En la ciudad de Hakata, en Kyushu, se celebra a principios de mayo un festival llamado Dontaku, al que solían invitarme cada año. Yo viajaba desde Tokio con un grupo de geiko, y siempre me alojaba en el mismo hotel, comía en el mismo restaurante, disfrutaba con la compañía de la comunidad de geishas local y compartía habitación con mi querida amiga Yuriko.
Una tarde, mientras charlábamos, salió el tema del "peregrinaje silencioso", una ceremonia que tiene lugar durante el Festival de Gion, aunque poca gente la conoce. Circulaba el rumor de que Yuriko participaba en esta peregrinación secreta y quise saber si era cierto.
El Festival de Gion, de tradición milenaria y uno de los tres más importantes de Japón, se celebra en Kioto todos los años, desde finales de junio y hasta el 24 de julio, y comprende una serie de ceremonias y ritos sintoístas. El 17 de julio se invoca a los dioses locales para que acudan en sus sagrados palanquines, conocidos como omikosi, y convivan con la comunidad durante la última semana del festival. En otras palabras, los dioses viajan a hombros de los portadores desde su residencia principal, en el templo de Yasaka, hasta sus santuarios temporales en la avenida Shinkyogoku, pasando por la calle Shijo. El peregrinaje silencioso tiene lugar durante esa semana.
—A mi también me gustaría participar en el peregrinaje. ¿Qué tengo que hacer para que me acepten? —le pregunté a Yuriko.
—No es como ingresar en una secta, pues es algo que uno decide por sí mismo y hace a solas, en privado. Sin embargo, si quieres que se cumplan tus plegarias, dicen que debes hacer el peregrinaje durante tres años seguidos —respondió—. Y no puedes contárselo a nadie, para que sea efectivo. Has de hacer el peregrinaje en silencio, sin alzar la vista del suelo y sin mirar a nadie, concentrada por completo en aquello que está oculto en tu corazón y en tus plegarias, que son el auténtico motivo de la peregrinación.
La descripción que hizo mi amiga me conmovió. Yuriko tenía unas facciones peculiares, alejadas del ideal de belleza clásico japonés. Sus ojos eran muy hermosos, grandes y de color castaño claro.
No me contó con exactitud lo que yo quería saber, pero su sonrisa me reveló la verdad.
No podía dejar de preguntarme por qué Yuriko había decidido hacer el peregrinaje. ¿Qué deseaba con tanta desesperación? Traté de sonsacárselo en varias ocasiones, pero ella siempre se las ingeniaba para cambiar de tema. Al final mi perseverancia se vio recompensada, porque mi amiga se dio por vencida y me narró su historia.
Era la primera vez que le oía hablar de su infancia.
Me contó que había nacido en febrero de 1943, en un pueblo llamado Suzushi y situado en la costa del mar de Japón. Procedía de una familia que se había dedicado a la industria pesquera durante generaciones. Su padre, que tenía una próspera compañía de mariscos, solía visitar Gion Kobu en su juventud.
Su madre había muerto poco después de que ella naciera, de modo que, cuando aún era una niña de pecho, la enviaron a vivir con unos parientes ricos. Durante la guerra, los militares requisaron la empresa de su padre para reconvertirla en una fábrica de municiones. Pero él siguió pescando y, tras el conflicto, reemprendió sus negocios y, poco a poco, prosperó de nuevo. Aunque no fue a buscar a Yuriko, quien continuó pasando de pariente en pariente.
En el momento en que su situación económica mejoró, el padre de Yuriko volvió a frecuentar Gion Kobu y reanudó su amistad con cierta geiko, con la que terminó casándose. Por fin la niña regresó a casa de su padre y, poco después, le nació una hermanita. Supongo que fue la primera vez que Yuriko se sintió amada y segura. Aunque su felicidad duró poco, pues la compañía de su padre quebró y él, sumido en la desesperación y sin saber a quién recurrir, ahogó sus penas en alcohol hasta que se ahorcó ante los inocentes ojos de su joven hija.
La madrastra de Yuriko no supo qué hacer y volvió a enviarla a vivir con los parientes de su marido, pero la familia que la acogió la trataba como a un animal de carga y ni siquiera le compraba zapatos. Acabaron por entregarla a cambio de dinero a unos zegen, los traficantes de esclavas que recorrían las zonas rurales y compraban niñas para venderlas luego como prostitutas, una práctica que se prohibiría poco más tarde, en 1959, cuando se declaró ilegal la prostitución. La cuestión es que mi amiga Yuriko acabó en un establecimiento de Shimabara, el barrio del placer de Kioto.
