—Si las cosas continúan así —dijo Ama con la voz distorsionada por una boca semidesdentada—, sólo quedará un recuerdo fragante de nosotros.
Rota su concentración, Yazid arrugó la frente y levantó la vista del juego de ajedrez. Estaba en un extremo del patio, enfrascado en una desesperada lucha por dominar las estrategias del ajedrez. Sus hermanas Hind y Kulthum, expertas estrategas, estaban en Gharnata con el resto de la familia, y Yazid deseaba sorprenderlas a su regreso con una jugada de apertura poco ortodoxa.
Había intentado interesar a Ama en el juego, pero la vieja se había reído de su idea y había declinado la invitación. Yazid no podía entender su rechazo: ¿no era mucho mejor jugar al ajedrez que manosear unas cuentas, como hacia ella permanentemente? ¿Por qué se negaba a reconocer un hecho tan evidente?
Comenzó a guardar las piezas de ajedrez a regañadientes. «¡Qué maravillosas son!», pensó mientras las ordenaba cuidadosamente en sus pequeños compartimientos. Habían sido especialmente encargadas por su padre. Juan, el carpintero, había recibido instrucciones precisas de tallarlas a tiempo para su décimo cumpleaños, en el año 905 AH[1], 1500 según el calendario cristiano.
La familia de Juan había estado al servicio del Banu Hudayl durante siglos. En el año 932 de la era cristiana, el jefe del clan Hudayl, Hamza bin Hudayl, había huido de Dimashk para llevar a su familia y a sus seguidores a los territorios occidentales del Islam. Se había establecido en las laderas de las colinas, a treinta kilómetros de Gharnata. Allí había construido la aldea que luego se conocería como al-Hudayl, emplazada sobre tierras altas y visible desde una gran distancia. En primavera, los arroyos de montaña que la rodeaban se convertían en torrentes de nieve derretida. Los hijos de Hamza cultivaban la tierra y cuidaban sus huertos en las afueras de la aldea. Cincuenta años después de la muerte de Hamza, sus descendientes construyeron un palacio rodeado de tierras cultivadas, viñedos y huertos de almendros, naranjales, granados y moreras que parecían niños acurrucados en torno a su madre.
Cada pieza del mobiliario, con excepción de aquellas saqueadas por Ibn Farid durante las guerras, había sido creada con esmero por los antecesores de Juan. El carpintero, como cualquier otro habitante de la ciudad, era consciente de la posición de Yazid en la familia —el niño era el favorito absoluto— y en consecuencia decidió fabricar un juego de ajedrez que los sorprendería a todos. Al hacerlo, superó incluso sus más fantasiosas aspiraciones.
Asignó el color blanco a los moriscos. La reina era una hermosa noble con mantilla; su esposo, un monarca de barba roja con ojos azules y el cuerpo envuelto en una ondeante túnica árabe, adornada con extraordinarias piedras preciosas. Las torres eran réplicas de aquella que dominaba la entrada de la mansión palaciega del Banu Hudayl. Los caballeros representaban al bisabuelo de Yazid, el guerrero Ibn Farid, cuyas legendarias aventuras de amor y guerra ocupaban un lugar privilegiado en el acervo cultural de la familia. Los alfiles blancos habían sido modelados a imagen de los imanes de la mezquita de la ciudad, mientras que los peones guardaban una misteriosa semejanza con el propio Yazid.
Los cristianos no sólo eran negros; también tenían aspecto de monstruos. Los ojos de la reina negra brillaban con destellos malignos, en brutal contraste con la Virgen en miniatura que colgaba de su cuello. Sus labios estaban pintados del color de la sangre y el anillo que llevaba en uno de sus dedos exhibía una siniestra calavera. La corona del rey era móvil, de modo que podía retirarse con facilidad, pero como si ese simbolismo no fuera suficiente, el iconoclasta carpintero había dotado al monarca de un minúsculo par de cuernos. Esta original versión de Fernando e Isabel estaba rodeada de figuras igualmente grotescas. Los caballeros mostraban unas manos manchadas de sangre y los dos alfiles habían sido esculpidos a imagen de Satanás. Todos portaban dagas y lucían rabos como látigos. Era una pena que Juan no hubiera tenido oportunidad de conocer a Jiménez de Cisneros, pues los ojos fulminantes del arzobispo y su nariz torcida le habrían facilitado la caricatura ideal. Los peones representaban a frailes, provistos de sus indefectibles capuchas, miradas voraces y vientres abultados; criaturas de la Inquisición en busca de presas inocentes.
Todo aquel que contemplaba el ajedrez de Juan coincidía en afirmar que era una obra de arte. Sin embargo Umar, el padre de Yazid, estaba preocupado. Sabía que si algún espía de la Inquisición descubría el juego de ajedrez, el carpintero sería torturado hasta la muerte. Pero Juan era obstinado: el niño debía recibir el regalo. Seis años antes, el padre del carpintero había sido acusado de apostasía cuando visitaba a unos parientes en Tulaytula. Más tarde había muerto en prisión de las heridas infligidas a su orgullo durante la tortura a que lo habían sometido los frailes, quienes, como broche final, le habían cortado los dedos de ambas manos. El viejo carpintero había perdido todo deseo de vivir y ahora el joven Juan estaba sediento de venganza. El diseño del ajedrez era sólo el comienzo.
Juan había grabado el nombre de Yazid en la base de cada figura y el niño se sentía tan apegado a ellas como si fuesen criaturas de carne y hueso. Su favorita era Isabel, la reina negra, que lo asustaba y lo fascinaba al mismo tiempo. Con el pasar de los días, aquella pieza de ajedrez se convertiría en su confesora, en alguien a quien le confiaría todas sus preocupaciones, aunque únicamente cuando estaba seguro de estar solo. Yazid terminó de guardar las piezas de ajedrez, volvió a mirar a la vieja y suspiró.
