A principios de la década de 1970, Japón empezó a emerger como una gran potencia en el escenario económico internacional y esta evolución se reflejó en mi trabajo. Como representante de la cultura japonesa tradicional, tuve la fortuna de conocer a importantes dignatarios de todo el mundo. Jamás olvidaré un encuentro que me hizo tomar conciencia de nuestra estrechez de miras.
Me invitaron a un ozashiki en el restaurante Kyoyamato. Los anfitriones eran el embajador japonés en Arabia Saudí y su esposa, y los invitados de honor, el ministro árabe del Petróleo, el señor Yamani, y su cuarta esposa. La señora Yamani lucía el diamante más grande que he visto en mi vida. Era enorme. Dejó caer que pesaba treinta quilates. Nadie podía quitarle los ojos de encima. Nuestra anfitriona llevaba un anillo con un diamante pequeño y noté que lo giraba para esconder la piedra, como si estuviera avergonzada de su tamaño. Su gesto me molestó, así que le comenté en japonés:
—Señora, su hospitalidad de hoy, aunque espléndida, refleja los humildes ideales estéticos de la ceremonia del té. Por favor, no oculte su hermoso diamante. No hay razón para privar de su brillo a nuestros invitados, cuya mayor riqueza es el petróleo. Además, que nosotros sepamos, la piedra de la señora Yamani podría ser un trozo de vidrio. Sea como fuere, no brilla tanto como la suya.
Sin inmutarse, el señor Yamani exclamó entre carcajadas:
—¡Qué lista es usted que sabe reconocer un trozo de vidrio!
¡Hablaba japonés! Me dejó atónita. Su respuesta demostró que no sólo había entendido el sentido profundo de mis palabras (en una lengua que la mayoría de los japoneses considera incomprensible para los extranjeros), sino que también era lo bastante sensato para responder con ingenio y buen humor. ¡Qué inteligente! Tuve la impresión de que estaba ante un maestro.
Por cierto: nunca supe si el diamante era auténtico o no.
La Exposición de Osaka terminó el 30 de septiembre de 1970. Ya era libre de celebrar mi siguiente rito de transición y cambiar el cuello de maiko por el de geiko. Había llegado la hora de convertirme en adulta.
—He oído que se necesita mucho dinero para organizar un erikae. Por los quimonos nuevos y todo lo demás. ¿Cómo puedo ayudar?
—¿Tú? Olvídalo; no tienes que hacer nada. La okiya está en condiciones de cubrir los gastos, de modo que déjalo en mis manos.
—Pero mis clientes no han dejado de preguntarme cuánto quiero que me den para el erikae y he estado respondiendo que al menos tres mil dólares. ¿He hecho mal? Lo lamento.
—No, Mineko, está bien. Tus principales clientes querrán contribuir con algo. Forma parte de la tradición, y hará que se sientan bien. Además, les dará un motivo para jactarse ante sus amistades. Así que no te preocupes. Como solía decir tía Oima: "Nunca se tiene demasiado dinero". Aunque debo decir que la suma que pides no es precisamente módica.
No sé cómo se me había ocurrido esa cantidad. En aquella época solía decir lo primero que me venía a la cabeza.
—Entonces dejaré que hagan lo que quieran y ya veremos qué pasa.
Según mamá Masako, mis clientes aportaron una pequeña fortuna para mi erikae. Aunque nunca supe con exactitud a cuánto ascendió.
El 1 de octubre me peinaron al estilo sakko, el que se lleva durante el último mes de maiko. Después, el 1 de noviembre, a medianoche, mamá Masako y Kuniko me cortaron la cinta del moño: mis días de maiko habían terminado.
La mayoría de las jóvenes vive este momento con nostalgia y emoción, pero yo mantuve en todo momento una actitud impasible. Terminé mi carrera de maiko con el mismo sentimiento de ambigüedad con que la había iniciado, aunque por distintas razones.
Todavía quería ser bailarina, pero estaba descontenta con las conservadoras y anticuadas normas del sistema. Había expuesto mis opiniones con franqueza desde que era casi una niña y me había quejado en repetidas ocasiones ante la Kabukai, aunque, hasta la fecha, nadie me había hecho el menor caso. Tal vez me escuchasen ahora que era una adulta.
Me tomé el día libre para preparar mi erikae. Hacía frío. Mamá Masako y yo estábamos sentadas junto al brasero, dando los últimos retoques a mi traje.
—¿Mamá?
—¿Sí?
—Eh… No, nada; no tiene importancia.
—¿Qué es lo que no tiene importancia? ¿Qué ibas a decir?
—Olvídalo. Sólo estaba pensando.
—¿En qué? No me tengas sobre ascuas, es exasperante.
