Capítulo 37

La mañana del 25 de julio me desperté sintiéndome libre como un pájaro. Me estiré sensualmente en la cama y cogí un libro. No tenía que ir a clase. Por otra parte, la situación de las mujeres de la casa estaba resuelta y ya sólo tenía que preocuparme por mi familia "verdadera", es decir, Kuniko y mamá Masako.

El sueño de mi hermana era abrir un restaurante, de manera que le prometí ayudarla durante tres años y ahora estaba ocupada haciendo planes para su nueva empresa. Si el establecimiento resultaba un éxito, seguiríamos adelante; si era un fracaso, lo cerraríamos.

Decidió llamarlo Ofukuru no Ají, "La Comida de Mamá".

La única persona que aun no estaba preparada para volar sola era mamá Masako. Yo le había explicado con paciencia inagotable mis proyectos una y otra vez, pero ella no parecía entenderlos. Estaba acostumbrada a depender de otros y no tenía el más mínimo deseo de construirse una vida propia. Quería que las cosas siguiesen como hasta entonces. ¿Qué iba a hacer con ella? No podía ponerla en la calle. Al ponerme de pie en el juzgado y declarar "quiero pertenecer a la familia Iwasaki", había asumido una importante responsabilidad y, desde el punto de vista de la moral, estaba obligada a cuidar de ella.

Mamá Masako y yo teníamos ideas diferentes de lo que significaba ser atotori. Yo pensaba que mi compromiso con tía Oima significaba que debía llevar el apellido Iwasaki y preservar la integridad artística de la familia. No creía haber hecho la promesa de dirigir la okiya por tiempo indefinido. Pero mamá Masako quería que la okiya siguiese abierta.

—Mine-chan, ya no eres una jovencita. ¿Has empezado a pensar en quién será tu atotori?

Había llegado el momento de dejar las cosas claras, así que le hablé sin ambages:

—Entiéndelo, por favor, mamá. No quiero dirigir la okiya. Estoy cansada de este negocio y me gustaría dejarlo. Si de mí dependiese, cerraría la okiya mañana mismo. Sin embargo, hay otra opción. Si deseas que siga funcionando, renunciaré a mi puesto y podrás buscar otra atotori. Te daré todo lo que tengo en mi cuenta de ahorros. Tú y la siguiente heredera llevaréis la okiya, y yo volveré a ser una Tanaka.

—¿Qué dices? Eres mi hija. ¿Cómo iba a reemplazarte? Si quieres cerrar la okiya, la cerraremos.

No era lo que yo esperaba que dijese. Estaba deseando que aceptara mi oferta y me exonerase de mi responsabilidad para con ella y la okiya. Pero nada en la vida resulta tan fácil.

—De acuerdo, mamá. Lo entiendo. Entonces hagamos un trato. Podrás quedarte conmigo, pero con una condición: quiero que me prometas que no interferirás en mis planes, aunque pienses que me estoy equivocando. Necesito hacer las cosas a mi manera. Si me lo prometes, me haré cargo de ti durante el resto de tu vida. Esta vez, aceptó, y por fin logré su consentimiento para demoler la casa y hacer realidad mis sueños. No me sentí culpable por cerrar la okiya. Le había dado a Gion Kobu todo lo que tenía, y éste ya no me daba lo que necesitaba. No tenía remordimientos.

Compré un piso grande y vivimos allí mientras construían el nuevo edificio. Envolví los preciosos trajes y objetos que había en la okiya y los guardé a buen recaudo en mi nueva casa. Las obras terminaron el 15 de octubre de 1980. Debido a las sugerencias (o más bien injerencias) de mamá Masako, tuve que cambiar de planes y el edificio acabó teniendo tres plantas en lugar de cinco. Pero eso era mejor que nada.

Abrí un nuevo Club Malvarrosa en la planta baja y Kuniko inauguró La Comida de Mamá. Nos instalamos en el segundo piso. Yo aún deseaba abrir un salón de belleza en el tercero, pero entretanto aprovechamos el espacio para guardar cosas y alojar a los invitados.

Empecé a disfrutar de la tranquilidad de mi nueva vida y, animada por mis clientes, aprendí a jugar al golf. Tomé unas cuantas lecciones particulares y pronto empecé a hacer recorridos de ochenta y noventa golpes. Nadie podía creerlo, pero yo pienso que el golf se me dio bien, igual que el baloncesto, porque el baile me había ayudado a desarrollar el sentido del equilibrio y me había aportado una inusitada capacidad para controlar mis movimientos.

Empecé a investigar con rigor el negocio de la estética y a hacer planes para abrir mi salón de belleza. También probé numerosos productos y conocí a varios expertos en el ramo. Un antiguo cliente se ofreció a presentarme a un peluquero de Tokio que quizá pudiera ayudarme y la esposa de aquél organizó la reunión. Cuando llegué a la ciudad y telefoneé a la señora S. para ultimar detalles, me pidió que fuese a charlar con ella y, como tenía tiempo libre, decidí corresponder a su hospitalidad. La señora S. me recibió con afecto y me hizo pasar al salón. Allí había uno de los cuadros más asombrosos que he visto en mi vida. Era una exquisita imagen de un zorro de nueve colas.

—¿Quién pintó ese cuadro? —pregunté, intuyendo que iba a ocurrir algo importante.

