebió de un solo trago.

—Toma, llévate unos dátiles para el camino de vuelta. Tendrás tiempo para comértelos después de que tu joven amo te alcance.

El joven aceptó la fruta, agradecido, inclinó la cabeza y pronto le vieron tirar de su caballo colina abajo.

—Que la paz sea contigo, Wajid al-Zindiq.

—Y contigo, hijo mío. ¿Puedo pedirte un favor?

—Lo que quieras.

—Cuando tu padre me permitió vivir aquí, hace un cuarto de siglo, insistió en que cumpliera una única condición: mis labios debían permanecer sellados con respecto a los asuntos de su familia. Si alguna vez descubriera que he roto ese pacto, me retiraría su permiso y también las provisiones que tu madre me envía gentilmente. Mi futuro depende de tu silencio. No me queda ningún sitio adonde ir.

Zuhayr estaba indignado.

—Pero eso es inaceptable; es injusto. No es propio de mi padre. Yo…

—Tú no harás nada. Aunque es probable que tu padre estuviera equivocado, tenía sus razones. Quiero que me prometas que mantendrás silencio.

—Tienes mi palabra. Juro por el Alcorán…

—Con tu palabra basta.

—Por supuesto, al-Zindiq, pero como retribución quiero pedirte que me prometas que acabarás la historia.

—Tenía la intención de hacerlo.

—Que la paz sea contigo, anciano.

Al-Zindiq caminó hacia donde estaba amarrado Khalid y sonrió con admiración cuando Zuhayr saltó sobre su lomo desnudo. El viejo dio un par de palmadas al caballo.

—Montar un caballo sin silla…

—Sí, ya lo sé —gritó Zuhayr—: Es como montarse a la espalda del demonio. Si eso es cierto, lo único que puedo decir es que el demonio debe de tener una espalda muy cómoda.

—La paz sea contigo, al-Fahl, y que tu hogar prospere —gritó el viejo con una sonrisa en la cara, mientras Zuhayr galopaba colina abajo.

Durante unos instantes, al-Zindiq permaneció inmóvil, apreciando la destreza del jinete que se alejaba.

—Yo también solía cabalgar así. Lo recuerdas, ¿verdad, Zahra?

No hubo respuesta.