19

Lunes, 29 de septiembre de 2003

Todavía peor después de haber visto a Simon, aparco el coche y me preparo para, una vez más, entrar en la casa grande, fría y blanca que se supone que es mi casa. Veo a Vivienne mirándome desde la ventana de la habitación de Florence. No se retira cuando me ve elevar la mirada hacia ella. Tampoco saluda o sonríe. Sus ojos son como dos dispositivos de seguimiento perfectamente diseñados para escoltar mi progreso a lo largo del paseo.

Cuando abro la puerta, está ya en el vestíbulo y no entiendo cómo pudo haber llegado allí tan rápidamente. Vivienne consigue estar en todas partes, sin embargo, nunca la he visto dándose prisa o esforzándose. David está detrás de ella, observando ávidamente. Ni siquiera me mira cuando entro. Lame su labio inferior nerviosamente, esperando a que su madre hable.

—¿Dónde está la Pequeña? —pregunto. No escucho ruidos de bebé, solo el silencio que vibra por toda la casa. Un silencio hueco, aterrador.

—¿Dónde está? —Hay pánico en mi voz.

Ninguna respuesta.

—¿Qué han hecho con ella?

—Alice, ¿dónde has estado? —dice Vivienne—. Pensaba que tú y yo no teníamos secretos entre nosotras. Yo confiaba en ti, y creí que tú confiabas en mí.

—¿De qué estás hablando?

—Me has mentido. Dijiste que ibas a la ciudad para hacer compras.

—No encontré nada de lo que quería. —Mi mentira era patética, me doy cuenta. Como si pudiera pensar en hacer compras en mi actual estado de turbación. Vivienne debe de haber captado mi mentira desde el comienzo.

—Has ido a la comisaría, ¿no es cierto? Ese policía ha telefoneado, el detective Waterhouse. ¿Es verdad que le has dicho que tu teléfono móvil ha sido robado? —Pone un acento de disgusto en esta última palabra.

—Iba a ir de compras —dije, pensando rápido—, pero después mi teléfono no estaba en mi bolso…

—El detective Waterhouse dijo que estabas histérica. Estaba sumamente preocupado por ti. Yo también.

El desafío aumenta en mí como una fuente.

—¡Mi teléfono estaba en mi bolso esta mañana y yo sé que no lo he sacado de allí! Uno de vosotros debe haberlo hecho. ¡No tenéis derecho a coger mis cosas sin permiso! ¡Sé que vosotros dos creéis que estoy mal de la cabeza, y también Simon, pero hasta la gente enferma tiene derecho a que no le roben sus objetos privados!

Simon —murmura David. Su única contribución a la conversación.

—Alice, ¿te das cuenta lo irracional que pareces? —dice Vivienne amablemente—. Tú extravías un objeto, e inmediatamente piensas en involucrar a la policía. He encontrado tu teléfono en tu habitación, justo después de que salieras. Nadie se lo llevó a ningún sitio.

—¿Dónde está la Pequeña? —pregunto de nuevo.

—Una cosa a la vez. —Vivienne nunca ha creído en los altibajos naturales de un diálogo. Cuando era niña, uno de sus pasatiempos era preparar una agenda escrita para todas las cenas de familia. Vivienne, su madre y su padre se turnarían para dar su «informe diario», como Vivienne lo llamaba. Su turno siempre era el primero, y también llevaba los minutos, en un cuaderno.

—Bien, entonces. ¿Dónde está mi teléfono? ¿Me lo podéis dar? ¡Dádmelo!

Vivienne suspira.

—Alice, ¿qué te sucede? Lo he dejado en la cocina. El bebé está durmiendo. No hay ninguna conspiración contra ti. David y yo estamos muy preocupados por ti. ¿Por qué nos has mentido? —Cualquier observador imparcial vería a una amable mujer de mediana edad que intenta en vano razonar con una maníaca desaliñada y temblorosa con un vestido verde que no le queda bien.

El agotamiento araña mi cerebro. Mis párpados están arenosos y me duelen los tendones de mis manos, como siempre que se me priva de sueño. No quiero hablar más. Dejo atrás a Vivienne y corro escaleras arriba.

