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10/10/03, 9.00 horas

—¿Es este un nuevo octavo círculo del infierno? —dijo Charlie, señalando el desorden a su alrededor. Ella y Simon estaban en el Chompers, la ruidosa cafetería de estilo americano de La Ribera, llena de padres vistiendo ropa deportiva y con falsos bronceados y con sus irritantes y chillones niños. Sonaba a todo volumen la canción de Survivor, Eye of the Tiger.

—¿Por qué está tan lleno?

—Todos están esperando que abra la guardería —dijo Simon.

—Se supone que tendría que haber abierto hace media hora. Supongo que han tenido problemas para encontrar personal nuevo después de haber despedido a la amiguita de Lowe.

—Ya veo —asiente mientras entra una joven pelirroja con coleta y pecas. Se detiene en la puerta y saluda. En cuanto la ven, la mayor parte de los adultos del Café Chompers salta de sus asientos y empieza a recoger sus bolsas y a los niños.

—Lisa Feather —dijo Simon—. Era la ayudante de Donna. Quizás esté a cargo ahora.

—¿Cómo es posible que sepas tanto? —preguntó Charlie.

—He llegado temprano. Ya he estado dentro. No quería hacerlo mientras los críos estuviesen allí. —Frotó la correa de su reloj con los dedos índice y pulgar de su mano derecha.

—¿Y? —preguntó Charlie.

Después de inspeccionar la guardería, y mientras esperaba a Charlie, había hecho dos llamadas telefónicas. Ayer había creído que con una sería suficiente, pero en mitad de la noche se despertó y se quedó sentado en la cama, sabiendo exactamente por qué se había sentido aprensivo ante la vista de esa maldita fotografía de Alice, David, Vivienne y Felix en el jardín de Los Olmos. Se había dado cuenta de que necesitaba hacer dos llamadas, no una. Y ahora las había hecho, y sus esperanzas se confirmaban junto con sus peores miedos. Ahora no sentía ningún ruido sordo e incómodo en su subconsciente; todo había aflorado a la superficie. Simon veía el cuadro completo tan claramente como veía la cara de Charlie justo frente a él.

—¿Simon? ¿La guardería?

—Lowe decía la verdad. El lugar para cambiar a los bebés está al lado del cuarto de baño. Hay una puerta cerrada entre este y la zona central de la guardería. Ocultar cualquier cosa en el cambiador habría sido más fácil que mear.

Charlie asintió. Sentía como si se hubiese embarcado en una convalecencia larga, lenta, de una enfermedad grave. Se había roto en pedazos y solamente le quedaban dos opciones: desintegrarse aún más o luchar para recobrar el equilibrio. Eligió lo último. Simon no la quería y nunca lo haría. No sabía por qué la había rechazado en la fiesta de los Sellers, ni tampoco si le había contado lo sucedido a alguno de sus compañeros, y nunca lo sabría. Había algo reconfortante en aceptar, por fin, que ciertas cosas estaban más allá de su control.

Otras no lo estaban. Charlie sabía, cuando podía pensar en el asunto de forma racional, que su valor como persona no dependía de la opinión que Simon tuviese sobre ella. Había sido una mujer segura antes de conocerlo, y podría serlo otra vez. Y hasta que lo fuese de nuevo, sin importar lo afligida que se sintiese, se portaría bien. Sería amable con Simon en lugar de desechar sus sugerencias sencillamente porque vinieran de él. Charlie esperaba no ser lo suficientemente estúpida como para dejar que un hombre que no la apreciaba le jodiera su trabajo, una cosa en la que siempre supo que era buena.

—Así es como Beer y Lowe entraban. —Simon señaló la puerta que conducía fuera, a la calle Alder—. Por allí entré cuando me encontré con Alice Fancourt. Las dos veces.

—Correcto. Así que Beer utilizaba el club La Ribera sin pagar, y escondió el cuchillo que utilizó para matar a Cryer en la guardería. ¿Es eso lo que estamos diciendo? ¿Es eso todo lo que estamos diciendo?

Simon todavía no había decidido si quería decirle a Charlie algo, todo o nada de lo que había descubierto. Naturalmente, no todo. Pero si le daba solamente un relato parcial, ella podría hacer una llamada de teléfono y descubrir el resto. Mierda. Odiaba sentirse tan acorralado.

—Beer y Lowe llamaban a Vivienne Fancourt la marquesa de Carabás —dijo—. Ella solía escucharlos cuando fanfarroneaban sobre sus muchos roces con la justicia. Ella debe haber sabido que el ADN de Beer estaría en nuestra base de datos, no es tonta. Ella quería a Cryer muerta porque Cryer estaba limitando todo su contacto con su nieto, pero no estaba preparada para correr el riesgo de matarla a menos que estuviese segura de poder salir limpia. ¿Qué mejor forma de asegurarse que inculpar a alguien, colocando prueba material de esa persona en la escena? Especialmente cuando se trata de una escoria a quien la policía ya conoce.

—¿Así que un día se inclinó sobre el jacuzzi y le arrancó un mechón de cabello a Beer?

—¿Qué es lo que todo el mundo lleva consigo todo el tiempo en un lugar como La Ribera? Veamos, natación, jacuzzi, sauna, ¿qué traerías contigo?

—Tabaco.

—Una toalla —dijo Simon—. Todo lo que Vivienne habría tenido que hacer es cambiar su toalla por la de Beer. O esperar a que descartara la suya y recogerla. Habría tenido su pelo y piel por todas partes.

—Él podría haberla visto fácilmente —dijo Charlie—. ¿Y si dejaba su toalla en los casilleros de las habitaciones para cambiarse y no la llevaba al área de la piscina con él?

