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8/10/03, 14.40 horas

Simon se dirigió con su coche a Spilling por la carretera Silsford, y de Silsford siguió los carteles blancos de madera con letras negras por todo el camino hasta Hamblesford, el pueblo donde vivían los padres de Laura Cryer. Había dejado la sala del DIC media hora antes de lo necesario. Prefería esperar fuera de la casa de los Cryers, si fuera necesario, en lugar de pasar otro minuto en compañía de Charlie.

Ella había estado intentando acosarlo toda la mañana. «Apuesto que tiene pechos enormes y un lindo culito duro», había especulado sobre Suki Kitson, el amorcito extraoficial de Sellers. «Y, aceptémoslo, Stacey tenía dos críos. Sellers probablemente se sacude dentro de ella como un pepinillo en conserva dentro del saco de un cartero». Simon reconocía la amenaza en la voz de Charlie. Cuando su conversación se volvía anatómica, era el momento adecuado para salir huyendo. Charlie mencionaba partes del cuerpo femenino como una forma de llegar a Simon, lo cual lo enfadaba y lo ponía nervioso.

Temía que fuera su manera de intentar recordarle, indirectamente, su cobardía indecorosa en la fiesta de Sellers.

Si no empezaba pronto a comportarse más normalmente, tendría que hablar con Proust. Se suponía que Charlie era su inspectora, sin embargo su rabia y su sarcasmo estaban haciendo imposible que se concentrara en su trabajo. Seguía teniendo que pensar en ese maldito extintor y su espuma húmeda para impedir echarle la bronca o darle una bofetada en la cara a Charlie. Pero ¿cómo habían llegado a esto?, pensaba, ¿y por qué ahora? Simon no entendía qué había causado este deterioro repentino en su relación con Charlie. Hasta hace poco, y a pesar de cualquier tensión que existiera entre ellos, habían sido buenos amigos. Charlie era casi la única amiga de verdad de Simon. Ahora que pensaba en ello, no quería perderla. ¿Quién quedaba? ¿Sellers y Gibbs? ¿Cuán preocupados estarían si nunca lo volviesen a ver?

Charlie había alardeado abiertamente de la incapacidad de Simon de conseguir cualquier cosa de Darryl Beer. «Ay, chiquillo. Allí estabas, tratando de corregir un error judicial y la escoria esa te lo arruinó. ¿Sabes lo que dice la gente: “Siento decirte que te lo dije”? Bien, pues yo no. A mí me encanta decir eso, coño».

A Simon no le importaba que su primera visita a Brimley hubiera sido improductiva. No había abandonado la esperanza de que Beer finalmente hablara, una vez que hubiera satisfecho el poco poder que tenía haciendo sudar a Simon.

La coartada de David Fancourt era sólida. Él y Alice habían estado en Londres, viendo La Ratonera. Varios testigos prestaron declaración y confirmaron que ellos dos habían estado en el teatro toda la tarde. A Simon le parecía una coartada casi demasiado buena, después que comenzara a pensar seriamente en ella. Incluso pensó, mientras aparcaba en un espacio junto al memorial de guerra frente a la aldea comunal de Hamblesford, si esa obra no se había seleccionado específicamente por su significado simbólico. David Fancourt era un hombre listo. Se ganaba la vida diseñando intrincados juegos de ordenador. Podía ser también vengativo, como Simon había visto con sus propios ojos. Le podría haber parecido un toque irónico, llevar a su novia a ver el misterio de un asesinato famoso la misma noche que había dispuesto que alguien matara a su mujer.

¿Podía ese alguien haber sido Darryl Beer? ¿Tanto Beer como Fancourt eran culpables? Habría puesto a prueba la teoría con Charlie si la relación entre ellos no estuviera tan deteriorada. En cambio, intentaba comunicarse en forma telepática con Alice. No creía en todas esas gilipolleces, pero aun así… A veces percibía la presencia de Alice, inadvertida, mirándolo silenciosamente, preguntándose cuánto tiempo le llevaría salvarla a ella y a su hija. Alice creía que Simon era poderoso, o por lo menos lo pensaba al principio. Todo lo que tenía que hacer era encontrarla, hallar a Florence, y vería que no lo había subestimado. El pensamiento de lo que le podría decir, siempre y cuando la encontrara, lo hacía sentirse agitado, desprevenido.

