PRÓLOGO

Los cinco caballeros cristianos convocados a los aposentos de Jiménez de Cisneros no recibieron con alegría la llamada nocturna. Su reacción no se debía a que estuvieran pasando el invierno más frío que recordaban. Eran veteranos de la Reconquista y las tropas que mandaban habían entrado triunfalmente en Gharnata siete años antes, ocupando la ciudad en representación de Fernando e Isabel.

Ninguno de los cinco hombres pertenecía a la región. El mayor era hijo ilegítimo de un fraile de Toledo; los demás eran castellanos y estaban ansiosos por regresar a su tierra. Aunque eran todos buenos católicos, no les gustaba que nadie diera por sentada su lealtad, ni siquiera el propio confesor de la reina. Sabían que este último se había hecho trasladar desde Toledo, donde era arzobispo de la ciudad conquistada. Nadie ignoraba que Cisneros era un instrumento de la reina Isabel y que su poder iba más allá de las materias del espíritu. Los caballeros sabían perfectamente cómo reaccionaría la corte si desafiaban su autoridad.

Los cinco hombres, envueltos en capas, pero todavía temblorosos de frío, fueron conducidos a la alcoba de Cisneros. Sorprendidos por la austeridad del mobiliario, intercambiaron miradas de asombro. Parecía inaudito que un príncipe de la Iglesia se alojara en unos aposentos más apropiados para un monje fanático; no estaban acostumbrados a ver prelados que vivieran de acuerdo con sus prédicas. Cisneros alzó la vista y sonrió. La voz que les dio las instrucciones no tenía visos de autoritarismo y los caballeros se sorprendieron. El hombre de Toledo se dirigió a sus compañeros con un susurro audible:

—Isabel ha entregado las llaves del palomar a un gato.

Cisneros prefirió ignorar aquel alarde de insolencia, y se limitó a alzar el tono de voz:

—Quiero aclarar que no estoy interesado en cumplir ninguna venganza personal. Les hablo con el poder que me confieren la Iglesia y la corona.

Aunque eso no era del todo cierto, los soldados no acostumbraban cuestionar a la autoridad. Una vez convencido de que habían entendido a la perfección sus instrucciones, el arzobispo despidió a los caballeros. Había querido dejar claro que la capucha monacal estaba por encima de la espada. Una semana después, el primer día de diciembre de 1499, los soldados cristianos, mandados por los cinco caballeros, penetraron en las ciento noventa y cinco bibliotecas de la ciudad y en la docena de mansiones donde se albergaban las colecciones privadas más famosas y confiscaron todas las obras escritas en árabe.

El día antes, eruditos al servicio de la Iglesia habían convencido a Cisneros de que eximiera del edicto a trescientos manuscritos. El arzobispo había accedido con la condición de que éstos se guardaran en la biblioteca que planeaba erigir en Alcalá. La mayoría de esos manuscritos eran manuales árabes de medicina y astronomía, que reseñaban los principales avances en éstas y otras ciencias afines desde la antigüedad. Contenían gran parte del material que había viajado desde la península de al-Andalus y desde Sicilia hacia el resto de Europa, preparando el camino para el Renacimiento.

Hombres uniformados retiraron indiscriminadamente varios miles de copias del Corán, junto con comentarios eruditos y reflexiones filosóficas sobre sus méritos y faltas, todos elaborados en la más exquisita caligrafía. Los soldados cargaban a sus espaldas, en improvisados fardos, manuscritos extraordinarios, pilares de la vida intelectual del al-Andalus.

A lo largo del día erigieron un muro con centenares de miles de manuscritos. La sabiduría colectiva de toda la península yacía en el antiguo mercado de seda, junto a Bib al-Ramla.

Era el mismo sitio donde los caballeros moros solían cabalgar y competir en torneos para ganar la atención de las damas; donde se aglomeraba el populacho y los niños se montaban a hombros de sus padres, tíos o hermanos mayores para alentar a sus favoritos; donde las silbatinas saludaban la entrada de los que desfilaban en armaduras de caballeros por el solo hecho de ser súbditos del sultán. Cuando resultaba evidente que un hombre valeroso había dejado ganar a un miembro de la corte por deferencia hacia el rey o, lo que era igualmente probable, porque le habían prometido una bolsa llena de dinares de oro, los ciudadanos de Gharnata se burlaban de él a voz en cuello. Era un pueblo famoso por su mentalidad independiente, su agudo ingenio y su resistencia a reconocer la autoridad de sus superiores. Éstos eran la ciudad y el sitio preciso que Cisneros había elegido para su exhibición de fuegos artificiales.

Los volúmenes lujosamente encuadernados e ilustrados constituían el testamento artístico de los árabes peninsulares y superaban los criterios de calidad de los propios monasterios cristianos. Los escritos que contenían provocaban la envidia de los eruditos de toda Europa: ¡qué espléndida hoguera se encendió aquella noche ante la población de la ciudad!

Los soldados que habían estado construyendo el muro de libros desde el amanecer rehuían las miradas de los granadinos. Algunos espectadores estaban apesadumbrados, otros coléricos, con las caras llenas de furia y despecho, y otros más balanceaban suavemente sus cuerpos con expresión ausente. Uno de ellos, un viejo, repetía una y otra vez la única frase que era capaz de articular ante semejante calamidad:

—Nos hundimos en un mar de indefensión.