¿Por qué Ama hablaba tanto sola en los últimos tiempos? ¿Se estaría volviendo loca? Hind decía que sí, pero él no estaba tan seguro. La hermana de Yazid decía algunas cosas por puro despecho, pero él sabía que si Ama hubiera estado loca, su padre le habría buscado un sitio en el maristan de Gharnata, junto a la tía abuela Zahra. Hind estaba enfadada porque Ama insistía en que ya era hora de que sus padres le encontraran un marido.
Yazid cruzó el patio y se sentó en el regazo de Ama. La cara de la vieja, que ya era un nido de líneas, se arrugó aún más al sonreír al pequeño. Ama dejó las cuentas sin ceremonia y acarició la cara del niño mientras lo besaba con dulzura en la cabeza.
—Que Alá te bendiga. ¿Tienes hambre?
—No, Ama. ¿Con quién hablabas hace unos minutos?
—¿Quién iba a querer escuchar a una vieja, Ibn Umar? Daría igual que estuviera muerta.
Jamás había oído a Ama llamarlo por su propio nombre. Nunca. ¿Pues no era cierto que Yazid era el nombre del califa que había vencido y matado a los nietos del Profeta, cerca de Kerbala? Aquel Yazid había ordenado a sus soldados que guardaran los caballos en la mezquita de Medina, donde el propio Profeta había rezado sus plegarias. Aquel Yazid había tratado a los compañeros del Profeta con desprecio, y pronunciar su nombre era manchar la memoria de la familia del Profeta. Ama no podía decírselo al niño, pero esa razón le bastaba para llamarlo siempre Ibn Umar, hijo de su padre. En una ocasión Yazid la había interrogado al respecto delante de la familia y Ama había respondido mirando con furia a la madre del niño, Zubayda, como si hubiera querido decir: la culpa es de ella. ¿Por qué no se lo preguntas a ella? Pero entonces todo el mundo se había echado a reír y Ama se había marchado enfadada.
—Te estaba escuchando. Te oí hablar. Puedo decirte lo que oí. ¿Quieres que repita tus palabras?
—Oh, hijo mío —suspiró Ama—. Hablaba con la sombra del granado. Al menos ella estará aquí cuando todos nosotros nos hayamos ido.
—¿Ido? ¿Adónde, Ama?
—Pues al cielo, pequeño. Todos nos iremos al cielo. Tú irás al séptimo cielo, mi pequeño retazo de luna, pero no estoy segura de que los demás puedan acompañarte. Lo que es tu hermana, Hind bint Umar, no podrá ir ni siquiera al primer cielo. Temo que una fuerza maligna se apodere de esa niña, que se deje arrastrar por pasiones salvajes y que la vergüenza caiga sobre tu padre, que Dios lo proteja.
Yazid había comenzado a reír ante la idea de que su hermana no pudiera llegar siquiera al primer cielo, y su risa era tan contagiosa que Ama lo imitó, exhibiendo un patrimonio completo de ocho dientes.
Yazid amaba a Hind más que a cualquiera de sus hermanos y hermanas. Los demás aún lo trataban como si fuera un bebé. Parecían azorados de que pudiera hablar o pensar por si mismo, lo alzaban en brazos y lo besaban como si fuera una mascota. Él sabía que era el favorito, pero le molestaba que nunca respondieran a sus preguntas. Por eso los despreciaba a todos.
A todos, excepto a Hind, que a pesar de ser seis años mayor que él le trataba de igual a igual. Discutían y peleaban mucho, pero se adoraban el uno al otro. Ese amor por su hermana era tan profundo, que ninguna de las premoniciones místicas de Ama le preocupaba en lo más mínimo ni afectaba sus sentimientos hacia Hind. Ella le había revelado la auténtica razón de la visita del tío abuelo Miguel, que tanto había preocupado a sus padres la semana anterior. Él también se había preocupado al oír que Miguel quería que todos fueran a Qurtuba, donde él era obispo, para convertirlos personalmente al catolicismo. Había sido Miguel quien tres días antes los había llevado a todos a Gharnata, incluyendo a Hind. Yazid se volvió una vez más hacia la anciana:
—¿Por qué el tío abuelo Miguel no habla en árabe?
Ama se estremeció con la pregunta, y como los viejos hábitos nunca mueren, escupió automáticamente al suelo al oír el nombre de Miguel, y comenzó a tantear sus cuentas de una forma casi desesperada, murmurando todo el tiempo:
—No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta.
—Contéstame, Ama, contéstame.
Ama contempló la cara brillante del pequeño, cuyos ojos color almendra destellaban de rabia. Le recordaba a su bisabuelo, y ese recuerdo la tranquilizó lo suficiente para responder a la pregunta:
—Tu tío abuelo Miguel lee, habla y escribe en árabe, pero…, pero… —La voz de Ama se ahogó de furia—. ¿Notaste que esta vez apestaba igual que ellos?
Yazid comenzó a reír otra vez. Sabía que el tío abuelo Miguel no era un miembro popular en la familia, pero nadie había hablado nunca de él de una forma tan irrespetuosa. Ama tenía razón, hasta su padre se había unido a las risas cuando Ibn Zubayda había descrito el desagradable olor que emanaba del obispo comparándolo con el de un camello que había comido demasiados dátiles.
—¿Siempre ha apestado así?