Los padres de Laura vivían en una pequeña casa de campo blanca al lado de la tienda de un carnicero. No tenían jardín delantero. Solamente una acera estrecha separaba la entrada de su casa de la carretera principal del pueblo. El techo de paja de la casa de campo tenía algo que parecía una redecilla para el pelo. Simon cerró de golpe la aldaba de madera negra contra la puerta y esperó. Siempre se sentía tímido en momentos así, un poco asustado de presentarse ante gente que no conocía. Su educación no había estimulado la sociabilidad. Simon había crecido mirando a su madre endurecerse por la tensión cada vez que el timbre sonaba, a menos que esperase al cura o a un familiar cercano. «¿Quién podría ser ahora?», susurraba, con los ojos muy abiertos por miedo a lo desconocido.

A Simon nunca se le había permitido, cuando vivía con sus padres, invitar amigos para tomar el té. Su madre creía que comer era una actividad demasiado personal para dedicarse a ella mientras tenían visitas. Demasiado joven para pensar estratégicamente, a Simon no se le había ocurrido ocultar esta información a sus compañeros de clase, los cuales le tomaron el pelo despiadadamente en cuanto lo descubrieron. Ahora, como adulto, entendía que Kathleen lo había perjudicado imponiendo esta regla, pero no podía permitirse enfadarse. Siempre le había parecido demasiado frágil para poder criticarla. Cuando era adolescente, Simon había reprimido su frustración y mostrado indulgencia hacia su madre, aunque fue un periodo de su vida en que una mirada o un comentario inoportunos de alguien lo volvían verde de rabia, o propiciaban estallidos de furia repentina contra objetos o personas que provocaban una suspensión tras otra en el colegio. Si no hubiera sido el más brillante de su clase, lo habrían echado, Simon estaba seguro.

Kathleen lo había llamado a su móvil otra vez esta mañana, para saber si iba a ir a cenar el domingo. Que lo que había hecho la semana pasada no contaba para nada. No había tregua. La presión no cesaba nunca.

Después de algunos segundos, un hombre de mediana edad, con pecho ancho y fuerte, que llevaba gafas bifocales, un jersey azul marino con un emblema de golfista, pantalones azul marino y zapatillas, abrió la puerta delantera de la casa de los Cryer.

—¿Detective Waterhouse? Roger Cryer.

Simon le dio la mano.

—Por favor, entre —dijo Cryer—. Mi mujer está haciendo un poco de té. ¡Ah, aquí está! —Tenía un acento fuerte de Lancashire.

Maggie Cryer parecía veinte años más vieja que su marido. Simon habría adivinado sesenta para él, ochenta para ella. Imposible de preguntar, por supuesto. La madre de Laura no medía más de una metro y medio de altura, delgada, con manos deformes y artríticas en las cuales se tambaleaba la bandeja de té. Usaba una bata de nailon verde, medias tostadas y zapatillas azules.

—Sírvase una taza de té —dijo, dejando la bandeja en forma inestable encima de la pequeña mesa delante de ella. Se sentó junto a su marido en un sofá de mimbre pequeño en frente de Simon, cuya silla, también de mimbre, era chirriante e incómoda—. Espero que no demore mucho —dijo—. Es un calvario para nosotros, incluso después de todo este tiempo. Una llamada de teléfono de la policía…

—Entiendo, señora Cryer. Lo siento. Pero temo que sea necesario.

Un fuego de leños ardía, volviendo el salón insoportablemente caliente. Como muchas casas de campo, la de los Cryer tenía ventanas pequeñas y era deprimente incluso a la luz del día. La combinación de la oscuridad y las llamas que parpadeaban hacía que Simon se sintiera como si estuviera en una cueva. Había tres fotografías enmarcadas de Laura en la repisa. Ninguna de Felix.

—Vimos en las noticias que su nueva esposa ha desaparecido.