Cuando llego a la habitación abro la puerta, más violentamente de lo que pretendía. Golpea contra la pared. Escucho pasos subiendo las escaleras detrás de mí. La Pequeña no está en la cuna. Doy vueltas, esperando verla en el moisés o su sillita, pero no está en la habitación.

Me giro para salir, pero cuando me desplazo hacia la puerta, la cierran desde fuera. La llave gira en la cerradura.

—¿Dónde está? —grito—. ¡Habéis dicho que estaba durmiendo! ¡Por lo menos dejadme verla, por favor! —Oigo que mis palabras chocan una contra otra. Estoy fuera de control.

¿Alice? —Vivienne está en el rellano, una voz sin cuerpo—. Por favor intenta tranquilizarte. El bebé está durmiendo en el salón pequeño. Está perfectamente bien. Te estás comportando como una maníaca, Alice. No puedo permitir que te comportes violentamente por la casa. Estoy preocupada por lo que podrías hacerte a ti misma y al bebé.

Me hundo entre mis rodillas y apoyo mi cabeza contra la puerta.

—Déjame salir —gimo, sabiendo que es inútil. La imagen de Laura aparece en mi mente. Si me viera ahora reiría y reiría.

Me enrollo como una pelota y lloro, no me molesto en limpiar mis lágrimas. Sollozo hasta que la parte superior del horrible vestido verde está empapada. Se me ocurre que este es el que estaba usando la única vez que vi a Laura, y en esa ocasión también lloré hasta que los ojos se me hincharon, después de que Laura se hubiese ido y me diese cuenta de que se había burlado de mí. Quizás por eso odio tanto el vestido.

Era cuando todavía trabajaba en Londres, antes de que me instalara con David. Laura concertó una cita conmigo usando un alias, Maggie Royle. Más tarde descubrí que ese era el nombre de su madre antes de que se casara con Roger Cryer. Conocí a los padres de Laura en el funeral, yo era ingenua y lo bastante presuntuosa como para sentirme despreciada cuando eran cortantes conmigo.

David y yo no queríamos ir al funeral de Laura. Vivienne insistió. Ella dijo algo extraño: «Deberíais querer ir». La mayoría de la gente hubiera dicho solo: «Deberíais ir». Asumí que Vivienne hablaba de la importancia de cumplir con el deber de uno voluntariamente más que a regañadientes.

Maggie Royle era mi primera cita ese día. Insistía en verme por la mañana temprano porque tenía que estar en el trabajo para una reunión a las diez en punto. Por teléfono le pregunté, de la misma manera que mostraría interés por cualquier paciente nuevo, de qué vivía. Ella dijo «investigación», lo cual supuse que era verdad. Laura era una científica que trabajaba en terapia génica, pero procuraba no mencionar la palabra ciencia.

Llegó a mi oficina en Ealing completa pero sutilmente maquillada y con un traje de Yves St. Laurent azul marino, el mismo que llevaba el día en que fue encontrada asesinada. Vivienne me contó eso:

—Estaba cubierta de sangre —dijo. Entonces, como una idea adicional añadió—: La sangre es bastante gruesa, sabes. Como la pintura al óleo.

No es un secreto que Vivienne estaba encantada cuando Felix se trasladó a Los Olmos. «Y ha sido tan feliz aquí», dice. «Me adora». Creo que Vivienne es auténticamente incapaz de distinguir entre el mejor resultado posible para todos y lo que personalmente quiere.

Laura era menuda, con manos diminutas y pies de niño, pero sus zapatos de ante cuadrados con tacones altos la hacían casi tan alta como yo. Yo estaba sorprendida por su colorido. Su piel era de color aceituna pero sus iris eran de un azul vivo y el blanco alrededor de ellos era tan brillante que le daba un aspecto cetrino. Su cabello era largo, casi negro y muy rizado. Tenía una boca amplia, llena, y el labio superior le sobresalía ligeramente, pero el efecto en conjunto resultaba atractivo. Recuerdo haber pensado que parecía poderosa y segura, y me sentía adulada porque hubiera acudido a mí para buscar ayuda. Estaba ansiosa —más de lo habitual— por saber qué la había traído a mi oficina. Muchos de mis pacientes parecían andrajosos y derrotados; ella parecía lo opuesto.