—¡Por supuesto que no! —respondió Ama, molesta por la pregunta—. En los viejos tiempos, antes de que vendiera su alma y comenzara a venerar imágenes de hombres sangrantes clavados a cruces de madera, era el hombre más limpio del mundo. Cinco baños al día, cinco mudas de ropa. Recuerdo bien aquellos tiempos. Ahora huele como un establo de caballos. ¿Sabes por qué? —Yazid confesó su ignorancia—. Para que nadie pueda acusarlo de ser un musulmán debajo de la sotana. ¡Apestosos católicos! Los cristianos de la Tierra Santa eran limpios, pero estos sacerdotes católicos le tienen miedo al agua. Creen que bañarse es una traición al santo que llaman hijo de Dios. Ahora levántate y ven conmigo. Es hora de cenar. El sol se está poniendo y no podemos esperar a que los demás vuelvan de Gharnata. Acabo de recordar algo, ¿has tomado hoy tu miel?
Yazid asintió con un gesto impaciente. Desde el día de su nacimiento, Ama le había obligado, igual que a sus hermanos y hermanas, a tragar una cucharada de depurativa miel silvestre cada mañana.
—¿Cómo vamos a cenar antes de tus oraciones de la tarde?
Ella arrugó la frente en un gesto de desaprobación. ¿Cómo podía imaginar siquiera que había olvidado su ritual sagrado? Yazid sonrió y Ama no pudo evitar imitarlo, mientras se levantaba despacio y se dirigía al baño a hacer sus abluciones.
Yazid permaneció sentado bajo el granado. Amaba aquella hora del día, cuando los pájaros se preparaban ruidosamente para retirarse a descansar por la noche. Los cuclillos estaban ocupados transmitiendo sus últimos mensajes y las palomas se arrullaban en una glorieta de la torre que daba al patio exterior y al resto del mundo.
De repente, la luz cambió y reinó un silencio absoluto. El cielo intensamente azul había cobrado un tono anaranjado purpúreo, envolviendo en un mágico hechizo las cumbres de las montañas, todavía cubiertas de nieve. En el patio de la gran casa, Yazid aguzó la vista para localizar la primera estrella, pero aún no había ninguna visible. ¿Debería correr a la torre y mirar a través de la lupa? ¿Y si la primera estrella aparecía mientras él subía las escaleras? Yazid cerró los ojos, como si el irresistible aroma de los jazmines hubiera embriagado sus sentidos como el hachís, adormeciéndolo, pero en realidad contaba hasta quinientos. Era su forma de matar el tiempo hasta que apareciera la estrella del norte.
La llamada del almuédano a la oración interrumpió al niño. Ama salió cojeando, con la alfombrilla para rezar, la colocó en dirección al este y comenzó a recitar sus oraciones. Cuando ella acababa de postrarse en dirección a la Caaba de La Meca, Yazid vio a al-Hutay’a, el cocinero, que le hacia señas frenéticas desde el sendero pavimentado que unía el patio con la cocina. El niño corrió hacia él.
—¿Qué pasa, Enano?
El cocinero se llevó un dedo a los labios para pedir silencio y el niño le obedeció. Por un momento ambos permanecieron inmóviles, y por fin el cocinero habló.
—Escucha, sólo escucha. ¿Lo oyes?
Los ojos de Yazid se iluminaron. A lo lejos se oía el ruido inconfundible de unos cascos de caballos, seguido del traqueteo de un carro. El niño corrió fuera de la casa, y los ruidos se volvieron más fuertes. El cielo estaba estrellado y Yazid pudo ver a los criados encendiendo las antorchas para dar la bienvenida a la familia. Entonces resonó el eco de una voz lejana.
—Umar bin Abdallah ha regresado. Umar bin Abdallah ha regresado…
Se encendieron nuevas antorchas y la emoción de Yazid creció todavía más. Entonces divisó a tres hombres a caballo y comenzó a gritar:
—¡Abu! ¡Abu! ¡Zuhayr! ¡Hind! ¡Hind! Daos prisa, tengo hambre.
Por fin llegaron todos, y Yazid tuvo que reconocer un error. Uno de los tres jinetes era en realidad su hermana Hind. Zuhayr estaba en el carro, envuelto en una manta. Umar bin Abdallah levantó al niño en el aire y lo abrazó.
—¿Qué tal se ha portado mi príncipe? ¿Has sido bueno?
Yazid asintió con un gesto mientras su madre colmaba su cara de besos. Antes de que los demás pudieran unírsele en este juego, Hind lo cogió de una mano y ambos corrieron hacia la casa.
—¿Por qué montabas el caballo de Zuhayr?
Hind se detuvo un momento, con la cara tensa, y meditó sobre la posibilidad de decirle la verdad. Por fin decidió no hacerlo para no alarmar a Yazid. Ella conocía mejor que nadie el mundo de fantasías en que a menudo se refugiaba su hermano pequeño.
—¡Hind! ¿Qué le pasa a Zuhayr?
—Tiene fiebre.
—Espero que no sea la peste.
Hind estalló en carcajadas.
—Has estado oyendo las historias de Ama otra vez, ¿verdad? Tonto, cuando ella habla de la peste se refiere al cristianismo, y ésa no es la causa de la fiebre de Zuhayr. No es nada serio; mamá dice que estará bien en unos días. Tiene alergia al cambio de las estaciones y es una fiebre otoñal. Ven a bañarte con nosotros. Hoy nos toca el primer turno.
Yazid la miró con indignación.
—Ya me he bañado. Además, Ama dice que ya soy demasiado mayor para bañarme con las mujeres y que…
—Creo que Ama está demasiado vieja. ¡A veces dice cada tontería!
—También dice cosas serias, y sabe mucho más que tú, Hind. —Yazid hizo una pausa para ver si su reproche había surtido algún efecto en su hermana, pero ella parecía indiferente. Luego vio la sonrisa en sus ojos mientras le ofrecía el brazo izquierdo y caminaba rápidamente hacia la casa. Yazid no prestó atención a la mano extendida pero cruzó el patio a su lado y entró en los baños con ella—. Yo no me bañaré, pero entraré a charlar con vosotras.