—Roger —advirtió Maggie Cryer.

—Y el pequeño bebé. ¿Es por eso que está aquí?

—Sí. Estamos revisando el caso de Laura —les dijo Simon.

—Pero pensaba que no había dudas —dijo la señora Cryer—. Eso es lo que nos dijo la policía en ese momento. Que… definitivamente lo había hecho Beer. Eso es lo que nos dijeron. —Sus dedos hinchados deshilachaban sus mangas.

—Si pudiera hacerles un par de preguntas… —Simon dijo en un tono apropiadamente tranquilizador. Así es como él habría entrevistado a su propia madre, aunque la aproximación suave era probablemente un derroche de tiempo. No podría calmar a Maggie Cryer, tranquilizarla. Simon habría apostado cualquier suma de dinero a que la madre de Laura vivía en un estado de agitación permanente. ¿Desde el asesinato o desde siempre?

—¿Usted no quiere té? —le preguntó.

—No, gracias.

—Has olvidado la leche, amor —dijo el marido.

—Realmente, no hace falta —insistió Simon—. No se preocupe.

—No me importaría un poco de leche —dijo Cryer.

—No hay problema. —Maggie dio un salto y salió fuera de la habitación.

Después de que se fue, su marido se inclinó hacia delante.

—Que quede entre nosotros —dijo a Simon—. No puedo hablar de esto delante de ella, se altera. Es David Fancourt a quien usted tiene que buscar. Primero Laura es asesinada y ahora desaparecen su segunda mujer y el bebé recién nacido. Es demasiada coincidencia, ¿no? ¿Y por qué mataría Darryl Beer a nuestra Laura? ¿Por qué? Ella le habría dado su maldito bolso si la hubiera atacado, no lo habría dejado llegar tan lejos. Era una chica sensata.

—¿Usted dijo algo de esto a la policía en su momento?

—Mi esposa no me habría dejado. Decía que podríamos meternos en problemas, sabe, legalmente, si decíamos cosas que no eran verdaderas. Pero casi siempre es alguien conocido de la víctima. Casi siempre, oí decir eso a un experto en televisión.

—¿Por qué David Fancourt habría querido matar a Laura? —preguntó Simon, esperando que repitiera su propia teoría.

Roger Cryer lo miró con curiosidad, como si esa pregunta condujera a otras más fundamentales. Preguntas sobre la competencia del DIC Culver Valley, pensó Simon amargamente. Sí, la respuesta era obvia, por supuesto, para todos menos para Proust, Charlie, Sellers, Gibbs y el resto.

—La custodia de Felix —dijo Roger Cryer—. Y venganza, por el daño que le había causado. Laura lo había dejado. No se lo tomó muy bien. Creo que perdió un poco el control.

Simon anotó esto en su libreta. No exactamente la versión de los acontecimientos que Vivienne y David Fancourt habían dado a Charlie. ¿Qué había dicho ella en la reunión de equipo? «Él la encontraba físicamente repelente y aburrida. Estaba aliviado por librarse de ella». Así era, palabra por palabra. La memoria de Simon era más fiable que la de Roger Cryer o David Fancourt. Una discrepancia, entonces.

—¿Cómo sabe que perdió el control?

—Vivienne Fancourt nos lo dijo, la madre de David. Ella hacía todo lo que podía para persuadir a Laura de darle otra oportunidad al matrimonio. Incluso vino aquí para hablar con nosotros, para ver si la podíamos persuadir. Ella y Laura no se gustaban, nunca lo hicieron. ¿Por qué mostraba tanto entusiasmo en persuadir a Laura de que probara otra vez, a menos que fuera por interés de David? Veía cuán devastado estaba y, como cualquier madre, hizo lo que pudo para ayudarlo. No funcionó. Laura siempre fue una persona con mucha determinación. Una vez que decidía algo, no había nada que la hiciera cambiar de opinión.

—Aquí estoy. —Maggie Cryer volvía con un jarro azul pequeño. Empezaba a servir el té, tres tazas, aunque Simon la había rechazado.

