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3/10/03, 13.30 horas

No había rastro de Charlie en la sala del Departamento de Investigación Criminal. Mierda. Sin ella, Simon difícilmente podría sacarle a Proust lo que le había dicho David Fancourt. Colin Sellers y Chris Gibbs, dos de los otros detectives del equipo de Charlie, estaban inmersos en una montaña de expedientes con diligencia ligeramente exagerada, en opinión de Simon. Solamente podía haber una explicación para ello.

Simon se volvió y vio al inspector Proust en su oficina de la esquina de la sala. Más que una oficina, era una caja de cristal, como una especie de vitrina de exposición en una galería de arte, en la que podía admirarse el corte transversal de un animal muerto, excepto que la mitad inferior estaba hecha de pladur barato que, por alguna razón, se había cubierto con la misma moqueta gris estriada del suelo de la sala del DIC. A través del cristal podía verse al inspector de cintura para arriba girando alrededor de su escritorio, con el teléfono en una mano y su taza de «Mejor abuelo del mundo» en la otra.

David Fancourt se debía de haber marchado. A menos que Proust se lo hubiera pasado a Charlie. Quizás era ahí donde ella estaba, en una sala de interrogatorios con ese cabrón. Simon se sentó junto a Gibbs y Sellers, tamborileando con sus dedos en el escritorio. La sala del DIC se le caía encima, con su pintura verde desconchada, ese hedor estancado a sudor y su zumbido informático constante. Cualquiera se sentiría asfixiado aquí. Había fotografías de víctimas colgadas de una de las paredes en las que la sangre se apreciaba en algunas de las caras y los cuerpos. Simon no podía soportar pensar en Alice en ese estado. Pero ella no estaba así, no podía estarlo. Su imaginación no se lo permitiría.

Algo corroía su subconsciente, algo relacionado con lo que Charlie le había contado sobre el caso de Laura Cryer. No era lo suficientemente maduro como para dejar de angustiarse y volver a pensar de forma fácil en ello más tarde. En cambio, se sentaba en su silla con los hombros encorvados y se machacaba el cerebro intentando sacarlo a la luz desde las profundidades lóbregas de su memoria. Era inútil.

Antes de ser consciente de haber tomado una decisión, Simon estaba otra vez en pie. No podía quedarse sentado girándose los pulgares cuando no tenía ni idea de si Alice estaba bien. ¿Dónde coño estaba Charlie? Libre por una vez de su oprimente influencia, se dirigió a la oficina de Proust y llamó a su puerta, muy fuerte, marcando un ritmo de urgencia. Con Proust, normalmente había que esperar hasta que te llamara, incluso si eras un inspector, como Charlie. Simon oía a Gibbs y Sellers cuchichear acerca de cuál era su problema.

Proust no parecía tan sorprendido como cabría esperar.

—Detective Waterhouse —dijo al emerger de su cubículo—. Justo el hombre que necesitaba ver. —Su tono de voz era severo, pero eso no le decía nada a Simon. El inspector siempre parecía severo.

Según su mujer, Lizzie, con la que Simon había coincidido en un par de fiestas, Proust utilizaba el mismo tono en los tribunales y las ruedas de prensa que cuando hablaba con su familia.

—Señor, sé que David Fancourt ha estado aquí. —Simon fue directo al grano—. Sé que su mujer y su hija han desaparecido. ¿Está ahora con Charlie?

Proust suspiró, despellejando a Simon con la mirada. Era un hombre pequeño, delgado y calvo que mediaba la cincuentena y cuyo mal humor era capaz de traspasar su propia piel y contaminar habitaciones llenas de gente. De esta manera se aseguraba de que a todo el mundo le interesase tenerlo contento. Era el Muñeco de Nieve; Proust conocía el apodo y le gustaba.

—Escucha atentamente, Waterhouse. Voy a hacerte una pregunta, y quiero que me digas la verdad, aunque sepas que eso significa que vas a tener un gran problema. Si me mientes… —Se detuvo para observar siniestramente a Simon—. Si me mientes, Waterhouse, puedes dar por acabada tu carrera en la policía. Te acordarás del día de hoy. ¿Está claro?