Estrechamos la mano y nos sonreímos una a la otra, y le pedí que tomara asiento. Se acomodó en el sofá en frente de mí, cruzando sus piernas dos veces, en las rodillas y los tobillos, poniendo sus manos sobre su regazo.

Le pedí, como hago con todos mis pacientes en el primer encuentro, que me contara sobre ella tanto como pudiera, cualquier cosa que sintiera que era importante. Es más fácil tratar a los habladores porque revelan mucho más de sí mismos, y Laura era una parlanchina. Apenas habló, estuve segura de que la podría ayudar.

Me avergüenza, ahora, haberme sentado allí, asintiendo y tomando notas, y todo el tiempo ella debía creer que yo era una idiota inocentona. Ni siquiera sabía cómo era la mujer de David. Laura debía contar con eso, debía saber que David destruiría todas las pruebas gráficas de ella y de su matrimonio en cuanto las cosas empezaron a ir mal.

Su voz era profunda y grave. Creo que podría haberme gustado si la hubiera conocido mejor.

—Mi marido y yo nos hemos separado recientemente —dijo—. Estamos en proceso de divorcio.

—Lo siento.

—No lo haga. Estoy mucho mejor así. Pero el divorcio no es lo bastante bueno para mí. —Se reía amargamente—. Desearía que hubiera alguna forma de conseguir una anulación, algún certificado o documento oficial que dijera que nunca nos casamos. Quitar la mancha, fingir que nunca ha sucedido. Quizás debería ser católica.

—¿Cuanto tiempo habéis estado juntos? —Me preguntaba si su marido era violento.

—Penosos once meses. Estábamos saliendo, me quedé embarazada, él me propuso matrimonio y puede imaginar el resto. Parecía una buena idea en ese momento. Creo que hemos sido hombre y mujer —o mujer y marido, debería decir— durante dos meses, cuando lo dejé.

—¿Entonces tienen un hijo juntos? —Laura asentía.

—Y… ¿Por qué lo dejaste?

—Descubrí que mi marido estaba poseído.

La gente me dice cosas extrañas todo el tiempo en mi consulta. Mi siguiente cita después de Maggie Royle era con un paciente que se enfadaba incontrolablemente cuando oía a un desconocido decir su nombre, aunque esa persona estuviera hablando de alguien completamente diferente que resultaba tener el mismo nombre. Más de una vez, había iniciado peleas en bares como resultado de esta fobia.

Sin embargo, me sorprendía oír a Maggie Royle utilizar la palabra «poseído». Parecía tan racional, tan profesional, en su traje elegante. No era en absoluto la clase de persona que uno esperaría que creyera en fantasmas.

—Le permito que vea a nuestro niño, lo indispensable, y siempre supervisándolo —continuaba—. Definitivamente me gustaría negarle el contacto, pero no estoy segura de que pueda. No se preocupe, sé que esta no es su especialidad; es una homeópata, no una abogada. Tengo un buen abogado.

—Cuando usted dice poseído… —comencé a tantear.

—¿Sí?

—¿Usted quiere decir lo que creo que quiere decir? —Laura me miró inexpresivamente.

—Yo no sé lo que usted cree que yo quiero decir —dijo después de un rato.

—¿Puede definir «poseído»?

—Tomado por el espíritu de otro.

—¿Un espíritu maligno? —pregunto.

—¡Ah, sí! —Se quitó el cabello de los ojos—. El más maligno.

Algunas de las personas más perturbadas parecen normales hasta que hablas con ellas extensamente. Decidí fingir que estaba de acuerdo, descubrir tanto como podía acerca de las alucinaciones de Maggie Royle. Si descubría, como sospechaba que lo haría, que estaba demasiado enferma mentalmente para que la tratara eficazmente, la enviaría a un psiquiatra.

—¿Es el espíritu de una persona muerta? —pregunté.

—¿Una persona muerta? —se rio—. ¿Quiere decir, como un fantasma?

—Sí.

Se acomodó e inició el ataque.

—¿Usted cree en fantasmas? —Su tono era condescendiente.

