Capítulo 35

Durante cinco años creí que Toshio se divorciaría de su esposa y se casaría conmigo, pero en ese tiempo me mintió en dos ocasiones y en ambos casos sobre su familia. La primera vez me explicó que tenía que salir de la ciudad por cuestiones de trabajo, cuando en realidad pasó la noche en Kioto con su mujer, que había viajado desde Tokio para verlo. La segunda vez sucedió cuando regresábamos a Tokio desde San Francisco. Me pidió que bajásemos del avión por separado, pues había oído que había periodistas en el aeropuerto.

Yo siempre hacía todo lo posible para evitar el escándalo, así que obedecí. Pero allí no había ningún periodista: tras pasar el control de aduana, vi que su esposa y sus hijos habían ido a recibirlo.

Sé que al principio de nuestra relación yo le había dicho que no toleraría la mentira, aunque la vida nunca es tan sencilla como uno la planea. Una vez que nuestra relación se afianzó, me di cuenta de que Toshio necesitaba tiempo para pensar antes de dar aquel paso definitivo.

Claro que, al cabo de cinco años, comprendí que no estaba dispuesto a darlo y hube de afrontar la situación y aceptar que no estábamos más cerca de convertirnos en una pareja de verdad que aquella noche que pasamos en el Waldorf. Decidí romper con él y empecé a buscar la ocasión propicia para hacerlo. Él me la sirvió en bandeja.

En marzo de 1976, Toshio me mintió por tercera y última vez.

Yo viajaba con frecuencia a Tokio por cuestiones de trabajo. Cuando estaba sola, me alojaba en la planta para señoras del hotel New Otani, pero cuando estaba con Toshio siempre ocupábamos la misma suite del quinto piso del Tokyo Prince. Todavía recuerdo el número de nuestra habitación. Habíamos quedado en pasar una noche juntos en Tokio, así que, una vez en la ciudad, me dirigí a nuestra suite. Estaba ordenando mis cosméticos y otros artículos de perfumería en el tocador cuando sonó el teléfono. Era Toshio.

—Estoy en una reunión de producción y parece que no va a terminar hasta dentro de varias horas. ¿Te importaría hacer otros planes para cenar? Te veré más tarde.

Llamé a una buena amiga que vivía cerca del hotel y, como estaba libre, quedamos para cenar. Cuando terminamos, decidimos salir a divertirnos, y acabamos por entrar en todos los bares y discotecas de moda de Roppongi. Hacia bastante tiempo que no me desmelenaba, así que lo pasé en grande. Cuando regresé al hotel, a eso de las tres de la madrugada, me aguardaba en el vestíbulo uno de los asistentes de Toshio y, nada más verme, acudió a mi encuentro.

—¿Me estaba esperando? —pregunté.

—Sí, señorita, yo…

—¿Toshio se encuentra bien?

—Si, sí, está bien; pero sigue en la reunión. Me dio la llave y me pidió que la acompañase a su habitación.

A pesar de que todo aquello carecía de sentido, yo estaba demasiado cansada para preocuparme.

Una vez en el ascensor, mi acompañante apretó el botón de la octava planta.

—Disculpe, pero se equivoca de piso —le indiqué—. Me alojo en el quinto.

—No, no lo creo. Me han dicho que era el octavo.

"Qué raro", pensé mientras el ayudante de Toshio abría la puerta de una habitación que yo no había visto nunca. No era una suite.

Me volví para referirle algo, pero él retrocedió al instante hacia la salida, sin dejar de hacer reverencias. Me dio las buenas noches y cerró la puerta a su espalda.

Eché un vistazo alrededor. Allí estaban mis maletas, tal cual las había dejado, y mis artículos de perfumería, dispuestos en el mismo orden sobre el tocador. Tuve la sensación de que me hallaba bajo los influjos de un duende travieso. Demasiado cansada para preguntarme qué pasaba, me di un baño y me metí en la cama.

Toshio llamó a las cuatro.

—La reunión debería terminar dentro de un rato, pero aún estoy aquí.

