El 23 de mayo de 1971, justo tres años después de mi desafío, Toshio me envió un mensaje a través de la okasan de su ochaya: quería que me encontrase con él en la hostería Ishibeikoji. En su nota decía que no era necesario que fuese vestida de geiko, lo que significaba que no se trataba de un ozashiki, sino de una cita privada.
Además, me emplazaba allí al mediodía.
En consecuencia, llevé un sencillo quimono de seda de Oshima negra con un estampado de rosas rojas y un obi blanco con hojas de arce bordadas en negro.
Cuando llegué a la hostería, Toshio estaba jugando al mahjong con un grupo de amigos. El juego terminó pronto y los demás se marcharon.
Exceptuando el día en que me había robado un beso, era la primera vez que estaba a solas con él.
No se anduvo con rodeos.
—He venido a verte todas las noches durante los últimos tres años, tal como me pediste; así que ahora quiero que hablemos de nosotros. ¿Tengo alguna posibilidad? ¿Qué piensas?
Yo no pensaba. Sentía. Sabia que Toshio tenía esposa e hijos, pero en ese momento no me importaba. Era superior a mis fuerzas.
Respondí con franqueza.
—No estoy segura, porque esto no me había ocurrido antes, pero creo que estoy enamorada de ti.
—En tal caso, debemos hacer lo necesario para estar juntos —respondió.
Bajé la vista con decoro y asentí en silencio. Nos levantamos y fuimos a ver a la okasan de su ochaya. Dudo que las palabras de Toshio le sorprendiesen.
—Usted es uno de mis clientes más queridos, Toshio-san —respondió—, y ambos parecen enamorados. Por eso estoy dispuesta a participar en las negociaciones. Sin embargo, es preciso seguir los cauces reglamentarios. De manera que, si quiere estar con Mineko, Toshio-san, primero ha de pedir la autorización a su familia.
Yo conocía las normas, pero estaba tan nerviosa que las había olvidado.
El "mundo de la flor y el sauce" es una sociedad diferente, con sus propias normas y leyes, con sus propios ritos y ceremonias. Permite las relaciones sexuales fuera del matrimonio, pero sólo si éstas se adecuan a ciertas reglas.
En Japón, la mayoría de las relaciones largas, como las que se establecen entre hombre y mujer o entre maestro y discípulo, son concertadas por una tercera parte que continúa actuando como mediadora incluso después de que el vínculo se ha formalizado. Por eso madre Sakaguchi, que había solicitado a la iemoto que me diese clases, seguía dispuesta a intervenir cada vez que surgía un problema. De igual modo, la okasan del ochaya asumió un importante compromiso cuando se ofreció a participar en las negociaciones, pues significaba que aceptaba actuar como mediadora. Siguiendo su consejo, nos dirigimos de inmediato a la okiya para hablar con mamá Masako.
—Yo creo que las personas que se aman deben estar juntas —dictaminó ella, tan romántica como siempre.
Toshio le prometió que se divorciaría de su esposa y mamá Masako nos dio su bendición.
Alegando que estaba enferma, cancelé todas mis citas para el resto del día y regresé a la hostería con Toshio. Fuimos a su habitación. Al principio, ninguno de los dos habló, y nos limitamos a permanecer sentados, disfrutando de la presencia del otro. Al final, poco a poco, acertamos a hilvanar retazos de conversaciones que, por puro hábito, giraron en torno a la estética. Y fue así como nos llegó la noche.
Una camarera nos sirvió la cena en la habitación, pero yo no pude probar bocado. Regresó más tarde para anunciar que el baño estaba listo, aunque como ese día ya me había bañado dos veces, al levantarme y antes de vestirme para ir a ver a Toshio, decliné la invitación.
No tenía intención de pasar la noche allí, de modo que me sorprendí cuando la camarera desplegó dos futones, uno al lado del otro. Como no sabía qué hacer, seguí hablando. Conocedora del inagotable interés de Toshio por el arte, saqué un tema tras otro: música, danza, teatro… Cuando me di cuenta, era más de medianoche.
—¿No quieres dormir, Mineko? —preguntó Toshio.
—Gracias —respondí con toda la vitalidad que fui capaz de fingir—, pero yo no duermo mucho. La verdad es que aún no tengo nada de sueño, pero ¿por qué no te acuestas y descansas?
Aunque estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por mantener los ojos abiertos, tenía la esperanza de que Toshio se durmiese y me evitase tomar una decisión. Se tendió en el futón, sin taparse, y continuó hablando. Yo permanecí donde estaba, sentada ante una mesa baja. Ninguno de los dos se movió de su sitio hasta que el cielo comenzó a clarear.
A esas alturas yo era incapaz de mantener la cabeza erguida y decidí tumbarme un rato, pero decidida a no dormirme. Me acosté con recelo en el segundo futón y, ya que me pareció descortés darle la espalda a Toshio, me acurruqué de cara a él. Al instante me pidió que me acercase.