Shimabara era un distrito autorizado donde ejercían su oficio las cortesanas o prostitutas de categoría, las oiran y las tayu, que, al mismo tiempo, eran expertas en las artes tradicionales. Como las maiko, las jóvenes oiran también celebran su mizuage, pero en su caso el ritual consistía en ser desfloradas por un cliente que pagaba una importante suma de dinero por tal privilegio. Esta ambivalencia de la palabra mizuage ha creado, por otra parte, cierta confusión sobre lo que significa ser geisha. Las tayu y las oiran firmaban un contrato y, hasta su vencimiento, permanecían confinadas en el barrio.
Cuando la madrastra de Yuriko descubrió lo que había ocurrido con su hijastra, habló con la okasan de la okiya de Gion Kobu y le suplicó que la ayudase. Ésta se puso a su vez en contacto con un otokoshi, quien se las ingenió para sacar a Yuriko de Shimabara y llevarla a la okiya. Y en ella permaneció, pues mi amiga, que entonces contaba doce años, no quiso regresar junto a su madrastra.
Bondadosa y obediente, Yuriko estudió con entusiasmo y se convirtió en una de las mejores geiko de Gion Kobu. Siempre que hablaba de lo mucho que había mejorado su vida en Gion Kobu, sus hermosos ojos castaños se llenaban de lágrimas.
Dos años después de que me contase esta historia, durante otro viaje a Hakata, al fin me confesó el motivo de su peregrinaje silencioso: hacía muchos años que estaba enamorada de un hombre y quería casarse con él. Por eso rezaba cada verano durante la última semana del Festival de Gion. Estaba convencida de lo que quería y había rechazado las proposiciones de otros hombres.
Por desgracia, su amante acabó casándose con otra por razones políticas, aunque continuaron con la relación. A Yuriko le diagnosticaron un cáncer en mayo de 1980. No sé si aquel hombre fue el culpable de que enfermase, pero su amor por él creció aún más a partir de ese momento y como si sus oraciones hubieran sido escuchadas, él la cuidó con devoción en su lecho de muerte. Aunque en vano, ya que Yuriko murió el 22 de septiembre de 1981, a la prematura edad de treinta y siete años. Yo creo que su amor sigue vivo y que así será durante mil años o por toda la eternidad.
Setsubun, que cae a mediados de febrero, es la fiesta que solía marcar el comienzo de la primavera en el antiguo calendario lunar. La celebramos esparciendo alubias por la casa, para ahuyentar a los demonios y atraer la buena suerte.
En Gion Kobu, la festividad nos sirve de excusa para disfrazarnos con trajes ridículos y para divertirnos, aunque mis amigas y yo solíamos escoger disfraces relacionados con los acontecimientos del año anterior. Por eso, cuando en 1972 Estados Unidos devolvió a Japón la soberanía de Okinawa, ese año nos vestimos con el traje tradicional de esta isla.
Nosotras siempre utilizábamos las propinas que nos daban durante las fiestas de Setsubun para pagarnos unas vacaciones en Hawai. A fin de recaudar el máximo de dinero posible, asistíamos a unos cuarenta ozashiki, aunque pasábamos apenas tres minutos en cada uno. Aquella noche reunimos treinta mil dólares, lo suficiente para obsequiarnos con un viaje por todo lo alto.
Me había tocado ser la organizadora, por eso, además de hacer las reservas, estaba a cargo del dinero y de los pasaportes, que llevaba en mi bolso cuando salimos de Kioto. Teníamos previsto pasar la noche en Tokio y salir hacia Honolulu al día siguiente.
Por desgracia, olvidé el bolso en un taxi de camino al hotel y mis compañeras de viaje no se mostraron muy comprensivas.
—Ay, Mineko, es típico de ti —me recriminaron.
Yo estaba esforzándome mucho por ser responsable y su reacción me indignó.
Tenía que conseguir el dinero y unos pasaportes nuevos para la tarde del día siguiente, de modo que, en primer lugar, llamé a un cliente y le expliqué la situación. Él accedió generosamente a prestarme treinta mil dólares en efectivo y a llevármelos al hotel a la mañana siguiente. Cuando trataba de decidir a cuál de mis amigos del gobierno debía recurrir para que me expidieran unos pasaportes de urgencia, sonó el teléfono y me informaron de que un comerciante había encontrado mi bolso en el asiento trasero del taxi. El taxista lo llevó a una comisaría de policía, donde lo recogí por la mañana, a tiempo para ir a tomar el avión. Con tanto lío, olvidé comunicar a mi cliente que ya no necesitaba los treinta mil dólares y éste llegó justo en el momento en que salíamos hacia el aeropuerto.
A pesar de haber tenido un comienzo tan poco prometedor, aquellas vacaciones resultaron estupendas, e incluso, al final mis amigas me dieron las gracias por haberlas organizado. Durante un crucero asistimos a una clase de hula-hula y la profesora, dándose cuenta de que éramos bailarinas, nos pidió que le hiciéramos un favor. Fue muy divertido: durante los tres días siguientes dimos clases de danza al estilo Inoue en el barco y muchos de los alumnos, que tenían contactos importantes en Hawai, organizaron magnificas cenas en nuestro honor en Kauai y Oahu.