—Sí, señor. —Huelga decir que ninguna de las dos alternativas sonaba especialmente atractiva.

—Y no creas que no me enteraré de que mientes, porque sí lo haré.

—Sí, señor.

La frustración corría por las venas de Simon, pero intentaba parecer tranquilo. No había atajos cuando se trataba de Proust. Había que pasar por los muchos aros que colocaba. Empezaba todas las conversaciones con una visión clara de cómo debían estructurarse. Hablaba en párrafos.

—¿Dónde están Alice y Florence Fancourt?

—¿Señor? —Simon levantó la mirada, sobresaltado.

—¿Solo sabes decir esa palabra, Waterhouse? Porque, si es así, estaré encantado de prestarte un diccionario. Te lo preguntaré otra vez: ¿dónde están Alice y Florence Fancourt?

—No tengo ni idea. Sé que han desaparecido, señor. Sé que ese es el motivo por el que ha venido Fancourt esta mañana, pero no sé dónde están. ¿Por qué tendría que saberlo?

—Mmm. —Proust se alejó frotándose la nariz. Sumido en sus pensamientos, perfeccionando su frase siguiente—. Así que si alguien sugiriese que tú y la señora Fancourt estabais más unidos de lo que deberíais, estaría equivocado, ¿no es cierto?

—Sí. Así es, señor. —Simon fingió indignación. Con cierto éxito, pensó. Las estudiadas pausas de Proust habían elevado tanto el nivel que había terminado estudiando los trucos retóricos de todo el mundo. «¿Quién ha dicho eso? ¿Es eso lo que Fancourt ha dicho? O quizás ha sido Charlie, la traidora». Simon solamente sabía una cosa: no podía perder este trabajo. Lo había hecho mejor que cualquiera, primero como policía raso y más tarde en el DIC durante siete años. En el pasado no se había esforzado demasiado en conservar sus empleos y se embarcaba en una escalada de dudosa gloria en cuanto las cosas empezaban a fallar. La clínica dental, la oficina de información al turista, la empresa constructora… ninguno de esos trabajos le había importado nada. Estaban llenos de idiotas que le lanzaban peroratas sobre «el mundo real» cada vez que veían a Simon con un libro en la mano. Como si los libros no fueran tan reales como el dinero de una cuenta de ahorros, joder. No, pensaba que darles la patada a esos gilipollas era una especie de tributo, una prueba de su propio valor.

Su madre no estaba de acuerdo. Simon todavía recordaba la cara que puso cuando le dijo que lo habían despedido de su trabajo como guardia de seguridad en una galería de arte, su cuarto empleo en dos años. «¿Qué voy a decirle al reverendo?», le dijo.

No hubo ninguna respuesta por parte del Muñeco de Nieve. Simon notó las gotas de sudor que se formaban en su frente.

—Fancourt es un mentiroso, señor —se le escapó—. No confío en él.

El inspector tomó un sorbo de su taza y aguardó. Alarmantemente frío, como un cubo de hielo que se desliza por la espalda en un día caluroso. Simon sabía que probablemente debería mantener la boca cerrada, pero no pudo.

—¿Señor, no deberíamos volver a examinar el caso de Laura Cryer, dadas las circunstancias? —Proust había estado oficialmente a cargo de la investigación tres años atrás, aunque habían sido Charlie, Sellers, Gibbs y el resto del equipo quienes hicieron todo el trabajo—. Acabo de decirle a Char… la inspectora Zailer lo mismo. Alice Fancourt no confiaba en David Fancourt tampoco. Era obvio que no. Y las mujeres conocen a sus maridos, ¿no? Señor, puesto que la primera mujer de Fancourt fue asesinada y ahora Alice ha desaparecido también, ¿no debería ser Fancourt nuestro principal sospechoso? ¿No debería ser esa nuestra primera línea de investigación?

Normalmente él no era tan hablador. Proust tendría que verle la lógica a lo que decía si se lo repetía lo suficiente.