—Lo siento —respondí—, pero no puedo.
De modo que fue él quien dio el primer paso y se aproximó un poco. Luego me rodeó con un brazo y tiró de mí, abrazándome. Yo me mantuve rígida como un junco, aunque por dentro temblaba y tenía ganas de llorar. Creo que no nos movimos hasta que terminó de salir el sol.
—Tengo que ir a clase —le comuniqué, mientras me levantaba para marcharme. Así terminó nuestra primera noche juntos.
Ahora que era una geiko de verdad, empecé a tomarme tiempo libre: una semana en febrero, después de la fiesta de Setsubun, y otra en verano. Además, hice planes para disfrutar de unas breves vacaciones cuando terminasen los Gion Matsuri. Toshio debía viajar a Brasil por negocios, así que decidimos aprovechar esa inesperada oportunidad y reunirnos en Nueva York cuando él terminase.
Toshio hizo escala en el aeropuerto Kennedy en el trayecto de regreso a Japón y yo tomé un vuelo de PanAm para encontrarme con él. Tuvo que esperarme durante seis horas. No estaba acostumbrado a esperar, aunque sí a hacer esperar a otros, así que temí que no estuviera allí a mi llegada. Pero estaba y me alegré muchísimo de verlo cuando bajé del avión.
Nos dirigimos al Waldorf Astoria. En el vestíbulo, mientras nos registrábamos, nos encontramos con Elizabeth Taylor y mantuvimos una breve conversación con ella. Pero estábamos impacientes por subir a la habitación y nos escabullimos en cuanto nos lo permitieron las reglas de cortesía.
No veía la hora de estar a solas con Toshio, de modo que en cuanto el botones cerró la puerta, me volví hacia él. Entonces prorrumpió en sollozos. Era la primera vez que yo veía llorar a un hombre adulto.
—Ay, cariño, ¿qué pasa? ¿Qué tienes?
—Por mucho que lo he intentado, mi esposa se niega en redondo a concederme el divorcio y ya no sé qué más hacer. Parece que da igual lo que haga o lo que diga.
Estaba desesperado. Durante horas habló de su esposa, de sus hijos, de la angustia que le causaba esa situación. Yo estaba demasiado preocupada por él para pensar en mí, pues no soportaba verlo sufrir. Por fin me acerqué a él, por primera vez, y lo abracé. Sentí que se fundía entre mis brazos: "Esta intensa unión es amor —pensé— ya lo he encontrado".
Puse dos condiciones definitivas para continuar con nuestra relación.
—Seguiré a tu lado durante todo el tiempo que tardes en convencerla. Pero tienes que prometerme dos cosas: no me ocultarás nada y nunca me mentirás. Si lo haces, todo habrá terminado. No haré preguntas. Tú seguirás tu camino y yo el mío.
Me lo prometió y me entregué a él.
Me sorprendió el poder del deseo animal que despertamos el uno en el otro. Le amé con pasión, sin sentir timidez ni vergüenza, y, por fin, el fantasma del ataque de mi sobrino quedó enterrado para siempre en aquel lecho.
Cuando vi las sábanas manchadas de sangre, mi corazón se llenó de alegría, pues acababa de entregar a Toshio mi posesión más preciada y lo había hecho por amor. En cierto sentido, fue la primera vez para los dos: me confesó que nunca había desflorado a una mujer. Mi felicidad era indescriptible.
Esa noche debíamos asistir a una fiesta organizada por un grupo de admiradores de Toshio. Él terminó de arreglarse antes que yo, así que le indiqué que se adelantase mientras yo me daba un baño y me ponía el quimono, y le anuncié que me reuniría con él al cabo de media hora.
Cuando salí de la bañera y fui a abrir la puerta del cuarto de baño, descubrí que el pomo no giraba. Estaba roto. Tiré de él y empujé la puerta, pero no conseguí que se abriese. Empecé a golpearla, aun sabiendo que Toshio ya se había marchado y nadie podía oírme. Desconcertada, miré alrededor y, quién lo iba a decir, hallé un teléfono junto al espejo. Descolgué el auricular. No tenía tono. Apreté la horquilla unas cuantas veces, pero no pasó nada. No podía creer que tanto el pomo de la puerta como el teléfono estuvieran averiados, y nada más y nada menos que en el Waldorf Astoria.
Permanecí tres horas encerrada en aquel cuarto de baño. Estaba angustiada y tenía frío. Por fin, oí un ruido en la habitación: Toshio llamó a la puerta.
—¿Qué haces ahí, Mineko?
¡Al menos uno de los dos conservaba la calma!
Alarmado por el histerismo de mi voz, corrió a buscar a alguien que me rescatase. Me alegré muchísimo de verlo, pero estaba demasiado cansada para salir. ¡Pobre Toshio! Había estado tan distraído en la fiesta que había perdido la noción del tiempo y ahora se sentía fatal. Fue gracioso. De hecho, era un hombre muy considerado. Salvo por este pequeño incidente, pasamos cuatro días maravillosos en Nueva York.