Un día que la brisa agitaba con suavidad el cabello de la señorita M. me percaté lo pronunciada que era su calva. De inmediato me fijé en mis otras dos amigas y, luego, examiné mi cabeza: a las cuatro nos faltaba pelo en la coronilla. Éste es un problema muy extendido entre las geiko, causado por el peinado de maiko, que se empieza atando el cabello en esta zona. El moño se sujeta luego con una varita de bambú que ejerce una presión constante sobre las raíces del pelo. Además, llevamos el cabello recogido durante cinco días seguidos y también los accesorios irritan el cuero cabelludo.
Cuando éste nos pica, a menudo nos rascamos con un pasador y arrancamos más pelos de raíz. Por todo ello, es normal que al cabo de unos años aparezca una pequeña calva.
—¿Sabéis una cosa? Cuando regresemos a Japón, deberíamos ir juntas al hospital después de los Miyako Odori, para que nos operen la calva. ¿Qué os parece? ¿Hacemos un trato?
Me aseguraron que lo pensarían.
En cuanto volvimos a Tokio empezamos con los ensayos. Además de practicar en grupo, yo tenía que preparar un solo y asesorar a las bailarinas jóvenes. Lo cierto es que no tuvimos tiempo para hablar de la cirugía capilar hasta después de la inauguración de los Miyako Odori. La señorita Y. arguyó que le daba miedo, pero las otras tres decidimos seguir adelante y nos fuimos a Tokio el mismo día que terminó el festival para ingresar en un hospital cercano al puente de Benkei.
La intervención que nos practicaron consiste en hacer una incisión en esta zona de la cabeza, tensar la piel y coser los extremos, igual que en un lifting facial. A mí me pusieron doce pequeños puntos. En el cuero cabelludo hay muchos capilares, de modo que la operación fue extraordinariamente sangrienta, aunque exitosa. Y la herida nos dolía mucho al reír.
El principal inconveniente era que teníamos que permanecer varios días en el hospital. Nuestros clientes de Tokio hicieron todo lo posible para distraernos y, así, nos visitaban y enviaban comida de los mejores restaurantes de la ciudad. Pero era primavera y estábamos llenas de vitalidad. Puesto que nos aburríamos y empezábamos a discutir, organicé aventuras que nos mantuvieran entretenidas. Una tarde nos escapamos y fuimos de compras. Después, comenzamos a escabullirnos por las noches para ir a nuestros restaurantes favoritos, a pesar de que teníamos la cabeza vendada.
Y otro día fuimos bailando en fila hasta la gasolinera que había al final de la calle.
La jefa de enfermeras estaba indignada:
—Esto no es un hospital psiquiátrico, así que dejen de comportarse como si estuvieran locas. Y, por favor, no colapsen la línea telefónica.
Al cabo de unos diez días el médico nos quitó los puntos y nos dio el alta. Creo que las enfermeras se alegraron de que nos fuésemos. Me pregunto si la señorita Y. aún tiene una calva en la coronilla. Apuesto a que sí.
Regresé a Kioto y enseguida me adapté de nuevo a mi vida con Toshio. Lo había echado de menos, pero de pronto vivir sola me pareció demasiado complicado. Era agotador cocinar, limpiar la casa, hacer la colada, preparar el baño y, además, cumplir con mis compromisos profesionales. Nunca me alcanzaba el tiempo y eso que apenas dormía. No podía adelantar mis citas nocturnas, así que no me quedaba otro remedio que limitar las horas que dedicaba a ensayar. Al parecer, debía escoger entre ser mejor bailarina y mantener la casa limpia. No había otra opción.
Fui a hablar con mamá Masako.
—Mamá, no termino de aprender a cocinar. Y no tengo tiempo para ensayar tanto como debería. ¿Qué puedo hacer?
—¿Has pensado en volver a casa?
—Tal vez. ¿A ti qué te parece?
—Creo que sería una buena idea.
De manera que en junio de 1972 regresé a la okiya. Había aprendido que era capaz de ser independiente, pero también que no necesitaba serlo. Además, Toshio y yo teníamos medios suficientes para hospedarnos en un hotel cuando quisiéramos, cosa que hacíamos con frecuencia. Yo era una adulta, una geiko hecha y derecha.
Ya sabia moverme por el mundo, manejar dinero y hacer compras.
Y estaba enamorada.
Por otra parte, me alegré de haber regresado a la okiya, pues así pude pasar junto a Gran John los últimos meses de su vida. Mi perro murió el 6 de octubre de 1972.