—¡Las mujeres conocen a sus maridos!

Proust hizo saltar a Simon. El aumento repentino del volumen le decía que su turno había terminado y que lo había utilizado de forma imprudente. Proust lo iba a hacer pagar intentado determinar la dirección de su diálogo. No debería haber hablado tanto, con tanta urgencia. Había introducido un nuevo elemento; y Proust odiaba eso.

—Así que las mujeres conocen a sus maridos, ¿eh? ¿Y sobre esa base sospechas de David Fancourt por asesinato?

—Señor, si…

—Déjame decirte algo, Waterhouse. Todos los sábados mi mujer y yo cenamos con alguno que otro tipo aburrido, y yo me tengo que quedar allí sentado como un imbécil mientras ella se inventa historias sobre mí. Giles esto, Giles lo otro, a Giles no le gusta la tarta de merengue de limón porque lo obligaban a comerla en la escuela, Giles prefiere España a Italia porque cree que allí la gente es más amable. El setenta y cinco por ciento de esas historias son inventadas, simple y llanamente. Bueno, hay una pizca de verdad en algunas de ellas, pero en su mayor parte son mentira. Las mujeres no conocen a sus maridos, Waterhouse. Solo lo dices porque no estás casado. Las mujeres hablan de tonterías porque les divierte. Llenan el aire con palabras aleatorias, y no les importa demasiado si lo que están diciendo tiene alguna base real. —Proust tenía la cara roja hacia el final de su discurso. Simon sabía que era mejor cuidarse de responder.

—¡Una mujer guapa y manipuladora se inventa una historia y tú te la crees! Darryl Beer mató a Laura Cryer porque le quería quitar el bolso. Desparramó la mitad del contenido de su cuero cabelludo sobre el cuerpo de ella. ¿A qué estas jugando, Waterhouse? ¿Eh? Podrías llegar a ocupar mi sitio si juegas bien tus cartas. Realmente puedes llegar a ser un buen detective. Yo fui el primero en decirlo cuando te trasladaron aquí. Y has acertado más de una vez recientemente, esto tengo que admitirlo. Pero también te digo una cosa: no puedes permitirte cometer más errores.

¿Acertar? Los puños de Simon anhelaban volar por el aire en dirección a la petulante cara de Proust. El inspector lo hacía parecer como si cualquiera pudiese haber logrado lo que Simon hizo el mes anterior, cuando debía saber perfectamente que nadie más podría haberlo hecho, al menos nadie que estuviera trabajando actualmente en el DIC. Ciertamente, nadie más lo había logrado, y eso era lo que contaba, joder.

Y ¿qué era toda esa mierda acerca de «más errores»? Simon había sido investigado un par de veces por procedimientos disciplinarios, pero nunca nada serio. Todo el mundo recibía alguna vez alguna amonestación disciplinaria menor. Y, a menos que su memoria le estuviese jugando malas pasadas, Proust acababa de describir a Alice como manipuladora. Esa opinión debe de haber venido de Charlie, quien sí era capaz de ser despiadadamente manipuladora. Simon tenía la impresión de que Alice era una persona completamente sincera, sin ninguna malicia. Mantuvo la boca cerrada y empezó a contar dentro de su cabeza. Cuando iba por treinta y dos, todavía quería noquear a Proust y dejarlo tirado en el suelo. Y también a Charlie, ya que se ponía.

—¿Qué te pasa con las mujeres, Waterhouse? ¿Por qué no te buscas una novia?

Simon se quedó helado, con los ojos fijos en el suelo. Ese era un asunto del que definitivamente no quería hablar. Con nadie, nunca. Siguió con la cabeza gacha y esperó a que Proust terminara de vociferar.

—No sé lo que está pasando en tu vida privada, Waterhouse, ni me interesa, pero si afecta a tu trabajo, entonces sí que me preocupo. Vienes aquí y empiezas «Charlie esto» y «Alice aquello»… esto es el DIC, no un culebrón hortera. ¡Aclárate ya!