En otras palabras, no lo vería pronto.

—¿A qué se debe el cambio de habitación?

—Ah, eso; bueno, te lo explicaré después. Aquí hay personas…

Sugirió que no podía hablar delante de la gente, pero no sonó convincente y tuve la impresión de que ocultaba algo. De manera que a la mañana siguiente me faltó tiempo para tratar de averiguar qué pasaba. Le expliqué al recepcionista, que me conocía, que había olvidado la llave y éste ordenó a un botones que me acompañase a la suite y me abriese la puerta.

La habitación estaba vacía, pero era evidente que alguien había pasado la noche allí: la cama estaba sin hacer y había toallas usadas en el suelo del cuarto de baño. Abrí el armario y descubrí que dentro había un abrigo de piel y una maleta de mujer. Huelga decir que no eran míos. Como en teoría estaba en mi habitación, no tuve reparos en abrir el equipaje: había ropa y una pila de retratos de la esposa de Toshio. Era la clase de fotografías que se usan para dedicar a los admiradores. Por lo visto, la noche anterior, después de que yo me marchase, Toshio había mandado retirar mis cosas para que su mujer pudiese ocupar la suite. Me puse furiosa. ¡Cómo se había atrevido! Me daba igual que ella fuese su esposa. ¡Aquella era nuestra habitación! Y yo había llegado antes.

Más tarde me enteré de que Toshio y su mujer habían tenido una entrevista inesperada en un programa de televisión. No obstante, en lugar de trasladar mis cosas, debió reservar otra habitación para ella cuando supo de su llegada.

Me estremecí al darme cuenta de lo que significaba aquello: su mujer tenía prioridad; estaba claro que para él era más importante que yo. ¿Por qué si no había llegado a esos extremos? Si me hubiese dicho que la esperaba, yo me habría ido al hotel New Otani, pero jamás me habría alojado en una habitación de la octava planta del Prince, donde me arriesgaba a encontrarme con ella.

Había llegado a mi límite, de modo que llamé al servicio de mantenimiento del hotel y pedí unas tijeras grandes. Luego, saqué el abrigo de piel del armario y lo corté con ellas en trozos pequeños. Vacié la maleta sobre la cama y, por fin, esparcí las fotografías por encima de la ropa y dejé las tijeras encima de la pila.

—Muy bien, Toshio. Ya has elegido. Ahora atente a las consecuencias. Sayonara.

Subí a la octava planta, hice las maletas y, a paso tranquilo, abandoné el hotel. Juré que jamás volvería allí. Toshio no pareció afectado por lo que yo había hecho, bien al contrario, siguió tratándome como si nada hubiese ocurrido y ni siquiera mencionó el incidente.

Yo esperaba que me pidiera explicaciones acerca de mi desvergonzada tropelía. En mis fantasías, yo restituía el abrigo y declaraba mi independencia. En cambio, su negativa a tocar el tema significaba que estábamos en un enfermizo compás de espera, por eso empecé a armarme de valor para romper con él cuanto antes.

En mayo, Toshio me invitó a una excursión familiar a las termas de Yugawara. Fuimos con sus padres, su hermano, que también era un actor famoso, y la novia de éste, otra actriz. A nadie le pareció extraño verme en compañía de aquellos artistas. Por ende, y conscientes del prestigio que daba viajar con una geiko, sus padres me aceptaron de buen grado. Eran una pareja bien avenida y aprobaban mi relación con su hijo.

En el balneario habían preparado un "baño de lirios", un tradicional tratamiento primaveral para revitalizar el cuerpo y la mente.

Buscando la soledad, me metí en el baño sola y medité sobre lo que debía hacer y decir, para tratar de decidir cuál era la mejor manera de salir de aquella situación con elegancia. Al final, concluí que lo mejor era no dar explicaciones y, tan sólo, limitarme a no estar siempre a su disposición.