La estancia estaba llena de criadas que desvestían a la madre de Yazid y a Kulthum. Al niño le llamó la atención la expresión ligeramente preocupada de su madre, aunque supuso que podía deberse al cansancio del viaje o a la fiebre de Zuhayr, y dejó de pensar en ello. Hind se desvistió y su doncella personal corrió a recoger sus ropas del suelo. Las tres mujeres se enjabonaron y se frotaron con las esponjas más suaves del mundo mientras las criadas les arrojaban cubos de agua limpia. Después se sumergieron en una tina del tamaño de un pequeño estanque. El arroyo que corría debajo de la casa había sido canalizado para proporcionar un suministro regular de agua fresca a los baños.
—¿Se lo has dicho a Yazid? —preguntó la madre.
Hind negó con la cabeza.
—¿Si me ha dicho qué?
Kulthum rió.
—El tío abuelo Miguel quiere que Hind se case con Juan.
—¡Pero es tan gordo y feo! —rió Yazid.
—Ya ves, madre —gritó Hind—. Hasta Yazid está de acuerdo. Tiene una calabaza por cabeza, ¿cómo puede ser tan estúpido? El tío abuelo Miguel es un pesado, pero no es tonto. ¿Cómo puede haber producido este cruzamiento entre cerdo y oveja?
—En estas cuestiones no hay leyes, niña.
—No estoy tan segura —intervino Kulthum—. Podría ser un castigo de Dios por convertirse en cristiano.
Hind rió y empujó la cabeza de su hermana mayor bajo el agua. Kulthum emergió de buen humor. Ella se había comprometido unos meses antes y se había acordado que la ceremonia de bodas y la partida de la casa paterna se llevarían a cabo el primer mes del año siguiente. Podía esperar. Conocía a su prometido, Ibn Harid, desde la infancia. Era hijo de una prima de su madre y la había amado desde los dieciséis años. Ella hubiera preferido vivir en Gharnata en lugar de en Ishbiliya, pero no había nada que hacer. Una vez que estuvieran casados, intentaría convencerlo de que se mudaran más cerca de su casa.
—¿Y Juan también apesta como el tío abuelo Miguel?
Nadie respondió a la pregunta de Yazid. A una palmada de su madre, las criadas que aguardaban en la puerta entraron con toallas y aceites aromáticos. Luego secaron y untaron con aceites a las tres mujeres, mientras Yazid las observaba con aire pensativo.
Fuera se oyó un murmullo impaciente de Umar, y las mujeres pasaron a la habitación siguiente, donde aguardaban sus ropas. Yazid las siguió pero su madre le envió a la cocina, con instrucciones para el Enano: la comida debía servirse en media hora exactamente.
Cuando salía, Hind le susurró al oído:
—Juan huele aún peor que el pesado de Miguel.
—Ya lo ves, Ama no se equivoca en todo —gritó el niño con voz triunfante mientras salía de la habitación.
Había tal combinación de aromas, que ni siquiera Yazid, que era un gran amigo del cocinero, podía adivinar lo que el genio enano había preparado para celebrar el regreso de la familia a Gharnata. La cocina estaba llena de criados, algunos de los cuales habían vuelto con Umar de la gran ciudad. Conversaban con tal entusiasmo, que nadie vio entrar al niño, excepto el Enano, que medía prácticamente lo mismo que él.
—¿A que no adivinas qué he guisado? —preguntó el cocinero mientras corría al encuentro de Yazid.
—No. Pero ¿por qué están todos tan agitados?
—¿Quieres decir que no lo sabes?
—¿Si sé qué? Dímelo de inmediato, Enano. Insisto en saberlo.
Yazid había alzado la voz sin proponérselo, haciendo que los demás repararan en él. Como consecuencia, la cocina se sumió en un silencio absoluto, roto sólo por el ruido siseante de las albóndigas en la gran cacerola.
El Enano miró al niño con una sonrisa triste en los labios.
—Tu hermano, Zuhayr bin…
—Sólo tiene un poco de fiebre. Pero hay algo más, ¿verdad? ¿Por qué no me lo ha dicho Hind? Dímelo, Enano. ¡Debes decírmelo!
—Joven amo, ignoro las circunstancias, pero tu hermano no tiene un poco de fiebre. Fue apuñalado en la ciudad en una pelea con un cristiano. Se encuentra bien, pues sólo ha sido una herida superficial, pero necesitará varias semanas para recuperarse del todo.
Yazid olvidó su misión y salió de la cocina corriendo. Cruzó el patio, y cuando estaba a punto de entrar en la habitación de su hermano, su padre lo alzó en brazos.
—Zuhayr está dormido. Podrás hablar con él cuanto quieras mañana por la mañana.
—¿Quién lo apuñaló, Abu? ¿Quién? ¿Quién?
Yazid parecía desconsolado. Estaba muy apegado a su hermano mayor y se sintió culpable por haberse despreocupado de él y por pasar tanto tiempo con Hind y las mujeres. Su padre intentó tranquilizarlo.
—Fue un incidente sin importancia, casi un accidente. Un estúpido me insultó cuando entrábamos en la casa de tu tío.
—¿De qué modo?
—No fue nada importante. Dijo una tontería, como que pronto nos obligarían a comer carne de cerdo. Yo no le hice caso, pero Zuhayr, impulsivo como siempre, le abofeteó. Entonces el otro sacó un cuchillo que tenía escondido entre los pliegues de la capa y apuñaló a tu hermano debajo del hombro.
—¿Y entonces? ¿Castigasteis a ese bribón?
—No, hijo mío. Llevamos a tu hermano al interior de la casa y le atendimos.
—¿Dónde estaban los criados?
—Con nosotros, pero tenían órdenes estrictas de no intervenir.
—Pero ¿por qué, padre, por qué? Quizás Ama tenga razón. Lo único que quedará de nosotros será un recuerdo fragante.
