Durante los tres años siguientes planeé cuidadosamente mi retiro. El club nocturno era sólo una medida temporal, pues mi verdadero sueño era crear un negocio para embellecer a las mujeres. Sí, quería ser propietaria de un salón de belleza y desarrollé una estrategia para lograr que fuese realidad.
Lo primero que necesitaba era un lugar y para conseguirlo debía convencer a mamá Masako de que me permitiese construir un edificio en el solar de la okiya. Había planeado que tuviese cinco plantas: ubicaría el club en la planta baja, un salón de belleza y una peluquería en la primera y la segunda, y dividiría los pisos más altos entre nuestra vivienda y habitaciones de alquiler. De este modo, conseguiría unos ingresos complementarios que nos ayudarían a mantener la casa.
A continuación, debía resolver el futuro de las geiko y del resto del personal de la okiya. Mi idea era servir de mediadora a las mujeres que querían casarse y procurar que las demás encontrasen otro puesto o, con mi apoyo, abriesen su propio negocio.
Entonces podría decidir cómo y cuándo retirarme. La prensa aseguraba que yo era la geiko más popular del siglo y deseaba utilizar esa fama con fines positivos. Mi retiro sería un fuerte golpe para el sistema. Esperaba que el impacto de mi partida y sus repercusiones sirvieran como advertencia, y que las conservadoras autoridades se diesen cuenta de que las cosas debían cambiar. Quería que reconociesen que la organización era obsoleta y que Gion Kobu no tendría futuro si no se decidían a introducir reformas.
Desde mi punto de vista, el fin del karyukai era inevitable. La organización estaba tan debilitada que echaba por tierra los propios tesoros que pretendía preservar. El número de okiya y ochaya de Gion Kobu ya había empezado a disminuir, y sus propietarios solo buscaban ganancias inmediatas; carecían de visión de futuro.
Yo no podía quedarme de brazos cruzados viendo cómo Gion Kobu desaparecía. Creí que tal vez aún estaba a tiempo de hacer algo y tomé una decisión drástica: me retiraría antes de cumplir los treinta. En consecuencia, busqué activamente la manera de aumentar mis ingresos.
Debió de ser por aquel entonces cuando recibí una llamada de Keizo Saji, el presidente de Suntory.
—Mineko, vamos a filmar un anuncio de Suntory Oid y me preguntaba si podrías dirigir a las maiko. Si estás libre, ¿te parece que nos encontremos mañana a las cuatro en el restaurante Kioyamoto?
El señor Saji era un excelente cliente, y fue un placer complacerlo.
Para nuestra cita me puse un quimono veraniego de crespón azul con garzas blancas y un obi de cinco colores decorado con filigranas de oro.
Cuando llegué, dos maiko estaban preparándose para el rodaje, que tendría lugar en un salón privado de aquel restaurante tradicional. En una mesita situada junto a la ventana había una botella de whisky Suntory Oíd, un cubo con hielo, una botella de agua mineral, un vaso anticuado, otro vaso de whisky y un palillo para remover cócteles. Indiqué a las jóvenes cómo preparar una bebida y ellas me imitaron. El director me preguntó entonces si me importaría que me hicieran una prueba.
Me hizo andar por el pasillo del restaurante a paso lento, para que la cámara pudiese seguir mis movimientos. El sol se ponía por el oeste y la pagoda de Yasaka resplandecía sobre el horizonte. Filmaron esta escena varias veces y luego me pidieron que abriese la fusuma del salón privado. Calcularon el tiempo al segundo para que la campana del templo de Chionín sonara en el preciso instante en que yo deslizaba el panel de la puerta corredera.
Me senté a la mesa y empecé a preparar una copa. Improvisando y medio en broma, me dirigí a un actor:
—¿Lo quiere un poco más fuerte?
Cuando la prueba terminó, empezaron el rodaje de verdad y yo me marché.
Unos días después, mientras me hallaba en mi habitación vistiéndome para ir a trabajar y con el televisor encendido, oí de repente una campanada y una voz: "¿Lo quiere un poco más fuerte?"
Pensé que aquella frase me resultaba familiar, aunque no estaba prestando atención.
Esa misma noche, cuando me encontraba en un ozashiki, un cliente me comentó:
—Veo que has cambiado de idea.
—¿Con respecto a qué?
—A salir en anuncios.
—No, en absoluto. Aunque el señor Saji me pidió que asesorase a sus modelos para el rodaje de uno. Fue divertido.
—Creo que te jugó una mala pasada.
¡Conque la del anuncio era yo!
"¡Viejo estúpido! —me dije riendo—. Me ha engañado. Ya me parecía extraño que se molestase en ir al rodaje…"
Pero había sido una broma inofensiva y no me importó. "¿Lo quiere un poco más fuerte?" se convirtió en el eslogan de moda. Y la experiencia había resultado, aun sin pretenderlo, liberadora. Llegué a la conclusión de que no me haría daño aceptar ofertas de publicidad, y empecé a aparecer en anuncios de televisión y prensa e, incluso, en programas de entrevistas. Me alegraba poder contar con una fuente de ingresos extra y, además, siempre que me era posible aprovechaba la oportunidad para exponer mis ideas sobre la organización de las geiko.