—Por el momento concentrémonos en lo que usted cree.

—Soy una científica. Creo en el mundo material.

Me gustaría decir que en este punto una señal de advertencia empezó a destellar dentro de mi cerebro, pero no fue así. No tenía razón para creer que la mujer sentada delante de mí no era otra que Maggie Royle.

—No estoy segura de creer en la homeopatía —dijo—. Usted va a darme alguna clase de remedio al final de esta sesión, ¿correcto?

—Sí, pero no necesitamos pensar en eso ahora. Solo concentrémonos…

—¿Y en qué consistirá este remedio? ¿De qué estará compuesto?

—Eso depende de lo que yo decida que usted necesita, basándome en la información que me dé. —Sonreí comprensivamente—. Es demasiado pronto para decirlo.

—He leído en algún sitio que los remedios homeopáticos no son nada más que píldoras de azúcar disuelto en agua. Que si se hiciera un análisis químico de ellos, no habría rastro alguno de ninguna otra sustancia. —Ella sonrió, complacida con ella misma—. Como decía, soy una científica.

No estaba contenta de que hubiera desviado nuestra conversación tan agresivamente ni por la rabia general que emanaba de ella, pero era su sesión. Me estaba pagando cuarenta libras por hora. La tenía que dejar hablar sobre cualquier cosa que fuera importante para ella. Me decía que no debía preocuparme; algunos pacientes necesitaban asegurarse de la validez de la homeopatía antes de relajarse.

—Eso es cierto —dije—. Las sustancias que disolvemos en agua para hacer remedios homeopáticos han sido diluidas tantas veces que ya no hay ningún rastro químico de la sustancia original, ya sea cafeína o veneno de serpiente o arsénico…

—¿Arsénico? —Laura elevó sus dos arcos delgados de cejas inmaculadamente depiladas—. Encantador.

—Lo que sucede es que, cuanto más diluido está, tanto más fuerte se vuelve el efecto. Sé que parece improbable, pero los expertos solo ahora están empezando a entender exactamente cómo funciona la homeopatía. Es algo relacionado con la sustancia original que estampa su estructura molecular en el agua. Tiene que ver más con la física cuántica que con la química.

—¿No es eso una sarta de gilipolleces? —dijo Laura, como si estuviera haciendo una pregunta que estaría segura que me cautivaría, más que siendo sencillamente grosera—. ¿No es cierto que lo que está pasando realmente aquí esta mañana es que voy a entregar mi dinero duramente ganado a cambio de una botella de agua?

—Maggie… —Estuve a punto de decir algo sobre su hostilidad, que me hacía pensar que podría hacer imposible que yo la tratara eficazmente.

—Ese no es mi nombre. —Sonrió con calma, cruzando los brazos.

—¿Perdón? —Ni siquiera entonces adiviné su verdadera identidad.

—No soy Maggie Royle.

—¿Es usted periodista? —pregunté, temiendo haber sido engañada por uno de los tabloides. Nunca pierden una oportunidad de atacar a la industria de la salud alternativa.

—Ya le dije, soy una científica. La pregunta es, ¿qué es usted? ¿Realmente cree en la mierda que usted vende, o secretamente se está riendo de todos los pobres gilipollas que explota? Debe ser una pequeña rica. Debe estar inflada. Continúe, dígame. Prometo que no se lo diré a nadie. ¿Es una charlatana?

Me levanté.

—Temo que voy a tener que pedirle que se vaya —dije, señalando la puerta.

—¿No hay consejos para mí, entonces? ¿Sobre cómo reconciliarme con el hecho de que una repentina atracción sexual por David jodiera mi vida?

«¿David?», me oí decir. No era el nombre el que me puso en guardia. No es un nombre inusual. Era la forma en la que Laura lo decía. Como si yo lo conociera.

—No se case con él, Alice. Sálvese mientras todavía puede. Y por el amor de Dios, no tenga niños con él.

Mis ojos se abrieron con horror. Me sentí mareada. Mi cómodo pequeño mundo se sacudía.

—Usted no es una charlatana, ¿no? —Laura suspiró cansadamente—. Solo una idiota. Buenas noticias para David, muy malas noticias para usted.