—¡Wa Alá! ¿De veras dijo eso?
Yazid asintió lloroso. Umar sintió la humedad en la cara de su hijo y le estrechó contra sí.
—Yazid bin Umar, ya no existen decisiones fáciles para nosotros. Vivimos el momento más difícil de nuestra historia. No hemos tenido problemas tan serios desde que Tarik y Musa poblaron estas tierras. Y sabes cuánto tiempo ha pasado, ¿no?
—En el siglo primero —asintió Yazid—, el octavo de ellos.
—Así es, mi niño, pero se hace tarde. Vayamos a lavarnos las manos y luego a comer. Tu madre nos espera.
Ama, que había oído la conversación en silencio desde un rincón del patio, junto a la cocina, bendijo al padre y al hijo mientras entraban en la casa. Luego, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, dejó escapar una extraña retahíla de sonidos guturales y lanzó una maldición:
—Alá, sálvanos de estos perros locos que comen cerdos. Protégenos de estos enemigos de la verdad, que están tan ciegos por sus creencias sectarias, que clavaron a su Dios a un madero y le llaman padre, madre e hijo, ahogando a sus seguidores en un mar de opresión. Nos han sometido y aniquilado por la fuerza. Elevo diez mil alabanzas a ti, oh Alá, porque estoy segura de que nos librarás del dominio de estos perros que en muchas ciudades vienen diariamente a apartarnos de nuestras casas.
Sería difícil precisar cuánto tiempo llevaba así cuando una joven sirvienta la interrumpió.
—Tu comida se enfría, Ama.
La anciana se puso de pie despacio y siguió a la criada a la cocina con la espalda ligeramente encorvada. La posición de Ama entre los criados era clara. Nadie se atrevía a discutir la autoridad de la nodriza del amo, que vivía con la familia desde su nacimiento, pero esa actitud respetuosa no solucionaba todos los problemas jerárquicos. Aparte del venerable Enano, que presumía de ser el mejor cocinero de al-Andalus y que sabía exactamente qué podía decir de la familia en presencia de Ama, los demás evitaban hablar de temas delicados cuando ella estaba delante. Ninguno de ellos la consideraba una espía de la familia, pues a menudo se le soltaba la lengua y los propios criados se asombraban de su imprudencia, pero su familiaridad con el amo y con sus hijos incomodaba al resto del servicio.
Lo cierto es que Ama era extremadamente crítica con la madre de Yazid y con la forma en que ésta educaba a sus hijos. Cuando se permitía expresar con franqueza sus pensamientos, acababa rogando que el amo tomara una nueva esposa. La señora de la casa le parecía demasiado indulgente con las hijas, demasiado generosa con los campesinos que trabajaban en el campo, demasiado blanda con los criados y sus vicios, y demasiado indiferente hacia las prácticas religiosas.
En alguna que otra ocasión, Ama había tenido la osadía de comentar tímidamente estos pensamientos con Umar bin Abdallah, señalando que era precisamente este tipo de debilidad la que había llevado al Islam al lamentable estado en que ahora se encontraba en al-Andalus. Umar se limitaba a reír, y más tarde repetía cada palabra de Ama a su esposa. A Zubayda también le divertía la idea de que todas las flaquezas del Islam de al-Andalus pudieran verse encarnadas en su persona.
Sin embargo, las risas que resonaban en el comedor aquella noche no tenían nada que ver con Ama ni con sus excentricidades. Las bromas eran un signo claro de que el menú del Enano para la cena había merecido la aprobación de los amos. En días normales, la familia tomaba una cena modesta, con apenas cuatro platos y una fuente de dulces confitados, seguidos de fruta fresca. Pero aquella noche el Enano los había homenajeado con un cordero asado aromático y profusamente condimentado, conejos cocidos en zumo de uva fermentado con pimientos rojos y ajos enteros, albóndigas de carne rellenas con trufas que se deshacían literalmente en la boca, una variedad más dura de albóndigas fritas en aceite de cilantro, una gran fuente llena de huesos flotando en una salsa color azafrán, un gran plato de arroz frito, volovanes en miniatura y tres ensaladas diferentes: espárragos, una mezcla de finas rodajas de cebolla, tomates y pepinos, aliñadas con hierbas y zumo de limones frescos, y garbanzos en salsa de yogur sazonados con pimienta.
El motivo de las risas era el pequeño Yazid, pues al intentar sorber el tuétano del hueso, lo había soplado por error, salpicando la barba de su padre. Hind dio una palmada y dos criadas entraron en el comedor. Su madre les indicó que retiraran la mesa y se repartieran entre ellos los abundantes restos de comida.
—Escuchad, decidle al Enano que esta noche no probaremos sus frutas confitadas ni sus tartas de queso. Servid sólo la caña de azúcar. ¿La han remojado en agua de rosas? Daos prisa, es tarde.
Sin duda era demasiado tarde para el joven Yazid, que se había quedado dormido en el suelo, sobre un cojín. Ama, adivinando lo sucedido, entró en la habitación, se llevó un dedo a la boca para recalcar la necesidad de silencio, y comunicó por gestos a los demás que Yazid se había dormido. Ya estaba demasiado vieja para cogerlo en brazos y eso la entristecía. Umar intuyó lo que pasaba por la mente de su vieja nodriza. Recordó su propia infancia, cuando ella apenas le dejaba tocar el suelo con los pies y su madre se preocupaba pensando que nunca aprendería a andar. Umar se incorporó, levantó con dulzura a su hijo y lo llevó a la habitación. Ama lo siguió con una sonrisa triunfal en los labios, desvistió al pequeño, lo metió en la cama, y comprobó que las mantas estuvieran bien firmes y en su sitio. Umar tenía un aire pensativo cuando volvió con su esposa y sus hijas a compartir unos trozos de caña de azúcar. Era extraño cómo el recuerdo de Ama llevándolo a la cama durante tantos años le había hecho reflexionar una vez más sobre el carácter definitivo del año que acababa de comenzar, un año definitivo para el Banu Hudayl y su forma de vida, para todo el islamismo en al-Andalus.