Algunos soldados eran conscientes de la magnitud del crimen que estaban contribuyendo a perpetrar, tal vez porque ellos mismos nunca habían aprendido a leer o a escribir. Les preocupaba el papel que debían desempeñar. Hijos de campesinos, recordaban las historias que solían escuchar de boca de sus abuelos, cuyos relatos de la crueldad morisca contrastaban con las descripciones de su cultura y su erudición.

Aunque estos soldados no eran mayoría, su acción se hizo notar: mientras caminaban por las calles estrechas, abandonaban deliberadamente algunos manuscritos frente a las puertas cerradas a cal y canto. Al carecer de cualquier otro criterio de juicio, suponían que los volúmenes más pesados serían también los más importantes. Pese a la falsedad de la presuposición, no cabía duda de que la intención era honorable, y todos supieron apreciar su gesto. En cuanto los soldados desaparecían de la vista, se abría la puerta y una figura envuelta en un manto salía al exterior, cogía los libros y se perdía otra vez tras la relativa seguridad de cerrojos y barrotes. De este modo, gracias a la instintiva honestidad de un grupo de soldados, sobrevivieron varios centenares de manuscritos importantes, que más tarde serían transportados por mar a las bibliotecas privadas de Fez.

En la plaza comenzaba a oscurecer. Los soldados habían reunido a una multitud de ciudadanos remisos, casi todos hombres. Nobles musulmanes y predicadores con turbantes se mezclaban con tenderos, comerciantes, campesinos, artesanos y mercachifles, así como con proxenetas, prostitutas y locos: la humanidad entera estaba representada allí.

Tras la ventana de una casa de huéspedes, el más afortunado centinela de la Iglesia de Roma observaba con satisfacción el creciente terraplén de libros. Jiménez de Cisneros estaba convencido de que sólo podrían vencer a los paganos si se aniquilaba por completo su cultura, y eso requería la destrucción sistemática de todos sus libros. Las tradiciones orales sobrevivirían por un tiempo, hasta que la Inquisición prohibiera las lenguas ofensivas. Si no hubiera sido él, algún otro habría tenido que organizar aquella fogata necesaria: alguien que comprendiera que era preciso asegurar el futuro por medio de la firmeza y de la disciplina y no del amor y de la educación como proclamaban incansablemente esos imbéciles dominicanos. ¿Acaso alguna vez habían conseguido algo?

Cisneros estaba exultante: el Todopoderoso lo había elegido como instrumento de su voluntad. Aunque otros hubieran podido llevar a cabo aquella tarea, nadie lo habría hecho tan escrupulosamente como él. Una sonrisa desdeñosa se dibujó en sus labios. ¿Qué podía esperarse de clérigos cuyos abades, apenas cien años atrás, se llamaban Mohammed, Umar, Uthman y nombres por el estilo?

Cisneros estaba orgulloso de la pureza de su raza. Las burlas que había tenido que soportar en la infancia carecían de fundamento, pues era evidente que no tenía antecesores judíos. Sus venas no estaban manchadas con sangre mestiza.

Cisneros miró fijamente al soldado apostado ante la ventana y le hizo un gesto de asentimiento. La señal pasó a los portadores de las antorchas y se encendió el fuego. Durante medio segundo reinó un silencio absoluto. Luego, un lamento descomunal desgarró la noche de diciembre, seguido de gritos de «No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta».

A una distancia considerable de Cisneros, un grupo cantaba, pero él no alcanzaba a oír la letra de sus cánticos, que de cualquiera forma no habría podido comprender porque los versos estaban en árabe. El fuego se elevaba cada vez más alto; el propio cielo parecía haberse convertido en un abismo flameante, un espectro de chispas que flotaban en el aire mientras la caligrafía de delicado colorido se deshacía en cenizas. Era como si las estrellas lloraran su dolor con una lluvia de fuego.

La multitud comenzó a alejarse lentamente, atontada, hasta que un mendigo se quitó las ropas y comenzó a escalar el muro de fuego.

—¿Qué sentido tiene la vida sin los libros de erudición? —gritó con el poco aire que quedaba en sus pulmones abrasados—. Lo pagarán. Pagarán lo que nos han hecho hoy.

Entonces se desmayó y las llamas lo envolvieron. Se derramaron silenciosas lágrimas de odio, pero las lágrimas no bastaban para apagar las hogueras encendidas aquel día, y la gente se alejó.

La plaza está en silencio. Aquí y allí todavía humean viejas fogatas. Cisneros camina entre las cenizas con una sonrisa maligna en la cara, mientras planea el paso siguiente. Piensa en voz alta:

—Cualquier venganza que conciban, empujados por su dolor, será inútil. Hemos ganado. La de esta noche ha sido nuestra auténtica victoria.

Cisneros entiende el poder de las ideas mejor que ningún otro en la península, mejor aún que la temible Isabel. Patea una pila de pergaminos chamuscados hasta reducirlos a cenizas. Sobre las brasas de una tragedia acecha furtivamente la sombra de otra.