Yo había encontrado lo que buscaba. Estaba perdidamente enamorada y la fuerza de nuestra pasión cambió mi vida. Influyó especialmente en mi forma de bailar, pues por fin adquirí la expresividad que había anhelado durante tanto tiempo. Las emociones parecían fluir desde mi corazón a cada movimiento y cada gesto, dotándolos de mayor significación y grandeza.
Toshio participó de manera consciente y activa en este proceso y fue un crítico severo. Puesto que nuestra pasión era fruto del amor que ambos sentíamos por la excelencia artística, ésta siguió siendo su base hasta el final. No tuvimos la clase de relación en la que dos personas se hacen cariñitos mientras se susurran ternezas al oído.
Como actor, Toshio había investigado los límites de la expresión durante más años de los que yo llevaba como bailarina, de modo que en ese aspecto era mucho más maduro que yo y, aunque nuestras disciplinas artísticas eran diferentes, podía y quería ofrecerme consejos precisos y acertados.
El estilo Inoue se caracteriza por su capacidad para expresar grandes emociones con gestos contenidos y delicados. Es el aspecto más difícil de esta modalidad de danza, pero Toshio sabía cómo afrontar el desafío y, así, mientras que la gran maestra me enseñaba la técnica, Toshio fue capaz de contagiarme de su expresividad.
A veces, si al pasar junto a un espejo hacía un movimiento inconsciente y Toshio me veía, me indicaba:
—¿Por qué no lo haces así?
Sus sugerencias eran siempre adecuadas y a menudo yo dejaba lo que estaba haciendo y me ponía a ensayar el movimiento que me indicaba de inmediato, una y otra vez.
Aunque vivíamos como pareja, teníamos que mantener nuestra relación en secreto ante nuestros conocidos, pues él seguía siendo un hombre casado. Y cuando estábamos en público, tampoco hacíamos nada que pudiera delatarnos. Pero resultaba difícil, de manera que aprovechábamos cualquier oportunidad para viajar al extranjero. No tenemos ni una sola fotografía en la que se nos vea juntos, ni siquiera de nuestras excursiones turísticas por parajes exóticos.
En 1973 hicimos otra escapada a Nueva York, aunque en esta ocasión nos alojamos en el hotel Hilton. El señor R. A. ofreció una fiesta en nuestro honor, y Toshio me presentó como su novia. Yo estaba eufórica: de verdad creía que en cualquier momento me convertiría en su esposa. La prensa se enteró de que yo tenía una aventura con una celebridad y los reporteros gráficos me persiguieron durante semanas. Pero lo gracioso es que se equivocaron de hombre y supusieron que estaba saliendo con otro. Toshio tenía una casa enorme en un barrio residencial de Kioto y otra en Tokio, pero pasaba casi todas las noches conmigo. Mi apartamento se convirtió en nuestro particular nido de amor.
En cuanto Toshio se sintió cómodo en mi casa, descubrí una faceta inesperada de su carácter: era ordenado en extremo, meticuloso, pulcro. Fue una suerte para los dos, teniendo en cuenta lo mal que se me daban las tareas de la casa. Cuando tenía tiempo libre y estaba solo, limpiaba el apartamento de arriba abajo. Frotaba todas las superficies, incluyendo las de la cocina y el cuarto de baño, primero con un trapo húmedo y luego con otro seco, tal como me había enseñado mi madre. Sin embargo, cuando a mí me daba por limpiar me limitaba a pasar la aspiradora por el salón y a quitarle el polvo a la mesa de centro.
He de decir, en mi defensa, que estaba muy ocupada. Mi ritmo de actividades era tan frenético como cuando vivía en la okiya y, encima, tenía que ocuparme de mi casa. Cada tarde iba a la okiya a prepararme para el trabajo, pero en el apartamento no había una brigada de criadas que adecentase lo que yo desordenaba.
Casi siempre me las ingeniaba para salir airosa, pero en ocasiones Toshio ponía a prueba mi competencia, como cuando hizo una película en un estudio de Kioto y empezó a aparecer a última hora de la noche, acompañado de unos diez colegas. Yo volvía a casa tras una dura jornada de trabajo y él preguntaba:
—¿Qué podemos darle de cenar a esta gente?
Entonces, yo preparaba algo echando todo lo que encontraba en una olla grande. He de reconocer que mis primeros experimentos culinarios no fueron del todo satisfactorios, pero con el tiempo fui mejorando. Toshio se cercioraba de que todo el mundo tuviera la copa llena, y nadie se iba de nuestra casa hambriento o sediento.
Acabé aficionándome a aquellas fiestas improvisadas.
Toshio era un hombre extraordinariamente cordial y sociable.
Se le daban muy bien las tareas domésticas y hablaba con mucho afecto de sus hijos. Yo no entendía por qué no había funcionado su matrimonio.