—¿Y si la llevaba con él? —Simon insistía—. ¿Y si Vivienne lo observó durante semanas, meses, mientras ideaba su plan? Habría conocido sus costumbres, ¿no? Pudo esperar el mejor momento para tomar su toalla. Vamos, concédeme esto —rogaba Simon. No podía obligarse a revelar el resto, aunque supiese que al final tendría que hacerlo. A menos que Vivienne Fancourt confesase. ¿Y por qué diablos lo haría?

—Esto es meramente especulativo —suspiró Charlie.

—Lo sé. —La boca de Simon semejaba una línea dura y definida—. Pero, mientras estamos aquí, podríamos ir a ver cómo es este asunto de las toallas.

Charlie se encogió de hombros, y luego asintió. Valía la pena echar una mirada, supuso.

—David y Vivienne Fancourt deben haber estado condenadamente emocionados cuando Beer se declaró culpable —murmuró Simon.

—¿Entonces estás suponiendo que estaban juntos en esto? —Estaba asumiendo demasiado, y Charlie sabía que lo estaba consintiendo. Mierda. ¿Habría apoyado a Sellers o Gibbs tan fácilmente si hubiesen querido examinar una corazonada similarmente indemostrable como la de él? ¿Era este el buen comportamiento al cual aspiraba con respecto a Simon, o era algún trato especial?—. Aunque sea correcto, es solo una suposición —dijo—. No existen pruebas.

Los ojos de Simon ardían intensamente. No estaba escuchando.

—Hoy voy a encontrar a Alice —dijo.

Charlie consideró la ropa, los zapatos, las llaves del coche y el dinero en efectivo que Alice no había llevado con ella. Y todas las cosas de Florence, abandonadas en Los Olmos. Temía lo peor.

—Estás enamorado de ella, ¿no es así? —dijo. Estaba bien decir eso, pensó. Como amiga—. Puede que no lo hayas estado antes, pero ahora sí. Te enamoraste después de que ella desapareciera. Eso es lo que la convirtió en tu mujer ideal. —Sintió que había unas cuantas piezas perdidas en el rompecabezas de su mente mientras hablaba.

—Tenemos trabajo que hacer —dijo Simon brevemente—. Hay que bajar por el ascensor para llegar a la piscina.

Charlie lo siguió por un corredor interno enmoquetado, habitado por un zumbido constante y con olor a lirios. Un cartel de latón frente de ellos decía «Recepción principal» encima de una flecha negra. Caminaron hombro a hombro en la dirección indicada, sin decir palabra. La mente de Charlie corría, completando los detalles de su nueva teoría. Simon, con el rostro al rojo vivo, evitaba cuidadosamente su mirada. Ella tenía que estar en lo cierto. Él no quería a una mujer en su vida, no realmente. Quería una fantasía, alguien imaginado e inaccesible. ¿Qué podría ser mejor que una mujer desaparecida?

Ella lo siguió al ascensor, que tenía espejos que reflejaban de la cintura a la cabeza sobre tres de sus cuatro lados, y pulsó el botón correspondiente. Aquí era incluso más difícil que Charlie y Simon no se mirasen. Parecía que el viaje de la planta baja al subsuelo era imposiblemente largo. Charlie se dio cuenta, en un instante, de que estaba conteniendo la respiración. Ahora sabía lo que se sentía al quedar atrapada en un ascensor, y la maldita cosa ni siquiera se había atascado.

Fue un alivio salir, finalmente. Otro corredor enmoquetado. Esta vez el cartel frente a ellos leía «Piscina» encima de otra flecha negra indicativa. Charlie oía ecos de chapoteos, un burbujeo bajo, un zumbido que vibraba bajo sus pies.

—Aquí estamos —dijo.

A su izquierda, había dos puertas. Una decía «Vestuario femenino» y la otra «Vestuario masculino».

—Probablemente estos tengan una salida directa al área de la piscina —dijo Simon—. Maldita sea, cualquier idiota podría entrar. Uno pensaría que reforzarían la seguridad.

Charlie se encogió de hombros.

—Dudo que a muchos se les ocurriese intentar colarse en un gimnasio sin pagar los honorarios de afiliación. Quiero decir, la mayoría supondría que no puede hacerse. En el gimnasio de mi hermana, Fort Knox, se necesita una tarjeta magnética o la valla no se abre.

—Mira. —Simon señaló un mueble de madera grande directamente delante de ellos. Sobre él, en un costado había una gran pila de toallas blancas. En el otro lado había un agujero grande, cuadrado—. ¿Es lo que creo que es?

—Un cubo para toallas. —Mientras Charlie hablaba, se abrió la puerta que decía «Vestuario femenino», y salió una mujer con el pelo húmedo, llevando una toalla estrujada en una mano y una bolsa deportiva Nike rosada en la otra. Su cabeza torcida, sujetando un móvil rosa entre el hombro y la oreja.

—¡La maldita piscina y las duchas estaban heladas! —dijo, irritada—. Una de las calderas está rota. Voy a pedir un descuento en la cuota del próximo mes si no las han arreglado para mañana. —Tiró la toalla en el agujero cuadrado. No cayó muy lejos; las toallas usadas ya formaban una pila de gran altura. La mujer murmuró algo y se encaminó hacia las escaleras, ahora sosteniendo el teléfono en la mano, quejándose todavía en voz alta.

—Todo lo que necesitaría hacer es meter la mano dentro y agarrar la toalla que recién arrojó —dijo Simon—. Y podría acusarla de asesinato.

Charlie sabía que tenía razón. Si bien era posible; no necesariamente significaba que hubiese sucedido.

—Simon, ¿eres virgen? —preguntó.