—Lo siento, señor. —Ahora era un mal momento para empezar a temblar. Era probablemente a causa del esfuerzo por eliminar toda su rabia y frustración. Simon esperaba que Proust, al que no se le escapaba nada, no se hubiese dado cuenta. ¿Por qué había dicho aquello sobre las novias?

—¡Mírate! ¡Estás hecho un desastre!

—Yo… lo siento, señor.

—Vamos a ser totalmente francos: aparte de tu trato oficial con Alice Fancourt durante las declaraciones que hizo sobre su bebé, no has tenido ningún tipo de contacto con ella. ¿Correcto?

—Sí, señor.

—¿No te estás viendo con ella?

—No. —Eso, al menos, era cierto—. Tuvo un bebé hace menos de un mes, señor.

—¿Y mientras estaba embarazada? ¿Antes de su embarazo?

—La conocí hace solamente una semana, señor.

¿Realmente fue el viernes pasado? Parecía mucho más tiempo. Simon iba a recoger algunas grabaciones de videovigilancia que su equipo necesitaba para un caso abierto de desaparición cuando oyó la voz del agente Robbie Meakin por radio pidiendo que cualquier coche acudiera a una residencia llamada Los Olmos, en la carretera de Rawndesley. «Mujer que responde al nombre de Alice Fancourt. Dice que su bebé ha sido secuestrado».

A Simon le sorprendió la coincidencia. Había pasado por delante de esa propiedad hacía solamente unos veinte segundos y se había percatado de las verjas abiertas de hierro forjado construidas especialmente para incorporar el nombre de la finca en dos grandes círculos: «Los» en la puerta de la izquierda y «Olmos» en la de la derecha. Más elegante que esas señales de madera pintadas, había pensado Simon. «Estoy allí. Iré yo», le dijo a Meakin. Aunque era reticente a encargarse de otro caso cuando ya tenía más que suficiente con su pila de casos criminales, se habría sentido culpable de ignorar este cuando se encontraba allí mismo. Se trataba de un bebé, después de todo.

Se detuvo, giró el coche y se dirigió de vuelta en dirección a Spilling. Apenas había empezado a acelerar cuando ya se encontró frente a Los Olmos. Vio un largo camino de entrada y un trozo de casa alta y blanca al final de él, flanqueada por árboles a un lado y por lo que parecía un granero al otro. Delante del granero, en el lado más cercano a la carretera, había un área pavimentada en la que estaban aparcados dos coches bajo unos árboles inclinados: un BMW azul metálico y un Volvo granate que parecía tener cuatrocientos años.

Simon esperó con impaciencia a que el tráfico del carril contrario le dejase un hueco para girar hacia el camino de entrada. Mientras tamborileaba con sus dedos en el volante, volvió a emerger la voz de Meakin.

—¿Waterhouse?

—Sí.

—¿Puedes hablar?

—Sí.

—Te va a encantar esto. El marido de la mujer acaba de llamar. Dice que el bebé no ha sido secuestrado.

—¿Qué?

—Hay un bebé en la casa. Parece que los dos están de acuerdo en eso. El marido considera que es el que se trajeron a casa del hospital, pero la mujer dice que no —se rio Meakin entre dientes.

Simon gimió:

—¡No me jodas!

—Demasiado tarde. Dijiste que te ocuparías.

—Qué cabrón eres, Meakin.

Finalmente el tráfico disminuyó y Simon pudo llegar al otro lado de la carretera. Aunque ya no tenía ninguna gana de hacerlo. ¿Por qué no había dejado que los de uniforme se ocuparan de esto? Era demasiado concienzudo, por desgracia para él. Un bebé secuestrado era una cosa. Eso era una cosa seria. Pero una mujer diciendo que su bebé no era su bebé, ese ya era otro cantar. Simon estaba seguro de que se iba a comer un auténtico marrón. Alice Fancourt, no había duda, resultaría ser un ama de casa con trastornos hormonales que aquella mañana se había levantado con el pie equivocado y había decidido hacerle perder el tiempo a todo el mundo.