Zubayda adivinó el cambio de humor de su marido y quiso conocer sus pensamientos.
—Mi señor, respóndeme a una pregunta.
Distraído por la voz, él la miró y le sonrió con aire ausente.
—En tiempos como éstos, ¿qué es más importante? ¿Sobrevivir del mejor modo posible o replantearnos los últimos quinientos años de nuestras vidas y actuar en consecuencia?
—No estoy seguro de la respuesta.
—Yo sí —declaró Hind.
—De eso si estoy seguro, pero es tarde y podemos continuar esta conversación otro día.
—El tiempo es nuestro enemigo, padre.
—De eso también estoy seguro, hija mía.
—La paz sea contigo, padre.
—Yo os bendigo, hijas. Que durmáis bien.
—¿Tardarás mucho? —preguntó Zubayda.
—Sólo unos minutos —respondió él—. Necesito respirar un poco de aire fresco.
Umar permaneció sentado unos minutos, sumido en sus pensamientos, con la vista fija en la mesa vacía. Luego se levantó, se echó una manta sobre los hombros y salió al patio. Aunque no hacía frío, el aire fresco le hizo estremecer, y se arropó mejor con la manta mientras caminaba de un sitio a otro.
Dentro de la casa apagaron las últimas antorchas y Umar se quedó a oscuras, midiendo sus pasos a la luz de las estrellas. Sólo se oía el ruido del arroyo que entraba al patio por un rincón, alimentaba la fuente del centro y luego fluía hacia el resto de la casa. En tiempos más felices, él habría recogido unas flores fragantes de los arbustos de jazmín, las habría colocado con ternura en un pañuelo de muselina, luego las habría rociado con agua para mantenerlas frescas y finalmente las habría puesto sobre la almohada de Zubayda. Por la mañana aún se conservarían frescas y aromáticas. Sin embargo, aquella noche, esa idea no cruzó siquiera por su mente.
Umar bin Abdallah meditaba, y las imágenes que acudían a su mente eran tan vívidas que hicieron temblar momentáneamente todo su cuerpo. Recordó el muro de fuego y los sentimientos de aquella noche fría volvieron a él. Lágrimas incontrolables mojaron su rostro y se quedaron atrapadas en su barba. La caída de Gharnata, ocho años antes, había completado la Reconquista. Todo se veía venir y ni Umar ni sus amigos se habían sorprendido, pero los acuerdos de la rendición habían prometido a los fieles, que formaban la mayor parte de la población, libertad cultural y religiosa, una vez reconocido el protectorado de los soberanos castellanos. Se había acordado por escrito y en presencia de testigos que los musulmanes de Gharnata no serían perseguidos y que no se les prohibiría practicar su religión, hablar y enseñar árabe ni celebrar sus fiestas. «Sí —pensó Umar—, los prelados de Isabel se comprometieron a hacerlo para evitar una guerra civil, y nosotros les creímos. ¡Qué ciegos fuimos! Nuestras mentes debían de estar envenenadas por el alcohol. ¿Cómo pudimos creer sus palabras bonitas y sus promesas?».
Como noble de prestigio en el reino, Umar había estado presente en la firma del tratado. Nunca olvidaría la despedida del último sultán, Abu Abdullah, a quien los castellanos llamaban Boabdil, antes de partir hacia las Alpujarras, donde le aguardaba un palacio. El sultán se había vuelto a mirar la ciudad por última vez, había sonreído a la al-Hamra y suspirado. Eso había sido todo. Nadie dijo nada. ¿Es que acaso había algo que decir? Habían llegado al final de su historia en al-Andalus y se hablaban entre si con las miradas: Umar y sus compañeros nobles estaban dispuestos a aceptar la derrota. Después de todo, como Zubayda no se cansaba de recordarle, ¿no estaba la historia islámica repleta de nacimientos y caídas de reinos? ¿No había sucumbido la propia Baghdad a un ejército de analfabetos tártaros? Vidas nómadas, la maldición del desierto, la crueldad del destino condensada en las palabras del Profeta: el Islam será universal o no será nada.
De repente evocó los rasgos macilentos de su tío. ¡Su tío! Meekal al-Malek. ¡Su tío! El obispo de Qurtuba. Miguel el Malek. Aquella cara macilenta en la cual el dolor estaba siempre presente, un dolor que no podían disimular ni la barba ni las sonrisas falsas. Las historias de Ama sobre la niñez de Meekal siempre incluían la frase: «tenía el demonio dentro» o «se comportaba como una espita abierta y cerrada por Satanás». Sin embargo, siempre lo decía con cariño para demostrar qué travieso había sido Meekal, el benjamín y favorito de la familia, un caso similar al de Yazid. Entonces, ¿qué había ido mal? ¿Qué le había sucedido a Meekal para que huyera a Qurtuba y se convirtiera en Miguel?
La voz burlona del viejo tío todavía resonaba en la mente de Umar: «¿Sabes cuál es el problema de tu religión, Umar? Que era demasiado fácil para todos nosotros. Los cristianos tuvieron que insertarse dentro de los poros del Imperio romano, que los forzaba a trabajar bajo tierra. Las catacumbas de Roma fueron su campo de entrenamiento. Cuando por fin vencieron, ya habían construido una gran solidaridad social con el pueblo. ¿Y nosotros? El Profeta, la paz sea con él, envió a Khalid bin Walid con una espada y él conquistó… Oh, sí, conquistó muchos territorios. Destruimos dos imperios, todo cayó sobre nuestros regazos. Conservamos las tierras árabes, Persia y parte de Bizancio, pero en el resto del mundo las cosas se complicaron, ¿verdad? Míranos a nosotros. Hemos estado en al-Andalus durante setecientos años y todavía no hemos podido construir algo que dure. No son sólo los cristianos, ¿verdad, Umar? El problema está en nosotros, en nuestra sangre».
