El 6 de mayo de 1973 hice una visita a mis padres. Era la tercera vez que volvía a casa desde que me había marchado, hacía dieciocho años.
Me había enterado de que mi padre estaba al borde de la muerte y deseaba verlo una vez más. Cuando lo miré a los ojos, presentí que su fin estaba próximo y que él lo sabía, pero en lugar de tratar de consolarlo con palabras vanas, le hablé con sinceridad y sin rodeos.
—Papá, quiero darte las gracias por todo lo que me has dado en esta vida. Soy una mujer fuerte y competente, y siempre recordaré las cosas que me enseñaste. Por favor, vete sin temor. No tienes que preocuparte por lo que ocurra aquí: yo me ocuparé de todo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—De todos mis hijos tú eres la única que me ha escuchado, Masako. Nunca renunciaste a tu orgullo y me has hecho muy feliz. Sé que has trabajado mucho y que te ha costado lo tuyo, y quiero darte algo. Abre el tercer cajón de mi cómoda. Saca el obi de shibori. Sí, ése. Lo hice yo mismo y es mi favorito. Deseo que se lo des al hombre de tus sueños, cuando lo encuentres.
—Lo haré, papá, te lo prometo.
Saqué el obi de la cómoda de mi padre y me lo llevé. Lo guardé hasta que conocí a mí marido. Todavía lo usa.
Mi padre murió tres días después, el 9 de mayo. Tenía setenta y seis años. Me senté junto a su cadáver y, con su fría mano entre las mías, le hice un juramento:
—Nunca te olvidaré, papá. Te lo prometo.
"El samurái no se amilana ante nada, ni siquiera cuando tiene hambre".
"El orgullo está por encima de todo".
Aunque sólo convivimos durante unos años, yo siempre había adorado a mi padre. Había significado mucho para mí y tras su muerte me invadió un hondo pesar.
Mamá Masako me había dado dinero. Saqué un estuche de seda morada de mi obi y se lo entregué a mi madre. Ignoro cuánto había en él, pero supongo que era bastante.
—No sé si será suficiente, pero quiero que papá tenga el funeral que hubiera deseado. Si necesitas más, por favor habla con Kuniko o conmigo.
—Oh, muchas gracias, Ma-chan. Haré cuanto pueda. Aunque por aquí no me hacen mucho caso. —Miró hacia la habitación contigua.
Sobre el tintineo de las fichas de mahjong, se oyó la risa grave y sarcástica de Yaeko. Me sentí mal, pero no podía hacer nada más.
Como hija adoptada de la familia Iwasaki, no estaba en situación legal de ayudar a mi madre. La miré con gesto comprensivo y le confesé:
—Mamá, quiero que sepas que nunca he dejado de quereros a ti y a papá, y que nunca dejaré de hacerlo. Muchas gracias por haberme dado la vida.
Hice una reverencia y me marché.
Cuando llegué a casa, mamá Masako me preguntó:
—¿Le has dado a tu madre el dinero para el funeral?
—Sí, le entregué el estuche de seda morada.
—Bien. Es importante que aprendas a usar el dinero con sabiduría y en el momento oportuno. Los regalos de felicitación pueden enviarse pasado un tiempo pero no los de pésame. Estos debemos entregarlos cuando corresponde y mostrarnos generosas, de lo contrario quedaríamos mal. Ahora cerciórate de que tu madre tiene la cantidad suficiente que necesita y, si no es así, yo me haré cargo de los gastos adicionales.
Fue muy generosa y me alegré de que por fin me enseñase a usar el dinero de forma adecuada. Sin embargo, el que me dio para mi madre lo había ganado yo.
En 1973 hubo otro acontecimiento importante: la escuela lnoue me concedió el título honorífico de Maestra de Danza o natorí. Su principal ventaja era que, a partir de ese momento, podía aprender e interpretar ciertos papeles que a las demás bailarinas les estaban vedados. Uno de ellos, el de la princesa Tachibana, fue el que me asignaron para los Onshukai del siguiente otoño.
Mientras me encontraba detrás del telón aguardando el momento de hacer mi entrada por el hanamichi, el paso elevado que va desde el fondo del teatro al escenario, la gran maestra, que estaba a mi lado, se inclinó y me susurró al oído:
—Lo único que puedo hacer yo es enseñarte los movimientos. La danza que interpretes en el escenario será sólo tuya.
La transmisión estaba hecha. Yo era libre. La danza era mía.
Pero el título que había recibido no me facultaba para la enseñanza. Ésta era patrimonio exclusivo de las que se habían formado como profesoras desde buen principio. Tampoco me permitía actuar fuera del mundo estrictamente controlado de la escuela Inoue o la Kabukai. Todavía tenía que seguir cumpliendo las normas. Por lo tanto, aunque fue beneficioso para mi carrera, aquel certificado resultó poco menos que inútil, puesto que no contribuyó en modo alguno a mi independencia profesional ni económica.