Y así se generaría todavía más papeleo administrativo. No importaba lo absurda que fuese la denuncia. En estos días de procedimientos éticos de denuncia, todo tipo de disparates tenían que ser tramitados, se les debía asignar un número de caso y un inspector, que a su vez se lo asignaría a un detective. Era parte de los intentos de las fuerzas policiales de fingir que se tomaban a todos los ciudadanos en serio. Cosa que evidentemente no hacían.

No era el papeleo lo que le preocupaba a Simon. Durante su traslado al DIC, había estado en su elemento como oficial de pruebas. Estaba menos cómodo con las desordenadas y a menudo espantosas pantomimas humanas con las que se encontraba a diario, la ferocidad de los sentimientos con la que su trabajo a veces lo ponía en contacto. Se avergonzaba de estar presente en muchas de las escenas que requerían su presencia, y la mayor parte de su mejor trabajo lo hacía solo con el pensamiento, o al frente de una pila de archivos. En cualquier caso, lejos de las demás personas y de sus ideas mediocres.

—Oh, y una cosa más —dijo Meakin.

—¿Sí? —Era improbable que fueran buenas noticias.

—La dirección, Los Olmos, lleva un aviso en el ordenador.

—¿Qué dice?

—Solo dice: «Ver incidencia relacionada», y el número de incidencia.

Simon suspiró y garabateó el número que Meakin le dio. Lo comprobaría más tarde.

Aparcó junto al BMW y el destartalado Volvo, reparando en que el primero estaba cubierto por la hojarasca de los árboles, mientras que el Volvo tenía solamente dos hojas sobre el capó, una roja y otra amarilla-marrón. Simon recorrió la avenida de entrada y tocó el timbre. La puerta delantera era de madera maciza y parecía absurdamente gruesa, como si fuese tan profunda como ancha. La casa era señorial, con una fachada perfectamente cuadrada, simétrica. Su aspecto inmaculadamente ordenado lo hizo pensar a Simon en un artículo que había leído una vez en un periódico sobre un hotel hecho de hielo. Había algo inquietante en la aparente perfección desplegada que impulsaba a Simon a buscar con más ahínco defectos y grietas. No encontró ninguno. La pintura blanca de la fachada exterior y los marcos de las ventanas estaban igualmente impolutos.

Después de unos cuantos segundos, un hombre esbelto, bien afeitado, que llevaba una camisa a cuadros y pantalones vaqueros abrió la puerta. Era unos centímetros más bajo que Simon, y la inmensidad de la casa lo hacía parecer incluso más pequeño de lo que era. Tenía el pelo castaño claro peinado con un corte en apariencia muy caro. Simon adivinó que la mayor parte de las mujeres encontrarían atractivos sus rasgos regulares y bien proporcionados.

David Fancourt. Le pareció culpable, o avergonzado, o furtivo. Algo, en cualquier caso. No, no culpable. Simon no lo pensó entonces. Esa era la visión retrospectiva, una proyección hacia atrás, como cuando ves una película que ya habías visto antes y ya sabes lo que pasará al final.

—Por fin —dijo Fancourt impaciente al abrir la puerta. Llevaba en brazos a un bebé de pocos días y un biberón en la mano. El bebé tenía una cabecita más redonda que muchas de las que Simon había visto. Algunas parecían abolladas o aplastadas. Este tenía apenas pelo y lucía un par de diminutas manchas blancas sobre su nariz. Sus ojos estaban abiertos y parecía que miraba con intensa curiosidad, aunque Simon estaba casi seguro de que había imaginado esta parte. Más trucos de la memoria.

Detrás de Fancourt vio un espacioso vestíbulo y una escalera curva hecha de madera oscura y bruñida. Así es como la otra mitad vive, pensó.

—Soy el agente detective Waterhouse. ¿Ha denunciado el secuestro de un bebé?

—David Fancourt. Mi mujer se ha vuelto loca. —Su tono implicaba que eso era, si no ya culpa de Simon, al menos sí su única responsabilidad ahora que había aparecido.

Y entonces, en la parte superior de las escaleras, Simon vio a Alice.