No pretendía irritarla, pero las palabras se negaban a salir de mi boca.
—No estoy segura de que seas la persona apropiada para aconsejarme.
—Soy tu madre.
—Lo sé, y respeto mucho tu opinión sobre cuestiones de trabajo, pero se trata de algo diferente. No sé si debo hablar de este asunto contigo.
—Soy Fumichiyo Iwasaki, Mineko. Puedes preguntarme lo que quieras.
—Pero todos los hombres con los que has salido parecen calamares desecados. Después rompen contigo y tú te quedas llorando abrazada a la farola del colmado. Es humillante. Todos los vecinos te ven y exclaman: "Pobre Fumichiyo, ya la han abandonado otra vez".
Era la pura verdad. A sus cuarenta y siete años, mamá Masako aún no había conseguido formar una pareja estable. Nada había cambiado. Seguía enamorándose cada dos por tres y ahuyentando a sus amantes con su mordacidad. Y era cierto que lloraba abrazada a la farola. Tengo muchos testigos de ello.
—No es una descripción muy halagadora. Creo que no soy la única por aquí que tiene una vena maliciosa. Pero no hablemos más de mí. ¿Qué te pasa a ti?
—Me preguntaba qué se siente al enamorarse.
Sus manos se detuvieron en seco y su cuerpo se tensó.
—¿Por qué, Mineko? ¿Has conocido a alguien?
—Tal vez.
—¿De veras? ¿Quién es?
—Me angustia demasiado hablar de él.
—Si hablases, dejaría de angustiarte.
—Hasta recordar su cara me hace daño.
—Parece que va en serio.
—¿Tú crees?
—Me gustaría conocerlo. ¿Por qué no nos presentas?
—De ninguna manera. En primer lugar, eres un desastre a la hora de juzgar a los hombres. Y en segundo lugar, podrías tratar de quitármelo.
—No soy Yaeko. Te aseguro que jamás entablaría una relación con un novio tuyo.
—Pero te pones tan guapa cada vez que vas a ver a un hombre… Si te lo presento, ¿me prometes que no te acicalarás para conocerlo?
—Sí, cariño, desde luego. Si es lo que quieres, iré con la ropa de andar por casa.
—Entonces veré lo que puedo hacer.
Terminamos con los preparativos para mi erikae, que se celebró el 2 de noviembre de 1970, el día en que cumplí veintiún años.
Mi primer traje de geiko fue un quimono formal de seda negra, con emblemas, dibujos teñidos y caracolas bordadas. El obi de damasco tenía un motivo geométrico rojo, azul y dorado.
Encargamos otros dos quimonos para la primera etapa. Uno era de seda amarilla con aves fénix bordadas con hilo de oro. Llevaba un obi de brocado rojo óxido con un estampado de peonias. El otro era de seda verde claro, con un bordado de pinos y carrozas imperiales doradas, y el obi de brocado negro, decorado con crisantemos.
A partir de ese día, llevaría un cuello blanco cosido a mi nagauban, lo que significaba que había dejado atrás los rasgos infantiles de maiko. Era una adulta y había llegado la hora de que me responsabilizase de mi vida.
Poco después de mi erikae, el doctor Tanigawa me hizo una interesante proposición. Kunihito Shimonaka, el presidente de la editora Heibon, quería dedicar un número entero de la revista El Sol a la historia y las costumbres de Gion Kobu. El doctor Tanigawa me había recomendado para que trabajase en el proyecto y, al igual que varias amigas mías, accedí de buen grado.
Trabajamos bajo la supervisión editorial de Takeshi Yasuda y pronto me sentí como una auténtica periodista. Nos reuníamos una vez al mes y tardamos un año entero en terminar los artículos. Este número especial se publicó en mayo de 1972 y se agotó de inmediato. Se reeditó varias veces.
Aquel proyecto hizo que me sintiera muy orgullosa de mí misma y me colmó de satisfacción. Gracias a él caí en la cuenta de que podía haber una vida diferente para mí fuera de los lujosos confines de Gion Kobu. Pero aún trabajaba tanto como cuando era maiko: entre otras cosas, asistía a varios ozashiki por noche y bailaba de manera regular en público.
Una noche me llamaron del ochaya Tomiyo. El señor Motoyama, presidente de la firma de alta costura Sun Motoyama, iba a dar un ozashiki en honor de Aldo Gucci, el diseñador de moda italiano.
Esa noche me vestí con especial esmero. El cuerpo de mi quimono era de crespón de seda negro y la cola estaba decorada con una exquisita escena de grullas arracimadas en un nido. El obi era de la misma tonalidad rojiza del crepúsculo en las salinas y estaba teñido con un motivo de arces.