El confrontamiento cara a cara no es fácil para mí, pero estaba determinada a demostrar mi fidelidad.

—Salga. Me ha mentido y sacado provecho de mi buena disposición…

—Y veo que es fácil. Le aseguro que, la maniobra que le he jugado no es nada comparado con lo que David y esa criatura de madre que él tiene le harán.

—David me ama. También Vivienne —le dije, torciendo mi diamante y mi anillo de compromiso de rubí en mi dedo, aquel que había pertenecido a la madre de Vivienne. Cuando Vivienne me lo dio, me emocioné tanto que rompí a llorar. No había querido dárselo a Laura, decía. Pero quería dármelo a mí—. Lo siento por usted. Ni siquiera reconozco su imagen de ellos…

—Dele tiempo al tiempo. —Rio con desdén—. La reconocerá. —Las dos estábamos de pie ahora, enfrentándonos.

—Usted los presenta como caricaturas de un melodrama victoriano. ¿Qué le han hecho David y Vivienne para merecer la forma en que los está tratando, manteniendo a Felix lejos de ellos? Vivienne sería una abuela maravillosa y usted está decidida a no permitírselo. ¿Es justo para Felix?

—¡No te atrevas a mencionar el nombre de mi hijo! —La cara de Laura se torció con rabia.

—Tal vez es eso lo que la asusta, que ella podría estar más cerca de su propio hijo que usted.

Aunque este episodio con Laura fue horrible, recuerdo haber pensado que estaba contenta por la oportunidad de defender a Vivienne contra su detractor principal. Ella me había defendido cuando uno de mis pacientes me acusaba, en una carta, de darle falsas esperanzas de recuperación. Vivienne elaboró una respuesta que demolía su caso, pieza por pieza, en un lenguaje que era tanto cortés como mortal. El paciente me había escrito otra vez algunas semanas después, disculpándose francamente.

—Vivienne, por casualidad, ¿te sugirió esa idea? —Laura se burló—. Déjame que lo adivine: me estoy perdiendo ser una madre correcta y forjar un lazo profundo con mi hijo Felix porque no he dejado mi trabajo, y no puedo soportar la idea de que alguien más pueda estar llenando el espacio vacío que yo he dejado en su vida.

«Staphisagria», pensé: el remedio perfecto para alguien tan amargado como esta mujer claramente desdichada y engañada.

—¿Usted realmente cree que David y Vivienne son esos monstruos? ¿Es decir, por qué? ¿Han asesinado a alguien, torturado a alguien? ¿Cometieron genocidio?

—Alice, despierta. —Laura de hecho me cogió por los hombros y me sacudió. Sentí como mi rostro temblaba de furia porque me había tocado sin permiso—. No hay ningún David. La persona que conoces como David Fancourt no es un ser humano, es la marioneta de Vivienne. Si Vivienne dice que no hay que hacer ejercicio durante el embarazo, David acepta. Si Vivienne dice que una educación en colegio público es imposible, David acepta. Su personalidad consiste en algunos instintos formados a media, obligaciones y miedos que giran alrededor en un gran vacío.

Abrí la puerta de mi oficina, apoyándome en ella.

—Por favor váyase —dije, asustada por la radicalidad de su descripción. No le creía, pero tampoco podía apartar sus palabras de mi mente.

—Lo haré. —Suspiró, se enderezó su chaqueta y salió. Sus tacones cuadrados dejaron surcos en la alfombra de mi oficina—. Solo que, cuando sea demasiado tarde, no vengas llorando a buscarme.

Esa fue la última cosa que dijo, la primera y la última vez que la vi viva.

Después de que muriera, bastante tiempo después, empecé a tener sueños en los cuales veía su tumba. Las palabras «No vengas llorando a buscarme» eran cinceladas en la cuadrada piedra gris verde. Pero, en mis sueños, todas las noches, la gente iba a llorarle. Amigos, familia, compañeros; la gran muchedumbre densa y enfurecida de llorones iba al cementerio todos los días, y lloraban y lloraban hasta que sus caras se hinchaban. No yo, sin embargo. Nunca iba y no lloraba. Era la única que obedecía.