A mediados de verano la ciudad de Kioto celebra el Obon (el día de los Difuntos) encendiendo una enorme hoguera en la montaña, que puede verse desde cualquier punto de la ciudad, con el fin de guiar a las almas de nuestros antepasados para que regresen a su morada celestial.
En Gion Kobu llenamos con agua bandejas de laca negra y las ponemos en las galerías de los ochaya, para captar el reflejo de las llamas. Esa noche, la gente que asiste a los ozashiki bebe un sorbo de agua de la bandeja y reza una oración pidiendo salud. Esta ceremonia informal marca el comienzo de las vacaciones de verano.
Yo solía pasar un par de semanas del mes de agosto en Karuizawa, el principal centro turístico de Japón, aunque para mí no eran unas vacaciones, sino un viaje de negocios. Muchos miembros importantes del gobierno y del mundo empresarial tienen casas de veraneo en Karuizawa, un paraíso montañoso donde también se retira desde hace años la aristocracia durante la bochornosa temporada estival. En la década de los años cincuenta, el actual emperador de Japón, Akihito, conoció a la emperatriz Michiko en las pistas de tenis de esta población.
Yo pasaba las noches yendo de una residencia a otra, entreteniendo a los poderosos y a sus invitados. A veces me encontraba con la gran maestra, que estaba haciendo su propia ronda de visitas.
Cuando estaba en el campo, ella era una persona diferente, más amable y menos reservada. En muchas ocasiones, nos sentábamos y conversábamos, y un día me contó cómo era la vida durante la guerra:
—Había escasez de alimentos y todos pasamos hambre. Yo iba de un sitio a otro, desplegaba una alfombra en el suelo y bailaba. La gente me daba arroz y hortalizas, y gracias a ello podía alimentar a mis alumnas. Fue una etapa difícil. Pensé que nunca acabaría.
Me gustaba escuchar sus historias, pues veía en ellas vestigios del espíritu que debió de tener en su juventud.
Las mañanas en Karuizawa eran por entero mías y me deleitaba con aquellos momentos de paz. Me levantaba a las seis y salía a dar un largo paseo. Luego leía hasta las diez, cuando me encontraba con Tanigawa Sensei en la cafetería Akaneya. El doctor Tanigawa y yo pasamos muchas horas juntos durante aquellos largos días de verano. Podía preguntarle lo que me apeteciera y él nunca parecía cansarse de darme respuestas sesudas.
Le gustaba el buen café y pedía un tipo diferente cada día. Acto seguido, me daba una clase de geografía, pues se recreaba en describir la región del mundo de donde procedía el café que degustaba en cada ocasión. Una cosa llevaba a la otra y, antes de que nos diéramos cuenta, era mediodía. De modo que a menudo comíamos juntos en el restaurante que estaba enfrente de la cafetería.
Muchas amigas mías iban a Karuizawa en la misma época que yo. La mayoría daba paseos en bicicleta, pero yo no sabía montar y, como me daba vergüenza confesarlo, caminaba tirando del manillar de una. Lo cierto es que no sé a quién pretendía engañar.
Un día me encontré con una conocida.
—Hola, Mineko. ¿Cómo estás? ¿Qué haces?
—¿A ti qué te parece? Estoy empujando una bicicleta.
—¿De veras? Vaya, siempre pensé que las bicicletas eran para sentarse y pedalear. No sabía que hubiese que empujarlas.
—Muy graciosa. Si supiera montarla, lo haría.
—¿Quieres decir que no sabes?
—Es evidente que no.
—Entonces, ¿por qué no paseas en un coche de caballos?
—¡Sería estupendo!
—Ven conmigo. Invito yo.
Me llevó a un hotel cercano y pidió un coche de caballos. Dejé la bicicleta en el camino y durante toda la tarde estuve paseando sola en él. Fue estupendo y debo decir que me sentía como un miembro de la realeza.
Mientras disfrutaba de aquellas placenteras horas, me crucé con una amiga.
—Eh, Mineko —gritó—. ¿Qué haces acaparando ese coche?
—Cuida tu lenguaje —respondí—. Si quieres hablar conmigo, hazlo con cortesía.
—No seas tonta.
—¿Quieres decir, pues, que te gustaría acompañarme?
—Claro que me gustaría.
—En tal caso, cambia el tono de voz. Puedes empezar de nuevo.
—Buenas tardes, hermana Mineko. ¿Serías tan amable de dejarme subir al coche?
—Desde luego, querida. Será un placer.