Yo me senté junto al señor Gucci, quien, de forma accidental, salpicó mi quimono con salsa de soja. Se quedó tan compungido que me apresuré a buscar la manera de tranquilizarlo.
—Ha sido un gran honor conocerlo, señor Gucci —afirmé. Y añadí con naturalidad, como si no fuese una petición extraña-: ¿Le importaría darme un autógrafo? —Respondió que sí y sacó una pluma—. ¿Podría firmarme el quimono? Aquí, en el forro de la manga.
El señor Gucci firmó la seda roja con tinta negra. Puesto que el quimono había quedado inservible, no me preocupó que terminara de estropearlo. Lo importante era que se sintiese bien.
Aún conservo aquel quimono. Siempre quise regalárselo, pero, por desgracia, no he tenido ocasión de volver a verlo.
El quimono de una geiko es una obra de arte y yo jamás usaría uno que no estuviese en perfectas condiciones. Cada quimono de maiko o de geiko es único. Muchos tienen nombre, incluso como las pinturas, y les concedemos el mismo valor que a éstas. Por eso recuerdo con tanta precisión todos los quimonos que he usado.
Cuando era geiko encargaba un quimono nuevo todas las semanas, pero no me lo ponía más de cuatro o cinco veces. No sé cuántos tuve en el transcurso de mi carrera, pero calculo que fueron más de trescientos. Y cada uno de ellos —sin contar los que encargaba para ocasiones especiales, que eran carísimos— costaba entre cinco mil y siete mil dólares.
Los quimonos eran mi pasión y participaba de forma activa en su diseño. Nada me gustaba tanto como reunirme con el venerable señor Lida en Takashimaya, o con el señor Saito en Gofukya, o con los expertos profesionales de Eriman en Ichizo, para exponerles mis ideas sobre nuevos dibujos y combinaciones de colores.
Las demás geiko me copiaban los trajes en cuanto los estrenaba y yo solía regalar mis quimonos usados a cualquier hermana mayor o menor que me lo pidiese. Nos educan desde la infancia para recordar los quimonos de la misma manera que se recuerdan las obras de arte, de modo que siempre que alguien lucía un quimono que había pertenecido a otra, nos dábamos cuenta al instante. Y es que la vestimenta era un signo evidente de la posición jerárquica de una geiko.
Aunque todo esto parezca extravagante, es el eje de una actividad comercial de gran alcance.
La industria del quimono es una de las más importantes de Japón. Puede que yo estuviese en condiciones de comprar más ropa que otras geiko, pero todas necesitábamos una provisión constante. Imaginen cuántos quimonos encargan al año las maiko y las geiko de Gion Kobu y de los otros cuatro karyukai. El sustento de miles de artesanos —desde los que tiñen la seda hasta los diseñadores de los accesorios para el cabello— depende de estos pedidos. Aunque no sean los clientes que frecuentan Gion Kobu los que compran estas prendas, sí es cierto que un importante porcentaje del dinero que gastan sirve para mantener esta actividad. Por tal motivo, yo siempre tuve la impresión de que éramos imprescindibles para mantener viva esta industria tradicional.
No pensaba en los quimonos en términos económicos, sino que los veía tan sólo como un componente esencial de mi oficio y sabía que cuanto mayor fuera su calidad, mejor cumpliría yo con mi trabajo. Los clientes van a Gion Kobu para deleitarse con las habilidades artísticas de las maiko y las geiko, pero también con su estética. Y por mucho talento que tengan, sus esfuerzos serán en vano si no lucen las prendas adecuadas en público.
Yo aún no tenía un concepto claro de lo que era el dinero. Rara vez lo veía o tocaba, y nunca pagaba nada personalmente. Cada noche recibía los sobres con la propina, y ahora sé que en ellos debía de haber miles de dólares, pero lo cierto es que no les daba importancia. A menudo extraía un sobre de mi manga y se lo entregaba, también como gratificación, al kanban de la cocina o al hombre que recogía los zapatos en el vestíbulo del ochaya.
Pero siempre había más. Por las noches, cuando llegaba a casa y me quitaba el quimono, caían al suelo un montón de sobres blancos. Nunca los abría para ver qué había dentro; me limitaba a dárselos al personal de la okiya como muestra de gratitud, ya que mi diaria metamorfosis en "Mineko de Iwasaki" no habría sido posible sin aquellas personas.
Había oído a mucha gente mencionar la cifra "cien mil" (mil dólares) mientras hablaban de cuestiones económicas. Un día me picó la curiosidad y le pregunté a mamá Masako:
—¿Qué aspecto tienen cien mil yenes?
Sacó una cartera del obi y me enseñó diez billetes de diez mil yenes (que se correspondían con diez billetes de cien dólares).
—No es gran cosa —comenté desilusionada—. Creo que debería trabajar más.