Su marido parecía como si estuviera luchando contra el afán de decir algo más. No había pasado mucho tiempo antes de que perdiera la pelea.

—Venganza. —Asintió—. Es el estilo de David. Hay problemas para que Maggie y yo veamos a Felix desde que Laura murió.

—Oh, Roger, detente, por favor. ¿Qué provecho traerá?

—¿Sabe cuándo fue la última vez que vi a Felix? Hace dos años. Ya no pensamos en ello. Fingimos que no tenemos nieto. Felix es el único que tenemos. Pero al final nos estaba destrozando. Todo cambió durante la noche, después de que Laura murió. Literalmente, durante la noche. Cambiaron su nombre de Felix Cryer a Felix Fancourt, lo sacaron de la guardería que él adoraba, donde era realmente feliz, y realmente integrado, y lo dejaron caer en ese maldito ridículo y instituto elitista. ¡Era como si David y Vivienne estuvieran intentando transformar a Felix en otra persona! Se nos permitía verlo solo una vez cada tantos meses, un par de horas por vez. Y no se nos permitía verlo solos. Vivienne estaba siempre con él, escoltándolo. Sintiendo pena por nosotros. —Su cara se ponía cada vez más roja mientras hablaba. Su mujer había cerrado los ojos y estaba esperando a que terminara. Su tiesa postura sugería que estaba protegiéndose de sus palabras.

Simon se sentía cada vez más perplejo a medida que escuchaba. Según Charlie, Vivienne Fancourt había dicho eso mismo sobre Laura Cryer, que había intentado mantener a Felix lejos de la familia de David, que no les había permitido verlo sin supervisión. ¿Era posible que David hubiera hecho lo mismo a los padres de Laura después de la muerte de su mujer? ¿Lo veía como una batalla entre los Cryer y los Fancourt, con Felix como premio?

—Intentamos hablar con David, incluso tratamos de suplicarle —Roger Cryer continuó—. Pero está hecho de piedra, ese hombre. Cualquier cosa que pedíamos, él decía que no. Y no decía por qué.

—Usted dijo que Vivienne Fancourt parecía sentir pena por ustedes dos —dijo Simon—. ¿Qué quiso decir?

Maggie Cryer sacudió su cabeza, como si hablar al respecto estuviera más allá de sus posibilidades.

—Ella sabía que queríamos ver más a Felix y que David no nos dejaba —dijo Roger—. Era obvio que ella se compadecía de nosotros. Seguía diciendo cuán duro debía ser para nosotros, y lo era, pero decirlo solo lo hacía más duro. Especialmente cuando no podía dejar de hablar de todas las cosas que ella y Felix hacían juntos.

—Es por eso que me di por vencida —susurró Maggie. Sus manos temblaban. Simon se dio cuenta de que estaban cubiertas de manchas cafés—. Porque ver a Felix significaba verla a ella y… —se estremeció—, solía ponerme enferma, a veces durante días después de las visitas. El colmo fue cuando Felix comenzó a llamarla mamá. No pude hacer nada más después de eso.

—Ella era jodidamente insensible en eso, también —dijo Roger Cryer, dando palmaditas al delgado brazo de su mujer—. Casi al mismo tiempo, nos dijo que esa mañana había tenido que recordarle a Felix quiénes éramos. Se había olvidado de nosotros por no habernos visto en tantos meses. Se daba cuenta de lo mala que estaba siendo y se disculpaba, pero, es decir, no había ninguna necesidad de que nos dijera eso, ¿no? De herirnos. Y nunca podríamos demostrar que estaba siendo deliberadamente desagradable.

—¿Pero usted cree que lo era? —Simon estaba confundido.

—Por supuesto. Si uno dice algo nocivo por error, se asegura de nunca hacerlo otra vez, ¿no? Uno no sigue diciendo la misma cosa, a la misma persona, o a la gente. Cuando una señora lista como Vivienne Fancourt hace comentarios nocivos una y otra vez, lo hace intencionadamente.

Simon miraba las manos de Maggie Cryer. Estaban apretadas, solo se veían dos diminutos nudos en su regazo.