—¿No es maravilloso? Se lo estamos guardando al artista. Se llama Jinichiro Sato. Estudio con él. Está en los inicios de su carrera, pero yo creo que tiene un gran talento.

Tuve una súbita revelación. "Debo dar a conocer a este artista al mundo", pensé. En ese momento supe sin sombra de duda lo que debía hacer. Fue como si me hubiesen encomendando una misión.

Estuve interrogando a la señora S. sobre el pintor hasta que llegó la hora de dejarla, pues había quedado con Toshio para comer, ya que en los últimos años habíamos rescatado una pequeña amistad de las cenizas de nuestra relación. La señora S. y yo debíamos reunirnos con el peluquero por la noche.

—La veré en el Cardinal, en Roppongi, a las diez y media —le confirmé. Y, agradeciéndole una vez más su hospitalidad, me marché.

Después de una agradable comida, Toshio me llevó a su oficina, pues quería que le diese mi opinión acerca de un proyecto en el que estaba trabajando. Vimos algunas secuencias en vídeo y las discutimos. Luego, insistió en acompañarme a Roppongi. Llegué unos minutos tarde. Vi a alguien que me pareció la señora S. (soy miope, igual que Kuniko), pero como estaba sentada con dos personas y no con una, supuse que me había equivocado. Entonces todos empezaron a hacerme señas y me dirigí al grupo sonriendo. Uno de los hombres era muy joven y apuesto.

La señora S. me presentó al peluquero. No era ése. Y luego se volvió hacia el otro hombre.

—Este es Jinichiro Sato, el artista cuyo cuadro estuvo admirando esta mañana.

—¡Pero es muy joven! —le solté.

—¡De ninguna manera! —replicó con firmeza. (Tenía veintinueve años.)

—Me encantó el cuadro —aseguré. Y, de inmediato, me lancé al ataque—. ¿Hay alguna posibilidad de que me lo venda?

—Oh, puede quedárselo. Lléveselo. Es suyo.

Aquel gesto me dejó estupefacta.

—No; no puedo aceptarlo como obsequio —me disculpé—. Es demasiado valioso. Además, si no lo pago, tendré la impresión de que no me pertenece.

Pero él no atendió a mis razones.

—Si de verdad le gusta tanto, será un placer regalárselo. —Sonaba sincero.

La señora S. estuvo de acuerdo.

—Sea agradecida, querida, y aproveche este amable ofrecimiento.

—Bueno, en tal caso acepto el cuadro con gratitud. Le devolveré el favor en el futuro.

No imaginaba lo proféticas que acabarían siendo esas palabras.

Dediqué tan poco tiempo a hablar con el peluquero que tuvimos que concertar otra cita para la noche siguiente.

Durante las semanas siguientes, volví a ver a Jin en varias ocasiones. Se presentaba de improviso cada vez que yo iba a ver a la señora S. Luego, a principios de noviembre, me invitaron a una fiesta en casa de los S., a la que él también acudió. Noté que me miraba a cada momento, pero no le di importancia. La verdad es que me parecía un hombre inteligente y divertido.

El 6 de noviembre recibí una llamada de la señora S.

—Tengo que hablarle de algo importante, Mineko-san. El señor Sato me ha pedido que le transmita sus intenciones: quiere casarse con usted.

Pensé que estaba bromeando y respondí con sarcasmo. Pero ella insistió en que hablaba en serio.

—En tal caso, dígale que no, por favor. Ni siquiera lo pensaré.

Empezó a llamarme todas las mañanas a las diez en punto, para reiterarme la proposición de Jin y casi logró hacerme perder la paciencia. ¡Y por lo visto le estaba haciendo lo mismo a él! Era una mujer muy astuta. Al final, Jin me telefoneó y me gritó que lo dejase en paz. Le respondí airadamente que yo no había hecho nada y llegamos a la conclusión de que todo era obra de la señora S. Dado que los dos nos habíamos puesto violentos, Jin me preguntó si podía verme para disculparse.

Pero en lugar de eso, me propuso matrimonio. También a él le contesté que no, aunque se mostró reacio a aceptar mi negativa. Regresó al cabo de unos días con la señora S. y volvió a la carga: lo rechacé de nuevo. Debo admitir que su insolencia y su seguridad en sí mismo comenzaban a intrigarme. Parecía inmune a mis desaires y no cejaba en sus visitas y en proponerme matrimonio.

Muy a mi pesar, lo cierto es que empecé a pensar en ello, porque aunque casi no conocía a Jin, sabía que tenía las cualidades que yo estaba buscando. Además, quería mantener vivo el prestigio artístico de la familia Iwasaki y tener a un gran artista entre nosotras podía ser una forma de conseguirlo. Jin era un pintor excepcional; no me cabía la menor duda. Ya entonces creía que, tarde o temprano, habrían de declararlo "Tesoro Nacional Viviente". Y no sólo por su talento, pues tenía un título de postgrado en Historia del Arte otorgado por la mejor escuela de arte de Japón, la Geidai de Tokio, y era un erudito en su campo.

Yo ya no era joven, y deseaba tener hijos y experimentar la vida de casada. Por otra parte, Jin era tan agradable… No había nada censurable en él.

Así que, una vez más, decidí empezar de cero. Y la siguiente ocasión que me lo propuso, y era la cuarta, acepté con una condición: le hice prometer que me concedería el divorcio si al cabo de tres meses no me sentía feliz.

Nos casamos el 2 de diciembre, veintitrés días después de conocernos.