Jueves, 2 de octubre de 2003
Estoy en la cocina sosteniendo la cinta en mi mano derecha. No puedo creer que mi idea, surgida de la desesperación, funcionara. Ni por un minuto se le ocurrió a David que lo estaba engañando. Mi bolso de mano está en la mesa de la cocina debajo de la ventana trasera, al lado de mis llaves, el teléfono móvil y el reloj: todas mis posesiones confiscadas. Levanto el reloj y me lo pongo, medio a la espera de que salte una alarma y empiece a chillar. Me pregunto si debería poner la cinta en mi bolso, ocultarla en algún otro sitio o destruirla, cuando oigo una respiración detrás de mí.
Cierro mi mano alrededor de la cinta y giro. Vivienne está quieta a menos de un paso delante de mí. Me pregunto si está a punto de tocarme. Lleva su bata larga azul marino sobre el pijama de seda blanco. Su piel está brillante por la crema de noche que usa, la mejor que el salón de belleza de La Ribera tiene para ofrecer. Su cara está grasienta, blanca y espectral.
—¿Qué estás haciendo? —me pregunta. Normalmente no bajo después de que Vivienne se haya ido a la cama. Nadie lo hace. No puede dormir si cree que alguien más está despierto. Es una de las muchas reglas de vida no escritas en Los Olmos. Este cambio en mi patrón normal la ha alertado sobre un posible peligro.
Decido utilizar una de las tácticas de Vivienne, responder a una pregunta con otra pregunta.
—¿Estás nerviosa por mañana? —Se ve desconcertada por mi intromisión en su psique. Ella es la que pregunta, siempre—. Es decir, es más fácil para mí —continúo, con mi corazón saltando en la boca a cada latido—. Yo por lo menos sé cuál será el resultado de la prueba. Tú no. Debe ser difícil. Esperar. No saber.
Si no hubiese sido por mi triunfo sobre David, no me atrevería a decir nada de esto. Es como si se hubiese encendido la luz piloto de mi confianza otra vez, aunque su llama sea todavía débil, baja.
Sus ojos destellan. Vivienne es una mujer orgullosa. Detesta que se le demuestre que está en desventaja.
—Lo sabré pronto —dice. Entonces, como si de repente fuese consciente de que ha admitido su incertidumbre, añade—: David es mi hijo. Le creo. No has sido tú misma, Alice. Lo sabes.
—¿Por qué la llamas «el bebé» si crees a David? No la has llamado Florence ni una vez desde que volviste de Florida, ¿no es cierto? No la abrazas. La supervisas, pero no la tocas.
Vivienne se pasa la lengua para humedecer sus labios. Intenta sonreír otra vez pero en esta ocasión es incluso más duro para ella.
—Intentaba mostrar algo de tacto —dice—. No quería disgustarte.
—Eso no es verdad. En el fondo, no puedes forzarte a desechar lo que estoy diciendo, ¿verdad? Soy la madre de Florence. Sabes lo que significa ser madre. Y siempre te he caído bien y has confiado en mí. Llamas a la Pequeña «el bebé» porque, al igual que yo, no sabes quién es. Y tienes miedo a mañana por la mañana. Porque bastante pronto tendrás que enfrentarte a la verdad a la que me enfrenté el último viernes: que Florence está perdida. La negación en la que estás en este momento va a terminar.
—Eso no es más que palabrería psicológica —escupe, los tendones en sus puños tan apretados que sobresalen como cuerdas.
—Voy a echar de menos a la Pequeña —susurro—. Cuando tengamos que entregarla.
—¿Entregarla? —Vivienne parece nerviosa.
—A la policía. Bien, no nos permitirán conservarla, ¿verdad? No una vez la policía sepa que no es nuestra. La alejarán. No tendremos ningún bebé. —Mi voz se sacude.
Vivienne me embiste y me empuja fuerte en el pecho con las dos manos. Grito por la sorpresa antes de perder el equilibrio. Mi hombro choca con la parte superior del horno cuando caigo al piso. Durante unos cuantos minutos no me puedo mover por el dolor. Me encojo hacia un lado.
Vivienne revolotea por encima de mí, encorvándose. Puedo oler su crema para la cara, un afilado perfume a lirio del valle.
—¡Esto es todo culpa tuya! —grita. El sonido de su rabia incontenible me sorprende más que su ataque físico contra mí. Nunca antes la había oído chillar de esa forma—. ¿Qué clase de madre sale sola y deja a su bebé recién nacido en casa para que sea secuestrado? ¿Qué clase de madre hace eso? Su rostro se asoma amenazador sobre el mío, su boca es una cueva oscura, ampliamente abierta. Huelo la pasta dentífrica sazonada de menta y mi propio sudor, mi miedo a ella.
Y entonces estoy sola en la habitación, la cinta del dictáfono todavía envuelta en mi mano que tiembla.