A Toshio le encantaba conducir. Tenía un Lincoln Continental dorado y un Jaguar verde, y los manejaba a toda velocidad. A la mañana siguiente me llevó a Tokio y me dejó en la hostería donde había previsto quedarme. Aunque, en cuanto se marchó, tomé un taxi y me fui al New Otani. Toshio sospechó que pasaba algo, dio una vuelta a la manzana y regresó a buscarme, pero yo ya me había ido.

Me registré en el hotel, subí a la habitación y me tendí en la cama. Permanecí horas allí, llorando, incapaz de hallar consuelo. Todavía intentaba racionalizar la relación. "¿Por qué no puedo aceptar las cosas como son? ¿Qué importa que esté casado?" Pero sí me importaba y no deseaba seguir siendo la otra.

Cuando no me quedaron lágrimas que derramar, llamé a una amiga íntima. En aquella época yo era tan famosa que podía asistir a los combates de sumo sin pagar entrada. Como suele decirse, "entraba por mi cara bonita". Esa noche le pedí a mi amiga que me acompañase y, como no tenía nada que hacer, accedió gustosa.

Nos situamos en primera fila, en los asientos que todos llaman de la "lluvia de arena" ya que algún que otro granito cae sobre ellos desde el cuadrilátero mientras los luchadores se enfrentan.

Acabábamos de acomodarnos cuando Toshio entró pavoneándose y me puse tan nerviosa que hube de marcharme de inmediato. Al volver a Kioto, y siguiendo el protocolo, telefoneé a la okasan que había actuado de mediadora y le puse al corriente de nuestra separación.

Toshio se negó a aceptar la ruptura y quiso verme, pero no se lo permití. Hasta su madre intervino. Fue varias veces a la okiya para hablar conmigo y con mamá Masako, y me rogó que reconsiderase mi decisión.

—Está destrozado, Mineko. ¿No podrías cambiar de opinión?

Pero cuanto más suplicaba ella, más me convencía yo de que había obrado como debía.

Al final, los dos se rindieron y todo terminó. Así fue como acabó; así, como maté al amor de mi vida, pues, en mí corazón, Toshio había muerto y ya no era sino Shintaro Katsu, el actor. Y, puesto que estaba sola, empecé a pensar en lograr la auténtica independencia.

Estaba harta del sistema. Había respetado las reglas durante años, pero jamás podría hacer lo que quería si continuaba siendo una pieza más del engranaje. La razón original para sistematizar la organización de Gion Kobu había sido proteger la dignidad y la independencia económica de las mujeres. Sin embargo, las estrictas reglas de la escuela Inoue nos mantenían en una posición subordinada y no quedaba espacio para ninguna manifestación de autonomía.

No sólo no nos permitían enseñar, sino que ni siquiera podíamos bailar lo que se nos antojase y donde quisiéramos. Debíamos consultarlo todo, desde el repertorio hasta qué accesorios de nuestra indumentaria deseábamos lucir. Este sistema arcaico ha permanecido inmutable durante más de un siglo y no existe en él cauce alguno para modificaciones, mejoras o reformas. Quejarse o resistirse es tabú. Como ya he referido, yo había estado intentando hacer cambios desde los quince años. Pero mis esfuerzos habían sido en vano.

Otra cuestión que me subleva es que a los artistas apenas se les paga nada por participar en los espectáculos públicos, ni siquiera por los Miyako Odori, a pesar de su popularidad y de la cantidad de público que atraen. Hay quien asegura que unos pocos elegidos, los maestros, pueden hacer fortuna con estos actos, pero los que salimos al escenario recibimos a cambio una mísera compensación. Y eso después de ensayar durante un mes y trabajar vendiendo entradas. (Vender entradas forma parte de nuestras obligaciones. Yo solía pedir a mis mejores clientes que me comprasen talonarios enteros para regalárselos a sus empleados, de modo que llegaba a colocar dos mil quinientas entradas por temporada.) Por lo tanto, es obvio que la danza no nos mantiene, sino que nosotras la mantenemos a ella. Y no somos venerables eremitas capaces de vivir del aire.