Sí, sí, tío Meekal, quiero decir, Miguel. El problema también está en nosotros, ¿pero cómo puedo pensar en eso ahora? Lo único que veo es el muro de fuego y detrás de él la cara triunfal de ese buitre, celebrando su victoria. ¡Maldito Cisneros! Ese execrable fraile enviado a Gharnata por órdenes expresas de Isabel. La diablesa mandó aquí a su confesor a exorcizar sus propios demonios. Debía de conocerlo bien, pues él sabía exactamente lo que ella deseaba. ¿No puedes oír su voz? «Padre —susurra en tono de falsa piedad—. Padre, me preocupan los infieles de Gharnata. A veces siento la necesidad apremiante de crucificarlos para que tomen el sendero del bien». ¿Por qué envió a Cisneros a Gharnata? Si estaban tan seguros de la superioridad de sus creencias, ¿por qué no confiaron en el juicio de sus creyentes?
¿Has olvidado por qué enviaron a Jiménez de Cisneros a Gharnata? Porque pensaban que el arzobispo Talavera no estaba haciendo bien las cosas. Talavera quería ganarnos con discusiones. Aprendió árabe para leer nuestros libros de erudición y ordenó a sus clérigos que hicieran lo mismo. Tradujo su Biblia y su catecismo al árabe y de ese modo se ganó a algunos de nuestros hermanos. Pero no muchos, por eso enviaron a Cisneros. Ya te lo conté el año pasado, mi querido tío obispo, pero tú lo has olvidado. ¿Qué habrías hecho si, en una acción realmente inteligente, te hubieran nombrado arzobispo de Gharnata? ¿Hasta dónde habrías llegado, Meekal? ¿Hasta dónde?
Yo estuve presente en la reunión donde Cisneros intentó vencer a nuestros qadis y eruditos en una discusión teológica. Deberías haber estado allí. Una parte de ti se habría sentido orgullosa de nuestros sabios. Cisneros es listo, es inteligente, pero aquel día no pudo vencernos.
Cuando Zegri bin Musa le respondió punto por punto y fue aplaudido incluso por algunos clérigos del propio Cisneros, el prelado perdió la compostura. Afirmó que Zegri había insultado a la Virgen María, cuando lo único que hizo nuestro amigo fue preguntar cómo era posible que ésta siguiera siendo Virgen después del nacimiento de Isa. Sin duda sabrás ver la lógica de la pregunta, ¿o acaso tu teología te impide reconocer los hechos probados?
Nuestro Zegri fue conducido a la cámara de tortura y castigado con tal brutalidad, que accedió a convertirse. En ese momento, nos retiramos, pero antes tuve oportunidad de ver un peculiar destello en los ojos de Cisneros, como si acabara de descubrir que ésa era la única forma de convertir a la población.
Al día siguiente, se ordenó que todos los ciudadanos salieran a la calle. Jiménez de Cisneros, que Alá le castigue, declaró la guerra a nuestra cultura y a nuestro estilo de vida. Ese mismo día vaciaron nuestras bibliotecas y construyeron una enorme muralla de libros en Bab al-Ramla. Prendieron fuego a nuestra cultura, quemaron dos millones de manuscritos. La historia de ocho siglos se destruyó en un solo día. Sin embargo, no lo quemaron todo. Al fin y al cabo, no eran bárbaros, sino mensajeros de otra cultura que querían imponer en al-Andalus. Sus propios sabios les rogaron que salvaran trescientos manuscritos, casi todos relacionados con temas médicos, y Cisneros accedió, porque hasta él tuvo que reconocer que nuestros conocimientos de medicina superan con creces a los de los cristianos.
Ése es el muro de fuego que veo todo el tiempo, tío, y que llena mi corazón de temor por nuestro futuro. El mismo fuego que quemó nuestros libros un día destruirá todo lo que hemos creado en al-Andalus, incluyendo esta pequeña aldea construida por nuestros antepasados, donde tú y yo jugábamos en la infancia. ¿Qué tiene que ver esto con las victorias fáciles de nuestro Profeta y la rápida propagación de nuestra religión? Todo eso sucedió hace ochocientos años, y el muro de libros ardió el año pasado.
Satisfecho de haber ganado la discusión, Umar bin Abdallah regresó a la casa y penetró en el dormitorio de su esposa. Zubayda aún no dormía.
—¿El muro de fuego, Umar?
Él se sentó en la cama y asintió con un gesto. Ella le tocó los hombros y se estremeció.
—La tensión de tu cuerpo me hace daño. Ven, tiéndete, y yo te la quitaré.
Umar obedeció, y las manos de su esposa, expertas en el arte del masaje, encontraron los puntos de tensión, duros como pequeños guijarros. Sus dedos se concentraron en ellos hasta que comenzaron a deshacerse y las zonas tensas volvieron a relajarse.
—¿Cuándo le responderás a Miguel sobre el asunto de Hind?
—¿Qué dice la niña?
—Que preferiría que la casáramos con un caballo.
Umar experimentó un súbito cambio de humor y se echó a reír a carcajadas.
—Siempre ha tenido buen gusto. Bueno, pues ya tienes la respuesta.
—Pero ¿qué dirá Su Excelencia el obispo?
—Le diré al tío Miguel que la única forma de que Juan pueda encontrar una compañera de lecho es convirtiéndose en sacerdote y usando el confesionario.
Zubayda rió aliviada. Umar había recuperado su buen humor y pronto volvería a la normalidad. Pero se equivocaba: el muro de libros seguía ardiendo en su interior.