De modo que añadí a mi ya saturada agenda de trabajo uno más y continué con este ritmo frenético hasta el 18 de marzo de 1980, el día que murió madre Sakaguchi. Su desaparición no sólo marcó un hito en mi vida, sino en la de todo Gion Kobu, pues daba la impresión de que su luz más brillante se había extinguido. Por desgracia, fue la última intérprete de su escuela de percusión: su arte murió con ella.
Esta pérdida me abatió por completo y, si aún mantenía un mínimo de entusiasmo por el estilo de vida de Gion Kobu, ahora se esfumó para siempre. Mi cuerpo ya estaba exhausto y ahora también mí mente. Madre Sakaguchi me había legado un precioso broche para el obi de calcedonia y ónix, y cada vez que lo miraba, me sentía desamparada además de triste, como sí me hubiera abandonado mí aliada más incondicional.
Cuatro meses después, el 23 de julio, le pedí a Suehiroya que me acompañase a visitar a la iemoto. Cuando entramos, la gran maestra estaba sola en el escenario. Terminó de bailar y se sentó enfrente de nosotras. Dejé ceremoniosamente el abanico delante de mí.
—He decidido retirarme del servicio activo el 25 de julio —anuncié.
La gran maestra rompió a llorar.
—Mine-chan, te he educado como a una hija. He sido testigo de tus enfermedades y tus éxitos. Por favor, ¿no podrías reconsiderar tu decisión?
Un millar de escenas cruzaron mi mente: la iemoto dándome clases, ensayando conmigo, autorizándome para bailar una pieza u otra en público. Su emoción me conmovió, pero fue incapaz de pronunciar la única frase que yo ansiaba oír: "Hagas lo que hagas, Mineko, no dejes de bailar". El sistema no lo permitiría y, cuando abandonase mi trabajo de geiko, tendría que dejar de bailar. Mi decisión era irrevocable. Hice una reverencia y declaré con voz firme:
—Muchas gracias por la bondad que me ha demostrado durante todos estos años. Mi corazón está lleno de gratitud y jamás olvidaré lo mucho que le debo.
Toqué el suelo con la frente. El encargado de vestuario se había quedado sin habla. Volví a casa y les di la noticia a mamá Masako y a Kuniko. Ambas prorrumpieron en sollozos, pero les pedí que se contuvieran, pues teníamos mucho que hacer en las cuarenta y ocho horas siguientes: teníamos que preparar regalos de despedida para todos los miembros de la comunidad.
La gran maestra debió de alertar a la Kabukai nada más irme, porque el teléfono empezó a sonar de inmediato y no paró hasta dos días después. Todo el mundo deseaba saber qué había ocurrido. Los representantes de la Kabukai exigieron una explicación y aunque me suplicaron que no me fuese, tampoco me ofrecieron nada a cambio.
Esa noche asistí a los ozashiki que tenía programados y me comporté como si nada sucediese. Pero todos querían conocer los motivos de mi retirada y hube de satisfacer el interés que demostraban:
—Bueno, puede que estos quince años os hayan parecido cortos, pero para mí han sido una eternidad —les vine a decir, en pocas palabras.
Era más de media noche cuando llegué al Malvarrosa. Estaba a rebosar. De repente, me embargó un profundo cansancio. Cogí el micrófono y anuncié que me retiraba de la profesión. El hecho de expresarlo en voz alta hizo que pareciese más real. Les rogué a todos que se marchasen y cerré el local unas horas antes de lo previsto.
A las ocho y veinte de la mañana siguiente asistí a clase en la academia Nyokoba. La gran maestra y yo trabajamos en La Isla de Yashima, uno de los bailes que sólo pueden aprender las alumnas que han recibido el título de Maestra en Danza. La lección de danza se prolongó mucho más de lo habitual, Cuando bajé del escenario, la lemoto me miró a los ojos y dejó escapar un profundo suspiro.
No quedaba nada por decir.
Traté de mantener la compostura e hice una ampulosa reverencia. "Ya está —pensé—. No puedo volverme atrás. Se ha terminado"
Asistí a una segunda clase con una pequeña maestra, como de costumbre, y luego a una tercera de baile nó y a una cuarta de la ceremonia del té. Presenté mis respetos a las profesoras, me despedí de todos con una reverencia en el genkan y salí por última vez de la academia Nyokoba. Tenía veintinueve años y ocho meses, y mi vida como geiko de Gion Kobu había terminado.
Tal como esperaba, mi retiro causó un profundo impacto en el sistema. Pero no el que yo había previsto, pues los poderes fácticos nada cambiaron. Aunque en los tres meses siguientes otras setenta geiko abandonaron su puesto. Aprecié este gesto, a pesar de que era un poco tarde para demostraciones de solidaridad.