Yo tenía veintiséis años y era responsable de que la okiya saliera adelante. Empecé a entender las presiones que había soportado tía Oima cuando me había encontrado, pero no estaba dispuesta a padecerlas. Debido a mi posición, las jóvenes maiko me acosaban para que me convirtiese en su onesan. Y yo siempre respondía lo mismo:

—Aunque la academia Nyokoba esté reconocida como escuela especializada por el ministerio de Educación, no te otorgará un titulo de bachiller y por mucho que te esfuerces, acabarás donde empezaste: con un certificado del primer ciclo de la secundaria. No tendrás la preparación ni los documentos necesarios para abrirte camino en el mundo. Incluso si destacas y te dan el título de Maestra en Danza, no te servirá para mantenerte. Hace años que intento cambiar las cosas y hasta ahora nadie me ha escuchado. Así que lo lamento, pero en estas circunstancias, no aceptaré ninguna hermana menor. Sin embargo, si lo deseas, será un placer presentarte a otra geiko que quizás esté dispuesta a apadrinarte.

Sin hermanas menores, era imposible que la okiya creciese. Las geiko de la casa estaban envejeciendo y nuestros ingresos habían disminuido. Yo no quería pedir ayuda económica a mis clientes, aunque muchos me la ofrecieron. No deseaba contraer deudas u obligaciones, pues eso se contradecía con el ideal de mujer independiente que me habían inculcado mis maestras. Y, ya que mis opciones eran limitadas, debía encontrar otra manera de ganar dinero.

En aquella época, una amiga que trabajaba como geiko a tiempo completo abrió su propio club nocturno. Fue una decisión sin precedentes en Gion Kobu, que muchos criticaron por transgresora, pero que a mí me pareció brillante.

Decidí imitarla. ¡Renovaría la okiya y transformaría una parte de la casa en un club nocturno! Cuando empezara a funcionar, usaría las ganancias para mantener a mi familia y yo sería libre para hacer lo que quisiera. Mamá Masako podría ayudar en el club si la necesitaba.

Pero me llevé una enorme sorpresa. ¡Descubrí que no éramos propietarias de la okiya! Sin yo saberlo, la habíamos estado alquilando durante años. Y no podíamos remodelar algo que no nos pertenecía. Traté de convencer a mamá Masako de que comprásemos la casa, pero hizo oídos sordos a mis razonamientos. Su solución para nuestros problemas era ahorrar dinero, no gastarlo. No sabía invertir en el futuro y se contentaba con vivir de alquiler.

Pero yo no estaba dispuesta a renunciar a mis sueños, de manera que actué a sus espaldas. Llamé al banco y, con la garantía de mis ingresos, conseguí una hipoteca y compré la propiedad con mi dinero. Sin embargo, pronto me encontré con otro obstáculo: puesto que la okiya tenía más de cien años, no nos concederían autorización para reformarla. Las ordenanzas exigían que la demoliésemos y construyésemos otra casa. Yo estaba dispuesta a seguir adelante, pero mamá Masako se negó en redondo.

Decidí que no me daría por vencida. Llevaba una carga demasiado pesada, pues actuaba en once festivales diferentes al año. Me encantaba bailar, pero la danza no me daba suficiente dinero para mantener la okiya y la única manera de aumentar los ingresos de la familia era asistir a un número mayor de ozashiki, claro que ya estaba al límite de mis fuerzas. Llevaba años así.

Aunque seguía empeñada en construir un nuevo edificio en el terreno de la okiya, llegué a la conclusión de que tardaría un tiempo en convencer a mamá Masako de que se aviniese a mis planes. Sin embargo, y como de costumbre, fui incapaz de esperar y, mientras tanto, busqué un local de alquiler y varios patrocinadores dispuestos a invertir en un club.

Abrí mi establecimiento, al que llamé Club Malvarrosa, en junio de 1977. Tenía un socio que supervisaba el negocio cuando yo no me encontraba en él, pero no podía evitar acercarme allí cada tarde a trabajar, para cerciorarme de que todo estaba en orden. Y todas las noches, cuando salía de los ozashiki, regresaba al club y permanecía allí hasta la hora de cierre.