—No estoy seguro de que nos permitan vivir en al-Andalus si no nos convertimos al cristianismo. El matrimonio de Hind y Juan es sólo una trivialidad; lo que de verdad me preocupa profundamente es el futuro del Banu Hudayl, el futuro de todos los que han vivido y trabajado con nosotros durante siglos.
—Nadie sabe mejor que tú que no soy una persona religiosa. Esa supersticiosa nodriza tuya también lo sabe bien. Le dice a Yazid que su madre es una blasfema, aunque mantengo las formas ayunando en Ramadam y…
—Pero todos sabemos que ayunas y rezas para conservar la línea. Eso no es ningún secreto.
—Ríete de mí, si quieres, pero lo importante es la felicidad de nuestros hijos. Y sin embargo…
—¿Si? —dijo Umar, que había recuperado la seriedad.
—Y sin embargo algo en mí se rebela contra el acto de conversión. Cuando pienso en él me siento agitada, incluso agresiva. Preferiría morir antes que persignarme y fingir que como carne humana y bebo sangre humana. El canibalismo de sus rituales me repele. Está profundamente arraigado en ellos. Recuerdo el asombro de los sarracenos cuando los cruzados comenzaron a asar vivos a sus prisioneros y a comerse su carne. Me pone enferma pensar en ello, pero es propio de su fe.
—¡Qué contradictoria eres, Zubayda! Dices que lo que más te importa es la felicidad de nuestros hijos y al mismo tiempo excluyes la posibilidad del único acto que podría garantizarles un futuro en el hogar de sus ancestros.
—¿Y eso qué tiene que ver con la felicidad? Todos nuestros hijos, incluido Yazid, están dispuestos a coger las armas en contra de los caballeros de Isabel. Incluso si permites que Miguel venza tu escepticismo, ¿cómo convencerás a tus hijos? Para ellos tu conversión sería un golpe tan fuerte como el muro de fuego.
—Es un asunto político y no espiritual. Seguiré comunicándome con el Creador, como lo he hecho siempre. Sólo será una cuestión de apariencias.
—¿Y los días de fiesta comerás cerdo con los nobles cristianos?
—Quizá, pero nunca con la mano derecha.
Zubayda rió, aunque en el fondo se sentía horrorizada e intuía que su marido estaba a punto de tomar una decisión. El muro de fuego había trastornado su mente y pronto seguiría los pasos de Miguel. Sin embargo, él volvió a sorprenderla:
—¿Te he dicho alguna vez que la noche en que destruyeron nuestra herencia cultural muchos de nosotros nos pusimos a cantar?
—No. ¿Olvidas que permaneciste callado una semana entera después de tu regreso de Gharnata? No dijiste una sola palabra a nadie, ni siquiera a Yazid. Aunque él te suplicó que lo hicieras, tú te negaste a hablar de ello.
—No tiene importancia. Aquella noche lloramos como niños, Zubayda. Si nuestras lágrimas hubiesen estado bien encauzadas, habrían podido extinguir las llamas. Pero de repente me encontré cantando algo que había aprendido en mi juventud. Luego oí un clamor y descubrí que no era el único que conocía los versos del poeta. Ese sentimiento de solidaridad me llenó de una fuerza que nunca me abandona. Te digo esto para que comprendas de una vez y para siempre que nunca me convertiré por propia voluntad.
Zubayda abrazó a su esposo y lo besó en los ojos con dulzura.
—¿Cómo eran los versos del poeta?
Umar ahogó un suspiro y le susurró al oído:
Podréis quemar el papel,
pero no lo que contiene,
porque lo guardo seguro en mi pecho.
Donde yo voy, va conmigo,
arderá cuando yo arda,
y yacerá junto a mí en la tumba.
Zubayda los recordaba. Su propio tutor, un escéptico nato, le había contado la historia centenares de veces. Los versos pertenecían a Ibn Hazm, nacido quinientos años antes, justo cuando la luz de la cultura islámica comenzaba a iluminar los más oscuros abismos del continente europeo.
Ibn Hazm era el más eminente e intrépido poeta de toda la historia de al-Andalus, un historiador y biógrafo que había escrito más de cuatrocientos volúmenes. Un hombre que veneraba la auténtica erudición, pero no tenía respeto por las personas. Sus cínicos ataques a los predicadores del Islam ortodoxo le valieron la excomunión después de las plegarias del viernes en la gran mezquita. El poeta había pronunciado aquellas palabras cuando los teólogos musulmanes habían condenado algunas de sus obras a la hoguera, en Ishbiliya.
—Yo también estudié su obra, pero se ha probado que no tenía razón, ¿verdad? La Inquisición ha llegado un paso más allá. No satisfechos con quemar ideas, también queman a aquellos que las engendran. Supongo que tiene su lógica: cada siglo que pasa trae nuevos avances.
Ella suspiró aliviada, convencida de que su marido no se precipitaría a tomar una decisión de la que podría arrepentirse el resto de sus días. Le acarició la cabeza, como para tranquilizarlo, pero él ya dormía.
A pesar de sus esfuerzos, las ideas bullían en la mente de Zubayda y no le permitían conciliar el sueño. Ahora pensaba en el destino de su hijo mayor, Zuhayr. Por fortuna, la herida no había sido seria, pero el joven era obcecado e impulsivo, y podría haber otros enfrentamientos. Zubayda pensaba que la mejor solución era que se casara con su sobrina Khadija, que vivía con su familia en Ishbiliya. Harían buena pareja. La ciudad necesitaba una fiesta y una gran boda familiar era la excusa perfecta para divertirse sin provocar a las autoridades. Así, con esos planes inocentes sobre los placeres que les depararía el futuro, la señora de la casa se tranquilizó hasta quedarse dormida.